Los campesinos son productores que contribuyen a la alimentación, soberanía alimentaria y a la economía del país. Son ciudadanos que tienen plenos derechos a la alimentación, la vivienda, la educación, la salud y a ser partícipes de la producción cultural de nación [1]. No obstante, las comunidades campesinas han venido sobreviviendo en medio de limitaciones […]
Los campesinos son productores que contribuyen a la alimentación, soberanía alimentaria y a la economía del país. Son ciudadanos que tienen plenos derechos a la alimentación, la vivienda, la educación, la salud y a ser partícipes de la producción cultural de nación [1]. No obstante, las comunidades campesinas han venido sobreviviendo en medio de limitaciones para el ejercicio pleno de sus derechos y el acceso a los medios necesarios para aplicar sus conocimientos como productores agropecuarios eficientes.
El trabajo del campesino cultivador dentro de la cadena de mercado consiste en vender, bien sea la hoja de coca o la pasta base a un intermediario, el cual a su vez la vende al productor de cocaína o patrón duro [2]. Tanto el intermediario como el productor extraen rentas del trabajo del cultivador. La guerra frontal militar y punitiva en contra del narcotráfico refuerza la extracción de renta sobre el trabajo del campesino cultivador de coca, en tanto la reducción que hubo de cultivos de uso ilícito no se materializó en una pérdida de poder adquisitivo de los grandes agentes económicos dentro de la cadena de producción, todo lo contrario, se tradujo en el aumento de precios de la droga en el extranjero.
La pobreza y desigualdad que se vive en todo el país, se siente con mucha más fuerza en el sector rural colombiano [3]. Las condiciones de miseria han propiciado que el campesino se vea obligado a entrar en el ciclo de producción del narcotráfico, para garantizar su supervivencia y la de su familia, percibiendo solamente el 1,4 % de las ganancias [4]. El campesino cultivador de coca es el eslabón más importante de la cadena de mercado trasnacional de la droga, pero también es el más débil en tanto soporta la violencia estatal en el marco de su ofensiva militar contra este mercado ilegal y la violencia de las organizaciones criminales y grupos armados encargados de la producción de cocaína.
A la fecha según el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos – SIMCI- se pasó de 96.000 hectáreas en 2015 a 146.000 hectáreas en 2016, la cifra representa un aumento preocupante de un 52 % en pleno posconflicto [5]. De más atención es todavía el hecho de que el 80 % de los cultivos identificados ya habían sido intervenidos, es decir ya se habían asperjado o erradicado [6]. Al respecto, en 2016 por 1 kg de hoja de coca fresca se pagó al cultivador en promedio US$0,95 (3.000 pesos), 3.3 % menos que en 2015; mientras que al mismo tiempo aumentó el precio del clorhidrato de cocaína que presentó un alza del 5 % llegando a valer US$1.633 (4’984.600 pesos) [7]. Lo anterior corrobora la extracción de renta que existe sobre el trabajo del campesino cultivador de hoja de coca, que al verse obligado a entrar a jugar un papel más activo escalando otro eslabón en la cadena, seguirá por un lado siendo violentado por el Estado en su lucha militar y punitiva contra el mercado ilegal de estupefacientes; y por otro lado, seguirá siendo explotado por el actor ilegal que fija sus precios de venta en razón de su poder militar territorial.
La reactivación en el alza de áreas cultivadas con coca se da en gran medida por el acto racional del campesino por obtener mayores rentas de su trabajo y la falta de presencia estatal en sus territorios más allá de lo militar que le permita vivir dignamente; estos factores se transforman en fuertes incentivos para mantener los cultivos, en especial en zonas de frontera donde a menos de 20 kilómetros de estas se concentran el 30 % de los mismos [8]. De igual manera, los diez municipios más afectados por este fenómeno se encuentran en estas zonas donde la violencia es pan de cada día y el abandono estatal es la regla. La siguiente tabla da cuenta de los cuatros departamentos donde más se concentra el problema de cultivos de uso ilícito, todos fronterizos, no obstante estos no se corresponden en su totalidad con los nueve departamentos donde actualmente se avanza en el programa de sustitución.
