El discurso dominante impuso, desde hace veinte años, el uso del término mundialización (a veces escrito en «franglés», «globalisation») para designar, de manera general, los fenómenos de interdependencia a escala mundial de las sociedades contemporáneas. El término nunca es relacionado con las lógicas de expansión del capitalismo, y menos aún con las dimensiones imperialistas de […]
El discurso dominante impuso, desde hace veinte años, el uso del término mundialización (a veces escrito en «franglés», «globalisation») para designar, de manera general, los fenómenos de interdependencia a escala mundial de las sociedades contemporáneas. El término nunca es relacionado con las lógicas de expansión del capitalismo, y menos aún con las dimensiones imperialistas de su despliegue. Esta falta de precisión deja entender que se trata de una fatalidad, que es independiente de la naturaleza de los sistemas sociales -la mundialización se impondría a todos los países de la misma forma, sea cual sea su opción de principio, capitalista o socialista-, y que actúa entonces como una ley de la naturaleza producida por el estrechamiento del espacio planetario.
Me propongo demostrar que este tipo de discurso es un discurso ideológico destinado a legitimar las estrategias del capital imperialista dominante en la actual fase. Por lo tanto, los límites objetivos de la mundialización pueden ser reconsiderados a la luz de políticas diferentes a las que hoy son presentadas como las únicas posibles y cuyos contenidos y efectos sociales también serían diferentes. La forma de la mundialización depende entonces, en definitiva, de la lucha de clases.
1. La mundialización no es un fenómeno nuevo, y la interacción de las sociedades es sin duda tan antigua como la historia de la humanidad (Arrighi, 1994; Bairoch, 1994; Braudel, 1979; Gunder Frank, 1978; Szentes, 1985; Wallerstein, 1989). Desde hace por lo menos dos milenios las «rutas de la seda» vehiculizaron no solamente las mercaderías sino que también permitieron las transferencias de conocimientos científicos y técnicos, y de las creencias religiosas que marcaron -por lo menos en parte- la evolución de todas las regiones del mundo antiguo, asiático, africano y europeo. Las formas de estas interacciones y sus impactos eran sin embargo diferentes a las de los tiempos modernos -los del capitalismo. La mundialización no es separable de la lógica de los sistemas que vehiculizan su despliegue. Los sistemas sociales anteriores al capitalismo, que califiqué en su momento de tributarios, estaban fundados en lógicas de sumisión de la vida económica a los imperativos de la reproducción del orden político-ideológico, en oposición a la lógica del capitalismo que invirtió los términos (en los sistemas antiguos el poder es la fuente de riqueza, en el capitalismo la riqueza funda el poder, escribí en relación a esto). Este contraste entre los sistemas sociales antiguos y modernos establece una diferencia mayor entre los mecanismos y los efectos de la mundialización en la antigüedad y aquellos propios del capitalismo.
La mundialización de los tiempos antiguos ofrecía «oportunidades» a las regiones más atrasadas para que éstas pudieran acercarse a los niveles de desarrollo de las más avanzadas (Amin, 1996). Estas posibilidades fueron o no aprovechadas según los casos. Pero esto dependía exclusivamente de determinaciones internas propias de las sociedades en cuestión, sobre todo en cuanto a las reacciones de sus sistemas políticos, ideológicos y culturales a los desafíos que representaban las regiones más avanzadas. El ejemplo más ilustrativo del notable éxito de este orden es provisto por la historia europea, región periférica y atrasada hasta bien entrada la Edad Media en comparación con los centros del sistema tributario (China, India y el mundo islámico). Europa recuperó su atraso en un período breve -entre 1200 y 1500- para afirmarse, a partir del Renacimiento, como un centro de nuevo tipo, potencialmente más poderoso y portador de nuevas y decisivas evoluciones respecto a todos sus predecesores. Atribuí esta ventaja a la mayor flexibilidad del sistema feudal europeo, precisamente, porque era una forma periférica del mundo tributario.
2. En contraste, la mundialización de los tiempos modernos asociada al capitalismo es por naturaleza polarizante (Amin, 1997). Con esto quiero decir que la pro p i a lógica de la expansión mundial del capitalismo produce una desigualdad creciente entre quienes participan del sistema. Es decir, que esta forma de mundialización no ofrece una posibilidad de rattrapage que será aprovechada o no según las condiciones internas propias de los países en cuestión. El rattrapage de los atrasos requiere siempre la implementación de políticas voluntaristas que entran en conflicto con las lógicas unilaterales de la expansión capitalista; políticas que, en función de esto, deben ser calificadas de «políticas antisistémicas de desconexión». Este último término que he pro-16 puesto no es sinónimo de autarquía o un absurdo intento de «salir de la historia». Desconectar significa someter los vínculos con el exterior a las prioridades del desarrollo interno. Por lo tanto, este concepto es antagónico al que es preconizado y que llama a «ajustarse» a las tendencias mundialmente dominantes, ya que este ajuste unilateral se traduce para los más débiles en una acentuación de su «periferización». Desconectar significa transformarse en un agente activo que contribuye a moldear la mundialización, obligando a ésta a ajustarse a las exigencias del desarrollo propio.
