1. Necrológicas Como en toda sociedad atravesada por complejos procesos de identificación cultural relacionados con huellas de violencia, después de un trance discursivo o de hechos inéditos positivos, surge la tentativa consciente o inconsciente de un balance, de una revisión de la ruta de éxito donde no fue la solución final de tipo totalitario sino […]
1. Necrológicas
Como en toda sociedad atravesada por complejos procesos de identificación cultural relacionados con huellas de violencia, después de un trance discursivo o de hechos inéditos positivos, surge la tentativa consciente o inconsciente de un balance, de una revisión de la ruta de éxito donde no fue la solución final de tipo totalitario sino supuestamente la fórmula «democrática» y transicional la que se aplicó para superar de forma presunta un estadio de confrontación y proponer un tipo de reconciliación, por ahora entre élites, con exclusión de los derechos y las voces de las mayorías sociales.
Sin duda es así en Colombia, de modo consciente al darse el día de ayer, 16 de diciembre de 2016, un encuentro en el Vaticano promovido por el Papa Francisco, entre dos rivales, el ex presidente Uribe y el presidente Santos, en el marco del recuento, el impacto y la proyección hecha por este último al recibir varios premios internacionales en una semana, comenzando por el Nobel de Paz el pasado 10 de diciembre y exponer en diferentes auditorios de Europa, otra vez con exageración y renovado negacionismo, que la guerra ha terminado.
Por supuesto no faltan motivos estos días de gira presidencial que respaldan ese optimismo, como la aprobación por la Corte Constitucional el día martes 13 de diciembre, de un trámite especial y rápido (fast track) para reformas jurídicas que inician la implementación del acuerdo de paz con el comienzo de la (des)movilización final de las FARC como guerrilla, escoltadas por sus antiguos adversarios hacia zonas donde depondrán las armas, la discusión de una ley de amnistía cercenada y la conformación de una agrupación política respaldada por esa organización, que designa seis portavoces sin voto en el Congreso para velar por el cumplimiento de lo pactado, y otras medidas.
Ese repaso en estos días de pretextos previos a la Navidad de 2016, se efectúa entre todos de manera más inconsciente, y fluye en medio de síntomas de graves patologías colectivas, con histeria y simulación, cuando las coordenadas de la tempestad informativa, cruzadas por notas estúpidas de farándula como casi en cualquier parte del mundo, marcaron las sensibilidades y el buenismo por un triste caso de sociopatía y la indignación ante el asesinato y violación en Bogotá (podría haber sucedido también en cualquier parte del planeta) de una niña habitante de una barriada de desplazados y empobrecidos, se llamaba Yuliana, de siete años, a manos de un rico cocainómano y pervertido, que parece ha recibido trato de favor por ser de una encumbrada familia.
Al deshojar la página solitaria de este calendario para quienes debemos hacer seguimiento de estos temas políticos, quedan las imágenes superpuestas de firmas sucesivas entre aplausos de un pacto cuatro veces rubricado en tres meses, más una pérfida fe de erratas que la gente en su mayoría ignora, desconociéndose, como es lógico, cuestiones sustantivas del acuerdo final de paz entre la guerrilla de las FARC y el Estado, resultante de una negociación que comenzó en el 2011, con la que acaba ya una historia de al menos cincuenta y dos años de confrontación militar entre esa organización y el Establecimiento.
Es realizado de alguna forma ese balance que puede ir de lo personal a lo colectivo, no sólo en el caso del presidente Santos al recoger sus premios o en el de Uribe al confesar ante el Papa sus muy recias convicciones. Sino una compilación abierta o de todos, referida a nuestra realidad más próxima en la convulsión más general de un país que tiene grandes capacidades para evadir su desastre y maquinar engaños frente a desafíos aplazados. Hacer ese reconocimiento es normal, incluso es terapéutico, pues supone realizar algo así como rituales o evocaciones en operaciones aritméticas del pasado y del futuro, de lo que tenemos y nos resta, al tiempo que ejecutamos apuestas de otro carácter, relativas a valores de sentido, postulando necesidades de cambio. Santos lo hizo en su discurso al recibir el Nobel, el día internacional de los derechos humanos, y lo ha reiterado en diversos tonos y con otras palabras: «Tenemos que cambiar la cultura de la violencia por una cultura de paz y convivencia; tenemos que cambiar la cultura de la exclusión por una cultura de inclusión y tolerancia«.
Por el contrario, no hacer ese ejercicio reflexivo y guardar silencio no siempre es bueno, puede suponer un trastorno personal y social muy grave, en tanto signo que representa negación evidente y peligrosa, porque rehusamos aceptar lo que sería la enfermedad del contorno social que nos incumbe, a la vista de problemáticas no resueltas y ni tan siquiera intervenidas mínimamente, como está demostrándose, aunque mucho se hable de paz. Santos con razón subrayó en Suecia el pasado 12 de diciembre: «Medio siglo de violencia afecta la capacidad de convivencia de una sociedad. Incluso, se llega a perder la capacidad de compasión frente al dolor ajeno«.
Esa falta de empatía y de responsabilidad es la norma. Así, a doce días del mencionado asesinato y violación de la niña indígena Yuliana Samboní, por el adinerado arquitecto Uribe Noguera, una noticia igualmente aterradora ya había pasado prácticamente desapercibida, sin merecer lugar alguno en páginas centrales o de portadas, y obviamente sin estar en las líneas de los discursos y homenajes brindados en Europa: «81 niños wayús en La Guajira han muerto por desnutrición severa. Solo en la última semana se registraron cinco decesos«. El mismo día de la entrega del Nobel «se registró la muerte de dos pequeños que vivían en la zona rural de Uribia. Fallecieron por desnutrición un varoncito de 1 año, perteneciente a la comunidad de Uru, y una niña de 2 años, de la comunidad de Juyasirain» (http://www.eltiempo.com/colombia/otras-ciudades/ninos-wayu-muertos-por-desnutricion-en-2016/16770883. Véase también la noticia de diez antes: http://noticias.caracoltv.com/colombia/en-2016-han-muerto-75-ninos-wayu-por-causas-asociadas-la-desnutricion). El periodista Gonzalo Guillén (http://www.semana.com/opinion/articulo/gonzalo-guillen-sobre-el-asesinato-de-yuliana-samboni/509428) señala «durante 2016 el número de muertes, solamente de niños de esa etnia, creció: está por llegar a cien antes del 31 de diciembre próximo y engrosará la cifra global de las últimas décadas, que oscila entre cinco mil y 14 mil criaturas muertas por inanición«.
Esa evasión o no comprobación la hacemos por múltiples razones, entre ellas la apatía, el cansancio, la ignorancia, la inmersión servil, la manipulación, o porque deliberadamente con mediano conocimiento anteponemos las ganancias más o menos individuales de cualquier índole a las pérdidas y síndromes del espacio compartido. Van por delante cuentas bancarias y conquistas de pocos, o logros equivalentes de muchos en la escala clasista de subjetividades, al margen de que se efectúen o nos afecten cierres o aperturas de narrativas, como es en Colombia la de haber llegado al mito de la paz una vez agotado el mito de la guerra.
Para defensores del mito de la paz con la que siguen muriendo por inanición decenas de niños y niñas, incluir esta referencia puede ser demagogia o populismo. No viene a cuento; no está en consonancia con el regocijo ni con la oferta del país para planes de inversión y desarrollo.
Pero aún en medio de la indiferencia, la sumisión o el alegato claramente egoísta, como también en el atisbo de una celebración sensitiva de lo que nos debería unir, es probable todavía algunos caigan en cuenta la noche de Navidad de lo que ya comienza a difuminarse: que un mes antes, el 24 de noviembre, en el Teatro Colón de Bogotá, se representó el pacto de La Habana, sellado y ensalzado una vez se estamparon las respectivas rúbricas, consciente hasta el último tramoyista del tópico insulso de que todo acuerdo como la vida misma es «imperfecto«. A dicha escena en el tablado registrada con júbilo justificado en la bondad de superar incontables desgarros inhumanos, le antecedieron o le siguieron otras actuaciones de mal augurio.
En relación directa, a la par de los preparativos a dicho acto repetido, se hicieron eficaces asaltos de última hora en función de la impunidad de crímenes de Estado: altos mandos y ex oficiales de las fuerzas armadas pidieron, y lograron, incorporar una cláusula más que les sustrae cobardemente de un importante tipo de responsabilidad penal. Así quedó en el Acuerdo suscrito por ambas partes (https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/comunicado-conjunto-7-bogot%C3%A1-colombia-24-de-noviembre-de-2016), aunque dos días después las FARC hayan expedido una tardía y exigua Constancia que no cambia lo firmado por sus representantes (http://www.rebelion.org/docs/219796.pdf) en la vía de la contradicción de lo que en Derecho se llama la doctrina de los actos propios (como me lo recordaba hace unos días mi amigo Pepe Galán, abogado español actuante en el caso Pinochet, Scilingo y otras causas contra criminales de lesa humanidad); una doctrina elaborada desde tiempos del jurista romano Ulpiano (siglo II) sobre el hacer consecuente: las obras y consentimientos nos vinculan, aunque nos pese. Pues cinco veces antes las FARC suscribieron libremente ese contenido que al final en algo objetaron sin obligar a la contraparte, responsable de campañas sistemáticas de miles de espantosos crímenes durante décadas.
Y de la misma materia de ausencia de justicia y garantías, otro pronóstico fatal basado en hechos de dolor, obviamente sólo para unos sectores sociales: la violencia contra activistas comunitarios, de izquierda y defensores de derechos humanos, la victimización o criminalización de movimientos y organizaciones populares que hacen oposición legal a iniciativas oficiales y privadas que violan libertades y derechos sociales, económicos, políticos, civiles, ambientales y al territorio de los pueblos. Necrológicas aisladas que sumaban el 8 de diciembre de 2016, 94 asesinatos (la cifra más alta en los últimos 6 años y 31 más que el año anterior), 46 atentados, 302 casos de amenazas y cinco de desaparición (http://www.elnuevoherald.com/noticias/mundo/america-latina/colombia-es/article120080813.html. «…durante este año han sido asesinados 104 líderes, han amenazado a más de 300 y han sido blanco de atentados (de los que han salido con vida) casi 50» (http://www.semana.com/nacion/articulo/lideres-sociales-victimas-de-atentados-en-meta-y-sucre/509461).
Mientras al día 16 de diciembre se informaba que ya no eran 104 sino 114 los asesinados (http://www.elespectador.com/noticias/nacional/un-nuevo-informe-revela-han-sido-asesinados-114-lideres-articulo-670631), oficialmente se dice son hechos aislados, que no hay contexto de un proceso de persecución y se olvida que no sólo matan los que disparan en la ultraderecha sino que asesinan de modo equivalente los que permiten que eso pase ostentando una autoridad pública que sí usan para otros fines.
Y en relación no inmediata con lo escrito por cuatro años en La Habana, los tristes cuadros que lejos de allí acompañan incorregiblemente la realidad y este alegato, y que pueden ser brincados a quien no les guste, a tono con el discurso del nuevo premio Nobel que omitió lógicamente hablar de sombras incómodas. Insisto en ello no para nombrar la desgracia sino para preguntar por sus autores. Ignoro si alguna vez pasó el ejemplo que cito, que se producía el 18 de noviembre pasado, seis días después de una de las repetidas firmas del acuerdo de paz. Era la mañana de un viernes y se leía: «fueron entregados a sus familiares los cuerpos de cinco niños wayuu que habrían muerto por desnutrición…«. Esa era otra necrológica evaporada en horas de caudal mediático.
Efectivamente, políticos y administradores se robaron fondos públicos destinados a la alimentación de miles de menores en La Guajira, departamento limítrofe con Venezuela. Lo que sorprendía no era la muerte por hambre; era la ceremonia organizada por la Fiscalía, con cinco pequeños féretros al frente, de inocentes asesinados por corrupción. Se trataba y se trata de víctimas de violencia estructural. Enseguida otra noticia lateral de ese día señalaba cómo el embajador colombiano en EE.UU., Pinzón (ex ministro de Guerra en el Gobierno Santos) envió un mensaje de apoyo al ex ministro uribista encargado de Agricultura, Arias, dejado en libertad bajo fianza en Miami. Estuvo detenido por un proceso en Colombia, conocido como «Agro Ingreso Seguro«, en relación con un programa que se supone era para campesinos pobres. No fue así. Los beneficiados fueron otros: empresarios millonarios, familias acaudaladas, hacendados próximos al paramilitarismo… Horas antes de la excarcelación, Uribe Vélez, el ex presidente de extrema derecha, había declarado ahí en Florida a favor de su ex ministro y pupilo. Se trata sin duda de victimarios de violencia estructural, que comparten la esencia de una casta aunque sean de clanes políticos distintos. Esas categorías son las que faltan en la narrativa de la supuesta salida del conflicto, entre la elaborada catarsis pública.
Al tiempo que se finiquitó el proceso entablado por las FARC y el Gobierno, como negociación entre partes que eran contendientes al tenor del conflicto armado ya disuelto en esa relación, entrando a una fase de implementación, asistimos a otra confrontación innegable aunque se niegue, y a la dilación en las conversaciones para explorar una senda de entendimiento, entre el Ejército de Liberación Nacional -ELN- y el Gobierno, sin que se haya instalado la Mesa prevista en Quito. La interrupción se debe a la decisión unilateral del Gobierno, que impone reiteradamente condiciones por fuera de lo firmado en Caracas con esta guerrilla el 30 de marzo y el 6 de octubre de 2016 y que se niega a aplicar principios del derecho humanitario para surtir medidas positivas.