La violencia que vive el campesino cultivador viene del Estado, de grupos criminales y armados al margen de la ley, incluso de parte de comisionistas extranjeros. Las condiciones de vulnerabilidad en las que estas familias se encuentran, hacen que dependan de la seguridad territorial, alimentaria y económica que les brindan estos actores para continuar habitando el territorio. La relación social entre el campesinado y los compradores de su producto -los cuales tras la desmovilización de las FARC-EP se han diversificado y aumentado [9]-, están dadas no solo por intercambios económicos sino también por favores cargados de valor simbólico en vista de que muchas veces no tienen los medios necesarios para la producción de la hoja de coca y menos para la producción de sus propios alimentos.
Esta situación deviene en la pérdida de autonomía y soberanía alimentaria de las comunidades campesinas, contribuyendo a la desaparición de la noción tradicional del campesinado como sujeto histórico, político y social. La atomización del campesinado dada la complejidad de sus relaciones sociales en el territorio y lo heterogéneo de los actores con los que interactúa, no es tenida en cuenta por la institucionalidad a la hora de fijar el tratamiento a esta problemática. Especialmente la violencia simbólica es la que más contribuye al reforzamiento de esta situación tratando a todo el campesinado como a un narcotraficante, estigmatizándole y desdibujando su potente papel en la solución a los problemas económicos y de desarrollo nacional, por no manejar el asunto de manera diferencial. El estigma cultural que recae sobre este tipo de campesino fortalece la idea de seguir tratándole penalmente como un delincuente, recibiendo penas y multas desproporcionadas e impagables por este sector que es víctima de la falta de gestión coordinada y responsable del campo colombiano por parte del Estado.
En este sentido, los acuerdos de paz reconocen el problema de las drogas en Colombia. Por ello el punto cuatro de los acuerdos sobre «Solución al problema de las drogas ilícitas», se enfoca en el cumplimiento de los compromisos acordados sobre la sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, mediante las transformaciones territoriales de las zonas afectadas; la generación de condiciones de bienestar y buen vivir para las poblaciones afectadas (en especial de las comunidades campesinas que derivan su sustento de esta economía) y una solución sostenible y definitiva al problema de los cultivos de uso ilícito y los problemas asociados a ellos en los territorios. La estrategia funcionaría a partir de seis componentes: primero, la puesta en marcha de un Programa Nacional Integral de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito; segundo, la creación de Planes Integrales Comunitarios y Municipales de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito – PISDA; tercero, mecanismos de planeación y participación con las comunidades; cuarto, acuerdos de sustitución y no resiembra; quinto, erradicación por parte del gobierno nacional en caso de que no haya acuerdos o no se cumplan y finalmente, programa de desminado.
Este nuevo enfoque estratégico se ha comenzado a trabajar desde nueve departamentos: Nariño, Antioquía, Caquetá, Cauca, Putumayo, Meta, Vichada, Guaviare y Norte de Santander. Según la Alta Consejería para el Posconflicto Derechos Humanos y Seguridad, se han firmado en total 21 acuerdos generales para poner en funcionamiento la ruta de implementación del programa nacional integral de sustitución de cultivos de uso ilícito, creado el 27 de enero de 2017 y 25 acuerdos colectivos para iniciar el proceso de sustitución voluntaria de cultivos de uso ilícito, en el marco del punto cuatro de los acuerdos de paz. Estos acuerdos involucran 49 municipios y aunque no en todos se especificó la cantidad de veredas, familias y hectáreas involucradas, se conoce la participación de al menos 19.242 familias en 812 veredas comprometidas con la erradicación de 23.218 hectáreas de cultivos de uso ilícito.
