A mediados de diciembre de 1931, Manuel Azaña formó su segundo Gobierno -del que también sería Ministro de la Guerra- días después que las Cortes aprobaran la Constitución de la II República española. El ejecutivo de izquierda, con presencia mayoritaria de ministros de Acción Republicana y el PSOE- tenía entre otros retos la aprobación de […]
A mediados de diciembre de 1931, Manuel Azaña formó su segundo Gobierno -del que también sería Ministro de la Guerra- días después que las Cortes aprobaran la Constitución de la II República española. El ejecutivo de izquierda, con presencia mayoritaria de ministros de Acción Republicana y el PSOE- tenía entre otros retos la aprobación de la Ley de Reforma Agraria y el Estatuto de Autonomía de Cataluña. El 31 de diciembre de 1931 los campesinos en huelga del municipio de Castilblanco (Badajoz) rodearon y mataron, tras un altercado, a cuatro guardias civiles, apunta el historiador Manuel Tuñón de Lara en «La España del Siglo XX» (Laia, 1978); «estas muertes tuvieron mucha más resonancia que las más numerosas ocasionadas por la fuerza pública y contribuyeron a envenenar la situación».
Los hechos se produjeron en un contexto de propiedad latifundista, en el que las fincas con más de 500 hectáreas alcanzaban el 19% de la superficie catastrada en Extremadura y el 30% en Andalucía; y en el que los «grandes» de España -como los Medinaceli, los Peñaranda y los Vistahermosa- sumaban más de 575.000 hectáreas en propiedades rústicas. Una semana después, la Guardia Civil disparó en Arnedo (La Rioja) contra una manifestación obrera, con un balance de 11 muertos y 30 heridos.
Jesús Giráldez Macía analiza la insurrección del Alt Llobregat (Barcelona) -entre el 18 y el 23 de enero de 1932- en el libro de 220 páginas «Creyeron que éramos rebaño», publicado por las editoriales Quimantú, Zambra y Baladre. El desencadenante fue la convocatoria de una huelga en el sector textil del municipio de Berga. La historiografía también ha denominado a la sublevación como los «sucesos de Fígols», al considerar que el movimiento revolucionario se inició en este pueblo minero y se extendió por otras localidades – Balsareny, Sallent, Cardona y Súria- de las cuencas del Cardener y el Alt Lllobregat. En Manresa se declaró la huelga general y cortaron las comunicaciones. En las minas de Sant Corneli y otras de la zona los salarios eran magros y la esperanza de vida, corta; a los 25 años ya no se admitía en el tajo a los obreros, quienes trabajaban con alpargatas, desnudos y tenían que trasladar el carbón a cuestas, desde la explotación a los vagones. «La abrumadora presencia de militantes de la CNT y la FAI en Fígols y otras localidades es incuestionable, de ahí el sentido de proclamar el ‘comunismo libertario'», explica Giráldez; «Fígols se convirtió en el foco revolucionario español durante cinco días de enero», agrega el historiador canario.
Una de las fuentes utilizadas por el investigador son los artículos del periodista Eduardo de Guzmán, militante anarcosindicalista y redactor-jefe del periódico La Tierra, quien también publicaría reportajes sobre la matanza de Casas Viejas (la masacre fue dirigida en enero de 1933 por el Capitán Rojas -al mando de la Guardia de Asalto republicana- contra campesinos de la aldea gaditana; un primer comunicado del Ministerio de la Gobernación se refirió a «18 ó 19 revolucionarios muertos»). Sobre la insurrección del Alt Llobregat, Eduardo de Guzmán detalla el modo en que se autoorganizaron los mineros y obreros del textil: milicias voluntarias para la defensa de la comunidad, un comité encargado de la producción y el consumo; y unas elecciones -en las que votaran mujeres y hombres- con el fin de instituir la comuna libre (designaban al delegado general y sus ocho ayudantes); las tareas de mantenimiento en minas y fábricas se realizaban de manera voluntaria; además se incautaron del economato, propiedad del Conde de Olano. «Nadie consume más de lo corriente, los trabajadores anulan el dinero y compran por medio de vales», destacó el reportero.
Testimonios de la época informan de que se desarmó al somatén (guardia auxiliar de orden público en el mundo rural), el director de las minas y otros empleados. Pero la represión se inició el 21 de enero y, para llevarla a término, el Gobierno republicano-socialista contaba con un amplio apoyo parlamentario. Según el ministro de la Gobernación, Santiago Casares Quiroga, de la Organización Republicana Gallega Autónoma (ORGA), se trataba de una huelga revolucionaria «contra el régimen, contra el que tiran a la vez desde la extrema derecha y la extrema izquierda: unos dan dinero y otros dan el puño». El despliegue contra los huelguistas fue de proporciones enormes, con efectivos de la Guardia Civil, compañías de infantería y baterías de artillería concentrados en Manresa, que en apenas dos días liquidaron el movimiento. «Los obreros implicados y sus familias -y otros que no lo estaban- sufrieron las consecuencias en forma de despidos, desahucios, detenciones, encarcelamientos, rebajas salariales y la deportación», resume Jesús Giráldez. Pero también se dieron episodios de solidaridad, como recolectas en Berga, el acogimiento de menores y tanto la manutención como la ayuda a buscar un nuevo empleo por parte de amigos, familiares y organizaciones obreras.