No obstante la gravedad de lo que pasaba y sigue sucediendo en diferentes planos de la realidad para miles y millones de personas, simultáneamente a hechos que han de celebrarse y asumirse como fue ese paso de la firma de lo acordado en La Habana, en los portales de los grandes medios por encima y en contradicción se desinformaba acerca de lo fundamental como es habitual, y se resaltaba lo superfluo como es costumbre, luciendo el espectáculo de la otra Colombia, ahogada en la normalidad de la injusticia y la exclusión, monstruosidad que dicho proceso de paz no logró alterar, culminante ya esa etapa de acuerdos troncales. Esa disociación esquizofrénica continúa con ferocidad. Queda por ver si la implementación de lo conciliado, pese a su acortamiento, logra corregir rumbos hacia una mejor esperanza.
2. Críticamente
Cuando hace más de cuatro años, en 2012, se inició públicamente un esperado proceso de paz, por ingenuidad y convicción muchos creímos que de su mano algo de esta miserable realidad comenzaría a cambiar. No es así. La corrupción, el saqueo y otras violencias del sistema siguen jugando con la vida y dignidad de millones de seres.
Manifestando sincera consideración y estima por personas y por esfuerzos colectivos que han aportado impulsos encomiables desde diferentes lados, dicho acuerdo final lo saludamos muchos que respetamos esa voluntad de disminuir notablemente la tragedia de la guerra, conocedores directos de la determinación de construir el mejor pacto posible, que viera realizadas aspiraciones de paz y justicia. Ese compromiso debe ser reconocido por su valor.
Con la misma franqueza, es obligado pensar críticamente y develar que aquellos objetivos supremos no han sido logrados: que todavía está muy lejos forjar una paz digna con certezas y no con promesas. En consecuencia, una elección moral y política es no aplaudir todo lo suscrito, sin que equivalga de ningún modo a respaldar a quienes orientaron desde las élites votar No cuando fue convocado el plebiscito para refrendar por votación directa lo pactado y siguen torpedeando de muchas maneras ese empeño.
Sabemos cómo el triunfo del No desencadenó una etapa de re-negociación de lo preestablecido en Cuba, que tomó en cuenta principalmente las objeciones formuladas por la extrema derecha y otras expresiones políticas y sociales conservadoras. Una parte importante de sus tesis, claramente victoriosas, derrumbaron algunas reivindicaciones históricas que mantuvo las FARC y que también eran y son de amplios sectores populares organizados, fraguadas en al menos seis décadas de resistencias, después de profundos sufrimientos.
Poniendo los ojos con anhelo en tres efectos inmediatos como son: – el hecho de que se acabe una confrontación militar que venía siendo degradada y terrible para la población; – neutralizar en el tablero apenas un poco la voracidad política de esa extrema derecha insaciable, al haber acogido en la negociación parte de su ideario; y – a largo plazo trazar un horizonte de construcción de paz que dependerá de que exista buena fe de las élites en cumplir e implementar lo pactado, es imprescindible a la par escuchar y acompañar con análisis y tareas prácticas a comunidades, movimientos sociales, presos políticos, organizaciones populares y víctimas de la guerra sucia que esperaban otros derroteros y no esta derrota provisional, cuyos tejidos en sí mismos conforman una conciencia despierta a contracorriente de lo que hoy es celebrado mediáticamente en Colombia y afuera por algunas gentes: un acuerdo de paz barata y negativa, que no ha supuesto el arranque de un proceso de cambios democráticos en la vida colectiva.
Frente a este proceso de paz ya fueron señaladas algunas tendencias preocupantes, en un sumario o contexto que nos concierne, en lo personal por una responsabilidad asumida como uno de los asesores de las FARC desde 2013 hasta comienzos del 2016. Ante la confirmación subjetiva y quizá equivocada de contenidos y proyecciones vergonzantes en lo obtenido por el statu quo, no se declina hoy del deber de arriesgar una recensión e insistir tercamente sobre la necesidad de un debate respetuoso y con mínimo rigor apoyado en algunas miradas conceptuales críticas, lo más objetivo posible, siendo necesario madurarlo más allá de grupos de izquierda o de personas que no se toman el trabajo de leer y estudiar lo establecido para contrastarlo con la supervivencia que bulle, que se han congratulado con lo alcanzado sin avistar razones por las que puede ser engañoso. Pese a ellos y con ellos es preciso afrontar lo que viene, reelaborar la esperanza, en un arco social diverso que no renuncia a la vida digna, es decir a un proceso de paz transformadora.
Siendo la política el ejercicio realista de negociar y ceder muchas cosas, incluso en el terreno de los principios más costosos que configuran la identidad ética, si hay cuidado por la coherencia inscrita en ideales de emancipación, la política es también otra cosa: la lucha por no pagar todo el precio que demanda el adversario, pues si no existieran límites, no habría entonces valores de diferencia y careceríamos ante todo de propuestas alternativas.
De tal modo, en este ensayo planteo que al lado de la importancia de cesar la desgracia de la guerra viciada, siendo hasta ahora ese el logro relativo de lo acordado en La Habana por la demostrada y bien recibida disminución de la confrontación bélica, definitiva de una parte y no de la otra, debe encararse el futuro de lucha desenmascarando la paz McDonald´s, negativa y señorial que predomina y ha salido reforzada en lo cultural, en lo social, en lo económico y lo político. Para ello cito unos pocos aportes de autores que para otros contextos, aparentemente menos horrorosos, han fundamentado ciertas aproximaciones o categorías que nos pueden ser útiles al develar nuestros anclajes de injusticia y violencia.
3. Referencia
Entre 2012 y 2013, entre varias metáforas y conceptos posibles, quien esto escribe aplicó uno (la McDonaldización de la paz) para nombrar la tensión y sucesión previsibles en el proceso de paz recién instalado en ese entonces entre el gobierno Santos y las FARC (http://revistacepa.weebly.com/revista-n-16-nuevo.html y http://www.rebelion.org/noticia.php?id=171077).
Entre la dicha colectiva que supuestamente a todos nos embarga, dicha metáfora puede parecer distante y rimbombante o sólo medianamente oportuna, por sonora asociación con la victoria de Donald Trump hace un poco más de un mes. En realidad es mucho más que eso, en momentos en que el mundo asiste al teatro y a la realidad de la política «dilemática«, con la cual aterroriza el arribo de ese personaje y se ven(den) los vencidos reformadores dentro del sistema (los Clinton de cada país) como encarnación viva del «mal menor«. Mal que, al igual que una paz pobre, debe ser preferida en ese dilema, vendiéndose que el único camino que quedaría es convivir con la decepción, la promiscuidad, la esquizofrenia y la impotencia, y no con la hecatombe. Resignación en últimas que nos hace pieza activa o pasiva de ese mal más pequeño. Es decir, que debemos a futuro sucumbir en esa trampa para no perecer, guardando conveniente silencio, se nos dice, para darle oportunidad de despliegue redentor a esa forzada opción menos mortal que supuestamente hemos consentido nos represente.
Es con esa impronta que ha operado en parte la razón política con la que se ofrece en Colombia la paz hasta ahora pactada como el triunfo del «mal menor» (salvando innegablemente cientos de vidas y evitando terribles sufrimientos: nadie pone en cuestión esto), cuando no la gloria del mejor acuerdo firmado en la historia reciente de la humanidad, como ha exclamado el presidente Santos en la ceremonia en Oslo el 10 de diciembre, citando un estudio del Instituto Kroc, argumento repetido también por otros.
Pero enseguida puede pensarse que el título de McDonaldización es del todo una mención inconexa, que nada tiene que ver con Colombia, nación de flamante «tradición democrática«, y que en ese terreno de los valores, como sus gentes no son predominantemente consumidoras de los menús McDonald´s, no reproducen por ende esos impasibles estándares de vida. Es más, tan lejos estamos, que es un país donde cientos de niños y ancianos ni eso tienen, donde mueren de hambre cada año, como nos lo recuerdan la cifra indicada de los 81 menores muertos o de los cinco pequeños ataúdes mencionados, y donde millones sobreviven en la indigencia. En efecto, cualquiera diría: ¡es mejor tener McDonald´s… a no comer nada!
De eso precisamente trata esta reflexión: que en la realidad colombiana sí puede aplicarse ese concepto de McDonaldización en relación a la servidumbre racionalizada y sus productos culturales, en tanto una sociedad así, donde arbitra la codicia y la impunidad como patrones colectivos devenidos o basados en vasallajes de violencia, ha sido interés, medio propicio y consecuencia de la barbarie; y también en tanto se tiende «realistamente» a la subordinación «democrática», como se prueba más allá de la coyuntura de aceptación acrítica de lo renegociado con las FARC o del beneplácito por lo cedido, al igual que el eslogan de que eso debe ser duplicado por el ELN, admitiéndose por múltiples sectores con banderas políticas discordantes que no hay más opción que engullir baratas raciones de paz como renta de despojos, cuyo sustento o nutrientes quedan en entredicho, porque se ha preferido obviamente el «mal menor» (consentir la reproducción de un orden de injusticias que supuestamente sólo pueden superarse «en otro momento») al «mal mayor«: el conflicto armado.
Por eso puede valer el discernimiento con este concepto sociológico y político, o proponerse para pensar con serenidad no sólo la actual situación nacional sino el ambiente cultural para los próximos decenios, la atmósfera creada de conformidad e indulgencias, o sea de pobreza ética ante una «paz» pendiente de la elasticidad de una implementación que ya se admite inestable por cuanto habrá pocos recursos financieros y otras «prioridades». Es una paz más caracterizada por las migajas que por los bienes comunes; la pacificación que reinará entre millones de personas desposeídas y administradas, sin que hayan pisado jamás esos locales de comida chatarra y aparentemente no estén bajo el influjo de la cultura de ese fascismo licuado, palpable en la combinación de indiferencia y en el sentido de pertenencia del que gozarán o gozaremos por mucho tiempo, salvo que se construya un proceso de paz más digno, con cambios democráticos, como es posible todavía hacerlo entre una diversidad de actores, pese a que esa propuesta sea vista como minoritaria e idealista.
Llamamos McDonaldización de la paz a esa ilusión y solución falsa que revestida de pragmatismo y racionalización, supone la eficacia del «bien» basura bajo la tendencia del cálculo, el control ejecutivo y la eficiencia de un diseño decidido por pocos y operado por miles; a la provisión y sobresaturación de sus cantidades en el marketing, en oposición a otra calidad posible.
En 2012, el Establecimiento proponía en esa racionalidad, además de impunidad para sí y castigo para el oponente armado, un proceso de paz exprés, una negociación rápida, y lo que realmente era grave: una paz barata y superficial (y lo reproduce coralmente hoy para el ELN), surtiendo la (in)gestión de escasas reformas o el ardid resultante de papeles y no de su paso procesual a la realidad, donde reina la exclusión y la violación de derechos de amplias mayorías.
Decíamos entonces que tal imagen no es chocante al mundo, sino congruente con el dominante paradigma nihilista y neoliberal, triunfador casi por doquier, que induce a formaciones neofascistas, que se impone globalmente como ruta, según el cual debe eliminarse toda distorsión perceptiva y preceptiva de derechos, toda demanda emancipadora y de virtud dialéctica, toda interrupción social a la mercantilización y su «cultura» plástica, cual McDonaldización de la sociedad, como describió hace más de veinte años el sociólogo estadounidense George Ritzer; una McDonaldización del mundo y dentro de él de Colombia; una McDonaldización del proceso de paz como deglución atropellada o ingesta de una comida chatarra, rápida y barata, y no la producción de cambios democráticos efectivos que afecten con costos a los privilegios y a la impunidad de minorías que los ostentan. La dejadez en el cuidado de la humanidad y la imperante in-cultura del desprecio hacían prever que fuera burlada la necesidad de una paz mínimamente transformadora.
4. Licencia moral
Sucedidos hechos tan graves como el asesinato del comandante de las FARC Alfonso Cano (noviembre de 2011), ordenado desde la Presidencia, luego de años de intensas campañas militares y paramilitares, y una vez esta guerrilla realizara gestos como renunciar a la retención de personas por razones económicas o de impuestación (febrero de 2012), o lo que en el lenguaje común de tipo penal interno se llama «secuestro extorsivo», las partes trabajaron en secreto varios meses para presentar en agosto de ese año una agenda que Santos marcó con la existencia de unas líneas rojas, impuestas no sólo como muros simbólicos sino como desmembraciones de la realidad con las que consiguientemente se precarizó y se redujo de modo sustancial el debate al sustraer temas tan cruciales como los efectos devastadores del modelo económico y la doctrina de las fuerzas armadas. Eso no se tocaba, y en efecto esas vastas materias no se trataron. Santos lo ha recordado los últimos días en su periplo europeo, desde cuando llegó a Oslo y dio su conferencia de prensa el 9 de diciembre. En ello ha sido muy coherente con sus autorizaciones y círculos de poder.
Esa formulación de tales barreras, se expresa estructuralmente dentro y fuera de los procesos de negociación con la guerrilla, como alienante, imperioso, despótico e indolente amurallamiento donde nada que atente contra los privilegios puede traspasar y donde se resguarda una fijación que luego sí ha sido trasladada de manera eficaz. Con ella se recuerda la existencia de un vencedor objetivo en campos de batalla relatados sin la narración completa de la guerra (sucia) en la que se impuso. Una casta de triunfadores a la que debía dársele además una licencia moral adicional al rol operativo. Y aunque no hubiese aniquilación militar de la guerrilla, sí había formas de disuadirla para obtener de ella un trato que implicara patente de superioridad del Estado.
