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El final de ETA

¿Nos instalamos en el resentimiento o en la reconciliación basada en los derechos humanos?

Fuentes: Viento Sur

Tengamos en cuenta algunas obviedades: la ética, el ámbito de los juicios morales sobre el deber-ser solo cobra sentido desde la existencia del sufrimiento infligido directa o indirectamente por unos seres humanos a otros, intencionadamente, por acción u omisión, un sufrimiento que debe no existir. Los derechos humanos, civiles y sociales, referencia ética secular, principios […]

Tengamos en cuenta algunas obviedades: la ética, el ámbito de los juicios morales sobre el deber-ser solo cobra sentido desde la existencia del sufrimiento infligido directa o indirectamente por unos seres humanos a otros, intencionadamente, por acción u omisión, un sufrimiento que debe no existir. Los derechos humanos, civiles y sociales, referencia ética secular, principios fundamentales de una sociedad democrática, versan directa o indirectamente, precisamente, sobre evitar el sufrimiento, por la convivencia en una sociedad pacífica, igualitaria, ideal y posible. Es lo que caracteriza a un Estado social y democrático de derecho. Lo opuesto a los derechos humanos es la barbarie, leve o grave, pues hay pequeñas y grandes barbaries según sea la violación de cada derecho. Entonces, cualquier conculcación de los derechos humanos supone un daño a alguien concreto de la sociedad, y por tanto una vulneración, una imperfección en esa sociedad.

Es una obviedad también que, a pesar de que los derechos humanos se conciben principalmente como una normativa contra el abuso de los Estados sobre la ciudadanía, es el Estado quien debe ser el mayor garante, valedor, protector y ejemplo de cumplimiento de los mismos, pues, teóricamente, el pueblo lo ha investido con esa función. Y debe también educar, en la escuela y con el ejemplo, en los valores propios de los derechos humanos, como son el respeto y la convivencia, teniendo en cuenta que dignos de estos derechos no son sólo los supuestamente buenos ciudadanos sino, incluso, quienes los conculcan, para quienes el Estado debe proveer facilidades de integración en la convivencia social.

Es una obviedad, también, que los derechos humanos han estado siendo conculcados durante años por ETA y por el Estado, independientemente del grado de conculcación, causando sufrimiento y víctimas, a quienes se deben verdad, justicia y reparación.

Vayamos a la realidad. ETA ya no existe, se ha disuelto. En palabras de la ONU, se ha «desmovilizado». Ya no conculcará ninguno más de los derechos humanos, ya no causará más sufrimiento. Independientemente del relato sobre lo que pasó (pues cada quien hará el suyo sobre qué motivó el paso de la barbarie a la apertura a vivir en convivencia, si fue la razón estratégica, la razón práctica, el Estado, o la sociedad civil quien obligó a hacerlo), son excelentes noticias, tal como los intervinientes internacionales en Kanbo reconocieron, aunque haya quien se muestra indiferente.

Volvamos a lo obvio. Todo Estado, ciudadanía e incluso las víctimas que comprendan el valor de los derechos humanos deben verlo con alegría, sea tarde o no, pues el fin del sufrimiento podía no haber ocurrido aún. Por eso no es demasiado tarde, pues podía haber seguido habiendo víctimas, aunque sí sea, demasiado tarde ya, para quienes perdieron la vida o vieron su alma desgarrada por la pérdida de otras. Incluso quienes no hemos sufrido directamente el dolor físico o psíquico de la violencia pero sí dolor empático podemos sentir que es demasiado tarde si pensamos en qué se ha perdido en cuanto a convivencia si los hechos pasados hubieran sido otros, si no se hubiera conculcado ningún (y subrayo ningún) derecho humano. Demasiado tarde para unas cosas, pero no demasiado tarde para otras.

Por eso mismo quizá no tenga sentido hablar de agradecimiento por el fin de la violencia, pero sí se puede hablar de alegría, o de celebración, como recalcaban en Kanbo.

Más allá de relatos, es otra obviedad que ETA lo ha hecho unilateralmente, sin concurso alguno del Estado. El haberlo hecho unilateralmente se corresponde con la obligación incondicional de cumplir los derechos humanos, es decir, sin poner la condición de que quien supuestamente también los incumple lo haga primero. La unilateralidad es algo que no podíamos concebir en ETA hace pocos años, en los que la negociación era condición sine qua non, aunque había una gran parte de la sociedad que lo exigía. Sin embargo, tal cosa ha ocurrido, sin haber tenido lugar antes en ningún conflicto. Los expertos internacionales en Kanbo dijeron que es un caso único, ejemplo para otros enfrentamientos. En este caso, diferentemente a lo ocurrido en otros lugares en los que ha habido una actitud proactiva del Estado en la finalización del sufrimiento, como debería ser, se ha mostrado ignorante, sordo y ciego ante las peticiones de diálogo y negociación de una parte de la sociedad y de entidades internacionales expertas en conflictos.

