I Informe Valech La sociedad chilena ha sido conmocionada por la publicación-parcial-del Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. Mucho más que el Informe Rettig o los resultados de la Mesa de Diálogo, esta nueva y dolorosa erupción de memoria social, surgida de más de 28.000 recuerdos de torturas vividas en casi […]
I Informe Valech
La sociedad chilena ha sido conmocionada por la publicación-parcial-del Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura. Mucho más que el Informe Rettig o los resultados de la Mesa de Diálogo, esta nueva y dolorosa erupción de memoria social, surgida de más de 28.000 recuerdos de torturas vividas en casi 1.200 recintos bajo control militar o policial, nos ha tornado vívida la deuda pendiente en materia de verdad y justicia, así como ha ratificado, una vez más, que el olvido no se impone por decreto. Esta vez, todos han debido inclinarse ante la fuerza y verdad que emana de esos recuerdos. Ya nadie, salvo los más culpables, podrán seguir negando que en Chile, utilizando banalmente el nombre de la Patria, se torturó y se violaron los derechos civiles y humanos de un enorme número de chilenos, a quienes se consideró y trató, no como ciudadanos, sino como ‘enemigo interno’.
El mérito del Informe Valech no radica sólo en que el Gobierno haya ordenado constituir la comisión respectiva, sino, principalmente, en que recopila y revela un trascendental testimonio ciudadano, cuya importancia no es judicial ni es sólo ética, sino, más bien, histórica y política. Como tal, es un testimonio que corona el largo y valiente esfuerzo de los luchadores por los derechos humanos, que fueron abriendo camino, trabajosamente, a la verdad y la justicia. Los deberes que se desprenden de él, por lo mismo, rebasan la esfera de acción del Estado, incluso de los tribunales de justicia, porque comporta una verdad que es ciudadana por testimonio y destino, y porque es la soberanía ciudadana la que ahora tiene que entrar en acción para hacer, no sólo justicia de tribunal, sino, sobre todo, justicia histórica y política.
El Informe tiene, con todo, debilidades. Es inaceptable, por ejemplo, que su publicación vaya acompañada de restricción: se dará a conocer lo ocurrido a las víctimas, pero se mantendrá oculto, por medio siglo, el nombre y la conducta de los torturadores y los victimarios. ¿Por qué se entrega una verdad cercenada? ¿Por qué dar libre curso al dolor y la conmiseración y no a la indignación y la justicia? ¿Por qué un gobierno que se dice democrático tiene que seguir ocultando a los culpables? ¿Es que la impunidad es una conveniencia política mayor que la justicia? ¿Es que el respeto a los poderes fácticos es más importante que el respeto a la dignidad ciudadana?
II El contexto histórico
Algunos personajes sospechosos de culpabilidad (o tardíos legitimadores de lo ilegítimo) han procurado aminorar los crímenes cívicos y humanos cometidos en dictadura buscando justificaciones en el saco de Pandora del «contexto histórico». Como historiadoras e historiadores profesionales, estamos ciertos que el contexto histórico es un escenario y una trama abierta que no obliga a nadie a tomar un curso de acción u otro, razón por la cual no puede, de por sí, ni explicar ni justificar ni exculpar ningún crimen contra la humanidad. Incluso un contexto de ‘crisis estructural’ como el que vivió Chile, no sólo desde 1970 – que es, para los personajes citados, el origen de todo – sino desde mucho antes. Desde que Diego Portales y el general Prieto destruyeron, a sangre y fuego, la cultura de los respetos ciudadanos y la democracia de los cabildos. O desde que la misma oligarquía desnacionalizó las riquezas del país, hacia 1900. O desde que el empresariado chileno fue incapaz de desarrollar el capitalismo nacional sin entregarlo al capital extranjero. O desde que Estados Unidos se negó a colaborar con los planes del Estado Desarrollista para industrializar plenamente el país. O desde que los militares han impuesto una y otra vez un sistema político (liberal) y un modelo económico (liberal) en oposición radical a la voluntad ciudadana. El contexto histórico chileno no se limita al gobierno de Allende, que llegó para administrar la crisis de todo eso. Fue esa crisis de largo plazo la que llevó a la juventud de los años ’60 a buscar una vía no capitalista y no parlamentaria de desarrollo (lo que ocurrió en toda América Latina), y fue la misma percepción, aunque bajo amparos y para intereses distintos, la que llevó al Partido Nacional, por la misma fecha (1966) a entregar una Declaración de Principios en la que, coincidiendo con los jóvenes revolucionarios de Izquierda, desestimó abiertamente la vigencia de la democracia liberal. ¿Y qué decir de Patria y Libertad que, acosada por la desesperación de ver caer el sistema tradicional de dominación, se lanzó trabajar y conspirar fuera de la ley y del Congreso? El contexto de la crisis estructural de la economía y del propio Estado chilenos desencadenó procesos de radicalización política en la Izquierda, en el Centro y en la Derecha, en el sentido, sin duda, de buscar otras rutas y utilizar otros medios, mejores que los que, hacia 1968, claramente, se habían gastado.