La demostración de esta tesis reposa en la distinción que propongo realizar entre el mecanismo general a través del cual se expresa la dominación de la ley del valor, propia del capitalismo, y la forma mundializada de esta ley. En el capitalismo lo económico se emancipa de la sumisión a lo político y se transforma en la instancia directamente dominante que comanda la reproducción y la evolución de la sociedad. De esta forma, la lógica de la mundialización capitalista es, ante todo, la del despliegue de esta dimensión económica a escala mundial y la sumisión de las instancias políticas e ideológicas a sus exigencias. Por lo tanto, la ley del valor mundializada que comanda este proceso no puede ser reducida a la ley del valor que opera a nivel mundial tal como ella opera en el plano abstracto del concepto de modo de producción capitalista. La ley del valor, analizada a ese nivel, supone la integración de los mercados a escala mundial solamente en las dos primeras de sus dimensiones: los mercados de productos y de capital tienden a ser mundializados, mientras que los mercados de trabajo permanecen segmentados. En este contraste se expresa la articulación, característica del mundo moderno, entre por un lado una economía cada vez más mundializada, y por el otro la permanencia de las sociedades políticas (Estados independientes o no) diferenciadas. Este contraste por sí mismo genera la polarización mundial: la segmentación de los mercados de trabajo produce necesariamente el agravamiento de las desigualdades en la economía mundial. La mundialización capitalista es polarizante por naturaleza.
3. La polarización que caracteriza a la mundialización capitalista revistió formas asociadas a las características principales de las fases de la expansión capitalista, que se expresan en formas apropiadas de la ley del valor mundializada. Estas son producidas, por un lado, por la articulación de las leyes del mercado trunco (como consecuencia de la segmentación del mercado de trabajo) y, por el otro, por las políticas de Estado dominantes, que se asignan el objetivo de organizar este mercado trunco en sus formas apropiadas. Separar lo político de lo económico no tiene aquí ningún sentido; no hay capitalismo sin Estados capitalistas, salvo en la imaginación de los ideólogos de la economía burguesa. Estas formas políticas apropiadas articulan los modos de dominación social internos propios a las sociedades del sistema y sus modos de inserción en el sistema mundial, ya sea como formaciones dominantes (centrales) o dominadas (periféricas).
En la fase mercantilista (1500-1800) que precede a la revolución industrial -y que por esta razón podemos considerar como una transición del feudalismo al capitalismo acabado- encontramos la conjunción entre formas políticas apropiadas -la monarquía absolutista del Antiguo Régimen, fundada sobre el compromiso social feudalidad/burguesía mercantil- y las políticas de implementación de las primeras formas de polarización: la protección militar y naval de los monopolios del gran comercio, la conquista de las Américas y su modelado como periferias del sistema de la época (que se «especializa» en producciones particulares útiles a la acumulación del capital mercantil), y la trata de negros que se encuentra asociada a ésta (Braudel, 1979; Gunder Frank, 1978; Wallerstein, 1989).
De la Revolución Industrial a los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial (1800-1950) se extiende una segunda fase de la mundialización capitalista fundada en el contraste entre centros industrializados/periferias a las que se les niega la posibilidad de la industrialización (Arrighi, 1994; Bairoch, 1994). Este contraste, que define una nueva forma de la ley del valor mundializada, no es un producto natural de las «ventajas comparativas» invocadas por la economía burguesa. Este contraste toma forma a través de la implementación de medios que revisten tanto dimensiones económicas (el «libre cambio» impuesto a los partenaires de la nueva periferia en formación) como políticas (las alianzas con las clases dominantes tradicionales de la nueva periferia, su inserción en el sistema mundial, la intervención de las cañoneras y, por último, la conquista colonial). Estas formas de la mundialización se articulan en base a sistemas políticos propios de los centros industriales, nacidos ya sea de las revoluciones burguesas (Inglaterra, Francia, Estados Unidos), o de unificaciones nacionales que substituyen a éstas en la constitución de los mercados nacionales (Alemania, Italia), o, por último, de modernizaciones «despóticas iluminadas» (Rusia, Austria-Hungría, Japón). La variedad de las alianzas sociales hegemónicas propias de estas formas no debe hacernos olvidar su denominador común: todas estas formas apuntan a aislar a la clase obrera. Determinan igualmente las formas y los límites de la democracia burguesa de la época.
