«La historia no tiene sentido filosófico. Es, sin embargo, políticamente inteligible y estratégicamente pensable» Daniel Bensaïd, Marx intempestivo Los tiempos históricos resultan incomprensibles o falseados si se piensan desde un determinismo y/o fatalismo económico; tampoco pueden ser pensados por un finalismo histórico ni, mucho menos, por un esquema universal de la Historia. De […]
-Y es que la propia Modernidad es una temporalidad desgarrada por las tendencias emancipadoras que la atraviesan y por las directrices del dominio capitalista que se desarrollan en su seno, por la apertura constante de posibles históricos (contingentes y potenciales) así como por los desarrollos desiguales y combinados de las esferas sociales.
No hay, entonces, un Tiempo histórico homogéneo, unilineal, necesario, que se dirige hacia la Razón, la Libertad, el Progreso, el Comunismo o el Apocalipsis. Por lo contrario, los tiempos históricos (y, sobre todo, los Modernos) son heterogéneos, abiertos y arbóreos, con tendencias y contratiempos, con discordancias y posibilidades de una intervención colectiva humana libre, consciente y finalística.
Con todo, es necesario admitir que la vertiente capitalista de la Modernidad impone una aceleración de los tiempos sociales.
Para la enajenada y enajenante esfera económica del mundo moderno, esto es: para el Capital, «el tiempo es dinero» (D), de modo que con celeridad genera sin cesar novedades mercantiles, tecnológicas y científicas en su impulso productivista (M), generando también un consumismo compulsivo para que las ganancias se realicen (D-M-D’). Por eso, este tiempo siempre tiene prisa y corre con rapidez.
No existe tal vértigo en las otras esferas sociales, pese a estar integradas en una totalidad compleja y dinámica. Sin embargo, éstas no dejan de vivir una aceleración de sus temporalidades, influidas directa o indirectamente por el dinamismo capitalista. Pero para entender el tiempo social se debe reconstruir tal totalidad procesual, en sus múltiples determinaciones, en sus discordancias.
Por ejemplo, la cultura también está sujeta a un permanente cambio, aunque más lento y parcial. Toda cultura está determinada tanto por las significaciones imaginarias (de identidad y de sentido) que instituyen mundos de vida diversos, como por el cruce de ideologías (saberes interesados) en pugna y creencias que contienen elementos conservadores así como resistencias a la homogenización disolvente del capitalismo y atisbos de utopía.
En nuestros días, los Medios de comunicación de masas se ocupan de conducir, controlar y ritmar esos cambios culturales, jugando un papel central en el dominio político al intentar formar un consenso (necesariamente superficial en la sociedad del espectáculo que proyectan los medios) y al forzar la reproducción ideológica de la sociedad instituida.
En el caso de la esfera política, siempre existe el riesgo de una ruptura de los tiempos, por ser ésta una esfera desgarrada y en pugna constante. Por eso, toda institución del poder trata de impedir que el conflicto social, velado y soslayado, salga a la luz. El dominio de lo político consiste, justamente, en evitar que la soterrada y permanente lucha de clases trascienda al terreno de la política: al de la puesta en cuestión del poder que ejerce el grupo dominante sobre la vida pública, pues ello puede generar una inesperada irrupción de los grupos dominados en la disputa política que precipite transformaciones vertiginosas en el conjunto de la sociedad (una ruptura temporal intempestiva).
Es por eso que el Estado se ocupa de encubrir o naturalizar los conflictos sociales irreconciliables (generados por la pobreza, la desigualdad, las injusticias sociales, la explotación, las opresiones diversas o la exclusión), o bien de regularlos para que no alcancen el terreno de la política. El Estado enajenado moderno pretende congelar los tiempos sociales permitiendo el juego político (elecciones y sistema de partidos que no cuestionan el poder de las oligarquías dominantes ni la Dictadura del Capital) al tiempo que confisca la política. Y sin el espacio público de la política, de la intervención en ella para decidir sobre los asuntos de la polis, los presuntos ciudadanos siempre serán «idiotas» aislados en su mundo privado, alejados de las decisiones centrales de la vida pública y dominados por poderes ajenos.
En cambio, en la esfera del arte, en donde no hay control alguno y existe una contaminación de la mercantilización de las relaciones sociales, el juego creativo avanzó a un ritmo tan acelerado que el arte moderno se divorció de la vida social, a veces cuestionándola y en ocasiones sirviéndole como mera mercancía-espectáculo.
Por todo lo anterior, la Modernidad se caracteriza por los tiempos (económicos, políticos, culturales) desacordes, rotos, inarmónicos, contradictorios. Pero esos «tiempos modernos» se rigen por los «ciclos infernales del Capital» -esa fuerza económica enajenada y enajenante que estudió Marx-, por las transformaciones que estas rotaciones imponen al mundo y las resistencias que suscitan, por la barbarie que despliegan y por las posibilidades revolucionarias que abren.
En una oleada de expansión de esa potencia enajenada se levantó un sistema colonial pero en otro impulso de ideas y luchas libertarias se desmontó parcialmente. En un ciclo se industrializó la producción y al mismo tiempo se constituía el movimiento obrero, cobrando forma el imaginario socialista y la lucha anticapitalista. En una amplia rotación el Capital se transformó en imperialismo, abriendo una época de guerras y revoluciones. Se abría de esta manera otra acelerada temporalidad: la era de la revolución permanente, con sus avances (la revolución de Octubre, la revolución mexicana, los movimientos anticoloniales, la rebelión del 68) y sus retrocesos (la revolución traicionada por el Termidor estalinista o por el PRI, las guerras mundiales, las contrarreformas neoliberales, la recolonización mundial). No hay ningún «fin de la historia» pues nuestros tiempos aún son de luchas.