La supremacía de la institucionalidad era tautológica: para proseguir a las etapas subsiguientes se asignaba así misma la responsabilidad obvia de observar unos límites insalvables de su juridicidad: reclamaba y reclama como prerrequisito la validez de su matriz y de sus reglas, demandando el consecutivo reconocimiento de legitimidad para continuar (com)prometiendo cambios formales. Éste es simultáneamente su segundo papel: ser esa institucionalidad gestora principal del quiebre progresista que se introducía. Tal es la actuación doble y articulada para orquestar en su seno la apertura con la que se dejaría atrás más de medio siglo de confrontación.
La alardeada y predicha naturaleza neutral del Estado como sujeto de Derecho imparcial, su discutida mediación, impuso de modo argumentado esa falacia que deduce una representación de la sociedad en general, frente a los violentos que volvían a la normalidad y sus recintos. Y con el éxito de ese llamamiento en la Mesa se impuso el carril de la organización dominante sobre las ideas de la insurgencia, recalcándose los silogismos de los monopolios, las atribuciones y los mandamientos públicos, como el uso de la fuerza armada y de la justicia. Le era preciso esa autorización no sólo material sino espiritual a las fuerzas guardianas de un orden constitucional, logrando en esa carrera disipar dudas: no había homologaciones posibles. Dar no sólo ese pase operativo sino hacer la venia moral al Estado que se sentaba a la Mesa con personas fuera del orden, que debían resocializarse, resultó ser un precepto para poder avanzar. A partir de hacer valer los límites de su mandato negociador en nombre de la sociedad, el Estado, aupado por los poderes de las élites y sus medios de comunicación, difuminó el teórico equilibrio con la contraparte, imponiéndose no sólo un ritmo institucional y los cánones de la legalidad no alterada, sino sus razones de ser en función de los intereses no públicos sino privados de un bloque histórico dominante.
En ese concierto paulatino es probable que, además de lo firmado en el Teatro Colón y de lo afirmado en diversos actos, pueda entenderse la senda de esa licencia moral y la evolución de la observancia que las FARC dispensaron desde antes, y hoy por supuesto procuran, simbólica o materialmente, a entidades oficiales, incluso entre ellas a cuerpos de seguridad del Estado claramente comprometidos en corrupción, crímenes y represión (Cfr. http://www.farc-ep.co/comunicado/saludo-a-los-todos-los-policias-de-colombia-en-su-dia.html).
Con hipótesis de contraprestaciones tanto en materia de seguridad jurídica o garantías para sí (v.gr. una eventual y recortada amnistía a los rebeldes, que está en trámite parlamentario) como en el tratamiento de algunos problemas de dimensiones colectivas o nacionales (lo agrario, la participación política, la cuestión de las drogas y algunos derechos de las víctimas, además de otras derivaciones hacia el conjunto de la sociedad, conforme a la agenda), las FARC socializaron sus tesis y refutaron con inteligencia durante unos años parte del esquema simplista del proceso ya McDonaldizado, prolongando en el tiempo necesario el diálogo para el respectivo pre-acuerdo de cada punto programado, es decir no abreviando, como sí era la idea rumiada por el Estado en el origen al querer imponer un proceso exprés. Lo que pasó lo conocemos: se fue difiriendo o remitiendo a decisiones posteriores que debían rearticular un corpus o tratado de paz con una refrendación o convalidación final, cuando todo estuviera acordado, que en la inicial visión de las FARC debía coincidir con un caudal o empuje social y político bajo la convocatoria de una Asamblea Constituyente, procedimiento que abandonó cediendo en junio de 2016 a favor de la propuesta de su adversario.
Se ha llegado, como es lógico, a diferentes reconfiguraciones de rasgos de los que eran contendientes y hoy están prestos al arte de la política del realismo más extremo grabando concesiones hace unos años impensables, justificadas en la reconciliación suya que ofrecen como plataforma idónea para la sociedad entera, sin serlo necesariamente. Pero arriban a todas luces de manera desigual, visto el conjunto de decisiones estratégicas hoy expuestas, para las cuales han obrado en paralelo otras dos líneas: de un lado el trato y la co-responsabilidad formalmente horizontal de ambas partes como sujetos con competencias equivalentes o simétricas, y de otro lado la maquinal hegemonía del Gobierno, la primacía de su razón razonada y al mismo tiempo incrustada con un tipo de condicionalidad que sustituyó a pautas de proporcionalidad y reciprocidad.
En su magnánima oferta de pacificación sin exterminio, sin solución final, el poder establecido trazó algunas cesiones importantes, inclinadas esas estructuras objetivamente opresivas por la prospección de una paz naturalmente funcional: para tranzar sobre ajustes institucionales y modernizantes ya en camino desde años, para admitir avances o mejorías en un ejercicio de reformas nebulosas y de apertura en un nuevo ciclo histórico, a cambio de que los alzados en armas de las FARC declinaran definitivamente de la rebelión. En ese emplazamiento ese poder, hoy reforzado y no reformado, no se despidió nunca del realismo cínico, confirmando como punto de partida y de llegada el inherente al proceso de racionalización deshumanizadora de unas instituciones cuya premisa es su presunción de democráticas, dictando con ello el destino de la obediencia última que se les debe sin que quepa hoy justificar un ataque a su buena marcha; garantistas, representativas y receptoras de los ex subversivos, en tanto éstos hayan desandado su camino y se reincorporen.
En esa exhortación ideológica de aceptar y mantener indefectiblemente la médula del statu quo hasta ahora inamovible e inconmovible, que insta a que se acoja la guerrilla a la última oportunidad de negociación favorable que puede tener, se le apremió poniendo en la Mesa el precio de la reconciliación: tener que aceptar altos niveles de impunidad de crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado. Ahí está la licencia histórica. Y ahí está su opuesto: la memoria contra la derrota.
5. Logros y fracasos
De ningún proceso de paz ni de ningún proceso radical de cambio social de alcance revolucionario pueden esperarse transformaciones superadoras automáticamente del orden de injusticias establecidas y producidas que nos preceden y proceden como biopolítica (diría Michel Foucault) configurándonos colectivamente, resultado de un sistema complejo de dominación a lo largo de siglos. Este examen no es por ello incauto. No se refiere a lo que un tratado de pacificación no puede afectar directa y mecánicamente, sino a lo que sí es posible esperar una vez convenida la finalidad y el carácter instrumental de una agenda que incluye los cimientos subjetivos o móviles de la violencia como también una base de sus denominadas y reconocidas causas objetivas. La Mesa de La Habana, ni la que esperamos haya con el ELN, los resultados de una y otra por sí solos no pueden engendrar ya un nuevo país, sino apenas pueden generar las condiciones elementales para su reconstrucción democrática.
Siendo el objetivo declarado y conseguido evitar miles de muertes, heridos y dolores propios de una guerra que rebasó hacia prácticas de descomposición, ningún argumento puede ser válido para pregonar la continuidad del conflicto armado que ya cesó entre dos actores, cuando tanto las FARC como el Gobierno asumieron para sus respectivos ámbitos y correlaciones que había llegado la hora de finalizar entre sí esa confrontación militar. Fue el propósito central de las conversaciones sostenidas durante más de cuatro años (2012-2016). Dicho proceso es por ello ciertamente valioso y debe ser defendido, aunque tenga defectos que causen desconcierto o lo hagan decepcionante.
Sin duda su beneficio más alto y encomiable es la denominada paz negativa, o sea la gradual superación del conflicto armado (usando términos del teórico noruego Johan Galtung): el hecho de parar en gran medida el desangre que genera la confrontación bélica entre esas dos partes. Primero con un desescalamiento de acciones y luego con el pacto de un cese al fuego y de hostilidades bilateral. Quizá a esa paz negativa y no a otra se ha referido Santos cuando recalcó en Oslo en la ceremonia del Nobel: «La guerra que causó tanto sufrimiento y angustia a nuestra población, a lo largo y ancho de nuestro bello país, ha terminado«.
Esto nos recuerda lo expresado por Erich Fromm en 1963: «Aun cuando la paz no significara más que la ausencia de guerra, de odio, de matanza, de locura, haberla alcanzado figuraría entre los logros más elevados que el hombre pueda haberse propuesto» (La condición humana actual, Paidós, Barcelona, 1986, p. 112). Enunciado humanista que el propio Fromm relativiza invocando otros valores de emancipación, y que contrasta con el humanismo social del derecho a la rebelión como último recurso, que impugna las condiciones de opresión presentes en las violencias estructural y cultural (siguiendo de nuevo el famoso triángulo de violencias acuñado por Galtung).
En segundo orden, resultan destacables o significativos del proceso de La Habana algunos logros en materia humanitaria o de alivio del dolor y la incertidumbre (por ejemplo ensayos de desminado parcial, como lo recalcó Santos; o la búsqueda y entrega de restos de algunas personas dadas por desaparecidas, de las más de 60 mil, como olvidó decir el presidente). Y en tercer lugar la confección de ciertos programas en germen desde hace años, de encaje y efecto institucional, que tienen como beneficiarios a diferentes espacios, planes que recuerdan obligaciones de un Estado Social de Derecho en tanto refuerzo declarativo de deberes sociales, económicos y políticos, al igual que compromisos en relación con la justicia restaurativa. Todo lo anterior positivo.
En esa balanza, el saldo negativo o de fracasos está signado por las evidentes carencias ya anotadas, siendo nuclear la deuda de una resolución participativa popular que debía instituir hacia un nuevo contrato colectivo que intervenga sin aplazamientos y con probidad causas socio-económicas y políticas de la violencia; y entre otros focos la impunidad del terrorismo estatal y paraestatal (que luego se mencionará, no siendo analizada a fondo en este escrito; será en uno posterior).
Sobre lo primero, es claro que las clases no acaudaladas sino desposeídas y dolientes, su multiplicidad de tejidos duramente segregados y atacados en décadas de guerra sucia, no fueron siempre representadas con coherencia o cualificadamente por todos los invitados periódicos del conglomerado asiduo en La Habana. Más allá de esporádicas o exiguas sesiones o foros con sectores sociales, o de audiencias y encuentros con víctimas, la constante fue un diálogo y unos acuerdos de cúpulas, cuya marca describió así el prestigioso investigador Luis Jorge Garay: «Los acuerdos de La Habana básicamente son un acuerdo de élites. Las élites del poder y las Farc hacen un acuerdo para que esas élites puedan funcionar coordinadamente / Por ejemplo, justicia es un acuerdo de élites que va a implicar un perdón y olvido y que no va a transformar a la sociedad» (http://lasillavacia.com/historia/los-acuerdos-de-la-habana-b-sicamente-son-un-acuerdo-de-lites-luis-jorge-garay-55462).
No habiendo sido una negociación sólo sobre las realidades militares y las razones subjetivas de las FARC en el orden de su desaparición como guerrilla y su tránsito a la legalidad, sino de lo que justifica el derecho a la rebelión, o sea problemas objetivos de la realidad social, cultural, económica y política más honda, en La Habana no se pusieron en la Mesa todas las demandas sustantivas básicas de las clases populares en su propia voz, con su argumentario, organización y representación. A través de los cálculos, discursos y dispositivos en los croquis institucionales de salida de la confrontación, contaron secundaria o marginalmente. Los convenios de las partes que transaban y sus engranajes a partir de la señalada situación militar y política, no necesitaron siempre, sino sólo de vez en cuando, de la manifestación de otros no convidados que, se pensó, podrían interferir con más idealismo que pragmatismo.
En esa polaridad o binomio, las capacidades coercitivas de los bandos y sus coordenadas ideo-políticas se subsumieron o transfiguraron. Pero sólo de una parte. Sin que las fuerzas represivas dejaran de matar, desaparecer, amenazar o apresar, sin establecer depuraciones o cambios en las fuerzas armadas estatales y paraestatales, sin garantías o compromisos radicales de no repetición de crímenes y doctrinas, renovándose la información y el accionar de la inteligencia militar y policial, el Gobierno dispuso un receptáculo de apremio y compromiso con las FARC. Éstas, por el contrario, cumpliendo lo estipulado, sí comenzaron a enseñar parte de sus trazados operativos y a aprestarse para la dejación de su estructura y de sus medios de ejército popular, mientras creció la expectativa por su mutación a organización legal. Es la razón que explica por qué el principal rédito para el orden instituido fue la paulatina exposición y desactivación del potencial insurgente a cambio de su incorporación cierta, irreversible y, se supone, segura en la legalidad, mediando un nivel de cauciones económicas, políticas y jurídicas.
Entretanto, no contó la inmensidad del país para otro nivel de cauciones, pues los contenidos ajenos o por fuera del control directo, que trascendían la vida misma y el entorno de las FARC como aparato y organización político-militar, es decir lo social, lo económico y lo político de terceros que son millones de excluidos, para eventuales beneficios de sectores sociales como son las amplias franjas del campesinado desplazado y empobrecido o los pobladores en estado de miseria en las ciudades, se relegaron a un devenir incierto, a una posibilidad, a una implementación gruesa que excluye temas vitales, la cual dependerá de la buena fe del statu quo, ejecución posterior a la desmovilización y no concomitante y proporcionada con ésta, salvo en lo que deba facilitarla o asegurarla. O sea, fue otra la velocidad y otro el plano de realidad donde se proyectaron y transaron los temas externos, para aplicarse en otro momento, como hipótesis, con un compás contingente y con baja condicionalidad.