Este complejo sistema conoce una marcada evolución, entre otras cosas, por el paso a la dominación de los monopolios en la economía industrial y financiera de los centros -a partir de finales del siglo XIX- y, desde 1917, por la desconexión de la URSS. La mundialización se caracteriza entonces por la acentuación de los conflictos inter-centros (inter-imperialistas) y por la aceleración de la colonización de las periferias, una de las cuestiones más importantes de esta competencia agravada (Amin, 1993; Bellamy Foster, 1986). En conjunción con esta evolución se dibujan nuevas formas políticas que asocian al sistema -al menos parcialmente- a los representantes políticos de la clase obrera de los centros, aunque estos sistemas de «social-imperialismo» sólo son embrionarios en aquella época. Hasta el New Deal Norteamericano y el Frente Popular francés -a finales de los años 1930-, los bloques hegemónicos siempre habían sido anti-obreros.
La Segunda Guerra Mundial modificó las condiciones que guiaban la expansión capitalista polarizante de este siglo y medio de historia moderna. La derrota del fascismo modificaba profundamente las relaciones sociales de fuerza a favor de las clases obreras, que adquirieron en los centros posiciones que nunca habían conocido con anterioridad en el capitalismo; a favor de los pueblos de las periferias, cuyos movimientos de liberación reconquistaron la independencia política de sus naciones; a favor del modelo soviético del socialismo realmente existente, que aparecía como la forma más eficaz del proyecto de desconexión y de rattrapage. Al mismo tiempo, la consolidación de la predominancia norteamericana sobre todos los otros centros capitalistas modificaba las condiciones de la competencia inter-imperialista.
En otras oportunidades propuse una lectura del medio siglo de posguerra (1945- 1990) fundada en la articulación entre los sistemas político-sociales de los tres conjuntos que constituyen el mundo por un lado, y de las formas de la mundialización que la acompañan por el otro (Amin, 1993). A nivel de la organización interna de las sociedades en cuestión, encontramos pues: (i) el gran compromiso social capital-trabajo que caracteriza a los antiguos centros (el Estado de Bienestar, las políticas keynesianas, etc.); (ii) los modelos nacionalistas populistas modernizadores del Tercer Mundo; (iii) el modelo soviético de socialismo (prefiero hablar de «capitalismo sin capitalistas»). La mundialización que caracteriza a esta tercera gran fase de la historia moderna es negociada (por los Estados), encuadrada y controlada por los compromisos que estas negociaciones garantizan. Sus condiciones no son dictadas unilateralmente por el capital de los centros dominantes, como en las fases precedentes. Esta es la razón por la cual esta fase está dominada por el discurso del «desarrollo» (es decir, el del rattrapage) y por prácticas de desconexión anti-sistémicas que están en conflicto con las lógicas unilaterales de despliegue del capitalismo.
Esta fase se encuentra hoy terminada con la erosión y el posterior hundimiento de los tres modelos societarios que la fundaban (el debilitamiento del Estado de Bienestar en Occidente, la desaparición de los sistemas soviéticos, la recompradorisation de las periferias del Sur) y la recomposición de relaciones de fuerza favorables al capital dominante. Más adelante volveré sobre la cuestión de las alternativas a la mundialización, y sobre los conflictos que resultan de éstas.
En este análisis, el énfasis puesto en la polarización inmanente a la expansión mundial del capitalismo es esencial. Este carácter permanente de la mundialización capitalista es simplemente negado por la ideología burguesa dominante, que persiste en afirmar que la mundialización ofrece una «oportunidad» que las sociedades pueden aprovechar o no, según razones que les son propias. Pero lo que según mi punto de vista resulta más grave, es que el pensamiento socialista (incluido el del marxismo histórico) compartió, al menos en parte, la ilusión de rattrapage posible en el marco del capitalismo.
La teoría de la mundialización capitalista que propongo, y de la cual esbocé las grandes líneas, hace de este concepto un sinónimo de imperialismo. El imperialismo no es pues un estadio -el estadio supremo- del capitalismo, sino que constituye su carácter permanente.