Al calor de la represión contra los insurrectos se procedió a la captura de anarquistas destacados, principalmente en Barcelona, por orden del Gobierno de la República y el gobernador civil de Barcelona, Juan Moles. Entre otras, las de Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso, arrestados y encerrados en los calabozos policiales el 21 de enero de 1932: se les atribuía una presunta responsabilidad «moral» en la sublevación del Alt Llobregat. «Las detenciones masivas, sin ningún tipo de garantías procesales, se sucedieron en aquellos días», subraya el autor de «Creyeron que éramos rebaño»; durante cinco semanas, el periódico Solidaridad Obrera, portavoz de la CNT, fue sometido a suspensión y cierre de talleres. Pero volvió a publicarse el dos de marzo, con un artículo en el que denunciaba las «imposturas patrogubernamentales» respecto a los hechos revolucionarios de Fígols y la calificación de Carbones de Berga SA como «foco de explotación y servidumbre».
Uno de los instrumentos legales empleados en la represión fue la Ley de Defensa de la República, aprobada en octubre de 1931 por las Cortes Constituyentes y cuya aplicación correspondía al ministro de la Gobernación; el primero de los «actos de agresión a la República» que castigaba era «la incitación a resistir o a desobedecer las leyes o las disposiciones legítimas de la Autoridad»; el Artículo Segundo incluía la posibilidad de las penas de confinamiento y destierro; además de la apología del régimen monárquico, la legislación penalizaba las huelgas no relacionadas con las condiciones laborales ni sometidas a procedimientos de arbitraje y conciliación. El ensayo de Jesús Giráldez señala asimismo cómo la huelga general del Alt Llobregat contribuyó a agravar las tensiones entre dos sectores de la CNT, los «treintistas» o moderados y la FAI. Así, en el periódico Cultura Libertaria Joan Peiró reconocía la «buena fe» de los revolucionarios, pero también la «irresponsabilidad moral y colectiva» de los «maniáticos de la revolución». Por el contrario, un artículo de Federica Montseny publicado en El Luchador («Yo acuso») arremetía contra los «treintistas», a quienes criticaba por impedir que el levantamiento de Fígols se extendiera a Barcelona, Cataluña y otras ciudades del estado español.
Jesús Giráldez Macía es autor en Zambra-Baladre de «Antoñito, el dulcero anarquista» (2016) y «El médico de los corderos. Una historia oral de Fuerteventura (2012); y en Ediciones Idea, del ensayo «Entre el rubor de las auroras. Juan Perdigón, un majorero anarquista en Brasil» (2007). El autor dedica la segunda parte de «Creyeron que éramos rebaño» al más de un centenar de presos -la gran mayoría anarquistas- deportados en un viejo barco de vapor, el «Buenos Aires». La embarcación zarpó el 10 de febrero de 1932 del Puerto de Barcelona, rumbo a lugares de confinamiento como Fuerteventura, Bata (Guinea Ecuatorial), Villa Cisneros (Sahara) o Fernando Poo. El diario ABC había informado en cuatro páginas el 24 de enero de 1932 sobre los «revoltosos» de Fígols y el «fracaso» de la huelga general en Barcelona; «186 individuos de los que han sido detenidos estos días en Barcelona y de los complicados en el movimiento de la comarca de Manresa son trasladados al transatlántico ‘Buenos Aires'», señalaba el diario. El cuatro de marzo Solidaridad Obrera publicaba a toda plana el artículo «Nuestros hermanos deportados», e incluía la lista de nombres.
«Lo que no se determinó a hacer la Monarquía, a lo que la Dictadura no se atrevió jamás (…), lo ha ejecutado la República», afirmó el periódico, órgano de la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña. En ciudades de Francia y Bélgica, entre otros países, se celebraron mítines de solidaridad con los desterrados. El 21 de abril, 11 confinados de Sallent firmaron un texto en Solidaridad Obrera remitido desde Villa Cisneros, en el que relataban las condiciones de vida: «Muchos caímos enfermos. La travesía ha sido un lazareto u hospital. Las camas no bastaban. Hablamos de desocuparlas unos para que las ocuparan otros. Algunos cayeron para siempre. Tal nuestro hermano. Veíamos su enfermedad. Le veíamos morir (…)».
Se referían a Antonio Soler Falcó, joven de 24 años militante de la CNT y vecino de Sallent, que participó en la insurrección del Alt Llobregat. Fue detenido -junto a su hermano- cinco días después de sofocada la revuelta, preso en Manresa y embarcado en el «Buenos Aires». Otro anarcosindicalista deportado a Villa Cisneros, Bruno Lladó, escribió en una carta: «La Ley de Defensa de la República tiene ya su primera víctima». El cinco de abril el vapor retornó a la Península, con un balance de «varios motines, huelgas de hambre, separación de presos, fuga de dos deportados, enfermedades colectivas y la muerte de un detenido», concluye Jesús Giráldez Macía.
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