La muy insuficiente participación social como demarcación de forma que fue en realidad cuestión de fondo, la ausencia de voces críticas y propositivas por cuyo vacío se endurecieron y complementaran con carácter fatídico las líneas rojas de Santos y al final las líneas duras de Uribe o de los voceros del No en la re-negociación, produjo consecuencias naturales al no estar presente una auténtica postura independiente y alternativa en la Mesa. Indujo esa interacción cerrada a un intercambio de pares con intereses limitados a sus políticas verticales. No a una concurrencia o Mesa abierta en la que se hubiera exigido dar pasos mínimos y ciertos de una paz transformadora, prestar garantías y establecer compromisos reales de no repetición y de Nunca Más. En La Habana no se avanzó en ningún momento en la depuración de las instituciones. Y en esas ecuaciones de conveniencia, en las lógicas de una violencia estatal presumida como legítima, anidó por consiguiente una monstruosa deformación ética y jurídico-política como precio del arreglo último. De ahí que la impunidad de los crímenes de Estado y del Establishment sea la otra gran deuda.
Existiendo avances teóricos defendibles o focos estimables relativos al derecho a la verdad u obligación de veridicciones respecto a graves hechos, además de alternativas de reparación y redención por fuera del uso preferente de la cárcel, lo cual es bueno, el sistema de justicia pactado por el Gobierno y las FARC genera sin embargo al menos dos graves peligros.
Primero, para la militancia de las FARC o para quienes están acusados de ello, significa crear el riesgo de un precedente que opaca también luchas de liberación en el mundo, por un recorte sustantivo de la complejidad y conexidad del delito político siendo de nuevo re-criminalizados en futuras instancias judiciales muchos combatientes o encausados, que responderán como si fuesen criminales por hechos no proscritos en leyes humanitarias o de conducción de las hostilidades, propios de la guerra irregular o de resistencia y del legítimo ejercicio del derecho a la rebelión. Y en segundo término, se favorece la impunidad de los núcleos de poder político, militar y empresarial que estuvieron y están detrás de los autores materiales de estrategias de crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado y las élites.
Sobre esto último cabe recordar que es una verdad incontrovertible la dirección de esa impunidad de máximos responsables y estrategias estatales y para-estatales, como lo advirtieron con honestidad intelectual antes del resultado del plebiscito diferentes opiniones o dictámenes de expertos nacionales o de organismos internacionales que han efectuado estudios y pronunciamientos sobre los mecanismos establecidos (Cfr. v.gr. http://www.rebelion.org/docs/208980.pdf y http://www.javiergiraldo.org/spip.php?article257).
Tras la derrota del Sí el 2 de octubre de 2016, que dio paso a una re-negociación todavía más perniciosa para víctimas de crímenes de Estado, hubiese sido deseable, no de manera oportunista sino con entereza ética, reconocer que había cláusulas de impunidad y llamar a efectuar las rectificaciones necesarias, sin custodiar y fortificar mecanismos de encubrimiento de esa guerra sucia que persiste (Véase el interesante análisis: https://derechodelpueblo.blogspot.com.es/2016/11/reflexiones-sobre-el-otro-si-la.html). Fue manifiesta la mediocridad o el desfallecimiento de algunos sectores en Colombia cuyo faro es la defensa de las víctimas y los derechos humanos, que admitían sólo sotto voce cómo efectivamente había que tolerar esos arreglos de impunidad como el no tratamiento integral de los crímenes de lesa humanidad, la inmunidad de los presidentes, la no responsabilidad eventual de empresarios paramilitares, los beneficios sustantivos para los militares o policías, lo referido a la reducción sustancial de sanciones, o la supuesta «atenuación» por la modificación de la responsabilidad de la cadena de mando, aberración ésta que finalmente se impuso en oposición a como la define el Estatuto de la Corte Penal Internacional, junto con las otras.
Se ha hecho una operación muy sofisticada para vender como ejemplar un acuerdo de justicia transicional y transaccional. El uribismo quiere aumentar más el nivel de inmunidad, quiere perfeccionar lo que de por sí es ya un fiasco en muchos aspectos para víctimas de crímenes del terrorismo de Estado, violencia de cuyos fines y medios sabemos en parte, pues hace falta todavía un ejercicio de documentación e impugnación más completo, que nos permita hacer preguntas y que se respondan en el terreno de la demostración de responsabilidad de estructuras o aparatos organizados de poder, como crímenes de sistema, y no sólo de unos oficiales o suboficiales siguiendo la tesis de las «manzanas podridas«. Debe discutirse mucho más ahora, cuando se estén reeditando por un orden señorial de la paz, proclamas pragmáticas y cínicas de alivio judicial a agentes de Estado (para compensar la amnistía que se otorgará a algunos guerrilleros. Véase la opinión de agentes políticos del uribismo y el santismo al unísono, v.gr. http://www.eltiempo.com/politica/proceso-de-paz/los-militares-en-la-ley-de-amnistia-en-colombia/16774174).
Organizaciones como Amnistía Internacional y sobre todo Human Rights Watch (HRW), que en absoluto pueden tacharse de ser simpatizantes de posiciones de izquierda, han expresado en varias oportunidades sus reparos. HRW en 2015 y 2016 se ha referido a una grotesca impunidad en lo acordado en La Habana, que beneficiaría a agentes estatales. Tras la victoria del No, expuso en el marco de una posible re-negociación del acuerdo impugnado: «no existe ninguna justificación para extender estos beneficios de impunidad a oficiales del Ejército responsables de miles de asesinatos de civiles, conocidos como casos de «falsos positivos». La mejor forma de evitar esta renuncia injustificada a la justicia sería excluir categóricamente a los agentes del Estado de cualquier beneficio de justicia transicional acordado con las FARC» (Cfr. https://www.hrw.org/es/americas/colombia, 3 de octubre de 2016).
Y tras la firma del acuerdo final el 24 de noviembre en el Teatro Colón, HRW señaló a las pocas horas cómo en maniobra de última hora el Gobierno: «de forma subrepticia introdujo una modificación en el nuevo acuerdo de paz que podría permitir que los comandantes del Ejército eludan su responsabilidad por los crímenes cometidos por sus subalternos… (el cambio realizado) es una burda capitulación del gobierno del Presidente Santos a la presión de los comandantes del Ejército que buscan aprovecharse del proceso de paz para garantizar su impunidad. El proceso de paz de ninguna forma puede justificar que el gobierno sucumba ante las presiones de impunidad para los comandantes del Ejército que temen rendir cuentas por su rol en los más de 3.000 casos de ‘falsos positivos’» (https://twitter.com/JMVivancoHRW/status/801891013258317828/photo/1).
Contra dicha voluntad de impunidad irradiada por el Establecimiento, no hubo otra de igual potencia. Sólo la ya indicada Constancia postrera de las FARC, que siendo lánguida algo significa y será tomada en cuenta para el debate en los años venideros, en los que habrá que buscar otras alternativas dentro y fuera del país.
6. Decurso de exclusión
Las FARC paulatinamente han ido acatando u obedeciendo la institucionalidad, hasta ahora no reformada de sus vicios y podredumbres. Además de afrontarla, las FARC han tenido que enfrentarse a la desidia cuando no al rechazo de amplios sectores sociales mentalizados por años en su contra por la acción perversa de medios de comunicación y por el peso de errores cometidos, todo lo cual fue atizado en la diligencia de una extrema derecha no neutralizada por los acuerdos de La Habana, pues sus brazos mediáticos, de propaganda, y de maniobra política, junto a los poderes armados dentro de las fuerzas militares y el paramilitarismo, han permanecido intactos, con un cierto «espíritu de cuerpo» transversal cobijado por la impunidad, la corrupción, las ganancias del modelo económico legal o ilegal, etc., lo que a la postre le llevó a esa derecha a manipular en contra de compromisos que el sistema aceptó formalmente en el proceso de paz mediante la histórica apuesta de Santos.
Lo que evidentemente no pudo hacer las FARC en esos años de conversaciones, pese a su empeño e interés en la búsqueda de alternativas políticas serias e integradoras, fue lograr que se rompieran los diques de un modelo ya suscrito en 2012, que si bien ordenaba un procedimiento lógico, también cosificaba y empobrecía desde el inicio la participación social, atentando esa cerrada perspectiva institucional que le fue enredando contra otra que hubiese sido precursora: la de dinámicas instituyentes desde abajo, en las que, con innegables o meridianos riesgos, se enraízan diagnósticos participativos con alguna fuerza vinculante, por la titularidad, la pluralidad y la condición de sujeto político emergente de la diversidad de los sectores populares y su potencial constituyente. Éstos podían hacer oír su voz, elevar sus exigencias, lo hicieron algunas veces superando distancias y distorsiones que hubieran podido proporcionarse en La Habana, sobre todo como consecuencia de un mayor empoderamiento de regentes que en muchas visitas con impresiones hinchadas y ahuecadas exhibían un afán de representación que no tenían del todo. Ese clamor de una sociedad excluyente no fue concebido como central sino que se marginalizó por la agenda misma, por métodos, actitudes y circunstancias disímiles.
Esas limitaciones sentadas en 2012 proyectaron lógicamente con el tiempo unos frutos determinados y no otros. Con ese guion había ya en gran medida un producto precocido y huero, que brindó la imagen de dos partes que, al tiempo que se complementaban, procesaban sus diferencias en la Mesa en medio de contradicciones reales y de fondo entre enemigos políticos que todavía estaban dispuestos a atacarse militarmente al haberse aplazado un cese al fuego bilateral y de hostilidades. La consigna durante casi cuatro años fue combatir como si no hubiera negociación y negociar como si no hubiera guerra. Dijo Santos en la entrega del Nobel cómo calcó una máxima aplicada por Israel: «Algunas veces, para llegar a la paz, es necesario combatir y dialogar al mismo tiempo, una lección que aprendí de otro ganador del Premio Nobel, Yitzhak Rabin«.
En ese fragor con un repertorio político y militar, a diario se ofrecían hechos y discursos en el que los contendientes pugnaban pero simultáneamente se acoplaban, sin más líneas de consultas que las internas de sus máximos agentes o esferas. No así hacia afuera. En esa dinámica de soberbia y aislada de otros, el Gobierno hizo abstracción de su gemelo contendor, de su rival en casa, fractura que con el tiempo pasaría una costosa factura: se separó todavía más de la extrema derecha representada por Uribe Vélez, posando Santos de tener independencia respecto de la rotunda postura guerrerista y negacionista de su antecesor y mentor. Y a su vez las FARC se aseguraron de protagonizar ellas solas una vocería desenvuelta, como alegada delantera de un conjunto alternativo disperso. Los bandos se convirtieron no sólo en contrapartes de un mismo contrato que debían defender, sino en «socios» que pregonaron la idea de haber arribado a la solución más perfecta posible, extasiados ante el mundo, al decir que estábamos ante el proceso más ejemplar jamás conquistado en la humanidad, a sabiendas que una y otra vez se rebajaban expectativas en cada puja de re-negociación y que no estábamos ante cambios de contextos sino ante espléndidos textos que contenían un reservorio de promesas sublimes, como se puede leer en muchas de las 310 páginas del citado Acuerdo del 24 de noviembre de 2016.
Pese a los últimos esfuerzos por hacer que aparecieran y estuvieran grupos sociales diversos apoyando en la Mesa de La Habana la obra de la negociación política y su apurada última fase de re-negociación, fue palmario que no hubo más actores nacionales cuyas exigencias de derechos pudieran incidir de modo determinante en las cuestiones esenciales, con su caracterización y por lo tanto con sus propensiones de solución. Por el contrario, el modelo puesto en marcha impedía detenerse en ellos para que las partes pudieran fluir, de tal modo que se tejieron pre-acuerdos que aunque generaron más confianza y capacidad de resolución de la Mesa, para cumplir lo que en cada etapa cada parte debía acometer, no fueron desdoblados a tiempo, no fueron efectivamente recibidos y asimilados social y políticamente por sus destinatarios, para su libre examen y ulterior defensa en la subsistencia espasmódica de un país donde prevalece la exclusión estructural por vectores culturales, económicos, sociales y políticos; pre-acuerdos que se desconocieron al plantearse ciertas campañas e iniciativas en favor del proceso de paz.
La llegada a puerto dependía precisamente, también para los que estaban en el Establecimiento en contra de lo acordado, de que no existieran otras voces y opiniones que las movilizadas estrechamente por las élites en sus disputas internas; que la agitación de conciencia de los discordantes en muchedumbres invisibles, no pudiera empantanar debates y arreglos, o proponer cauces más hondos de una paz transformadora.
En ese dinamismo de metodologías de aproximación entre dos partes disímiles, en cuyo ámbito de negociación no hubo nunca diagnósticos vinculantes que vinieran de los sectores populares, clases débiles según una llana correlación de fuerzas, pero vertebrales y fundamento en la solución buscada, que más allá forzaran a dar pasos ciertos en los cambios democráticos sin quedarse en meras hipótesis, en ese decurso donde los empobrecidos no estaban presentes, se fue fraguando una costosa problemática de visible legitimidad, que se plasmó en el peso real de la abstención al momento de la refrendación el día 2 de octubre de 2016 tras los resultados del plebiscito. Gran falencia que se alivió artificiosamente con la misma receta que generó el padecimiento: acordando pocos cambios entre pocos. Esta vez en el recinto de un órgano desprestigiado y atravesado por la corrupción y la impunidad: el Congreso. Tal «déficit democrático» era y es una consecuencia previsible de la que hoy olímpicamente se sigue pasando de largo.
