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Rosa Luxemburg en el movimiento revolucionario y en la II Internacional: sus críticas a Lenin y a la revolución rusa

Fuentes: Mientras tanto

En octubre de 1916 miles de mujeres obreras fueron a recibir a Rosa Luxemburg a su salida de la cárcel (en la que entraría unos meses más tarde como presa preventiva). Pocos meses después de la caída del muro de Berlín, a principios de los noventa, más de 100.000 ciudadanos de la Alemania occidental desfilaron […]

En octubre de 1916 miles de mujeres obreras fueron a recibir a Rosa Luxemburg a su salida de la cárcel (en la que entraría unos meses más tarde como presa preventiva). Pocos meses después de la caída del muro de Berlín, a principios de los noventa, más de 100.000 ciudadanos de la Alemania occidental desfilaron ante su tumba en el Berlín oriental. Aquellos homenajes inesperados, espontáneos y sentidos a una revolucionaria internacionalista demostraban que, pese a los silencios, a los «olvidos» y a la tergiversación selectiva de sus escritos, aquella «Rosa la roja» había dejado su impronta en el movimiento obrero de la primera preguerra y en al menos una parte de la izquierda europea contemporánea.

Esos silencios y tergiversaciones que han perseguido la obra y a la persona de Rosa Luxemburg nos dicen mucho sobre el talante de sus enemigos y censores: estalinistas, derechas contrarrevolucionarias, neoliberales y nacionalistas. Sus «pecados»: ser polaca de origen, judía, revolucionaria, marxista no leninista, internacionalista, pacifista y mujer.

Rosa Luxemburg había nacido, efectivamente, en 1871 en la parte de Polonia anexionada a Rusia tras el reparto del país en 1815 entre Rusia, Austria-Hungría y Prusia. Militó desde muy joven en el partido socialdemócrata polaco, integrado ideológica y orgánicamente en la socialdemocracia rusa, para ingresar muy pronto (1898) en la socialdemocracia alemana (SPD), entonces el partido marxista más importante e influyente de la II Internacional, y que ya constituía un verdadero estado dentro del Estado: un millón de afiliados y casi 5 millones de electores que a partir de 1906 ya serían mayoritariamente de clase media, intelectuales, funcionarios y profesiones liberales.  En ambas organizaciones desarrollaría Rosa prácticamente toda su actividad política hasta su muerte, tanto en calidad de militante y periodista como de teórica del ala izquierda. Pocos días antes de su muerte, en enero de 1919, fundaría, junto a muchos escindidos de la SPD, los partidos comunistas de Polonia y de Alemania.

En Rosa Luxemburg confluían tres grandes tradiciones culturales: el cosmopolitismo (internacionalismo), el marxismo y una confianza casi ciega en la capacidad y las aspiraciones revolucionarias de las masas populares. Estaba, pues, en situación relativamente privilegiada para argumentar sólidamente y desde una perspectiva nítidamente de clase, una visión crítica de la imparable derechización y aburguesamiento de la SPD, de la II Internacional y de los sindicatos de su época (véase su Reforma o Revolución escrita en 1898). Pero si en algo destacó su «heterodoxia» fue su crítica contra el nacionalismo y los nacionalismos que emergían en Austria-Hungría, en el Imperio otomano y los Balcanes, en el Cáucaso, en Polonia y también en la propia Alemania.

Su activismo radical en la calle y en los periódicos de la SPD le granjeó muchos enemigos a derecha e izquierda y la alejó no sólo de muchos líderes socialdemócratas de entonces, más atenazados por las cuestiones tácticas y estratégicas del momento, sino también del marxismo ortodoxo cada vez más embobrecido, esclerotizado y dogmático de la II Internacional y de la SPD.