Pero nada de eso justificaba y justifica torturar prisioneros, violar mujeres con perros y ratones, perpetrar aberraciones sexuales, asesinar con perversión, dinamitar cadáveres y fondear en el mar los restos de esas vejaciones. Y menos aun usando todos los recintos militares y policiales y, cuando menos, la mitad de los efectivos que la Nación ha mantenido y apertrechado para consolidar la seguridad, la dignidad y la unidad de los chilenos.
No puede compararse la masividad y la brutalidad de esa particular ‘política de represión’ (si no se quiere reconocer que fue y ha sido una ‘política’ de los poderes fácticos, dígase al menos que es una de sus ‘técnicas’ de guerra sucia; o sea: de guerra política contra connacionales), con las bravatas ideológicas de un líder socialista, o los intentos de la izquierda revolucionaria por organizar algo que evitara o pudiera enfrentar lo que se veía venir: aquella política masiva de represión con tortura, que había irrumpido en la historia de Chile cada vez que el movimiento popular quiso hacer valer sus derechos ciudadanos. La izquierda revolucionaria no se equivocó en prever la brutalidad de lo que venía, pero sí en calcular su horrorosa magnitud. Sólo alguien con poca o ninguna conciencia cívica, como Manuel Contreras, puede seguir insistiendo en que detrás de Allende había un fantasmagórico ejército de 14.000 cubanos dispuestos a matar el doble de militares chilenos si éstos se descuidaban. Pero sin apelar a estos ejercicios de «guerra ficción», lo que cabe subrayar es que ningún militar formado y pagado por la República puede considerar enemigos de guerra a sus compatriotas civiles, o asumir que sólo los militares son patriotas y no los civiles, o que los chilenos de clase alta son humanos y los otros «humanoides», al extremo de cometer con ellos las aberraciones que el Tratado de Ginebra prohibió terminantemente para el trato de prisioneros de guerra entre naciones, cuanto más entre ciudadanos de una misma nación.
III Las Fuerzas Armadas
Lo que es más grave aun, es que la ‘política represiva’ que se perfila en los testimonios del Informe Valech no ha sido un rasgo exclusivo de la Dictadura de Pinochet. Si hemos de ser rigurosos, la violación de los derechos humanos y sociales se instaló en Chile desde la Conquista, cuando nuestros pueblos originarios se vieron violentamente sometidos a una voluntad política que los despojó de sus tierras, que reprimió su cultura, negó su identidad y trató por siglos como un enemigo interno a diezmar y suprimir. Asimismo, desde que se consolidó hacia 1830 la «República Autoritaria», los demócratas han sido muchas veces reprimidos, exonerados, relegados y desterrados -cuando no fusilados-, en tanto que los «rotos» sufrieron durante décadas castigos infamantes e inhumanos: encierro en jaulas de fierro con ruedas o «presidios ambulantes»(creación de nuestro máximo estadista: Diego Portales), sujeción al cepo, colgamientos, pena de azotes, etc. ¿Y por qué no recordar aquí las reiteradas matanzas obreras y sociales que jalonan tristemente la historia del siglo XX: Valparaíso 1903, Santiago 1905, Antofagasta 1906, Iquique 1907, Puerto Natales 1919, San Gregorio 1921, Coruña 1925, Copiapó 1931, Ranquil 1934, Santiago 1946, Santiago 1957, Santiago 1962, El Salvador 1966, Puerto Montt 1969…, donde las Fuerzas Armadas tuvieron una ‘destacada’ actuación?
