Grupos paramilitares se están apoderando, a sangre y fuego, de las tierras más valiosas del país. Las víctimas están desesperadas y no tienen quien les devuelva su patrimonio.
Un hacendado de Zapayán, al sur del departamento del Magdalena, le pagó durante años al Bloque Norte de las Autodefensas Unidas de Colombia para que sus tres fincas fueran un lugar seguro para él y su familia. Técnicamente estaba siendo boleteado. Pero el hacendado no veía las cosas así. Para él, el dinero que entregaba era una contribución extralegal para asegurar su tranquilidad. Nada de esto contó en el momento en que uno de los comandantes de las autodefensas se enamoró de las 1.000 hectáreas que tenían las tres fincas juntas. Presionó al hacendado para que se las escriturara. Éste se negó a hacerlo. Sus antiguos protectores lo mataron.
Este no es un caso aislado. Miembros de las autodefensas se han adueñado a la fuerza o por medio de estrategias solapadas de miles de hectáreas de tierra en todo el país. Las víctimas de esta práctica han sido desde antiguos aliados hasta narcotraficantes, pasando por campesinos que fueron beneficiados con tierras de la reforma agraria y pequeños y medianos parceleros atrapados en medio del conflicto. Campesinos desplazados del Cesar dicen que las autodefensas les dieron entre uno y dos días para abandonar sus parcelas. Está documentado el caso de 961 familias a las que el Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora) les asignó fincas de 40 hectáreas en promedio. Todas fueron cedidas o vendidas bajo presión. En la Jagua de Ibirico, al sur del Cesar, varios campesinos fueron amenazados de muerte por miembros del Bloque Central Bolívar. Asustados, no dudaron un segundo en venderle sus tierras a un finquero de la zona, hermano de una funcionaria de la administración local de ese momento, quien ante su drama muy comedidamente las compró.»Nos tocó venderla a precio de huevo por el miedo que teníamos» dijo a SEMANA uno de los campesinos afectados. Luego se enteraron de que en sus tierras existían yacimientos de carbón. En este departamento más de 38.000 hectáreas de tierra cambiaron de manos en forma dudosa.
En el Chocó las comunidades negras que tenían títulos colectivos en Jiguamiandó y Curvaradó fueron desplazadas de sus propiedades por hombres del Bloque Élmer Cárdenas. Los que pudieron volver encontraron que en sus tierras se habían asentado empresas que estaban desarrollando megaproyectos agrícolas. Los antiguos dueños tuvieron que emplearse como jornaleros para poder quedarse en lo que es suyo. Hoy temen que los cultivadores les reclamen las mejoras que han hecho en las tierras y los obliguen a cederles sus títulos. Estos son algunos ejemplos de un fenómeno que no es nuevo y que se ha incrementado en los últimos dos años en departamentos como Antioquia, Bolívar y en la zona de los Llanos Orientales. En el primero, aseguran algunos propietarios, los paramilitares llegan en helicóptero con un mensaje perentorio: «Si no venden se mueren». En el oriente la situación ha llegado al extremo que unas autodefensas luchan con otras por este motivo. La familia Feliciano, por ejemplo, tuvo que recurrir a un comandante paramilitar (ver recuadro de la página 228) para protegerse de la expropiación a la que los sometió alias ‘Martín Llanos’, comandante de las Autodefensas Campesinas del Casanare.
Lo paradójico es que, pese a ser una práctica reiterada, no existe casi información en registros oficiales sobre este tema. El problema es que la gente no lleva estos casos ante la justicia por el temor que produce el control paramilitar. Esto hace muy difícil cuantificar este delito. «Existe mucho miedo en la gente; por eso no existen denuncias, pero no cabe duda de que eso está sucediendo», dice José Félix Lafaurie, superintendente de Notariado y Registro. Este funcionario asegura que su despacho ha hecho un gran esfuerzo para modernizar los 190 círculos registrales y así superar la desarticulación en la información existente. Sin embargo el problema va más allá de la modernización. Según funcionarios de las Oficina de Notariado y Registro de los departamentos donde hay denuncias de usurpación de títulos, los jefes paramilitares hacen escrituras pero no las registran para evitar que en un seguimiento judicial aparezcan sus nombres o los de sus testaferros, porque en Notariado y Registro sigue figurando el propietario original.