Sin embargo, desde una perspectiva impermeable a la flexibilidad y a las soluciones dialogadas, es difícil no reconocer que entre un final negociado, con condiciones y un final unilateral, sin condiciones, parece ser más meritorio y más digno de reconocimiento este último, por no haberse aceptado nada a cambio. Otra cosa es que sea más efectivo y completo o que satisfaga a mayor parte de la sociedad. Según la concepción dominante en el Estado español, el final negociado habría sido visto como un chantaje, como un precio a pagar. Sin embargo, el caso colombiano fue aplaudido por el gobierno español.

Hay quien dice, principalmente el poder ejecutivo, que la unilateralidad es consecuencia de la acción judicial y policial. Según ese relato, la sociedad civil no ha hecho nada. Un poder que ignora lo que ocurre a su alrededor, basado en la arrogancia, quizá en el enfurruñamiento y resentimiento, muestra un desprecio a la acción de quienes se han movilizado por el fin de la violencia por razones morales, por avanzar hacia una sociedad respetuosa con los derechos humanos. Y tal presión ha sido un hecho indiscutible. Estoy pensando en movimientos sociales como Gesto por la Paz, intermediadores como Elkarri, Lokarri y muchos más que desembocaron en el fin del sufrimiento en octubre de 2011 (Aiete); al Foro Social Permanente, Bake Bidea, Artesanos por la Paz, Grupo Internacional de Contacto y otras cuya labor intermediadora condujo al desarme (Baiona) y ahora a la desmovilización (Kanbo). En muchos casos, ha sido gente que ha estado exigiendo también el cumplimiento de los derechos humanos por parte de un Estado considerado como insuficiente Estado democrático y social de derecho, cuyo respeto a los mismos ha sido puesto en cuestión y afeado nacional e internacionalmente.

Seguramente, las causas del abandono de la violencia sean varias, legales (algunas dudosamente legítimas), judiciales y policiales, sin descartar totalmente ninguna, incluso la movilización social y la razón ética. Esta última motivación es cierta en parte de la sociedad. Y es posible -y algo probable- que haya influido en ETA. Lo que sí es más probable es que haya influido su presión. Incluso la labor de ciertos políticos reconocidos por el centro de diálogo suizo Henri Dunant. Por eso la parte de la sociedad civil que ha presionado por el cumplimiento de los derechos humanos merece un reconocimiento, tal como se hizo en Kanbo. Como dice Agus Hernán, coordinador del Foro Social Permanente, si bien la decisión de ETA de dejar la violencia ha sido unilateral, la labor intermediadora para facilitarlo ha sido multilateral.

Es momento de mirar hacia delante. Si de las tres fases que según la ONU debe atravesar el fin de un conflicto, a saber, «Desarme, Desmovilización y Reintegración»(DDR), superadas las dos primeras unilateralmente, queda ahora esta última. En primer lugar, y por razones humanitarias y coherentes con el espíritu de los derechos humanos, liberación de presos terminales. No hacerlo es ensañamiento, sadismo, nada que ver con los derechos humanos; y siendo fiel a la ley, acercamiento a cárceles próximas, con lo que se cumple la obligación de no castigar a las familias y de facilitar la reintegración de ciudadanos; aplicación de la legalidad actual en cuanto a beneficios penitenciarios como el segundo y tercer grados, y justicia transicional, excepción puesta en práctica en el final de otros conflictos.

En cuanto a ésta última, es comprensible percibir una aparente incompatibilidad entre la justicia transicional y el actual Estado de derecho en el que vivimos. Claro, puede parecer un insulto a las víctimas de ETA el que sus victimarios vayan a ser tratados de forma especial, aplicándoseles una adaptación ad hoc de la justicia para facilitar su integración en la sociedad, en aras del cierre definitivo del conflicto y por la reconciliación. Para la parte más dura y exigente de la sociedad, eso es un chantaje al Estado de derecho y un debilitamiento del mismo, que lo que tiene que hacer es aplicar la ley tal cual, sin concesiones, pues dura lex sed lex.

Bajo esa concepción de la sociedad, a saber, que el Estado en el que vivíamos durante la época violenta era un estricto Estado de derecho, pleno, ejemplar, sin tacha ni fisura alguna, tal incompatibilidad es comprensible. Pero nos tememos que esa es una concepción demasiado positiva del Estado español, cuyo Estado de derecho y calidad democrática, como apuntaba más arriba, está en entredicho dentro y fuera de España. No creemos necesario hablar de su origen histórico y evolución hasta ahora para confirmar este juicio al respecto.

Además, creo que en esa supuesta incompatibilidad subyace una concepción maniquea de la sociedad, que concibe a quienes practicaron la violencia como el submundo, la clandestinidad, el Hades, el mismísimo mal, en oposición al mundo de la pureza y perfección moral, jurídica y política del Estado de derecho español. Según esta concepción, quien quiera pasar de la oscuridad a la claridad tiene que hacerlo unilateralmente, purificándose previamente pagando con la cárcel hasta el último minuto de la pena máxima posible de leyes aprobadas ad hoc para casos de militancia etarra y haciendo acto de contrición y firme proposición de no volver a pecar. Y aún así, ya se vería.