4. El discurso de la ideología dominante de las fases recientes del capitalismo, sometido a las exigencias de las relaciones de fuerza propias a estas fases sucesivas, formula un concepto de la mundialización que le es propio. El término «mundialización» es aquí un sustituto del concepto «imperialismo», prohibido en esos discursos. De 1880 a 1945 este discurso es liberal, nacional e imperialista (en el sentido leninista del término). Liberal en la medida en que está fundado sobre el principio de la autorregulación de los mercados aún si, de hecho, las políticas de Estado encuadran su funcionamiento para ponerlos al servicio de la reproducción de las alianzas sociales dominantes (protegiendo la agricultura de los pequeños campesinos para asegurarse su apoyo electoral contra la clase obrera, por ejemplo). Nacional en la medida en que la reproducción del mercado nacional auto-centrado constituye el eje de las políticas de Estado, en sus dimensiones interna y externa. Imperialista en la medida en que, en la época de los monopolios dominantes, estas políticas acusan la competición internacional que las transforma en conflictos violentos inter-Estados.
A menudo, el discurso dominante admite las dos primeras características, que legitima asociándolas al ejercicio de la democracia parlamentaria. Pero no ocurre lo mismo con el carácter imperialista, del que nunca se habla. Por otro lado, el propio término de «mundialización» es desconocido, o bien confundido de forma oprobiosa con el de «cosmopolitismo antipatriótico». Por el contrario, lo que este discurso vehiculiza es un nacionalismo chauvinista que tiene por función lograr la adhesión de la mayoría, si no de la totalidad de los ciudadanos, al Estado de los monopolios. La mundialización de hecho que domina la escena es entonces aquella definida por la colonización y el desprecio por los pueblos no europeos. Pero de esto no se habla, o se menciona muy poco; se da por «sobreentendido». El quiebre que se inaugura en 1917 a través de la proclamación de un objetivo societario socialista no es aceptado: sólo se trata de una aberración irracional y salvaje…
En el período de la posguerra el discurso dominante es otro; lo califico como social y nacional operando en el contexto de una mundialización controlada (Amin, 1993). Por social entiendo el hecho de que está fundado precisamente en compromisos sociales históricos que «integran» (o que se proponen integrar -y lo logran en gran medida) las clases obreras en el centro, las clases populares en el Este y en el Sur. Social no es sinónimo de socialista, aún si este calificativo ha sido empleado a diestra y siniestra al servicio de los proyectos societarios en cuestión. Nacional en el sentido de que los compromisos son definidos en el marco de los Estados políticos construidos por políticas sistemáticas de los poderes públicos nacionales. El término de «mundialización» forma parte de este discurso, aún si el mismo está reservado exclusivamente al «mundo libre», excluyendo a los países comunistas proclamados «totalitarios». Esta mundialización es legitimada por consideraciones casi naturales próximas a las que se encuentran en el discurso contemporáneo: el «achicamiento» del planeta. Sin embargo, su dimensión imperialista es cuidadosamente desvinculada de la forma colonial anterior, que fue vencida por los movimientos de liberación de los pueblos de la periferia. El conflicto de los imperialismos es también silenciado, el alineamiento detrás de los Estados Unidos -que se transformó en una especie de super-imperialismo- es aceptado y aún publicitado en nombre de la defensa común contra el comunismo. Inclusive la propia construcción europea no cuestiona esta jerarquía mundial, aceptando articularse en torno a la OTAN.
El capitalismo mundializado de la posguerra es particular por dos razones. En primer lugar, porque funciona en base a relaciones sociales que otorgan al trabajo un lugar que no refiere a la lógica propia del capitalismo, sino que expresa un compromiso entre esta lógica y lógicas populares y nacionales antisistémicas. El crecimiento de los salarios que acompaña el de la productividad, el pleno empleo, la seguridad social, el rol preponderante del Estado en el proceso de industrialización, la redistribución del ingreso a través de los impuestos, sin contar las grandes reformas agrarias o las colectivizaciones, no responden a la lógica del máximo beneficio, que es la que comanda al modo de producción capitalista. Estos fenómenos, por el contrario, expresan las ambiciones de proyectos societarios populares y nacionales. Este compromiso entre lógicas societarias conflictivas obliga al capital a ajustarse a las reivindicaciones de los trabajadores y de los pueblos. Es este límite el que permitió, paradójicamente, que este período histórico se caracterizara por un fuerte crecimiento, sin igual, a escala mundial. El modelo se sitúa pues en las antípodas del propuesto e impuesto hoy, que se funda en la lógica exclusiva del capital y en la pretensión de que corresponde a los trabajadores y a los pueblos realizar el esfuerzo para «ajustarse», lo que a su vez confina a la economía al estancamiento. Como complemento de estos compromisos sociales, la mundialización que los acompaña es controlada por los Estados que son sus garantes. El período es pues un período de reducción de los efectos polarizadores de la lógica unilateral de la expansión del capitalismo, reducción traducida por los fuertes ritmos de industrialización de los países del Este y del Sur.
