En medio de la aguda crisis que vive el país de escándalo de corrupción en escándalo, un hecho casi desapercibido cambiará definitivamente la historia violenta de Colombia. Aplaudido y saludado por millones de ciudadanos e igualmente rechazado y desconocido por otra parte, las Farc están haciendo lo que para muchos era impensable e imposible. Tomar […]
En medio de la aguda crisis que vive el país de escándalo de corrupción en escándalo, un hecho casi desapercibido cambiará definitivamente la historia violenta de Colombia. Aplaudido y saludado por millones de ciudadanos e igualmente rechazado y desconocido por otra parte, las Farc están haciendo lo que para muchos era impensable e imposible. Tomar la decisión radical y definitiva de firmar el Acuerdo para la terminación definitiva del conflicto (armado).
Pero no se trataba solo de firmar el Acuerdo sino, y más importante aún, de cumplirlo y es ahí donde los enemigos de la paz se han quedado sin argumentos y empezaron a perder credibilidad. Porque siempre han vivido convencidos de que las Farc nunca cumplirían lo pactado y menos con la dejación de las armas.
Entre el 20 y el 27 de junio, las Fuerzas armadas revolucionarias de Colombia dejarán de existir como tal, y se transformarán en un partido político legal. Para ello tienen que cumplir con la dejación del 100% de su armamento, a pesar de los incumpliemientos por parte del Estado y las graves amenazas sobre su seguridad jurìdica y personal en su condición de ex integrantes de un ejército rebelde.
En una demostración increíble e imposible para muchos, las Farc siguen dando prueba de su indeclinable compromiso con la paz y la reconciliación. Sin duda, la dejación de armas ha sido uno de los hechos más significativos y más esperados por muchos, ver para creer, reza el dicho. Nadie puede negar, ni siquiera la extrema derecha misma que no sabe qué hacer para «hacerlo trizas», el inmenso potencial que encierra el fin del conflicto armado para la vida en democracia y la reconciliación, que se incrementará cuando el ELN y el gobierno alcancen el acuerdo que falta.
Sin embargo, el paso de ejército rebelde a partido político legal, tras más de cinco décadas de confrontación, no es un camino que se pueda transitar fácilmente como si se tratara de pasar tranquilamente en un vehículo nuevo por una autopista con poco tráfico. Ojalá las guerras fueran asuntos fáciles, pero son todo lo contrario. La realidad de la confrontación que hemos vivido es única por las razones que ya conocemos, el nivel de crueldad, la tragedia humanitaria, el dolor, la continua destrucción, el odio y polarización que ha generado, etc. Por eso es comprensible el miedo que sigue presente en muchas comunidades por el «abandono» del que ha sido Estado y autoridad en sus territorios por décadas.
Pese a los esfuerzos y avances políticos y jurídicos en el Congreso, con el fast track las últimas semanas, y las declaraciones públicas de compromiso con la construcción de paz, del lanzamiento de la «Unidad especializada de investigación y análisis para el desmonte del paramilitarismo», éste sigue siendo el principal obstáculo al proceso de paz y la implementación, sí a lo que aspiramos es a crear un clima favorable para la reconciliación y el fin de la guerra.
No se trata de un problema semántico, el paramilitarismo existe por los hechos criminales y continuas amenazas y asesinatos cometidos contra líderes del movimiento social y contra miembros de las Farc, no importa el nombre que le pongamos; lo incongruente es negar que existe como lo viene haciendo el gobierno de Juan Manuel Santos y altos cargos del Estado como el Fiscal Néstor Humberto Martínez y el Ministro de Defensa Luis Carlos Villegas, con el argumento que dejó de existir con las desmovilizaciones de la era del uribismo.
Los paramilitares ahora están llegando a ocupar regiones donde antes ejercían su poder las Farc, cuando le corresponde al Estado, a través de la fuerza pública y sus instituciones, ejercer el mandato constitucional de proteger la vida de los lìderes y las comunidades en los espacios que antes eran territorio controlado por las guerrillas.
La desarticulación del narcotráfico y todo lo que esté ligado a él va a ser una tarea gigante, de orden estatal y nacional que implica un compromiso a fondo de las comunidades (apropiación social de los acuerdos), respaldo de la ciudadanía y la comunidad internacional. Sin la coordinación y articulación de estos actores con un objetivo claro, no va a ser posible eliminar el narcotráfico, que es una de las principales fuentes de financiación del paramilitarismo.