SEMANA consultó archivos del Incoder (Instituto Colombiano de Desarrollo Rural), donde también se guarda la memoria del antiguo Incora; los de la Red de Solidaridad, los del Instituto Geográfico Agustín Codazzi (Igac), los de las oficinas de Notariado y Registro, y los de la Fiscalía. La información conjunta que hay en todos estos no permite elaborar un mapa nacional o una estadística general sobre la cantidad de hectáreas de tierra que han sido expropiadas a la fuerza en los últimos años.
Nadie está a salvo
Durante años las autodefensas desplazaron a campesinos y pequeños propietarios de sus tierras, y en su lugar establecieron personas que fueran afectas a su causa. Esta estrategia les permitió crear extensos cordones de seguridad y retaguardias en las que podían moverse como pez en el agua. De un tiempo para acá los grandes hacendados y latifundistas, que en el pasado no dijeron nada ante estos excesos, se han convertido también en víctimas de esta práctica. Sus propiedades pueden cumplir la misma función, pero en muchos casos la expropiación armada se hace sólo por satisfacer la codicia y los caprichos de algún jefe paramilitar local envalentonado.
El abogado Antonio María Rivera Movilla tenía tres fincas, con una extensión total de 1.010 hectáreas, en Heredia, Magdalena; Las Mercedes, Tocaima y San José. Estas eran la envidia de la región. Como estaban rodeadas por dos ciénagas y dos caños, aun en tiempo de sequía disponían de suficiente pasto y agua para mantener las 1.810 reses de la familia. A las autodefensas les pagaban ocho millones de pesos anuales por protección. En un comienzo les habían pedido más, pero habían regateado y llegado a un acuerdo: pagarían 8.000 pesos por hectárea. En febrero del año pasado, alias ‘Codazzi’, quien está al frente de las autodefensas de la zona, quedó encantado con las haciendas. Por medio de recados citó a Rivera con insistencia a una reunión. El abogado pensó que le iban a subir la cuota de protección.
El 23 de febrero Rivera salió a encontrarse con ‘Codazzi’ y nunca regresó. Algunos vecinos de la región dijeron que esa noche vieron al abogado, bastante golpeado, acompañado por un grupo de paramilitares que pasó por una población. Versiones recogidas por la Fiscalía revelaron que el abogado fue torturado hasta el amanecer. De esta forma intentaron ablandarlo para que firmara la venta de sus propiedades. Como no cedió a las pretensiones de sus captores fue asesinado.
Dos semanas después del sepelio los herederos de las fincas comenzaron a recibir mensajes de los paras en los que les decían: «Tienen que vender a quienes nosotros digamos y por el precio que nosotros paguemos». Atemorizados solicitaron ayuda y protección al Ejército. El comandante del batallón que tiene a su cargo esa jurisdicción dijo que no podía hacer nada. No tenía personal ni recursos suficientes, y «por disposición del gobierno nacional la prioridad actual son las operaciones tendientes a restablecer el control del orden público en la Sierra Nevada de Santa Marta» (ver facsímil). Los uniformados les recomendaron acudir a la Policía, que tampoco hizo nada. Los paramilitares comenzaron a buscarlos. Los Rivera sobrevivientes se escondieron, mientras que las fincas fueron saqueadas durante varios días. Las reses y maquinaria agrícola desaparecieron como por arte de magia, como si se las hubieran tragado las ciénagas. Y pese a las evidencias la investigación aún se encuentra en etapa preliminar en la Fiscalía. Es decir, que formalmente no se ha abierto un caso.