Los modelos societarios que habían logrado imponer los compromisos evocados alcanzaron sus límites históricos como resultado de su propio éxito. Habiéndose agotado sin haber creado las condiciones que permitieran a las fuerzas populares y democráticas avanzar aún más, los temas que fundaban su legitimidad (el Estado de Bienestar y el progreso material continuo, la construcción del socialismo, la afirmación de las naciones modernizadas del Tercer Mundo) aparecieron como ilusiones. En aquel momento estaban reunidas las condiciones para permitir una ofensiva masiva del capital, decidido a imponer su lógica unilateral. Luego del rechazo por parte de la OCDE del proyecto de «Nuevo Orden Económico Internacional», propuesto por los países del Tercer Mundo en 1975 (un proyecto de rejuvenecimiento de la mundialización controlada que hubiera permitido la continuación del crecimiento general), la recompradorisation del Tercer Mundo recobra actualidad (Amin, 1989). Esta se manifiesta en los programas llamados de «ajuste estructural», programas que tienden al desmantelamiento de las conquistas del nacionalismo populista de las décadas anteriores. Después de que Thatcher y Reagan hayan proclamado su voluntad de desmantelar el Estado de Bienestar a partir de 1980, seguidos prontamente por los países de la OCDE, el neoliberalismo se transformará en la ideología dominante. Por último, el derrumbe de los sistemas soviéticos de Europa y de la URSS a finales de la década de 1980 permitió la «reconquista» de estas sociedades por parte de un capitalismo salvaje que navega «viento en popa».
5. Restablecida la lógica unilateral del capital, ésta se expresa en la implementación de políticas que presentan las mismas características en todos lados: tasas de interés elevadas, reducción del gasto público social, desmantelamiento de las políticas de pleno empleo y prosecución sistemática del restablecimiento de la desocupación, desgravación fiscal en beneficio de los ricos, desregulaciones, privatizaciones, etc. El conjunto de estas medidas significa el retorno de los bloques hegemónicos anti-obreros, anti-populares. Esta lógica funciona en beneficio exclusivo del capital dominante y, singularmente, de sus segmentos más poderosos -que son también los más mundializados-, el capital financiero. La «financiarización» constituye de esta manera una de las principales características del actual sistema, tanto en sus dimensiones nacionales como en su dimensión mundial. Esta lógica exclusiva del capital se expresa en la supresión de los controles de las transferencias de capitales de toda índole (los destinados a la inversión o a la especulación), y por la adopción del principio de cambios libres y fluctuantes (Amin, 1995; Amin et al, 1993; Braudel, 1979; Chesnais, 1994; Kreye, Frobel y Heinrichs, 1980; Pastré, 1992).
El restablecimiento de la ley unilateral del capital no inaugura una nueva fase de expansión. Por el contrario, produce una espiral de estancamiento, en la medida en que la búsqueda de la máxima rentabilidad provoca, si no encuentra obstáculos sociales importantes, la profundización de la desigualdad en la distribución de las riquezas (ley de pauperización de Marx). Esta situación se verifica en todos los partenaires del actual sistema: tanto en el Oeste, como en el Este y en el Sur, al igual que en el plano internacional. Esta desigualdad produce a su vez la crisis, es decir, un sur -plus creciente de capitales que no encuentran salida en la expansión del sistema productivo.
Los poderes de turno están preocupados exclusivamente por la gestión de esta crisis y son incapaces de encontrarle una solución. Detrás del discurso neoliberal mundializado se esconden, pues, políticas perfectamente coherentes de gestión de la crisis cuyo único objetivo es el de crear salidas financieras al surplus de capitales, como manera de evitar lo que más teme el capital: la desvalorización masiva. La «financiarización» es la expresión de esta gestión, tanto a nivel nacional como a escala mundial. Las elevadas tasas de interés, los cambios fluctuantes y la libertad para realizar transferencias especulativas, las privatizaciones, al igual que el déficit de la balanza de pagos de los Estados Unidos y la deuda externa de los países del Sur y del Este, cumplen estas funciones.
El discurso sobre la mundialización debe ser resituado en el marco de la gestión de la crisis. A las dimensiones económicas de la misma se suman las estrategias políticas complementarias, que calificaría de igual forma de medios de gestión de la crisis. El objetivo central de estas políticas es desmantelar las capacidades de resistencia que podrían representar los Estados, de forma tal de hacer imposible la constitución de fuerzas sociales populares eficaces. El etnicismo es invocado a tales efectos, para legitimar la «explosión» de los Estados: detrás de consignas como «todas las Eslovenas o Chechenias posibles», objetivo que se persigue con gran cinismo, se esconde un pretendido discurso democrático de reconocimiento de los «derechos de los pueblos».
