Puede decirse que en Medellín siempre ocurren hechos curiosos, por decir lo menos, alrededor de los temas de seguridad. Se presentan estadísticas que niegan la realidad, se alían bandas criminales y fuerza pública para perseguir capos (lo de Escobar no es el único caso), ha habido momentos en que las estructuras armadas han demostrado tener […]
Puede decirse que en Medellín siempre ocurren hechos curiosos, por decir lo menos, alrededor de los temas de seguridad. Se presentan estadísticas que niegan la realidad, se alían bandas criminales y fuerza pública para perseguir capos (lo de Escobar no es el único caso), ha habido momentos en que las estructuras armadas han demostrado tener tanto poder como para detener el transporte público casi por completo, o para producir estrambóticas situaciones a las que es difícil dar crédito, como la mercantilización del dolor vuelto coto de caza de empresas turísticas, entre otros muchos ejemplos.
Como el tema de seguridad resulta tan central e importante en la agenda de ciudad, su tratamiento es permanente desde todos los sectores, incluyendo el ámbito público y privado, así como la academia y la prensa. Se afirma incluso que no es posible acceder a un puesto de representación política si el aspirante no demuestra un sesudo conocimiento de los entresijos de la seguridad pública de la ciudad.
Todo ello puede parecer normal, por más que a muchos la temática les produzca repulsión. El problema reside en que las descripciones de lo que sucede en el tema se empecinan en mirar solo aspectos específicos de cada fenómeno, en especial en lo que tiene que ver con el funcionamiento de las bandas criminales (respecto de las cuales la institucionalidad cambia el acrónimo, la sigla o el nominativo de uso con frecuencia irritante), así como sus orígenes, naturaleza y arraigo territorial.
La Alcaldía, por ejemplo, acaba de anunciar que existen 3.300 personas adscritas a algunas de las estructuras criminales que operan en la ciudad y en el Valle de Aburrá, y afirma además que ello representa un poco más del 40 % de los grupos delincuenciales conocidos en el país. Como también se sabe, desde la lógica convencional de la seguridad pública, que muchos denominan «securitista», se privilegia el uso de la fuerza y la persecución de los delincuentes, lo que condensa la respuesta institucional frente al crimen. Esa ecuación articula el panorama de la realidad de la seguridad y los derechos humanos, con sus características cárceles atestadas, los informes permanentes sobre capturas o enfrentamientos, así como las mencionadas estadísticas en las que los homicidios crecen, aunque, curiosamente, suelen aparecer a la baja.
Esto indica que el enfoque que se propone desde lo institucional pone en el centro la seguridad como práctica que generaría, por contigüidad, la pretendida tutela, promoción y defensa de los derechos humanos, lo cual se revela en la práctica como un resultado fallido dadas las trasgresiones a la vida y a los demás derechos evidentes en la actualidad. Lo deseable es entonces que se establezca justo la lógica contraria, esto es, la seguridad de los derechos humanos como sinónimo del logro de los mismos a partir de una acción afirmativa y clara.
No obstante, existe un flanco de la problemática no menos importante y que en últimas podría aportar una descripción más precisa y sensata. Se trata de entender las lógicas de naturalización social de muchas de aquellas conductas delincuenciales, además de alcanzar una capacidad más precisa en la descripción del rostro real de quienes agencian y se lucran de dichas estructuras. En apariencia la apuesta oficial parece centrarse en expedir 3.300 órdenes de captura y con ello erradicar el problema. Sin embargo, tal propósito sería una mera ilusión, no sólo porque ello no acabaría con la problemática sino porque esas mismas estrategias de «lucha contra el crimen» se han encargado de nutrir sin cesar la idea de que la delincuencia comienza y termina con el delincuente, o que a este sólo lo mueven intereses malévolos o propios de sus «negras» almas.
Si se observa el volante con los rostros de los «más buscados» por la policía, se comprobará que parecen ser un solo rostro, no solo porque casi todos son hombres jóvenes, provenientes de barrios populares, con poca o nula escolaridad y de rasgos físicos que los hacen parecerse hasta en el peinado. En ese contexto cabe preguntarse ¿Qué efectos puede causar a largo plazo la sobrerrepresentación del malo como sinónimo de joven? Y además ¿A quién encubre esa sobrerrepresentación?
Según el relato que nos dejan las descripciones cotidianas, el crimen se extiende por el tejido urbano como una mancha oscura que no deja de expandirse y diversificarse, sin embargo esa imagen de crecimiento plano y horizontal impide advertir que existe otro crecimiento hacia arriba dado que las empresas criminales son altamente funcionales a las prácticas legales o formales. Así, la corrupción de la que tanto se habla no pasa de ser un espectro irreconocible y amorfo, mientras que el rostro del delincuente no lo es. Es el de un hombre joven y pobre, es decir el de un excluido social.