Este modelo es inexacto, la transición no fue modélica ni el Estado español es ejemplo de estricto cumplimiento de derechos humanos, como está demostrado y manifiestan tribunales internacionales y organizaciones pro derechos humanos. Sin embargo, ello no justificaba la violencia existente, y parte de la sociedad, que reconocía ambas ilegitimidades, a saber, la deficiencia democrática del Estado y la barbarie de la violencia, quería que se pasara de una situación a otra,:1) por imperativo moral, porque el sufrimiento ocasionado a las víctimas y a la sociedad en general no era un medio admisible para la consecución de fines democráticos; 2) por considerar más conveniente para caminar hacia la consecución de un Estado y sociedad cada vez más plenos en cuanto a cumplimiento de derechos humanos y, por tanto, de convivencia. Pero esa parte de la sociedad va por delante del Estado.

Por ello creo que, en sentido estricto, el Estado actual no está legitimado moralmente para ser tan exigente. Y a todo Estado democrático le es consustancial ser reconciliador y ejemplo pedagógico del cultivo de ese valor. Por eso mismo también, se deduce que no es al Estado de hecho a quien hay que complacer con la desmovilización y reconocimiento del daño causado, sino a las víctimas y a la sociedad que no quiere vivir en la barbarie constante y quiere tener la oportunidad de caminar hacia el ideal y genuino Estado de derecho que aún no es. Esa parte de la sociedad pidió a ETA el fin de la violencia, su desarme y desmovilización en aras de la consecución de una sociedad sin violencia y convivencial, y pide ahora la reintegración de los presos y presas mediante la aplicación de una justicia transicional, por las mismas razones morales y con los mismos objetivos. Lo consideran legítimo y compatible. Otra cosa es que el Estado de hecho lo facilite.

El cumplimiento de la reintegración de presos a la sociedad depende de la voluntad política, de cuán coherente sea el gobierno español con sus anteriores promesas de benevolencia para después de la desaparición de ETA. No parece que vaya a serlo a tenor de las declaraciones del presidente el mismo día de Kanbo. ¿Estaba equivocado entonces o mintió? Si ahora se desdice, el gobierno estaría dando una muestra más de incumplimiento, de mentir sin escrúpulos, malos mimbres para una sociedad que se quiera curada y cohesionada.

Un asunto que queda aún pendiente también, quizá el más importante de resolver, es el de todas (y subrayo todas) las víctimas, las de ETA y las del Estado. Se les debe un voluntario «losiento sinceramente». No es obligación jurídica, no se pueden exigir sentimientos, no se puede exigir a nadie ni amar ni pedir perdón, es algo que tiene que salir de lo más íntimo. Es posible que haya quien no pueda hacerlo por no sentirlo, lo cual es triste, pero puede que haya quien lo sienta y no lo diga. Otra cosa es que el hacerlo suponga un necesario alivio para las víctimas y el reconocimiento de un daño que no se volvería a infligir si se tuviera una nueva oportunidad, además de un indicio del tipo de sociedad que se desea. Creo que es más conveniente expresar el sentimiento de dolor por lo hecho que pedir perdón. ¿Qué quiere decir pedirle al victimario que perdone lo hecho? ¿ liberarlo de la culpa? Es posible, aunque poco probable, que alguien no se sienta digno de pedir perdón por parecer una arrogancia después del daño causado. Pero una petición de perdón por obligación, sin sentimiento sincero, solo por conseguir un beneficio, no es petición de perdón sino estrategia. No creo que nadie la quiera.

Pero no decir «lo siento» no puede ser obstáculo para que el Estado facilite la integración, a un auténtico Estado social y democrático de derecho le es exigible el cumplimiento incondicional de los derechos humanos y un plus de magnanimidad a la hora de reintegrar a quienes los han incumplido; y puede hacerlo. Aún queda por hacer, la cuestión es si nos situamos en el resentimiento o la reconciliación. Me temo que conozco la respuesta, aunque hay que mostrar esperanza de que llegue la cordura.

Última reflexión: la crítica a la violencia es una crítica moral, una apelación a los derechos humanos, si y solo si se critica también la violencia del Estado, de lo contrario no puede serlo. Si realmente quisiéramos una sociedad respetuosa con los derechos humanos, estaríamos deseando una sociedad diferente a la actual. Si el final del sufrimiento causado por ETA es una buena noticia, también lo sería poner las bases de no más sufrimiento futuro por incumplimiento de todos los derechos humanos, civiles, sociales y ecológicos, en forma de un contrato social por la auténtica sociedad democrática. Si nos tomáramos los derechos humanos en serio, por lógica, así sería. ¿Estaría dispuesto el Estado a hacerlo?

Mikel Casado es miembro de la fundación Hitz & Hitz, entidad del Foro Social Permanente.

Fuente: http://vientosur.info/spip.php?article13791