Con este fin también se recurre a otros medios, que van desde el apoyo a los fundamentalismos religiosos hasta las manipulaciones de la opinión. Constatamos que las intervenciones en favor de la «democracia» y de los derechos humanos están sometidas estrictamente a los objetivos estratégicos de los poderes imperialistas. La regla es «dos pesos, dos medidas». De manera general, estas políticas vacían de todo contenido las aspiraciones democráticas de los pueblos y preparan la gestión del caos por intermedio de lo que yo llamo una «democracia de baja intensidad», en paralelo a las intervenciones -aún las intervenciones militares de «baja intensidad»- que promueven las guerras civiles.
6 . Ni la utopía reaccionaria de la mundialización desenfrenada y del neoliberalismo generalizado, ni las prácticas de la gestión política del caos (y no de cualquier nuevo orden mundial) que esta utopía supone, son sostenibles. Para atenuar los efectos destructores de la misma y limitar el peligro de violentas explosiones, los sistemas de poder intentan poner un mínimo de orden en medio del caos. Las regionalizaciones concebidas en este marco persiguen esta finalidad atando a las diferentes regiones de la periferia a cada uno de los centros dominantes: el ALENA (NAFTA, en inglés) somete a México (y, en perspectiva, a toda América Latina) al carro norteamericano; la asociación AC P -CEE, los países de Africa al de la Europa Comunitaria; el nuevo ASEAN podría facilitar la implementación de una zona de dominación japonesa en el Sudeste Asiático (Amin, en prensa; Yachin y Amir, 1988). La propia construcción europea es arrastrada en el torbellino de esta reorganización neo-imperialista asociada al despliegue de la utopía neoliberal. La sumisión del proyecto europeo a los imperativos neoliberales, expresada en el Tratado de Maastricht en la prioridad asignada a la creación de una moneda común (el euro) cuya gestión precisamente está fundada en principios neoliberales en detrimento de la consolidación de un proyecto político y social común progresista, fragiliza al propio proyecto europeo, y lo fragilizará aún más a medida que los movimientos sociales de protesta y de rechazo a las políticas neoliberales en curso se amplifiquen.
Las contradicciones de la mundialización en curso son gigantescas y todo indica que éstas se agravarán, tanto por la resistencia de los pueblos -en los centros y en las periferias- como por la acentuación de las divergencias en el seno del bloque imperialista dominante, que el aumento de las resistencias no hará más que profundizar. La más importante de estas contradicciones reside en el llamativo contraste que oponen las dos nuevas mitades del sistema mundial. Constatamos en efecto que todo el continente americano, Europa Occidental y su anexo africano, los países de Europa Oriental y de la ex URSS, Medio Oriente y Japón, están afectados por la crisis asociada a la implementación del proyecto neoliberal mundializado. Por el contrario, el Este asiático -China, Corea, Taiwán, el sudeste asiático- escapa a esta situación, precisamente porque los poderes que allí gobiernan rechazan el sometimiento a los imperativos de la mundialización desenfrenada que se impuso en el resto del mundo. India se encuentra a mitad de camino entre este «Oeste» y este «Este» nuevos. Esta opción asiática -cuya discusión acerca de las raíces históricas nos alejaría de nuestro tema de análisis- está ligada al éxito de la región, cuyo crecimiento económico se acelera al mismo tiempo en que éste se frena en el resto del mundo. La estrategia de los Estados Unidos está guiada por la voluntad de quebrar esta autonomía que Asia del Este conquistó en sus relaciones con el sistema mundial. Esta estrategia se empeña en desmantelar a China, en torno a la cual podría cristalizar progresivamente el conjunto de la región del Este asiático. Apuesta por la independencia de Japón, que necesita del apoyo de Washington para enfrentar no solamente a China, sino también a Corea e incluso al sudeste asiático, proponiendo para ello substituir la regionalización asiática informal en curso por una región Asia-Pacífico (APEC).
Europa constituye la segunda región llamada a padecer las previsibles turbulencias. El futuro del proyecto de la Unión Europea está efectivamente amenazado por el empecinamiento neoliberal de sus clases dirigentes y por las previsibles y crecientes protestas de sus clases populares (Toulemon, 1994). Pero este proyecto también se encuentra amenazado por el caos en el Este, ya que a corto plazo la lógica del neoliberalismo conduce a la opción de la «latinoamericanización» de Europa del Este y de los países de la ex URSS. Esta periferización, que funcionará quizás principalmente en beneficio de Alemania, contribuye a una evolución global hacia una «Europa alemana». En el mediano plazo esta opción favorece el mantenimiento de la hegemonía norteamericana a escala mundial, mientras que Alemania opta, al igual que Japón, por permanecer bajo la influencia de Washington. Pero a más largo plazo esta opción arriesga despertar las rivalidades intraeuropeas que hoy están latentes.