El país compuesto de proyectos antagónicos con mediaciones en extremo violentas, todavía sin ningún sentido de lo común civilizatorio, empachado de complejos históricos, en el que deambula el fascismo líquido, la desigualdad, el oprobio, la pesadumbre, el desánimo y la insolidaridad, con una correlación de fuerzas producto de acumulados de muerte y degradación, fue convocado como actor en bloque sólo para ese plebiscito; no antes. En ese momento final fue cuando su espectro se tuvo en cuenta, en un proceso que se acusaba ya de turbio, cuando ya casi todo estaba finiquitado tras una soberbia puesta en escena en Cartagena el 26 de septiembre de 2016.
Valga recordar cómo el plebiscito fue el mecanismo de la opción gubernamental para refrendar, contrario a la idea de las FARC de una eventual Asamblea Constituyente, iniciativa ésta que decayó en la dialéctica de la Mesa en Cuba (https://www.mesadeconversaciones.com.co/comunicados/comunicado-conjunto-76-la-habana-cuba-23-de-junio-de-2016), imponiéndose finalmente el dispositivo oficial (con disminución notable del umbral a un irrisorio 13% de la votación para que fuera válida, entre otros ensambles convenientes o ventajosos al Sí para asegurar su victoria). O sea prevaleció el modo institucional o instituido y no el instituyente. Y como en la ruleta rusa: tras cada giro, tarde o temprano habría consecuencias
De esa manera abrochada, tardía e instrumental, a esos efectos de aprobación o no de los acuerdos, como obedece a la lógica de un diseño en el que la diversidad de la participación social fue relegada o menospreciada, el plebiscito fue embutido necesariamente en la tormenta que ambas fuerzas neoliberales, santismo y uribismo, desataron por sus diferentes acentos desde hace años. Una separación de hecho vivida en relación con círculos e intereses económicos a salvaguardar, por el alcance del ciclo reformista, por los contrapesos de la modernización institucional, por la relativa quiebra del negacionismo, por el modelo de negociaciones de paz, por los niveles de impunidad requeridos, sin enumerar vectores de orden internacional.
Y la ciudadanía en sus múltiples aristas fue convidada a ejercitar en esa tormenta un derecho infecundo en un acto habitual de unos segundos un día: a representar una mímica en los módulos de votación cuya función es usar como borrega a la gente que antes no cuenta para el sistema en la misma medida o con el mismo interés. A millones de emplazados a esa jornada, les hacen ser satélite mudo de posiciones que muchos cientos de miles no comprenden sino superficialmente vislumbran, pese a la sobresaturación de mensajes manipulados, o precisamente por sus hilos conductores o madejas apenas entendidas y consumidas en algunas capas que medianamente se aproximan a los asuntos públicos, una vez difuminadas por líderes o formadores de opinión sus respectivas sentencias, que impactan con gran capacidad de mentir modelando reacciones.
Esta vez, habiendo movilizado millonarios recursos cada una de las campañas, más que la votación por el No, ganadora sólo por una ridícula diferencia (apenas un poco más de cincuenta mil votos), teniendo que decidirse algo muy importante para el país, contó, como en ninguna otra coyuntura, la evidencia de la abstención y sus múltiples razones. Un 63 % de la población apta para decidir, no acudió.
Aconteció el contrasentido del resultado, la contestación ciudadana que no es del todo ni contestación ni ciudadana, como fenómeno de hecho y de derecho, en un arco de esfuerzos de conciencia o de despejes frente al enajenamiento, primando el sentimiento de impotencia, el desencanto, la neurotización (como diría a finales de los setenta el escritor Alberto Mendoza Morales, en La Colombia posible, Ed. Tercer Mundo, Bogotá, 1981), la histeria, como diría James Petras, o llanamente imperando la «conducta distante» que Bryan S. Turner describe de los McCiudadanos, a la que me referí hace tres años (En Los tentáculos de la McDonaldización, George Ritzer [Coord.], Editorial Popular, Madrid, 2007, p. 233 y ss.).
Reflejos en un conjunto apenas obvio cuando la vida cotidiana y los márgenes o derechos de la gente común no han sido incorporados en sus elementales y concretas dimensiones o sentidos de pertenencia, al no existir ningún proceso real de cambio que les vincule; cuando no ha sido exhortado el cuerpo social en vastas o densas representaciones y conflictos, por un proceso de paz que se ve opaco, amañado, ajeno o injusto. Así, por esa pluralidad de causas, en la mayor abstención registrada en más de veinte años, de 34 millones, 21 millones de personas no votaron, siendo en la práctica repudiado ese juego de los políticos y su tablero. Diríamos sin rigor sociológico que ese sentimiento de repulsión sí existe, pero sin organización estable y no tan fuerte como la apatía.
7. Cesarismo a tres bandas
Un modelo cerrado a la amplia participación social, sin un mínimo de diagnósticos vinculantes que fueran hechos y refrendados procesualmente por las víctimas de la violencia estructural para una paz transformadora; orientado de un lado a mantener privilegios y del otro lado a la favorabilidad jurídica o política de unos contados actores que debían aceptar con antelación las normas de un ejercicio de representación para participar de sus atributos; la confección de compromisos no aplicados ahora sino dejados para el futuro; y continuas crisis y re-negociaciones devaluando expectativas, condujo necesariamente al éxito de cambiar parte de la fisonomía de un sistema para poder sostenerlo. Lo que ya es una referencia muy común: el gatopardismo en su formulación básica; que algo o todo cambie para que todo siga igual.
La negociación con las FARC en su desenlace triunfador en tanto terminación de la confrontación armada con el Estado y por lo tanto la plausible finalización de una clase y volumen de terribles sufrimientos para miles de personas, no ha desembocado ni su modelo de solución tenía porqué culminar en la pujanza de procesos liberadores o constructivos de una democracia popular. Aun así, se esperaban unos resultados superadores de la mera estabilidad o seguridad del sistema, que fueran derivaciones hacia otra matriz y no como garantía del funcionamiento de un Régimen tal cual es y se reproduce.
Atenazada por la inercia y la trampa proveniente del derecho instituido, aceptado gradualmente por la guerrilla de las FARC, la salida política en marcha no es nueva, ha sido la misma de otras épocas (incluso inferior a la coyuntura 1989-1991, cuando hubo una Asamblea que produjo una nueva Constitución Política). Convalida en el plano histórico un continuum, pues en absoluto, hasta ahora, han sido modificadas las reglas esenciales de una oprobiosa política dominante. No se ve otro curso que no sea el del apresamiento y la proliferación de unos cánones y dinámicas que caracterizan estructuralmente la historia política colombiana, propias de lo que el profesor Antonio García Nossa denominó en los años sesenta la República Señorial (Cfr. Dialéctica de La Democracia, ed. Cruz del Sur, 1971).
En un conjunto de intersecciones de actualización histórica, perviviendo la organización del atraso y la desigualdad, de la subordinación o el servilismo, renovación en la que han actuado fenómenos modernizantes y postmodernizantes en los engranajes y resultados culturales de un ethos y de una economía de pillaje y desposesión por violencia para el ascenso social y el arribismo, al lado de circuitos comprobadamente criminales como el paramilitarismo y el narcotráfico que estimulan precisamente canjes de silencios y lo peor que suponen, hoy, en el meandro de la solución política al conflicto armado, concurren también políticos y técnicos de nuevas generaciones que reeditan en las élites una pugna o competencia entre sí y sus representaciones partidistas, para excluir a los más, a los de abajo. Apuestan para ello decididamente por una restauración que regule costumbres, que normalice un nuevo caudillismo, en el que la herencia camufla a clanes o señores de la guerra como señores y señoríos de la paz, sin que la impunidad de castas y el reparto público-privado del poder político y económico hayan sufrido algún deterioro. Por el contrario: existe un fortalecimiento y legitimidad de su composición. Tal como sucedió en el pacto del Frente Nacional, fraguado hace sesenta años (1956) para redistribuir y regular el poder entre las oligarquías y sus maquinarias, validado en el plebiscito o referendo de 1957.
Hoy sería prácticamente lo mismo: impunidad, reforma, dividendos de recursos y negocios, en una geografía de la explotación tradicional, del expolio coetáneo a la pacificación y de la corrupción transversal. Sea en el conflicto o en el postconflicto, con sus respectivas bolsas productivas (presupuestos para otra reingeniería militar y su exportación, inversiones de desarrollo, y también cooperación y programas asistenciales). Quizá una nueva vuelta de tuerca de la tesis de la Captura y reconfiguración cooptada del Estado, que acuño en 2008 el escritor Luis Jorge Garay, para señalar redes de poder y depredación en diferentes niveles.
Lo anterior pretende apenas nombrar y rastrear esa lógica de control señorial, que está vista de lejos y de cerca, como una realidad estructural actuante más allá de las personas que administren un período bajo esas reglas.
De lejos, en diferentes sucesiones de relación poder-obediencia o legitimación-aceptación, imponiéndose entre otras premisas la necesidad de una guerra eficiente desde arriba para llegar a una pacificación eficaz, como el propio presidente Santos lo ha recordado infinidad de veces (en Oslo v.gr. en la rueda de prensa del día 9 y en el discurso del 10 de diciembre) al señalar que hubo condiciones necesarias como debilitar en lo militar previamente a las FARC y determinar lo innegociable, las líneas rojas que finalmente se acataron. Y de cerca: en el marco de la situación desencadenada tras la victoria del No en el plebiscito de octubre de 2016.
Analicemos un momento esto último, en tanto demuestra precisamente la existencia de unos resortes del Régimen y de unos discursos convergentes hacia franjas serviles, activadas y modeladas por estos, como se proyectaron en la re-negociación sin verdadero pacto nacional una vez fue derrotado el Sí. Se hizo un acuerdo a tres bandas (three-way partnership), sin contar con más actores: las élites del No y del Sí, y las FARC, que paradójicamente dependieron de un respaldo que no se distinguía del que debía pasar públicamente como adhesión plena al Gobierno y su programa. Desde sectores de una ciudadanía consciente, con distintos orígenes y talantes maleables, y también por seguidores del No y del Sí, embelesados en la banalidad de unas consignas propias de una sociedad McDonaldizada, que por afirmación convulsiva se homogeneizaron por ejemplo bajo el rótulo de «Acuerdo Ya» y en el pedido de implementación urgente de lo acordado, se haya pactado lo que se haya pactado, cuya mayoría no se hizo ni se hace preguntas sobre la impunidad de crímenes de sistema desde el Estado, ni sobre el refuerzo a la propiedad privada ociosa, ni sobre la sostenibilidad fiscal, ni sobre la negación de los derechos del campesinado, ni acerca del impacto de reformas o medidas tributarias que engendran mayor desigualdad.
En esa encrucijada política, dicha re-negociación tuvo dos caras en las que esos resortes del Régimen demostraron solvencia. La de la virtud de sumar en el debate, con realismo pero forzadamente, a un amasijo de competidores de clara afinidad ideológica neoconservadora: en suma las corrientes de extrema derecha próximas en sus tesis al mando de Uribe Vélez. Y la del defecto de arruinar fragmentos de un acuerdo que aunque era decepcionante en tanto incompleto en muchísimos de sus componentes, suponía un margen de compensaciones posibles, precisamente a condición de poder neutralizar con medidas políticas, jurídicas, económicas y sociales a la derecha más retrógrada detentadora y usurpadora de bienes a redistribuir. Pero esto no fue problema, pues tal perspectiva era muy etérea y no tenía como doliente al Establecimiento ni hubo por parte de las FARC cómo impedir que dicha re-negociación apuntara a la baja o depreciara mínimas reivindicaciones, naturalmente prescindibles por quienes les desdeñaron arriba; cúpulas o señores (no más que una veintena de individuos en cada facción), que se representan en los dos bandos de élites: las que sustentan provisionalmente al gobierno Santos y su apuesta de paz, y la alianza de sectores de la extrema derecha que cabalgan en el descrédito de esa iniciativa. Unos y otros buscando cómo reacomodarse de cara a las elecciones del 2018. La lógica de disputa señorial encarnizada en los altos estratos del poder, las graves discrepancias que se vienen registrando arriba, traspasan el legado de la pacificación o su ataque a otros Césares, que tendrán que abanderar por razones funcionales algún grado de reformismo moderado, por fuera o dentro de la implementación de los acuerdos.
En Suecia el 12 de diciembre de 2016, el presidente Santos exclamó que la victoria del No fue una «bendición disfrazada«, «pues gracias a ese hecho se pudo abrir un diálogo con los opositores para lograr un mejor acuerdo«. Sin duda, como en el pasado, la legitimidad reclamada no depende de los resultados para las mayorías sociales sino de las formas y los intentos de arreglo dentro de las tradicionales castas, como lo han hecho históricamente, persistiendo por supuesto entre ellas algunas diferencias. No obstante, el refuerzo de su relegitimación y hegemonía estratégica, su afianzamiento en el poder, en este crucial momento, es una clara consecuencia además de la adhesión de hecho y de derecho de las FARC, seguida de un conjunto de agrupaciones contestatarias de menor peso, que no efectuaron ningún beneficio de inventario de ese pacto cerrado y señorial, dándose solamente unas reuniones de reflexión, aclaración y añadidos con pocos grupos sociales y religiosos (por ejemplo para apaciguarles respecto del legítimo enfoque de género), sin que se ampliara en verdad el proceso hacia organizaciones o movimientos que son genuinos en el camino de las alternativas para un proceso de paz transformadora en tanto parte de la sociedad más empobrecida y perseguida.