Los narcotraficantes, que por momentos han actuado como aliados de los paramilitares, tampoco se han salvado de la expropiación. SEMANA se enteró de la pelea que hay entre los herederos de un importante narco antioqueño asesinado y el testaferro a quien le habían escriturado una finca de 2.500 hectáreas en el Magdalena Medio. Este se alió con un comandante del Bloque Centauros, que opera en la zona, quien a cambio de la mitad de la propiedad le garantizó que los herederos del narcotraficante no lo sacarían. En casos como este, con tanto en juego, la violencia no es un recurso extremo sino el medio usual de lograr sus propósitos. Un campesino antioqueño, por ejemplo, huyó a Medellín para evitar que lo forzaran a vender. Los paramilitares lo localizaron allá y le cortaron el dedo índice para imprimir la huella en los documentos de propiedad falsificados con los que hicieron el traspaso.
Lo sorprendente es que el propio Estado ha sido víctima de los paramilitares. La Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) logró que se adelantara un proceso de extinción de dominio de la finca Casa Verde, una hacienda de 1.800 hectáreas en el Urabá antioqueño, perteneciente al narcotraficante hondureño Raúl Matta Ballesteros. La propiedad quedó en manos de la DNE y al poco tiempo fue invadida por 2.500 personas. Las autoridades creen que este grupo fue impulsado por paramilitares bajo el mando de ‘el Alemán’. Este, en opinión de los organismos de seguridad, quiere controlar la finca para aprovechar los siete kilómetros de costa que tiene sobre el golfo de Morrosquillo para el tráfico ilegal de armas y de drogas. Este es el típico ejemplo de cómo la usurpación de tierras en ocasiones sigue intereses que no son exclusivamente militares (ver recuadro).
Solapados y sutiles
Como la violencia genera tanto ruido y puede causarles molestias futuras, los paramilitares se han ingeniado formas más sutiles de expropiar las tierras que les interesan. Una es intimidando al propietario para convencerlo de la conveniencia de recibir un precio inferior al comercial. En Curumaní, Cesar, a un ganadero le dieron sólo 10 millones de pesos por una finca de 180 hectáreas y 200 cabezas de ganado. Otra forma es coaccionar a los dueños para que nombren como mayordomos a hombres de confianza de los paramilitares. El paso siguiente es advertirles que han desmejorado las condiciones de seguridad en la zona y que ellos se tomarán la molestia y el riesgo de administrarla bajo sus propias condiciones.
Hace tres años en la finca El Picacho, ubicada en el corregimiento de El Calabazo, en la falda de la Sierra Nevada de Santa Marta, se estaba llevando a cabo un proyecto de reforestación y siembra de cacao.
El administrador de la hacienda de entonces, según las denuncias que se presentaron ante las autoridades, permitió que paramilitares, supuestamente al servicio de Hernán Giraldo y Pacho Musso, la invadieran y sembraran coca. Cuando la Fiscalía fue a verificar la existencia de cultivos ilícitos, el administrador los llevó a otra zona que estaba limpia. A los pocos días, el 6 de febrero de 2001, Julio Enríquez, el dueño de la propiedad, fue secuestrado cuando estaba reunido en la región con varios líderes comunitarios. Hasta hoy se desconoce su paradero.
Con los propietarios de tierras entregadas por el Incora el raponazo es más sofisticado. Como estas parcelas no pueden ser vendidas, porque un 70 por ciento de ellas fue comprado con aportes de la Nación, los paramilitares obligan a los campesinos a firmar hipotecas ficticias y como los créditos nunca logran ser pagados a tiempo, estos se ven obligados a entregar sus escrituras. Para esto los miembros de las autodefensas cuentan en ocasiones con la complicidad de autoridades locales o funcionarios notariales.
En el municipio de El Difícil, Magdalena, es un secreto a voces que el paramilitar conocido con el alias de ‘El Grillo’ ordenó el asesinato de varios campesinos que se negaron a venderle sus tierras. Testigos de sus actividades le contaron a SEMANA que funcionarios de la zona le colaboraron para hacer escrituras falsas de las propiedades de los muertos. Aseguran que incluso algunos de estos le sirvieron de testaferros, lo mismo que el hermano de un congresista costeño a quien nadie se atreve a identificar. El 7 de diciembre pasado, cuando ‘El Grillo’ intentó expropiar las tierras de un importante ganadero de la zona, el tiro le salió por la culata y fue asesinado.