En otras regiones del mundo las cosas tampoco estás resueltas de antemano. En América Latina, el ALENA coincidió, no por casualidad, con la revuelta de Chiapas en México. Y el proyecto de extensión del modelo propuesto por el ALENA al conjunto del continente se enfrenta ya en las capitales del sur al cuestionamiento de la mundialización desenfrenada. Aunque el proyecto del Mercosur (Brasil, Argentina, Uruguay, Paraguay y abierto a Chile y Bolivia) haya sido concebido en sus inicios en los marcos de la óptica neoliberal, no está dicho que no pueda evolucionar en dirección hacia una autonomización -aún relativa- de la región.
Hasta ahora, la gestión de las contradicciones de la mundialización ha dado una nueva oportunidad al mantenimiento de la hegemonía norteamericana. «Menos Estado» significa menos Estado en todos lados, salvo en Estados Unidos, que, por el doble monopolio del dólar y de la potencia de intervención militar, y sostenido por Alemania y Japón (que ocupan brillantemente su rol de segundos), mantiene su posición hegemónica a escala global frente a Asia del Este, a quien Washington intenta privar de alianzas posibles con Europa y con Rusia.
7. El futuro del sistema mundial sigue siendo una incógnita, al igual que las formas de la mundialización a través de las que se expresarán las relaciones de fuerza y las lógicas que guiarán la eventual estabilidad del mismo. Esta incertidumbre permite -a quien lo desee- librarse al gratuito juego de los «escenarios», ya que todo puede ser imaginado. Por el contrario, propongo concluir el análisis de la mundialización aquí presentado examinando por un lado las tendencias de la evolución coherentes con la lógica interna propia del capitalismo, y por el otro los objetivos estratégicos antisistémicos que las luchas populares podrían fijarse en las condiciones actuales. Ya he sugerido que las tendencias de la evolución del capitalismo contemporáneo se articulan en torno al refuerzo de lo que he llamado los «cinco monopolios» que caracterizan a la mundialización polarizante del imperialismo contemporáneo: (i) el monopolio de las nuevas tecnologías; (ii) el del control de los flujos financieros a escala mundial; (iii) el control del acceso a los recursos naturales del planeta; (iv) el control de los medios de comunicación; (v) el monopolio de las armas de destrucción masiva (Amin, 1996; Amin, 1997; Amin et al, 1993; González Casanova et al, 1994). La implementación de estos monopolios es operada por la acción conjunta, complementaria pero también a veces conflictiva, del gran capital de las multinacionales industriales y financieras y de los Estados que se encuentran a su servicio (de allí la importancia de los monopolios de naturaleza no económica mencionados aquí). Tomados en conjunto, estos monopolios definen nuevas formas de la ley del valor mundializada, permitiendo la centralización en beneficio de este gran capital de las ganancias y sobreganancias provenientes de la explotación de los trabajadores; una explotación diferenciada fundada en la segmentación del mercado de trabajo. Esta nueva etapa del desarrollo de la ley del valor mundializada no permite pues el rattrapage a través de la industrialización de las periferias dinámicas, sino que funda una nueva división internacional desigual del trabajo en la cual las actividades de producción localizadas en las periferias, subalternizadas, funcionan como subcontratistas del capital dominante (un sistema que evoca el «putting out» del capitalismo primitivo).
No es difícil, pues, imaginar el tablero de una mundialización futura en sintonía con la dominación de esta forma de la ley del valor. Los centros dominantes tradicionales conservarían su ventaja, reproduciendo las jerarquías ya visibles: los Estados Unidos conservarían su hegemonía mundial (por sus posiciones dominantes en el ámbito de la investigación-desarrollo, el monopolio del dólar y la gestión militar del sistema), flanqueados en segundo término por Japón (por su contribución a la investigación-desarrollo), por Gran Bretaña como socio financiero, y por Alemania por su control de Europa. Las periferias activas de Asia del Este, de Europa Oriental y de Rusia, India y América Latina constituirían las principales zonas periféricas del sistema, mientras que Africa y los mundos árabe e islámico, marginalizados, quedarían abandonados a conflictos y convulsiones que sólo amenazarían a ellos mismos. En los centros del sistema, el énfasis puesto en las actividades ligadas a los cinco monopolios mencionados implicaría la gestión de una sociedad «a dos velocidades», es decir, una marginalización a través de la pobreza, de los empleos precarios y de la desocupación de importantes sectores de la población.