Según estos acuerdos, para el primer año de implementación se deben erradicar 50.000 hectáreas de cultivos de coca y sustituir otras 50.000; sin embargo, el reto de transformación de los territorios para el buen vivir de estas familias se ve obstaculizado por la falta de celeridad en la implementación del punto uno sobre Reforma Rural Integral con el que se dinamiza la efectiva transición de la siembra de cultivos de uso ilícito a la siembra de alimentos, junto a la producción colectiva de nuevos proyectos sustentables para pervivir en el territorio. La transformación de estas condiciones no son de un día para otro y no se materializan con la firma del acuerdo, se necesitan décadas para la transformación del campo colombiano y una voluntad política inquebrantable y decidida para transformarlo, que vaya más allá de los intereses electorales o extranjeros, que propendan por una articulación eficiente y eficaz de los componentes de seguridad y desarrollo necesarios.
Es por ello que se requiere mayor rapidez para dar cumplimiento a lo acordado, ya que actualmente el código penal fija penas para los cultivadores de hoja de coca de entre 6 y 12 años de cárcel y una multa de hasta 1.500 salarios mínimos legales. ¿A quién le cabe en la cabeza que un campesino en ciertas condiciones de vulnerabilidad económica pueda pagar esa multa? Hasta la pena de cárcel es desproporcionada. Desde 2015 se está discutiendo sobre la necesidad de reformar el código penal, pero no es sino hasta el presente año que el gobierno ha comenzado a dinamizar en el Congreso un tratamiento diferencial por medio de un proyecto de ley, que dejaría las penas entre uno y cuatro años de cárcel, lo cual haría de esta actividad ilegal un delito excarcelable [10]. El asunto ya es polémico pero coherente con la realidad. No obstante, hay que tener en cuenta que el plazo para que pueda ser debatido y votado es muy corto; a decir verdad tal vez no pueda siquiera ser debatido en el Congreso.
Estigmatizar la labor del campesino cultivador de hoja de coca mientras los eslabones más fuertes de la cadena se siguen lucrando de su desgracia, es una muestra de la guerra simbólica y económica en contra de este potente sujeto transformador. No se le puede seguir persiguiendo y condenando sin ofrecerle las garantías necesarias para su subsistencia, esto implica un efectivo y eficaz funcionamiento coordinado de las instituciones encargadas de dinamizar la implementación del punto uno de Reforma Rural Integral. Y aunque el desarme y desmovilización de la ex guerrilla de las FARC-EP es una oportunidad para la transformación de este estereotipo, en la medida en que contribuye a la transformación de los territorios y por ende de quienes lo habitan, esto no significa que la realidad respecto al problema trasnacional de las drogas se transforme.
Notas
[1] Forero Álvarez, J., Salgado, C., & Ramirez, M. C. (2010). El Campesino Colombiano: Entre el protagonismo económico y el desconocimiento de la sociedad. Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana.
[2] Jansson, O. (2006). Triadas putumayenses: relaciones patrón-cliente. Revista Colombiana de Antropología, 223-247
[3] La pobreza multidimensional en Colombia se encuentra en un índice de 17,8 % a 2016; la pobreza multidimensional rural registra un 37 %. El Gini de cabeceras municipales fue 0,498 en 2015 en 0,495 en 2016, mientras que en los centros poblados y zonas rurales dispersas pasó 0,454 en 2015 a 0,458 en 2016. En: http://www.dane.gov.co/index.php/es…
[4] Portada. (2017). La coca se dispara. Semana.com
[5] Oficina de las Naciones Unidas Contra la Droga y el Delito. (2017)
[6] Monitoreo de territorios afectados por cultivos ilícitos en 2016, 2017, pág. 29
[7] ibíd. 2017
[8] Ibíd. Pág. 31
[9] 2017, pág. 31
[10] En: https://www.elespectador.com/notici…
Fuente original: http://prensarural.org/spip/spip.php?article22329