Cada día, desde hace más de treinta años, madrugo para iniciar mi jornada laboral en la enseñanza pública. Reconozco que gran parte de mi vocación se debe a un profundo sentido del trabajo y la responsabilidad transmitidos por mi familia y por el entorno rural en que nací, un pueblo manchego acostumbrado a que los […]
Cada día, desde hace más de treinta años, madrugo para iniciar mi jornada laboral en la enseñanza pública. Reconozco que gran parte de mi vocación se debe a un profundo sentido del trabajo y la responsabilidad transmitidos por mi familia y por el entorno rural en que nací, un pueblo manchego acostumbrado a que los chicos y chicas colaboraran en la economía doméstica con faenas de temporada, sobre todo en verano y otoño. Creo que mucha complicidad creada con mis conciudadanos y con mis compañeros se gestó en aquellos años y no hay nada que me produzca más orgullo que esta cualidad sea valorada en su justa medida. Por eso me produce una gran tristeza y mucha vergüenza asistir casi diariamente al espectáculo mostrado por algunos altos responsables políticos, cuyos currículos académicos aparecen inflados de títulos universitarios de dudosa validez. Porque sabiendo el esfuerzo que un buen estudiante debe realizar para sacar adelante sus cursos (los profesores de Secundaria lo constatamos a diario) resulta ofensivo escuchar las justificaciones de quienes, haciendo gala de los privilegios que la política pone a su disposición, se muestran ante la opinión pública con un catálogo de argumentos que harían sonrojar a cualquier mal estudiante de Bachillerato. En la escuela, en cualquier centro de enseñanza enseñamos cómo hay que gestionar los conocimientos de manera que sirvan para fundamentar un modelo ético que nos convierta en mejores ciudadanos. No es una idea teórica, más o menos vaga; constituye nuestra razón de ser laboral y también humana. Para ello elaboramos programaciones, fijamos contenidos, objetivos, criterios de calificación, trabajos individuales y colectivos, nos reunimos para hacer grupos flexibles, apoyos, nos sometemos al servicio de inspección… Y aunque los terribles recortes efectuados en la educación pública están ahogando las ilusiones de muchos buenos trabajadores, seguimos luchando por defender un modelo educativo que constituye, todavía, el medio de cohesión e igualdad social más poderoso. Nuestros cuadernos de calificaciones están llenos de notas de todo tipo: pruebas objetivas de calificación, trabajos grupales, exposiciones orales, hábito de trabajo, actitud, progreso académico, control ortográfico y expresivo, madurez idiomática… Todo ello, debidamente ponderado, sirve para elaborar las calificaciones finales. Y los alumnos lo saben, porque así se les transmite en los extractos de la programación que ponemos en cada aula los responsables de cada materia. Es decir, todo está sujeto a un control exhaustivo y es ese control lo que permite que profesores y alumnos hagan su trabajo con el rigor deseable. Subvertir ese modelo, agitarlo, doblarlo, buscar pliegues, atajos… constituye un acto de falsedad y cinismo, de trampas que no tienen cabida y que conducen, inexorablemente, al suspenso del alumno o a la reprobación del mal profesor. Lo saben, sobre todo, los alumnos, chicos y chicas en formación que deben crecer intelectualmente asumiendo esos valores de decencia intelectual y compromiso moral que los harán mejores ciudadanos. Lo deberían saber también algunos responsables políticos, tan pendientes de cuidar sus puestas en escena ante las cámaras, la voz falsamente impostada, actores y actrices chapuceros. La verdad no tiene más que un camino. Pretender rodearla, ocultarla o mostrarla con disfraces ridículos inhabilita a quienes se dicen sus servidores. Y también lo deberíamos saber nosotros, los ciudadanos y ciudadanas que los votamos y nos levantamos todos los días queriendo hacer un poco más habitable el país donde vivimos.
José Julio Sevilla Bonilla es profesor de enseñanza secundaria
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