Esta mundialización -que es aquella que se perfila detrás de las opciones en curso que el neoliberalismo intenta legitimar presentándola como «una transición hacia la felicidad universal»- no es, por cierto, fatal. Por el contrario, la fragilidad del modelo es evidente. Su estabilidad supone la aceptación indefinida por parte de los pueblos de las condiciones inhumanas que les son reservadas, o que sus protestas sean esporádicas, aisladas entre ellas, se alimenten de ilusiones (étnicas, religiosas, etc.) y que no logren salir de estos impasses. Es obvio que la gestión política del sistema por la conjunción de la movilización de los medios de comunicación y los medios militares intentará perpetuar esta situación que aún hoy es dominante.
En contraposición con esto, las estrategias de una respuesta eficaz al desafío de esta mundialización imperialista deberían tener por objetivo la reducción del poderío de los cinco monopolios en cuestión, y las opciones de desconexión deberían ser renovadas y definidas en esta perspectiva. Sin entrar en una detallada discusión de estas estrategias, que sólo puede ser concreta y estar fundada en la movilización efectiva de las fuerzas políticas y sociales populares y democráticas que operan en condiciones propias a cada país, podemos enumerar los grandes principios en torno a los cuales podría organizarse el frente de luchas populares Anti-sistémicas.
La primera exigencia es la de la constitución de frentes populares democráticos anti-monopolios/anti-imperialistas/anti-compradores, sin los cuales ningún cambio es posible. Revertir la relación de fuerzas a favor de las clases trabajadoras y populares constituye la primera condición de la derrota de las estrategias del capital dominante. Estos frentes deben no solamente definir objetivos económicos y sociales realistas acordes a la etapa junto con los medios para alcanzarlos, sino que también deben tomar en consideración las exigencias de un cuestionamiento de las jerarquías del sistema mundial. Es decir que la importancia de sus dimensiones nacionales no debe ser subestimada. Se trata de un concepto pro g resista de la nación y del nacionalismo, lejos de todas las nociones oscurantistas, etnicistas, religioso-fundamentalistas y chauvinistas hoy prevalecientes y que son promovidas por la estrategia del capital. Este nacionalismo progresista no excluye la cooperación regional; por el contrario, debería incitar a la constitución de grandes regiones que son la condición por una lucha eficaz contra los cinco monopolios mencionados. Pero se trata de modelos de regionalización muy diferentes de aquellos preconizados por los poderes dominantes y que son concebidos como corre a s de transmisión de la mundialización imperialista. La integración a escala de América Latina, de Africa, del mundo árabe, del sudeste asiático, junto a países-continentes (China, India), pero también la de Europa (del Atlántico a Vladivostok), fundada en alianzas populares y democráticas que obliguen al capital a ajustarse a sus exigencias, constituyen lo que yo llamo el proyecto de un mundo policéntrico auténtico, otra modalidad de mundialización. En este marco, podríamos imaginar modalidades «técnicas» de la organización de las interdependencias intra e inter-regionales, tanto en lo que hace a los «mercados» de capitales (cuyo objetivo sería incitarlos a invertir en la expansión de los sistemas productivos) como a los sistemas monetarios o los acuerdos comerciales. El conjunto de estos programas fortalecería las ambiciones de democratización tanto a nivel de las sociedades nacionales como a nivel de la organización mundial. Por esta razón los sitúo en la p e r s p e c t i va de la larga transición del capitalismo mundial al socialismo mundial, como una etapa de esta transición.
NOTAS DEL TRADUCTOR
1 El término rattrapage en francés refiere a la posibilidad de recuperar, de «reatrapar», el atraso respecto a cierto fenómeno o proceso en curso. En este caso, el término hace referencia a la imposibilidad de los países periféricos de alcanzar niveles de desarrollo similares a los de los países centrales. Esto se debe a que, según explica el autor, a diferencia de lo que sucedía en la antigüedad, la lógica actual de la mundialización no otorga estas oportunidades a los países periféricos.
2 El término recompradorisation remite al complejo proceso de inserción subordinada que la nueva fase del capitalismo supuso para los países periféricos y que refiere tanto al desmantelamiento de las estructuras y conquistas características de las experiencias del «nacionalismo populista» anteriores como a las políticas y procesos que devienen de la constitución de lo que el autor llama los «cinco monopolios».
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Este artículo presenta una síntesis articulada de una serie de temas abordados más en detalle en los siguientes cuatro libros del autor: Itinéraire intellectuel. Regards sur le demi-siècle, 1945-1990. París, L’Harmattan, 1993; La gestion capitaliste de la crise. París, L’Harmattan, 1995; L’ethnie à l’assaut des nations. París, L’Harmattan, 1994; Les défis de la mondialisation . París, L’Harmattan, 1996.
** Director del Forum du Tiers Monde (Dakar-Senegal) y presidente del Forum Mondial des Alternatives. Correo electrónico: [email protected]
Traducción: Emilio H. Taddei.