El Incoder ha intentado proteger a los parceleros beneficiarios del antiguo Incora. El Instituto, con la denuncia de quien haya sido expropiado, puede advertir a la oficina de registro para que invalide o impida cualquier transacción sobre este predio. Arturo Vega, director del Incoder, se muestra confiado al respecto porque las tierras que entregó el Incora están protegidas hasta 12 años después de su adjudicación y porque no conoce denuncias sobre usurpación de títulos. Eso es, en su opinión, un tema policivo que no les compete a ellos. No conoce denuncias porque los campesinos no las hacen por miedo a los paramilitares y así pierden sus tierras.
En algunos casos la justicia ha podido vincular alcaldes al delito de robo de tierra. En enero de 2003 la jueza Marilis Hinojosa Suárez, de Becerril, Cesar, fue asesinada por cuatro hombres que la esperaban en un paraje rural de este municipio. La Fiscalía cree que algunas decisiones de la jueza estaban impidiéndoles a los paramilitares apropiarse de unos terrenos donde hay unas minas de carbón. A la investigación por este caso fueron vinculados, por asesinato y concierto para delinquir, dos alcaldes de municipios cercanos y varios comandantes paramilitares: ‘Papá Tovar’, ‘Cebolla’, ‘Chitiva’, ‘Gaby’, ‘Roque’ y ‘Samario’. En julio de 2003 más de 20 personas fueron capturadas por estos hechos.
Mención aparte merece el caso de Chocó. En la costa Pacífica hay 2.915.000 hectáreas de tierra que por ley le pertenecen a las comunidades afroamericanas. Estas propiedades tienen títulos colectivos que son inembargables, inalienables e imprescriptibles. Es decir que, legalmente, son intocables. De este total, 79.973 hectáreas le pertenecen a las 515 familias que viven en Curbaradó o integran el Consejo Comunitario de Jiguamiandó. Pero una cosa es lo que dice el papel y otra muy distinta lo que sucede en la realidad. Las comunidades han denunciado que los paramilitares los desplazaron de sus territorios y que al regresar los han colocado en la disyuntiva de jornalear para ellos o volverse a ir. La situación es tan delicada que ameritó un pronunciamiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Cidh) de la Organización de Estados Americanos (OEA). Esta le exige al gobierno que tome cartas en el asunto a la mayor brevedad.
En marzo del año pasado, la Cidh reportó testimonios de miembros de la comunidad de Urabá según los cuales fueron cercados por unos 160 paramilitares, quienes les advirtieron que «se dedicaran al cultivo de palma y coca o que salieran de sus tierras». La Comisión también registró el caso de una familia que al regresar a su tierra, a inicios del año pasado, «fueron detenidos y golpeados por hombres armados vestidos de camuflado», aseguran sus miembros. Al liberarlos les dijeron: «Necesitamos gente para trabajar en el proyecto de palma (.) Ustedes han tomado la decisión de regresar, ustedes ya saben que tienen riesgo». Como en este caso existe un pleito entre las comunidades y los industriales para definir si efectivamente hubo o hay tierras colectivas invadidas, o si estas fueron compradas legalmente con anterioridad, SEMANA se reserva el nombre de las empresas palmicultoras denunciadas para no afectar las investigaciones.
Desamparo y no futuro
La reacción del Estado para evitar que miembros de grupos armados usurpen los títulos de las tierras ha sido tímida. Existe una ley de 1997 que permite que se congelen las transacciones sobre los predios que están en zona de conflicto y que en caso de que las tierras hayan sido usurpadas o vendidas bajo presión, así se hayan firmado escrituras, los títulos puedan volver a sus originales propietarios. Este gobierno emitió además una nueva ley de extinción de dominio, aplicada a todos los bienes adquiridos ilegalmente, que aún no ha sido aplicada a ninguna propiedad usurpada por los grupos armados. Carlos Gustavo Cano, ministro de Agricultura, confía en que esta ley dé resultados: «Para este cuatrienio proyectamos entregarle a los campesinos 150.000 hectáreas de tierras expropiadas». Pero el proceso ha sufrido retrasos y es probable que esta meta no se cumpla. Sólo hasta la semana pasada comenzó a operar este mecanismo con la entrega a 61 familias campesinas de 600 hectáreas de la finca El Japón, ubicada en el Magdalena Medio, y cuyo propietario era el narcotraficante Jairo Correa Alzate.