Pero son precisamente esa «heterodoxia» y su compromiso con la ética de clase los elementos que la convierten en una autora todavía moderna o al menos parcialmente vigente. Cabría mencionar, entre otros, su valiente revisión marxista de Marx mediante aportaciones innovadoras a la hora, por ejemplo, de señalar que la teoría marxista no era un todo acabado y completo, sino una teoría actualizable capaz de adecuarse a nuevas situaciones históricas. Para Rosa, estimular el pensamiento, la crítica y la autocrítica era el legado más original que Marx nos había dejado. Con esa convicción, en La acumulación del capital dice que la capacidad depredadora del capital iba más allá del antagonismo básico marxiano entre capital y trabajo porque en su ADN estaba ocupar y expandirse ad infinitum por pueblos, espacios vitales y hábitos insospechados por el maestro, como por ejemplo las regiones, poblaciones y ámbitos no capitalistas -que hoy llamaríamos Tercer y Cuarto Mundo-, el factor consumo (que Rosa tan sólo apunta sin sospechar su alcance posterior), el expolio de recursos ajenos, el sector financiero, etc.

También su posición crítica frente a los timoratos sindicatos alemanes, al proponer la huelga de masas como mejor táctica revolucionaria, habla de su compromiso con la revolución, lo mismo que su denuncia de la guerra y a favor de la paz, pero sobre todo su crítica al socialpatriotismo (que en su versión polaca ya prefiguraba el nacionalsocialismo posterior)… Todas ellas son reflexiones que siguen siendo hoy pertinentes para encarar un debate actualizado sobre el futuro del movimiento y del pensamiento marxistas (¿comunista?). 

Durante décadas, las tesis de Rosa Luxemburg en este y en otros muchos temas, como su crítica al reformismo político de la SPD pero también al leninismo y a la propia revolución rusa en sus inicios, fueron consideradas erróneas con el argumento de que en Polonia y en Alemania finalmente no había triunfado la revolución. Rosa «se había equivocado» y, por lo tanto, sus escritos se podían borrar de la faz de la tradición emancipadora del marxismo. Pero las realidades posteriores, como el fin de la Internacional, la Gran Guerra, el nacionalsocialismo, los gobiernos fascistas en la Polonia de posguerra, o las realidades despóticas que ya asomaban en las «repúblicas soviéticas», convierten sus escritos en premonitorios. Incluso el saqueo de los recursos del Tercer Mundo y las terribles desigualdades sociales y migraciones masivas actuales demuestran que, ya entonces Rosa Luxemburg «lo vió venir», avisó de los peligros y las miserias que el capitalismo era capaz de provocar (su lema «o socialismo o barbarie») con la complicidad del seudosocialismo y que nadie más supo ni quiso ver.

Un buen compendio de su examen crítico del leninismo lo encontramos en el texto que escribió en 1918 desde la cárcel sobre la revolución rusa y que sólo se publicó clandestina y póstumamente en 1921, en un momento en que Stalin ya empezaba a descabezar a los líderes espartakistas del recién creado Partido Comunista de Alemania (KPD) y condenaba oficialmente el luxemburguismo como herejía. Rosa consideraba que su crítica a Lenin, «minuciosa y meditada» era necesaria, porque señalar errores durante un proceso revolucionario era la mejor escuela para que las masas trabajadoras acumularan experiencias y enseñanzas. Errores, según ella, peligrosos si se hacía de la necesidad virtud.

Fueron fundamentalmente cuatro las decisiones políticas de Lenin que Rosa criticó, pese a ser plenamente consciente de los enormes obstáculos y fuerzas contrarrevolucionarias que se cernían sobre el proceso revolucionario ruso:

1. Su reforma agraria que, contrariamente al propio programa de los bolcheviques, había fragmentado la tierra en pequeñas explotaciones para el campesinado en lugar de nacionalizar la gran propiedad terrateniente, una reforma que había creado, según Rosa, «un nuevo y potente estrato social de enemigos del socialismo en el campo» [1].