Estando ante el probable triunfo de un modelo de paz con altas dosis de impunidad para el Estado, con exclusiones que contradicen el horizonte democratizador y de justicia que se anhela; un modelo de transacciones entre aparatos y no de transferencias reales de poder hacia abajo, basado en la sistémica de los textos, en su gramática, en esbozos de lo hasta ahora inaplicado o diferido, a partir de los cuales se dibuja la hipótesis de la voluntad pero no la realidad de una paz estable y duradera, estamos entonces frente a un preeminente juego histórico propicio para al engaño.
Sobre el conducción político-militar centrada en una autoridad y sus facultades, Antonio Gramsci explicaba muy bien en los años treinta del siglo XX, cómo puede llegarse a una situación arbitral y de equilibrio de aspecto catastrófico entre fuerzas políticas, en las que puede darse el caso de un cesarismo (no centrado necesariamente en un César o «personalidad heroica» sino en una conjunción de rivales), cuya intervención puede ayudar en ese sentido a fuerzas conservadoras que arriban a una solución de compromiso no progresiva sino regresiva (Cfr. La política y el Estado moderno. Diario Público, Madrid, 2009, p. 149 y ss.). No sólo se cifran pugnas y arreglos entre Santos y Uribe, posando de Césares con sus respectivas huestes, muy dinámicas en altos niveles de responsabilidad en el mencionado continuum histórico, sino que esa corriente de restauración o reaccionaria intenta encandilar a las FARC y a otros para que sean el elemento de legitimación hacia abajo, el tercer socio, y consolidar con esta guerrilla en trance de desmovilización ese pacto de una paz a tres bandas, con el requisito estatal y paraestatal de impunidades convenientes como denominador común.
Dicho pacto es excluyente, no participan no sólo otros actores, sino que se aíslan otras perspectivas, las que no estén en la misma clave del cesarismo o el orden señorial, como se plasmó en el plebiscito de 1957 marginándose a fuerzas de izquierda, y como se busca sea otra vez tras esta fase post-plebiscito del 2016, y en la recta de unas elecciones en el 2018.
O sea quedarían por fuera en realidad las expresiones cualitativamente distintas, de los sectores populares organizados, de los movimientos sociales con programas de reivindicación de derechos, y en general tejidos de población no apática sino doliente y creativa, activa y propositiva, que en su diversidad está en pos de una recomposición de capacidades, a condición, claro está, de que cese la represión, que el Establecimiento renuncie a la guerra sucia, y puedan hacer política en un marco legal seguro y de garantizada inclusión de sus agendas. Esas mayorías hasta ahora no han sido tenidas en cuenta verdaderamente y por eso el proceso adolece de ese mosaico de voces alternativas, aunque parcialmente sea exitoso en tanto una cierta paz negativa (sólo de un lado, pues sigue la violencia política directa efectuada contra opositores o gentes de izquierda).
De ahí que el resultado después de varios años, en lo mayúsculo, no es nada distinto al formidable propósito de suspender el desangre del conflicto armado, pero no el de solucionar con un básico giro las causas que sí son posibles de abordar. No es por ello tangible hoy una paz transformadora, que surja de un proceso altamente participativo en su forma cuyo fondo represente los diagnósticos y soluciones que esbocen las mayoría sociales a partir de necesidades objetivas que dan sentido o contenido a la democracia, que no es fin sino el medio mismo en el curso del diálogo para ampliar la mirada. Relevante el proceso de La Habana por el corolario de esa paz negativa, críticamente debe señalársele que su solidez y profundización en este momento trascendental, dependería no sólo de cumplir un cronograma de implementación, sino de la inserción activa de quienes abajo han apoyado esas conversaciones pero no han visto realidades de cambio hacia una paz positiva. No hay otra salida más coherente que la que proyecta un mapa de encuentros y resoluciones inclusivas y de justicia en la energía de una solución no de papel sino consecuentemente alteradora del estado trágico de injusticia que vive gran parte de la nación.
8. Mayorías y derechos
La paz con umbrales de justicia y dignidad, ese objetivo grandioso que es fruto de procesos y no de espontáneas declaraciones o de actos de un día para otro, se ha dicho, no puede depender del parecer y la inercia de mayorías. Lo ha apuntado recientemente el profesor Luigi Ferrajoli (http://www.fiscalia.gov.co/colombia/wp-content/uploads/FERRAJOLI-PAZ.pdf), al igual que otros académicos. «La paz un derecho contra-mayoritario» expresó así mismo el comandante Timochenko, de las FARC, la misma noche de la derrota del Sí en el plebiscito del 2 de octubre de 2016, citando a la Corte Constitucional (http://www.pazfarc-ep.org/comunicadosestadomayorfarc/item/3568-la-paz-llego-para-quedarse.html).
Efectivamente, se esgrime en parte con razón en teorías del derecho constitucional y los derechos humanos, que existen categorías pre y post democráticas, también se habla de lo esencial al ser humano y a la convivencia social, sobre entidades de derecho natural, en el sentido que deben estar o permanecer independientemente del voto mayoritario. Se afirma que entre los derechos que no pueden someterse a escrutinio público está, por ejemplo, el derecho a no ser torturado o desaparecido, y también el derecho a la paz. O sea que no porque voten para ello cien millones de personas como mayoría de un país determinado, pueden ser suprimidos derechos fundamentales.
Si bien no puede eliminarse una aspiración y el ejercicio de un derecho elemental como resultado de campañas por el Sí o por el No, siendo cierto que no puede depender de mayorías que en determinados procesos puedan configurar regímenes como el nazi o el fascismo, es más cierto aún que mucho menos puede y debe depender de minorías, que, so pretexto de ser ilustradas por la historia, sin mayor autoridad moral deciden ellas solas actuar y definir sobre el destino colectivo. No puede ser entonces que unas minorías iluminadas impongan unos acuerdos y determinen con exclusión cuestiones centrales en relación con los derechos humanos y la democracia, quedando en la vera millones y millones de seres sintientes y pensantes.
El derecho a la paz, al ser contra-mayoritario, tiene en ese sentido una naturaleza semejante al derecho a la rebelión, que no es una invención de ahora sino un derecho con amparo y comprobación universal. Si el derecho a la rebelión fuera sometido a mecanismos de «consulta popular» bajo las reglas de un sistema que precisamente la rebelión pretende derrocar, y sometido a las lógicas del marketing y la publicidad o propaganda de las elecciones como las conocemos en Colombia, su certamen en las urnas parte con gran desventaja y contaría siempre con una alta probabilidad no sólo de derrota sino de ser apabullado.
El derecho a la rebelión en ese sentido puede nacer como contra-mayoritario, y la experiencia nos ha confirmado que es una lucha de un parto entre soledades cuyo valor fundador de humanidad (Ricoeur) traduce algo así como la Nostalgia de una justicia mayor (retomando testimonios como los de Bertolt Brecht y Albert Camus, entre otros humanistas. Cfr. texto de Antoni Blanch, en Cristianisme i Justicía, www.fespinal.com, 2005). Pero por lo mismo, se le exige en su éxodo y en su transcurso social, ser todo lo contrario: responder a las aspiraciones y conciencias de las mayorías excluidas desde las cuales se explica su ejercicio con fundamento ético-político y como razón provisionalmente histórica (ver el ensayo de Javier Giraldo SJ, en https://www.mesadeconversaciones.com.co/ensayo/javier-giraldo-sj). Al ser más mayoritaria y razonada su vocación en la alteridad (el reconocimiento de otros), la interpelación colectiva del alzamiento lo convierte en contra-minoritario. En este caso contra minorías que son élites del poder.
Así, si la paz no depende ni de minorías que impongan sus acuerdos, ni de mayorías que los refrenden o los rechacen movilizadas por resentimientos, consignas, corrupción o compraventas de conciencias, sino que debe ser un proceso verdadero, más allá de un teórico o formal derecho síntesis, sólo viable en tanto predicamento social mayoritario por los derechos que condensa, su construcción es en sí misma la de consensos establecidos a partir de principios y despliegues de democracia real, es decir popular e integral, en una base multiforme donde radica una potencia constituyente y sus garantías de seguridad, que equivalen hoy día a las de no repetición de crímenes de lesa humanidad.
El concepto de mayorías no sólo se radica en el significado de un número, tras operaciones matemáticas. Más allá de la aritmética supone en sí mismo una tensión social por definición, frente a las estructuras y operaciones políticas, a las que conviene muchas veces que esas amplias mayorías estén marginalizadas o segregadas por fuerza de las relaciones producidas por actores que buscan componendas entre sí y beneficios a sus mesnadas.
Resulta cómodo que esas mayorías no se registren como actores con presión, no cuenten en las decisiones, sigan siendo indiferentes, no se movilicen, sean pasivos en cinturones de analfabetismo político producido y a disposición de partidos, porque al dejar de serlo, al tomar conciencia de su número y calidad, derrumbarían el sistema de pactos funcional a esas élites.
Retomando al comandante del ELN, sacerdote y sociólogo Camilo Torres Restrepo (Escritos escogidos, Tomo I, Cimarrón Editores, 1986, en especial la conferencia en Medellín en 1963 [p. 277 y ss.]), se trataría de que grupos mayoritarios, las clases populares, sean capaces de actuar en tanto mayorías sociales y produzcan decisiones de cambio, como grupos de presión efectivos que transitan a ser grupos de poder, como la democracia auténtica y no sólo formal lo define. Un proceso de paz como el que tiene lugar se justifica no sólo para detener el desangre originado en las acciones de guerra o con su pretexto, sino para que nunca más vuelva a ocurrir ni esa ni otra violencia sistemática y estructural, a gran escala, contra las mayorías sociales desposeídas. Y el actual proceso de paz en ello defrauda mucho, se ha quedado muy corto.
Ahora no son esas mayorías verdaderos grupos de presión, como ya lo formulaba Camilo, y no pueden serlo en realidad por diferentes causas, entre las que podemos contar hoy el terrorismo que contra ellas se ejerce por el Establecimiento, la división que sufren, la falta de conciencia crítica respecto a necesidades y bienes comunes, por la falta de organización o articulación de envergadura nacional, entre otros factores.
El quid no está en reconocer formalmente a esas mayorías la capacidad de votar sino en construir un proceso inclusivo donde tengan sentido y peso dichas facultades verdaderamente colectivas de elegir o ser elegido, y que se proyecte ante todo en las fibras existenciales, materiales y espirituales en la cotidianeidad. No tener obligación de generar ese proceso político, ser políticos recogidos en sus grupos de referencia como únicos competidores, es privar a la mayoría del país del valor o la fuerza del voto útil. De ahí que resulte muy provechoso a esas élites o a minorías que se postulan representativas, no exigirse en un proceso de ampliación, pues al mantener cerrado el juego ejercen en él su control y no arriesgan.
El gran historiador británico Eric Hobsbawn expresó que «los científicos políticos han considerado un lugar común que en los Estados con grandes cifras de ciudadanos sólo una modesta minoría participa de forma constante y activa en los asuntos de su Estado u organización de masas. Esto resulta conveniente para quienes dirigen, y de hecho los políticos y los pensadores moderados han abrigado durante mucho tiempo la esperanza de que exista un cierto grado de apatía política» (Guerra y paz en el siglo XXI, Diario Público, Madrid, 2009, p. 131).
9. Autocrítica: la izquierda apocada
Estando más en las esferas de los disensos coyunturales entre las élites (Santos vs. Uribe) y su instrumental institucional y parainstitucional (como se plasma en las empresas que detentan los principales medios de comunicación y las líneas de opinión que crean), una parte de la izquierda y de franjas inconformes algo organizadas, grupos de víctimas y defensores de derechos humanos, han reducido notablemente su lucidez y sus capacidades críticas y constructivas al cifrarse en esa cuadrícula de arriba y no al desarrollarse en los cuadrantes del antagonismo histórico que debería constituir la conciencia del bloque popular en procesos de democracia real, ciudadanía y emancipación.
Aún con toda la importancia del caso, pues se trataba en el plebiscito de empujar o no ese valorado y valorizado proceso de paz, y actualmente de exigir una implementación cabal de lo acordado en La Habana, las posturas delineadas por parte de esos sectores se ofertaron sin debate y programa político y en ese curso engañoso se continúan empobreciendo hasta hipotecarse en gran medida, extendiendo su confusión al proyectar incluso alianzas con la centro-derecha para las elecciones del 2018, desplazando otras banderas fundamentales, de lo que debería ser la oposición real y de clase popular frente al Régimen neoliberal y neoseñorial.
Así, siendo cardinal por sus empalmes estratégicos ante la expectativa de la desaparición de las FARC como guerrilla y su paso a la política legal, pero no fundamental esa mutación en tanto no está atada su desmovilización a la resolución de amplias y muy graves problemáticas sociales en las que se justificó su lucha rebelde, se indujo inteligentemente el problema del Sí o el No hacia abajo y hacia la izquierda, para una toma de partido en cuerpo ajeno. Una falsa obligación que se explaya todavía con función distractora, como si tal pacificación se tratara en realidad de la perspectiva de una auténtica paz transformadora, que se supone es la plataforma que identifica a fuerzas por el cambio. En ese traslado se entretuvieron con estrechez muchísimas de las energías sociales alternativas, con figuraciones de postración y apocamiento, sin cuestionar un modelo de paz determinada señorialmente, con virtudes indiscutibles pero muy incompleta, con exclusiones.