Sin embargo, el largo plazo de la era de la revolución permanente se ha puesto en entredicho porque el desarrollo capitalista ha abierto amargas posibilidades catastróficas con el Calentamiento Climático Global y el Ecocidio planetario en curso.
Los posibles futuros de libertad y de despliegue de las potencialidades humanas parecen clausurarse por un presente obstinado en llevar al desastre ecológico y social a la humanidad.
Todo parece indicar que si no le ponemos un freno a la enajenada Máquina productivista del capitalismo, ésta nos llevará al desastre ecológico (a una Nueva Era geológica sin humanos) y social (a una drástica reducción de la población), e incluso al fin de la civilización humana. Gracias a la enloquecida dinámica capitalista, está en juego el tiempo largo civilizatorio para humanizar el mundo social y emancipar del Capital a la humanidad.
Nuestra Apuesta revolucionaria para cambiar la vida, transformar el mundo y cuidar a la naturaleza se hace más incierta pero más urgente, pues queda claro que el capitalismo carece ya de futuro que no sea este presente obstinado en la barbarie y el desastre civilizatorio.
Un capitalismo sin futuro es aquel cuya esfera económica gira sin control humano hacia la catástrofe ecológica (Calentamiento Global y Ecocidio planetario). Una economía que sólo promueve la barbarie social, sea con una renovada explotación (intensa, con salarios insuficientes, sin derechos ni prestaciones) o con la restauración de diversas esclavitudes (infantiles, laborales, sexuales), sea con el despojo, mercantilización y privatización de todo (humanos, recursos naturales, bienes públicos, conocimientos, códigos genéticos, etc.) o con la masiva y tajante exclusión de naciones, clases y capas sociales enteras de formas de vida dignas.
Un capitalismo sin futuro es aquel cuya cultura ha sido erosionada por la idolatría al Dinero y la compulsión consumista, promoviendo el individualismo asocial y la criminalidad, así como modos de vida colonizados por las relaciones mercantilizadas y lo cuantitativo, eclipsando de este modo los valores cualitativos y el propio sentido de la vida, permitiendo así el avance de la insignificancia: una cultura vacía que reproduce vidas privatizadas y enajenadas, en las que se cultiva la evasión y la desmemoria. Un capitalismo sin futuro ni sentido es el que quiere reducir la existencia humana de las poblaciones no excluidas o esclavizadas, a trabajar, ver la televisión (o navegar por Internet) y consumir.
Un capitalismo sin futuro es aquel que se encuentra con una Modernidad política quebrada, que al mismo tiempo que desnuda el poder oligárquico (quitándole sus ropajes democráticos) promueve la despolitización y la idiotización generalizada; una modernidad donde lo político domina sin consensos o hegemonía, por la mera coerción, la guerra permanente y el terrorismo de Estado, mientras derrumba sus instituciones políticas civilizadoras: el Estado social y el Estado de Derecho. Instituciones levantadas, por cierto, en esos tiempos intempestivos de las revueltas y las revoluciones -instituciones que hoy se encuentran en vías de ser sustituidas por un abierto Estado policiaco, que tiende ya a dominar naturalizando al Estado de Excepción.
No está claro cuánto más durará el sistema capitalista, pues ello dependerá de la irrupción de las mayorías en la política o del colapso del Cambio Climático, pero es patente que se ha agotado ya el Tiempo del Dinero y de la Mercancía, el del Valor abstracto (enajenado) y la Plusvalía, el del Mercado y la Máquina productivista.
Por eso, también, es urgente apostar por Otro Tiempo Posible, más lento y verdaderamente humano: el tiempo cualitativo en el que, con libertad, democracia e igualdad, sea posible el florecimiento de la humanidad y el cuidado de la naturaleza. Pero esa apuesta es irremediablemente política y pasa por la reconstrucción de una izquierda anticapitalista y ecosocialista que impulse la generación de una enorme fuerza social que, al confrontarse con el capitalismo, luche por un futuro y una humanidad más allá del Capital…
-Sin embargo, también podemos pensar los tiempos históricos sin tomar partido, sin politizarlos, sin ubicarnos en una trinchera. Entonces nos salimos de la coyuntura presente y sólo percibimos a la Historia como un relato contado por un idiota, lleno de furia y ruido, que no significa nada.
-Pero, si a esas vamos, habría que decir que la vida humana también carece de sentido, aunque existir humanamente es tratar de darle sentido. Lo mismo puede ocurrir con la historia presente que cada uno vivimos: al politizarla podemos comprenderla e intentar darle sentido.
Para pensar los tiempos históricos necesitamos politizarlos y tomar partido. Por eso podemos terminar estas notas metodológicas recordando, otra vez, a Daniel Bensaïd: «Politizada, la historia se vuelve inteligible para quien quiera actuar para cambiar el mundo.» (Marx intempestivo)
Y, finalmente, eso -cambiar el mundo- es lo que quiere la política de una izquierda que toma partido y vuelve su horizonte utópico (ecosocialista) proyecto político, razón estratégica y acción política que no se queda en resistencias sin horizonte de futuro. Porque, no lo olvidemos, el futuro (¡y el pasado!) siempre se disputan desde este presente desgarrado. Walter Benjamin sostenía que «no hay un instante que no traiga consigo su chance revolucionaria… Para el pensador revolucionario, la chance revolucionaria peculiar de cada instante histórico resulta de la situación política.»
Se trata, entonces, de pensar la situación política para aprovechar el chance revolucionario.
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