La simple prohibición del consumo de narcóticos, la persecusiòn y mano dura, sólo hace que este negocio sea más lucrativo, eso ya lo ha demostrado la experiencia histórica, no sólo por las mafias que trafican sino también para la fuerza pública, que lleva décadas en una guerra antidrogas que no ha pasado de generar muerte, represión, cárcel, extradición, corrupción y no pasa de allí, y sin embargo, el paramilitarismo continúa amenazando la fase de implementación.
«Seguir haciendo lo mismo, y esperar resultados diferentes» raya con lo absurdo y repetitivo. Es extraño que una gran parte de los colombianos sigan empeñados en defender lo mismo, la continuidad de la guerra, cuando hay otros problemas más importantes como la corrupción, la ilegitimidad institucional, saldar la deuda histórica con las comunidades que han vivido una completa carencia de las necesidades básicas y un abandono estatal inconcebible, como el Chocó, Buenaventura, Catatumbo, etc.
En la historia reciente de la nación, el gobierno de Juan Manuel Santos está enfrentando, como ningún otro, un tsunami político y social. ¿Ante qué se enfrenta? Cumplir el Acuerdo de La Habana, aquellos pactados con comunidades del pacífico, con los sindicatos de maestros, por el lado de la deuda social e histórica; al mismo tiempo darle continuidad al modelo neoliberal, su condición de clase se lo exige, un fracaso innegable para los más pobres; además de mantener el inmenso aparato militar y su financiación desorbitada que ha generado un desequilibrio en el presupuesto de la nación afectando otros rubros como educación, salud, vivienda; aunado a esto impone una reforma tributaria ampliamente rechazada por la ciudadanía; y, por otro lado, acorralado por el odio del uribismo y la extrema derecha que le están cobrando la traición a la única solución, según el Centro Democrático, a la grave crisis que vive Colombia: la guerra. Es decir, se vengan, según ellos y los que creen en sus mentiras, de haber entregado el paìs a «la far» y el «castrochavismo». Como puede verse, es una tarea polìtica compleja y no cualquiera la aguanta, al punto que han tratado de tumbar su gobierno y pedido su cabeza. Y con esto no estoy suscribiendo mi adhesiòn al santismo.
Nadie niega que Santos se está jugando su credibilidad política por este proceso, pero sus desaciertos políticos y decisiones económicas antipopulares, le están pasando una cuenta de cobro impagable. No alcanzó a comprender muy bien lo que le esperaba, al desligarse de la línea política que respaldó durante años contribuyendo a fortalecer y empoderar aùn más la extrema derecha guerrerista. Y la verdad sea dicha, tampoco hubo un compromiso político real de su gobierno para hacerle frente a la histórica deuda social con millones de ciudadanos. De la mano de un Estado corrupto y burócrata, el que hemos padecido durante años, ha intentado cumplir un acuerdo político que necesita no sólo legitimidad y respaldo ciudadano, sino una purga profunda y radical de sus instituciones y funcionarios.
Parece canson repetir que los colombianos necesitamos comprometernos con la construcción de la paz. Pero es fundamental que lo hagamos y no solo opinando por las redes dejando pasar el inmenso potencial de cambio que esta coyuntura encierra, ya que salvo una apropiación social de los acuerdos y una permanente movilización nacional a su favor, la oportunidad histórica que hoy tenemos en nuestras manos podrìa echarse a perder.
El país necesita avanzar hacia la reconciliación y reconstrucción de la democracia profunda ante las heridas que ha causado la guerra. Avanzar hacia el reconocimiento de la diferencia, sobretodo la política, y escapar de una vez y por todas del miedo y las mentiras de la estrategia política de la extrema derecha.
Sin entenderlo bien, estamos ante la posibilidad única de modernizar este país, y cuando hablo de modernidad no me refiero a la infraestructura, sino a actualizarnos y cambiar nuestra manera de concebir el presente de cambios profundos a partir de ideas y propuestas renovadoras e incluyentes, creer en que podemos solucionar nuestro viejo conflicto de otra forma, sacar las armas de la guerra y reducir la desigualdad social. Darnos la oportunidad de crear una Colombia justa y digna para todos.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.