Esto es explicable a partir de muchos signos como el seguidismo, guiada una izquierda sólo por la cuestión dilemática que atrás se indicó, referida a la necesidad lógica de elegir el mal menor y al impresentable requisito de guardar silencio. No fue extraño sino generalizado encontrar que quienes no debían portar esa contradicción ni sucumbir al chantaje ideológico y político, hicieron suya esa opción, además activa o diligentemente, sin preguntarse por la pugna señorial y los beneficios superiores de esa pacificación para el sistema, sucediendo algo todavía más grave: se adoptó no sólo como propia, sino que se asumió sin una lectura diáfana de los acuerdos, que hubiera resaltado sus claras fortalezas pero también sus evidentes defectos. Por el contrario, abundaron las consignas escuálidas o la flojera intelectual y ética, y no los estudios serios sobre los avances en materias vitales (las mejoras en el campo o en la participación política, en el tratamiento de unos eslabones de la problemática de los cultivos insertos en la realidad del narcotráfico, o frente a algunos derechos de las víctimas). Una gran sordina se impuso frente a los probados terrenos cenagosos como la impunidad de crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado, salvaguardada en los acuerdos de La Habana.
Ese conjunto de movimientos y organizaciones de potencia constituyente, desde abajo, que es bien heterogéneo y por lo mismo de una riqueza en propuestas de empoderamiento popular, ha sido afectado sistemáticamente no sólo por la guerra sucia y su impunidad, sino perjudicado históricamente por hondas divisiones o sectarismos, así como por factores de más reciente efecto y de abultada cartera que apuntan por ejemplo a la cooptación de franjas de víctimas y defensores de derechos humanos que han perdido criticidad, efectuada dicha captación por un sistema de poder que predica la reconciliación sin cambios de fondo.
El comandante Fidel Castro ya advertía: «…como en toda batalla, lo mismo sea militar que política o ideológica, hay bajas. Existen los que pueden ser confundidos, y lo son, o reblandecidos, o debilitados con la mezcla de las dificultades económicas… y las podridas ideas bien edulcoradas sobre las fabulosas ventajas de su sistema económico, a partir del mezquino criterio de que el hombre es un animalito que solo se mueve cuando le ponen delante una zanahoria o lo golpean con un látigo / …pero también, como en todas las batallas y en todas las luchas, en otros se desarrolla la experiencia… multiplican sus cualidades y permiten mantener y elevar la moral y la fuerza necesaria para seguir luchando» («Una Revolución sólo puede ser hija de la cultura y las ideas«. Discurso en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, el 3 de febrero de 1999, Editora Política, La Habana, 1999, pág. 11).
Es muy fácil igualmente que ante la deseada finalización de la confrontación armada, muchas expresiones se reposicionen y cambien su ideario seducidas por espejismos y mercados diversos del post-conflicto, aun cuando la realidad sea la misma o peor en muchos planos, en materia de derechos sociales y económicos, o simplemente verificando los atentados contra la vida e integridad personal de activistas sociales.
Recientes acontecimientos que han circundado a sectores variopintos ante la derrota del Sí, ante la refrendación en manos de un Legislativo orgánicamente corrupto (salvo muy pocas personas allí), ante la incertidumbre del fast track, ya resuelta positivamente esa vía por la Corte Constitucional, demuestran que si bien se han movilizado para defender la perspectiva de una salida política, siendo todo ello muy laudable, también lo han hecho quedando atrapados en el manoseo y la telaraña de la validación de unas instituciones que son altamente cómplices, operadores o directamente responsables de muchos de los padecimientos colectivos de un país sumido en la injusticia. En todo caso si una fuerza que era rebelde como las FARC ha caído en igual situación, por la lógica de un proceso concebido para una paz hasta ahora no transformadora sino negativa, como Galtung la define, no es del todo sorprendente que expresiones civiles y con escasas aptitudes y actitudes también lo hagan, aglutinadas en la superficialidad de un análisis, con lenguajes y posturas triviales, sin miramientos de compromisos éticos más profundos.
No me refiero al ciudadano medio y su restringido ámbito de referencia, de por sí ya sujeto a una atontamiento propio de productos culturales basura y a la McMoralidad (Cfr. Trabajo de Suzanne S. Hudd en Los tentáculos de la McDonaldización, George Ritzer [Coord.], p. 143 y ss.) sino a una parte de las izquierdas que habiendo contraído un cierto liderazgo a favor del Sí en sinergias temporales con el Gobierno, dejando de lado contradicciones y procesos centrales, no fueron capaces ellas, por el apartamiento, la pleitesía o el ensimismamiento que viven, de atraer e interpretar a grandes franjas que se abstuvieron frente a una votación que las desalentaba. Se produjo la paradoja de que ese contingente amorfo que no votó, inconscientemente ayudó a desenmascarar por un momento la base del Régimen y sus reglas, pues acarreó una tarea y una solución más avanzada o profunda, en tanto lo desnudó señalando cómo la legitimidad que alega el sistema, se fundamenta en una farsa, victoriosa sí, pero farsa al fin y al cabo. En la que un círculo de decisores excluyentes y señoriales del centro-derecha actúan eficazmente como bisagra y surten la fórmula de salvación de un cesarismo no progresivo sino regresivo, teniendo que mirar más a su derecha recogiendo gran parte de su pliego de peticiones.
En ese arrastre de negociación con el uribismo y otras expresiones conservadoras, esa amalgama de hecho entre gente de izquierda o redes que se esparcieron colaborando en el sainete con entusiasmo acrítico y confesamente ignorante (muchísimos, según lo decían y comprobadamente fue así en numerosos encuentros, sin leer los textos) de todo lo pactado, no ha tenido hasta ahora cómo escapar de ese contubernio entre sectores del poder dominante y sus estrategias de largo aliento. Es complicado lo haga mientras siga propugnando sólo por endosar un modelo de paz a partir de sus minutas institucionales, pues siendo importantes por supuesto, por definición tienen ya unos límites aceptados y unos sujetos titulares aceptantes de reglas regresivas en ese marco legal contradictorio. Se supeditan y ralentizan posibilidades de movilizar y movilizarse con otros bajo un modelo complementario que se articule al que se pactó con las FARC, el cual entra ya en una fase de implementación con muy pocos dispositivos inexcusables y todavía pendiente de recortes.
Me refiero directamente a la confluencia que debía haberse producido antes y que no se dio por decisiones conscientes de todas las partes. Tarde y objetivamente difícil, es viable pensar aún que el avance de la Mesa de conversaciones con el ELN, en tanto se permita sea abierta y segura la participación popular, puede acompañar cualitativamente y generar para un conjunto de organizaciones o expresiones sociales y políticas en la legalidad, nuevas condiciones de resistencia, formación denuncia, movilización y acción transformadora a mediano y largo plazo. Obviamente, como ya lo ha advertido su comandancia, sin que tenga que acoplarse esta organización guerrillera a la horma definida por otros. Esto es lo que no comprenden muchos progresistas.
Si no era factible una sumatoria antes de la re-negociación con la extrema derecha, menos puede serlo ahora que se reforzaron unas lógicas de reparto entre élites y unas instituciones inmersas en la corrupción, cuyos recursos y encargos enfocarán en la competencia electoral y en lo más básico de la implementación de acuerdos que adolecen todavía de mucha legitimidad, embargada por demarcaciones o definiciones que ni esa insurgencia ni otros compartimos, como las cláusulas de impunidad para crímenes de lesa humanidad que el Estado ha cometido, o la falta de garantías y compromisos fehacientes de no repetición del terrorismo de Estado y del Establecimiento, pues esa dejadez ha permitido la continuación de la guerra sucia, como se comprueba con el asesinato de líderes sociales. Aparte de todos los otros temas socio-económicos vitales, vistas las políticas de depredación que se están desarrollando con graves consecuencias para los derechos colectivos. Es un craso error creer que la implementación supone una propulsión totalizante y vertical, que supeditará todo y a todos, nos guste o no todo lo pactado en Cuba. No es así porque no todo lo que de ahí se deriva concurre a un torrente transformador. El ejemplo más protuberante es la llamada justicia especial para la paz.
De ahí que sea una intrusión inadmisible, sin autoridad moral y científica (no hay un método primario para deducciones de eficacia con pruebas), lo que propone una parte de esa izquierda o entidades que se postulan como defensoras de los derechos humanos, llevando a que lo pactado en La Habana sea en conjunto extensible automáticamente al ELN y a otros actores políticos y sociales que no han estado en esa Mesa. Una cosa es defender la perspectiva de procesos de paz complementarios. Una paz completa, como el propio Santos lo ha dicho. Esto es un imperativo ético. Pero no lo es hacerlo bajo la lobotomía del pensamiento crítico, con censura o dócilmente, callando sobre reparos u observaciones.
De ahí que preocupe cómo se repite sin pausa que no hay más horizonte que el de acoger la implementación realista de los acuerdos de La Habana y que debe descartarse otro modelo; que la no adhesión es de hecho una oposición a la paz y fortalecer de paso a la derecha más extrema. Comulgan de esa manera con una paz McDonaldizada, barata y pobre hasta ahora en contenidos de cambio, que son sólo una conjetura o cuya cristalización veremos si acaso más adelante y no ahora. Son voces que preconizan, como en McDonald´s, un rápido suplemento promocional de un 2 x 1: que lo pactado con una guerrilla añade a la otra. A la hamburguesa se le agregan por gratuidad o ganga una mini o unas papas. Tal es la versión en la metáfora, de quienes ojeando el volumen o el empaque de lo militar, piensan que lo que se negoció con la más fuerte (FARC), no puede volver a tratarse con la otra organización insurgente (ELN), independiente del todo de la primera y tan ajena como respetuosa de sus decisiones soberanas.
Al respecto debe anotarse como síntesis al menos cuatro cosas. La primera es que quienes defienden lo re-negociado realistamente al aceptar banderas de la derecha y asumieron incluir no sólo el prisma de las disputas entre élites sino tomar partido por una facción en las cúpulas, en verdad han fortalecido a éstas al validar su centralidad o hegemonía cultural y simbólica: compraron evidentemente sus productos y la convergencia actual y futura de sus propuestas de arreglo y salida, surgidas de colisiones entre coaliciones venidas de arriba. Fueron quienes se casaron con lo que diestramente se les trasladó, confundiendo y diluyendo, cuando no rompiendo, iniciativas de mayor contenido.
En segundo lugar, no pueden exigir se claudique en materias no suyas, tan delicadas que suponen contradecir el ejercicio de alteridad y la coherencia ética, como la decisión política de que las/os rebeldes del ELN respondan ante tribunales e instituciones cuya legitimidad no reconocen y menos hacerlo por acciones que corresponden al delito político, a acciones de guerra y al derecho a la rebelión.
Por esa misma razón de una moral posible en la identidad de una insurgencia que debe andar su propio camino de un proceso de paz, que no es apéndice y no se ha comprometido con jurisdicciones de castigo y con mecanismos premiales, no puede obligársele a suscribir políticas como la impunidad o exculpación de estrategias, de estructuras y de altos mandos del Estado o del Establecimiento. Si el asidero ético de la paz es la renuncia a perseguir crímenes de sistema en los que se implicaron como aparatos organizados élites políticas, empresariales y militares, además de otros segmentos, si el precio a pagar es el ocultamiento de esa responsabilidad y sus intereses ¿qué fundamento tienen las promesas de compromisos de no repetición?
Y una cuarta inquietud ya tratada. Entre los argumentos de un Sí y el desarrollo de un proceso de paz que debe ser defendido como perspectiva idealista y civilizatoria, compartiendo forzadamente el mismo lema con sectores del paramilitarismo, empresarios, militares en retiro, medios de comunicación dominantes y una pléyade de políticos corruptos y con antecedentes criminales, está el loable razonamiento que también puede y quizá debe compartirse, de escoger el «mal menor» y no el «mal mayor«, según lo cual vale apoyar sin asomo de dubitación el fin del desangre que trae la guerra. La pregunta es si además hay que agregar a esa partida el costo del silencio, si con ello deben aplazarse críticas o desistirse de observaciones. Si esa es la condición, el llamado mal menor no es mejor opción ética, sería sólo una artimaña por el alto precio en la dignidad de quien renuncia, al dejar que se le imponga un peaje que los del mal mayor no suelen aplicar con esa coartada.
10. Nombrar la realidad
En la dolorosa historia del siglo XX en la que emergieron construcciones que apostaron por un socialismo o humanismo social, opuestas a la dominación ejercida por la lógica del capital, hallamos la profundización de una falsa contradicción entre la pasión por la libertad y la denuncia de la desigualdad. Parecía entonces que no se puede ser libre ahora, no como cada uno escoja en el proceso de su conciencia, sino que sólo había que ser libre después de haber vencido en la historia a la opresión, en la larga batalla que se ordenaba desde aparatos o partidos. Para el capitalismo la consigna fue que la libertad, de quien la pueda ejercer, vale más que la justicia.
En lo que ha venido sucediendo ante el devenir de una paz que todos anhelamos para Colombia, pareciera suceder, como antes, que se dicta la necesidad otra vez de renunciar a lo que la define materialmente como bienes comunes básicos; que una o varias generaciones deben desistir por ahora de un clamor o dejar éste para tiempos futuros; que la justicia (penal ante crímenes de lesa humanidad o re-distributiva ante aterradores niveles de desigualdad que generan hambre y muerte) debe devaluarse; y que la libertad (de pensar y expresar críticamente) debe estar condicionada… todo ese sacrificio para ganar esa paz final. Esa paz McDonald´s, en tanto barata y culturalmente no transformadora.
