Una mirada desapasionada al actual proceso electoral en Colombia, conduciría a pensar que no estábamos preparados para la paz y tampoco para admitir la posibilidad de un gobierno de transición, necesario para superar un conflicto armado que, por décadas, sumió al país en una larga noche de muerte y destrucción. La realidad fue que el […]
Una mirada desapasionada al actual proceso electoral en Colombia, conduciría a pensar que no estábamos preparados para la paz y tampoco para admitir la posibilidad de un gobierno de transición, necesario para superar un conflicto armado que, por décadas, sumió al país en una larga noche de muerte y destrucción.
La realidad fue que el proceso de paz no logró apasionar a los colombianos y, paradójicamente: avivó las desconfianzas acumuladas y sobre todo, movilizó los sentimientos más primarios en donde el odio y el afán vengativo dominó el pensamiento y la acción de muchos.
No fueron los millones de víctimas, que sufrieron por décadas el rigor de la guerra, quienes votaron NO en el Plebiscito por la Paz el 2 de octubre de 2016 -llamado a reconfirmar popularmente el acuerdo firmado entre el Gobierno colombiano y las FARC-, sino una mayoría de los pobladores urbanos que se tragaron entero el discurso de la inexistencia de un conflicto armado en Colombia, resultado de desigualdades e inequidades históricas. Aceptaron entonces, sin ningún análisis, que la sociedad y el Estado eran víctimas de insurrectos y de terroristas, léase FARC-EP, quienes serían los únicos responsable de todas nuestras desdichas. No se percataron de que dicho proceso significaba la oportunidad de romper con la lógica perversa de la guerra, permitiendo transitar el complejo camino para imaginar y construir una sociedad ajena al odio y dispuesta a encontrar en la solidaridad una de sus mejores virtudes.
En consecuencia resulta lógico que hoy no quieren saber nada de aquellos candidatos y candidatas que se filaron a favor de dicho proceso.
Tantos relatos desgarradores de una guerra que indujo a actos propios de los más bajos instintos, no movilizaron las conciencias a parar tanto dolor. Se dio cabida, más bien, a la idea de que era preciso continuar esta guerra a cualquier precio, inclusive hasta justificar lo injustificable, tal como la barbarie paramilitar y la estrategia del asesinato selectivo de los líderes sociales.
Desde sectores de la élite la ira hacia los insurrectos no ha parado, así éstos se dispusieran a dar por terminada una guerra que nunca habían iniciado, pues mantenerla como fuera y hacer que vastos sectores sociales se apropiaran de su conveniencia, les permitiría asegurar la protección de sus intereses y por lo tanto el poder. Es preciso reconocer que la versión más reciente de esta elite, casada ideopolíticamente con el más radical conservadurismo, ha sido exitosa en estos propósitos.
Por esto, el proceso de paz como negociación política, no lo será en sentido estricto y tal como están las cosas terminará siendo sólo una desmovilización un poco más decente que las anteriores. La élite representante de este pensamiento ultraconservador, avanza en lograr el propósito de eludir las causas estructurales del conflicto armado contempladas en el pacto de La Habana y que al final fue firmada en el teatro Colón. Lo concreto hasta el momento es que dichos cambios van camino a ser engavetados, esto es, tanto la reforma política como la reforma estructural del campo no prosperarán en un congreso que, de acuerdo con los resultados electorales recientes y las alianzas que se anuncian, consolidarán el poder de dicha élite. Y en cuanto a la justicia, la idea originaria de buscar una mayor verdad al involucrar a todos los actores del conflicto, y no sólo a la insurgencia, fue decapitada al sacar de manera, por demás sospechosa, a empresarios y militares como posibles llamados a cuentas por la justicia especial para la paz.
La indiferencia del más del 50% de la población hacia los temas públicos y la afinidad de por lo menos otro 25% con la visión de sociedad de los sectores ultraconservadores, son los componentes centrales de una cultura política hecha a la medida de los beneficiarios históricos del poder que se resiste, de manera violenta, a ser modificada y que se sacude cada vez que se avizora la más mínima posibilidad de remover las creencias y valores que la sustentan. La dura realidad nos muestra que, por acción o por omisión, buena parte de la sociedad camina del lado de sus opresores y han hecho suyas sus banderas.
En esto radica la imposibilidad de que prospere un proyecto político que se proponga cambiar las lógicas del poder imperantes en Colombia. Del general Uribe Uribe y Gaitán para acá no son pocos los que han caído víctimas de las balas de esa resistencia violenta antes aludida. Cualquier idea de cambio de inmediato es satanizada y quienes la encarnan entran a hacer parte de los hijos del mal. Nos asiste, entonces, una democracia restringida fundada en el odio, por eso a un candidato como Gustavo Petro que, no obstante filar en la izquierda, le propone al país un programa de gobierno de centro, se le estigmatiza y se le presenta como el habitáculo de la maldad.
Nuestra gran tragedia ha sido haber tenido solo la guerra como fuente de nuestros aprendizajes y, por tanto, saber muy poco acerca de construir con otros, ajenos a una legalidad que, observada por todos, fuera el regulador civilista de nuestras relaciones. Aprendimos que hecha la ley hecha la trampa, y que si se aplica es para los de ruana. Por ello el pueblo raso entiende el poder y la política como sinónimos de trampa y corrupción, y el Estado como un aparato ajeno a sus intereses que opera más como una maquinaria para la violencia. Así se explica esa gran brecha entre Estado y sociedad que no se cierra, sino que más bien se amplía.
No sería por lo tanto una exageración afirmar que estamos más preparados para la guerra que para la paz, más proclives al autoritarismo que a la democracia, más propensos a actuar de manera egoísta que solidaria, en fin, más dispuestos al odio que al amor.
En esto radica, entonces, el gran desencuentro al que se alude. La vida le ha dado a la sociedad colombiana la gran oportunidad de dejar atrás las lógicas de su devenir violento y de saldar tantas deudas sociales pendientes, pero esta sociedad se resiste a darse dicha oportunidad. Estamos dejando escapar de nuestras manos, una vez más, la oportunidad feliz de romper la lógica del odio impuesto por la guerra. Desde que se votó en contra del proceso de paz hace más de un año, se ratificó que no hay marcha adelante, que hay que dejar las cosas como estaban y darle cabida nuevamente a un proyecto político al que se le justifica el uso de la motosierra en pobladores indefensos, el desplazamiento de miles de campesinos a quienes se les desposeyó de sus tierras violentamente y que aún hoy sostiene el equívoco de que para resolver la pobreza y las inequidades es preciso rodear de garantías y privilegios a la riqueza.
La pulsión de muerte, lo tanático, encontró su nicho en la sociedad colombiana para no abandonarlo, este parece ser nuestro karma.
José Giron Sierra Socio del IPC e investigador en residencia del Observatorio de Derechos Humanos y Paz.
Fuente original: http://www.ipc.org.co/agenciadeprensa/index.php/2018/04/06/un-desencuentro-con-la-vida/