Se considera intelectual tanto a la persona que se dedica a actividades relacionadas con el uso del entendimiento, como la que se dedica al cultivo de las ciencias y las letras, como la que se dedica al estudio y la reflexión crítica sobre la realidad y comunica sus ideas con la pretensión de influir en […]
Se considera intelectual tanto a la persona que se dedica a actividades relacionadas con el uso del entendimiento, como la que se dedica al cultivo de las ciencias y las letras, como la que se dedica al estudio y la reflexión crítica sobre la realidad y comunica sus ideas con la pretensión de influir en ella, alcanzando cierto estatus de autoridad ante la opinión pública.
Pero sobre todo, y aparte las definiciones lexicográficas, intelectual es quien piensa sobre cualquier asunto sin poner brida alguna al pensamiento que llega desde la costumbre, la tradición o el prejuicio; aquél que discierne sin concesiones a Consejos, ni a Colegios ni a Academias; aquél que hace compleja la simplicidad e inteligible lo complejo; aquél que prescinde del parecer de la opinión pública, o más bien la cuestiona habida cuenta que ordinariamente está empapada de tradición, de costumbre o de prejuicio; ataduras que, aunque a menudo choquen con la lógica socrática, constituyen la argamasa del pacto social. Un pacto que podrá ser valioso para la estabilidad psicológica del pueblo, pero frena la deseable evolución del entendimiento y de la sensibilidad en seres pensantes y sintientes.
Así las cosas, no es intelectual el opinador, ni el que habla o escribe sobre política, sea en libros o en medios de comunicación resonantes, sea, hoy día, en medios de intercomunicación alternativos. Y menos los es quien defiende o ataca un ideario, en lugar de analizarlos con la de ida independencia de juicio crítico. Y menos aún quien, en lugar de explicar con hondura la causa que estima justa, ataca a la ideología de contrario a base de consignas, de tópicos y de juicios previos. Pues todo aquél que obre así, sea del signo político que sea, no es intelectual. Es pregonero. Se adhiere en periódicos, cadenas de radio y televisión directamente a una causa ideológica concreta, o reflexiona superficialmente, que es como decir no reflexiona, guiado por las apariencias o por interés personal o de grupo o de clan o de clase social. Y si es periodista, por interés societario del grupo económico al que pertenece o por intuir el que a éste más le conviene. Actitudes mentales, para las que podrá buscarse justificación y podrá encontrarse en todos los planos del discurrir, excepto precisamente en el plano intelectual.
Pues el verdadero intelectual no reflexiona sobre política sin contaminarse de una actividad humana que por definición es resbaladiza y marrullera; una actividad que al filósofo en general le inspira desconfianza y a Epicuro le llevaba a aconsejar a sus discípulos «¡lejos de la política!». Pero si lo hace, corriendo el riesgo de desvirtuarse como tal, aunque tenga sus preferencias partidistas intentará neutralizarlas en lo posible y someterá su idea personal de la justicia a secas, de la justicia social y de la desigualdad posible a la luz de los valores universales. En suma, valorará todo en función del humanismo que transpiren las políticas propuestas. Tratando en su discurrir de vislumbrar qué promesas se aproximan más a lo que él considera idealidad, aun sabiendo de antemano que lo es y que sólo de ella una pequeña parte podrá hacerse realidad. En resumen, seguirá y reforzará todo cuanto se ajuste tanto a la declaración de los derechos del hombre de 1789, como a la declaración de los derechos humanos consensuada por los países de occidente en 1948. Unas Declaraciones que, como todo lo que pertenece al pensamiento y sentimiento humanistas, y todo lo que supones una voluntad de amar tanto a los semejantes como al planeta en que vivimos, son en cambio y a buen seguro un simple brindis al sol para quienes representan la abominación del poder, es decir, de todos los poderes de hecho y de derecho de la Tierra…
Jaime Richart, Antropólogo y jurista.
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