En el orden abstracto de la política que nos configuró durante mucho tiempo, una polémica resurge del cuestionamiento a los medios escogidos tanto por la revolución como por la contra-revolución. Si hoy ese lenguaje resulta remoto, y lo que se nos actualiza está dado bajo otros nombres y conceptos, no sólo en la coyuntura sino en la encrucijada única y perentoria que hoy afrontamos como posibilidad de un verdadero quiebre histórico, el debate que no podemos dejar de lado concierne precisamente a los medios para construir la paz.
La extrema derecha vuelve y afirma que la paz no puede ser a cualquier precio. Igual proposición ha hecho oficialmente el Gobierno. Y así mismo la guerrilla. Las FARC por ejemplo hicieron que se respetara por encima de más cosas el derecho de sus integrantes a ser elegidos a cargos públicos en un futuro. Por consiguiente ese enunciado en general puede parecer aparentemente idéntico en las antípodas políticas. Ciertamente no puede renunciarse a todo para ser acreedores y deudores de una paz selectiva. Cabe en consecuencia indagar por los fundamentos de justicia que tiene cada proceso y sus programas confrontados. Es un principio de límites que nadie rechaza al estar inmenso en una dialéctica de mutaciones menores y de cambios mayores.
Atrapada con desvarío en la contradicción de élites e institucional, que no era suya sino escogida por el poder, parte de esa izquierda en sus porciones y en sus desniveles, debe dejar de mirarse en ese espejo y recobrar una dimensión histórica de esa dialéctica, superando su estado actual y movilizarse sin que su eje fundamental sea el del reparto Santos-Uribe, no sólo a la espera de votos sino impugnando la lógica que prescinde de la realidad objetiva al hablar de paz. Es decir, rechazando el discurso de evasión, poniendo en la mesa del debate diario los datos que confirman a Colombia como uno de los países no sólo más desiguales del planeta, siendo uno de los más ricos por ejemplo en recursos naturales, que son saqueados, donde la violación de derechos socio-económicos y culturales es manifiesta, sino donde está desarrollándose un nuevo proceso de ataque sistemático contra los movimientos sociales y populares.
Frente a la tradicional forma de engatusar y manipular, siempre en estas décadas han existido expresiones que emprenden procesos de concienciación y formulan diferentes formas de resistencia civil para desenmascarar a esas castas políticas y sus engaños. Ese torrente posible de propuestas múltiples debe ligarse a esa realidad con criterios nacidos del sentir y el pensar desde la alteridad, con formación, no repitiendo slogan o estandartes de promesas de diferentes actores desmovilizadores. Si avanzar a la democratización es un objetivo, el medio es el contraste entre los textos y contextos, sin desdeñar la diferencia entre el enunciado y la realidad. El hecho de conocer, el compromiso con la verdad, como el filósofo jesuita Ignacio Ellacuría lo planteaba, supone no sólo una mirada desde una realidad y un lugar social, sino el suceso complejo de un proceso moral de quien conoce esa realidad y ha decidido con coherencia nombrar víctimas y victimarios de la violencia estructural.
Esto no suele hacerse hoy día, cuando se estiman sobre todo las alianzas electorales hacia el 2018 o únicamente los ritmos de implementación con las pausas y los topes ya preconcebidos apretadamente, con el peregrino argumento que sólo más adelante y en una mejor posición de influencia en las instituciones y comisiones de seguimiento, podrán resolverse esas necesidades sociales y políticas, en otro período. No ahora, no procesualmente ni como derivación de nuevos pliegos surgidos de la movilización desde abajo. Así, las condiciones de lucha por derechos fundamentales, por el ejercicio efectivo de la ciudadanía, quedan más pendientes del éxito de campañas hacia las votaciones o de cronogramas y equipos de trabajo constreñidos, y no de alternativas instituyentes.
Para éstas se requiere volver a elegir análisis y categorías en diagnósticos participativos y vinculantes que supongan una refrendación procesual, que nos posibiliten redescubrir no sólo relaciones opresivas sino concebir soluciones para poner en marcha sin largas y letales esperas, recobrando comprensión de las causas y las consecuencias concretas de la violencia y la impunidad estructurales, no resueltas ahora en su ebullición y sólo medianamente intervenidas en las páginas que contienen los acuerdos de La Habana por cumplir.
Como hemos dicho otras veces citando a François Houtart (v.gr. en Ética Social de la Vida. Hacia el bien Común de la Humanidad, y otros textos a cfr. en Internet) tal aproximación se produce tomando partido desde el conocimiento de las contradicciones y su evidencia, usando el lenguaje o nociones que no encubran el sufrimiento. La elección del análisis previo a la construcción ética no es inocente y a su vez, antes del análisis social, hay un paso de opción preferencial con y desde los empobrecidos y la sobrevivencia de la humanidad y el planeta, que ha de darse explícita o tácitamente. Es la referencia precientífica que lleva a ver el mundo con ojos que no son los de los intereses de victimarios beneficiados de la violencia estructural.
Partiendo de la situación de negación concreta de la vida o victimización real del día a día (ver del profesor Renán Vega Cantor: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=220476&titular=cr%EDtica-a-la-noci%F3n-de-v%EDctima- ), victimización no pasada ni en abstracto, que se produce mientras están suscritos pactos de paz que comprometen, buscando cómo distinguir y empoderar el análisis más adecuado entre actores diversos para una ética sobre mínimos vitales, en un proceso de construcción de paz estable y transformadora, ese recorrido moral y del conocimiento colectivo con diagnósticos incontestables y herramientas objetivas para nombrar la realidad (la niñez muerta de hambre en La Guajira o el Chocó, por ejemplo) nos ayuda a la formulación del Derecho necesario y a las alternativas racionales para el cambio (por ejemplo la persecución en caliente a las redes de políticos y empresarios corruptos), o sea las reformas no maximalistas sino las imprescindibles o elementales (v.gr. la legítima herramienta de destitución fulminante de jefes militares o de policía donde se mate a líderes sociales, medida que de modo libre o discrecional y en pleno derecho y con mando puede automáticamente tomar Santos, lo cual no hace y probablemente no hará).
11. Perspectiva inmediata
Este es el problema inmediato que debe ser develado ya, señalando las responsabilidades por la nueva etapa de guerra sucia. No es una cuestión de las víctimas directas, sus familias u organizaciones. Es del conjunto de la sociedad, de las garantías de seguridad ciudadana y humana para el ejercicio palpable de los derechos de todos y todas, comenzando por las amplias mayorías populares excluidas, que deben ser, para una colectividad en pos de regenerarse, los sujetos fundamentales de recomposición, sin los cuales no hay proceso histórico de verdad, justicia, reparación y no repetición. Por eso se les mata a muchos activistas sociales que encarnan de muchas formas esa impugnación o demanda histórica. Una persona luchadora muerta deja de nombrarla. Así haya afrontado la realidad de mil maneras y otros queden para nombrar por ella. Es imperativo entonces defenderla, salvar su testimonio ahora mismo cuidando su vida y su compromiso transformador en las comunidades ya por mucho tiempo inmersas en lógicas sacrificiales.
Esto es el que desestiman líderes de opinión y políticos de la derecha o incluso de alguna izquierda en una sociedad McDonaldizada, que debe ser combatida con la memoria histórica de los procesos en los que se ha atentado y atenta contra quienes promueven una democracia real. «Fauna de politiqueros» decía Fidel, que posponen para otros los problemas inmediatos en el filo vida-muerte, para cuando haya mejor posición individual (la suya)o de (su) grupo en las instituciones. Para muchos miles necesarios ya será tarde.
En ese orden, el proceso de paz debe ser salvado impulsando un debate que lo haga fuerte, no oponiendo dos modelos de negociación, el que ya se plasmó en La Habana y el que en medio de grandes dificultades deben andar el ELN, el Gobierno y las expresiones sociales que participen, sino oponiendo la realidad o contextos de violación frente a los textos que la regulan. Se olvida a menudo que ya existe una Constitución que en la letra salvaguarda en extenso los derechos humanos. Luego la cuestión no está en la caligrafía sino está primero en la voluntad de protegerlos o no. Esto permite que la centralidad no sea la disputa de Santos y Uribe, y que de su real o fingida reconciliación el país tenga otra apariencia, sino que la batalla civilizatoria es entre su común clase política e intereses económicos neoliberales frente a las aspiraciones de paz y justicia de las mayorías.
En cuanto a la Mesa con el ELN, menospreciada y cercada, proceso muy complicado porque está emplazado históricamente para que en su camino no se cometan más errores sustanciales por parte de las alternativas y sí tenga el Establecimiento que ceder aplicando reformas más profundas, dicha iniciativa debe ser por lo mismo para una paz no gratuita o barata para las élites, ni para rendir acatamiento señorial a quienes violan lo más básico de un Estado Social de Derecho, sino para que haya mejores condiciones propicias para la participación de amplios sectores populares organizados y sus diagnósticos y propuestas. No puede ser entonces un trámite exprés al punto que lo acordado sea de baja calidad, sin que se logren espacios seguros para el desenvolvimiento no armado de los conflictos a solucionar con el diálogo y el consenso.
En lo más próximo, se requiere cuanto antes que el Estado cumpla disposiciones del Derecho Internacional Humanitario, al igual que esta guerrilla, hacer gestos humanitarios y de desescalamiento militar, o cesar ya bilateralmente el fuego y las hostilidades, propuesta hecha por la insurgencia del ELN a Santos y que el presidente Nobel de la Paz sigue descartando con consecuencias graves para casi todos. En un clima de suspensión de ataques y de cumplimiento de una agenda ya suscrita (http://equipopazgobierno.presidencia.gov.co/Documents/agenda-dialogos-paz-gobierno-eln.pdf), pueden orientarse importantes decisiones constructivas de parte y parte. En los mapas de aproximación social y política que genere ese proceso en cuanto empuje a un gran Diálogo Nacional, es posible tenga otra proporción no sólo la tensión Gobierno – ELN, sino la misma que tan equivocadamente es hoy la guía de muchos: la disputa entre castas del poder de las élites, pues su peso tendrá que relativizarse.
Si es altamente participativo y seguro este nuevo proceso, que no es caprichoso o antojadizo sino que su modelo comporta otra virtud, que es de carácter racional o reflexivo a la vista de la realidad, se entabla por necesidad otra dinámica, que no sólo incorpora retórica y figurativamente al país de abajo reservando esporádicamente sillas para delegaciones circunscritas con mediaciones, sino haciendo en lo posible su cuerpo y su voz en directo, no por basismo, sino para hacer presentes las víctimas de la violencia estructural y sus caracterizaciones, que pongan de manifiesto los fenómenos más agudos posibles de descifrar, en suma los mandatos populares proyectados a raíz del sufrimiento de problemáticas de violencia insoportable, y que están siendo relegados por el exterminio o diferidos en favor de una visión de inclusión que les suplanta, meramente formal y no de construcción de condiciones verificables y objetivas de cambio. Esa Mesa no debe alentar más promesas o hipótesis entonces, sino convertir en conexas y adyacentes las medidas producto de consensos, hacerlas enganches convergentes con los programas de implementación de lo que se comparta como positivo derivado de La Habana.
Los proyectos justificados en ideas sobre la felicidad y la emancipación humana tienen entonces una nueva oportunidad para afirmar valores de coherencia con la justicia, la democracia y los derechos humanos. Es cuestión de tiempo (como muchos procedimientos de estudio, observación y conclusión parcial en las ciencias, incluidas las sociales y jurídicas); es cuestión de investigación, por lo tanto; de aplicar unas reglas básicas que apunten a deducciones e inducciones. Con ellas queda expuesto a verificación cada enunciado, por ejemplo: si hay o no hay impunidad de crímenes de lesa humanidad cometidos por el Estado, aseveración que ratifico con respeto, y que de antemano admito puede ser demolida en su totalidad cuando en unos años se demuestre su poca valía. O confirmada quizá en cierta medida al verse cómo ganó terreno con un pacto vergonzoso y una aplicación todavía más fangosa por el Estado.
12. Postales
La paz de mala calidad, barata, negativa, señorial, la paz McDonald´s, es la de la postal de una realidad que una parte de la población colombiana interpreta para relatar y retratar su lugar de sumisión a un orden, o su consciente y activa participación en su mantenimiento. En ella por supuesto la desigualdad o la injusticia no son detalles sino su esencia. Es la foto sobre una idea de Banksy extractada como colofón (https://metrouk2.files.wordpress.com/2013/10/ad11832959816-oct-2013-new.jpg?quality=80&strip=all).
También están otras fuerzas, de esperanza y lucha. De decenas y cientos de postales posibles que la narran, escojo alguna de las que ha hecho llegar la Delegación de Paz del ELN, de la semblanza o las pinturas de Alejandro u Omar, alguien que para su familia vive, aunque su cuerpo siga rehén o haya desaparecido por parte del Estado colombiano (https://twitter.com/hashtag/santosentregueaomarg%C3%B3mez?f=tweets&vertical=default&src=hash).
Que el 2017 sea de avances, entre otros que se sepa qué pasó con los más de 60 mil desaparecidos en Colombia. Así sea.
Carlos Alberto Ruiz Socha, Doctor en Derecho, ex asesor de las FARC y de la Comisión Gubernamental para la Humanización del Conflicto Armado
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.