2. Los bolcheviques, inicialmente comprometidos con la revolución mundial, finalmente decidieron -obligados por las circunstancias- firmar en 1917 la paz con Alemania -«la potencia militar más reaccionaria de Europa»- optando por «el socialismo en un solo pais» y cortocircuitando así los nexos con la eventual revolución alemana y europea;

3. Contra la consigna inicial de «todo el poder a los soviets», en noviembre de 1917 Lenin había disuelto la Asamblea Constituyente para dar «todo el poder a los bolcheviques», suprimiendo el sufragio universal, la libertad de prensa y de reunión y las libertades democráticas fundamentales de las masas populares. Pero «el remedio […], la supresión de la democracia en general, es aún peor que el mal que se quiere evitar. Sofoca, en realidad, la fuente viva de la que únicamente pueden surgir las correcciones […]: una vida política activa, libre y enérgica de las más amplias masas» [2]. Y Rosa avisa no contra «la dictadura del proletariado, sino contra la dictadura de un puñado de políticos […] que conduce ineluctablemente a la arbitrariedad [3]. «La libertad reservada sólo a los partidarios del gobierno, sólo a los miembros del partido no es libertad. La libertad es siempre y únicamente libertad para quien piensa de modo distinto» [4].

4. El reconocimiento por parte de Lenin del derecho a la autodeterminación de varias naciones del Imperio ruso (de Finlandia, Ucrania, Países Bálticos, Bielorrusia, Polonia, etc.) para tratar al menos de no alienarse a sus burguesías independentistas ante la revolución, aseguraba la disgregación de Rusia y convertía el «derecho de autodeterminación» en un instrumento contrarrevolucionario que arrojaba a los explotados en brazos de sus explotadores y quebraba la solidaridad de clase del proletariado internacional, ya muy mermado por la guerra..

¿Se puede aprender algo de su legado? En la actualidad, frente a la vía muerta o agónica del movimiento obrero organizado, al agotamiento de la vía del «comunismo» estalinista pero también de la alternativa socialdemócrata como fuerza anticapitalista, la voz de Rosa Luxemburg nos invita a repensar nuestras herramientas de análisis para abordar las nuevas -y viejas- formas de explotación en el mundo actual. El antidogmatismo de Rosa Luxemburg, su antiburocratismo, su lealtad y fe en la capacidad revolucionaria -¿excesivamente «naif»?- de «las masas populares», su denuncia de la deriva autoritaria y de la esclerosis de los partidos socialdemócratas y su defensa de derechos fundamentales incluso en momentos revolucionarios la convierten quizás en la mejor continuadora de Marx. No hay que olvidar que ella, a diferencia de los Lenin, Trotsky, Mao, etc.  se movió, actuó, pensó y escribió en el marco de un país ya entonces muy industrializado de capitalismo avanzado.

Un último apunte sobre su asesinato en enero de 1919. Sólo desde los años 1990 se sabe a ciencia cierta que los responsables directos de su muerte fueron los líderes ya claramente contrarrevolucionarios del que había sido su partido, la SPD (auténticos «demoledores del socialismo», según ella) que en aquellos primeros meses de posguerra y tras la dura derrota bélica, se habían hecho con el gobierno de la recién creada República de Weimar. Fueron especialmente Friedrich Ebert, nuevo canciller, Heinrich Scheidemann, primer ministro, y Gustav Noske, ministro de defensa, quienes crearon y organizaron, junto con la vieja casta militar prusiana, las tropas paramilitares que la asesinaron. En agosto de 1914 el internacionalismo y la II Internacional habían quedado tocadas de muerte cuando la SPD votó los créditos de guerra. En enero de 1919, con la muerte de Rosa Luxemburg, germinaron las semillas del odio y del nacionalismo más irracional que ella tanto había denunciado y que acabaría degenerando en la barbarie de la que ella fue una de sus primeras víctimas.

¿Fue Rosa Luxemburg optimista en exceso respecto a la voluntad y la capacidad revolucionaria de las masas? ¿Hicieron realmente las masas la revolución de noviembre? Y finalmente y ante los múltiples retos -planetarios- que plantea la mal llamada «globalización» ¿han muerto definitivamente la voluntad y las esperanzas que determinaron la creación de la Internacional?

Notas:

[1] Rosa Luxemburg, La revolución rusa. Madrid, Castellote Ed., 1975, p. 39.

[2] Ibid., pp. 57-58.

[3] Ibid., pp. 68-69.

[4] Ibid., p. 64

Fuente: http://mientrastanto.org/boletin-163/notas/rosa-luxemburg-en-el-movimiento-revolucionario-y-en-la-ii-internacional-sus-critic