En la práctica para poner en marcha los mecanismos de protección de los títulos de las tierras, es necesario que el Comité Departamental de Atención a la Población Desplazada, del que hacen parte las autoridades locales, dicte una ‘declaratoria de riesgo’ o de ‘desplazamiento’. Ésta se presenta ante las oficinas de Notariado y Registro, y con este documento queda prohibido hacer transacciones con las tierras en los municipios que ella determine. Este mecanismo se ha tratado de utilizar en la zona del Catatumbo (Norte de Santander), en San Carlos (nororiente de Antioquia) y en Landázuri (Santander) ante la posibilidad de que fueran robados los títulos de propiedad. Sin embargo, la ausencia de claridad sobre cómo desarrollar estas medidas ha provocado inconvenientes a otros predios que van a ser vendidos sin ningún tipo de coacción de por medio. Quienes han conocido de cerca estos procesos dicen que sólo en Landazuri la declaratoria ha servido, mientras que en los otros dos sitios el proceso ha quedado a medias.
Las instituciones que tienen que ver con el problema, como el Ministerio de Agricultura, el Incoder, el Catastro, la Superintendencia de Notariado y Registro y la Procuraduría, muchas veces no tienen los recursos adecuados para ejercer el control que deberían. Otras no tienen dientes y, en algunas ocasiones, a pesar de que existen funcionarios dispuestos a cumplir con su deber, el riesgo que corren es demasiado alto. No obstante, en algunos casos, la autoridades algo han podido hacer.
Adriana Guillén, procuradora para Asuntos Agrarios, dice que su oficina ha desempeñado un papel fundamental en el caso chocoano porque han logrado dejar sin valor documentos de venta sobre tierras colectivas que algunos nativos les firmaron a empresarios. La Red de Solidaridad, por su parte, adelanta con la ayuda de organismos multilaterales un proyecto para diseñar metodologías más precisas para inventariar las tierras que están en medio del conflicto. Es posible que algunos de los esfuerzos institucionales aquí mencionados estén impidiendo un robo de tierras aún más descarado, e incluso puede que logren que ciertas víctimas puedan recuperar las suyas. Pero el grueso de los abusos y las expropiaciones ilegales continúa, y todo parece indicar que continuará, en la impunidad. La última posibilidad para frenar y echar para atrás esta pararreforma agraria es la mesa de diálogo entre estos grupos y el gobierno.
En teoría Luis Carlos Restrepo, alto comisionado para la Paz, tiene clara su posición respecto a este tema: «No estamos dispuestos a negociar en la mesa sobre tierras mal habidas. Todas ellas serán expropiadas y destinadas a programas sociales». Sin embargo en las propuestas de la ley de alternatividad penal esta idea no tiene la misma fuerza de los pronunciamientos. «Son demasiado débiles», dice al respecto Michael Frühling, Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.
En la práctica es muy factible que la restitución de las tierras no ocurra y que los jefes paramilitares, después de resolver su situación jurídica, registren las escrituras que tenían guardadas debajo del colchón, paguen una multa y de esta forma logren legalizar títulos a su nombre, usurpados a otros por medio de la fuerza de las armas. Esto ya sucedió una vez y la historia ha demostrado que se repite porque no se conoce a fondo. En la época de la Violencia, a mediados del siglo XX, se calcula que cambiaron de dueño más de dos millones de hectáreas en formas no muy claras. Así las cosas, la comisión de la verdad que contempla el proyecto de ley de alternatividad penal debería escuchar a los cientos de víctimas de todo el país y, si algún día se logra hacer un listado de todos los robos, exigir en la mesa de negociación que se devuelvan las tierras robadas a sus legítimos propietarios como un paso obligado para que la sociedad los perdone.