Casi todos esos actos fueron ejecutados por cuerpos militares obedeciendo, por lo común, órdenes de gobiernos civiles (que defendían Constituciones impuestas por la fuerza, como las de 1833 y 1925), pero también por un insano patriotismo propio. La hoja de servicios de las Fuerzas Armadas muestra, en este sentido, un manchón que ha sido y es, histórica y políticamente, significativo. Ni Chacabuco o Maipú, ni Yungay ni La Concepción pueden lavar la afrenta que se ha cometido contra la propia ciudadanía. Mucho menos pueden atenuarla principios dudosos como el de la «obediencia debida», el de la responsabilidad «individual y no institucional», el de las guerras fantasmagóricas, o el tono prepotente de arenga de cuartel. Y no resulta casual que esos manchones coincidan precisamente con las grandes «coyunturas constituyentes» del pasado siglo, que son aquellas en las cuales se definían y construían las estructuras políticas y económicas que enmarcan y rigen la convivencia social, política e internacional de los chilenos. Y tampoco puede pasar desapercibido el hecho de que esas «coyunturas» (trascendentales) han estado saturadas de políticas represivas y, por tanto, de miedo ciudadano. Por eso, las violaciones perpetradas durante la dictadura del general Pinochet no pueden asumirse como una anomalía patológica o un caso excepcional de individuos aislados. Por desgracia, la tortura se ha practicado en Chile desde hace mucho tiempo, y ya la policía de Carlos Ibáñez del Campo (1927-1931) institucionalizó la picana eléctrica como método de interrogatorio, en su caso, contra delincuentes. El general Pinochet, en un sentido, continuó esa tradición ampliándola esta vez contra grandes sectores de la ciudadanía, en una escala sin parangón histórico, y en otro sentido, produjo una ruptura en ella al perpetrar horrores sin registros anteriores. El monopolio de las armas, que la Nación ha confiado a los institutos uniformados, no autoriza en ningún caso volverlas contra el propio pueblo.
IV Los encubridores
Y es también lamentable que muchos civiles hayan incentivado a esos institutos a actuar de la forma en que lo hicieron. Y que, de un modo u otro, hayan colaborado, ocultado o pretendido ignorar un crimen que sólo puede calificarse de ‘lesa ciudadanía’. Y que hoy, por esa colaboración, complicidad tácita o negligencia culpable magnifiquen sucesos aislados, inventen guerras falsas o se laven las manos para quedar libres de toda «connivencia». A ellos se suman, además, todos los que se han beneficiado con los cambios introducidos mediante tales procedimientos, beneficios que no son nimios (tenemos la distribución de ingresos más desigual desde 1900), de los cuales las sumas registradas a nombre de Pinochet en el Banco Riggs son sólo muestra estadística. Los nuevos ricos ‘de mercado’ no tienen una historia, como clase, tan limpia como pudieran sugerir sus trayectorias individuales.
V La justicia histórica
La única forma de terminar de una vez con la tradición perversa de reprimir al ‘enemigo interno’ para construir riquezas desiguales de mercado, es asumir los testimonios ciudadanos del Informe Valech como una verdad histórica y política, que, derivada de lo ético, vaya más lejos que lo judicial. Es el proceso histórico el campo de acción propio de la soberanía ciudadana, no sólo la liturgia del dolor por los deudos, el trámite engorroso de los procesos judiciales o los gestos simbólicos de perdón y reconciliación. Es preciso erradicar para siempre de la conciencia ideológica de las Fuerzas Armadas la convicción de que su tarea principal es aplastar una y otra vez al enemigo interno que amenaza los grandes intereses privados. Es preciso terminar para siempre con el temor a los poderes fácticos, que inhibe la soberanía popular, corrompe la representatividad de los políticos, torna negligentes los poderes judiciales, transforma la política en una estéril diplomacia entre clases dirigentes y obliga al pueblo a la movilización callejera y la «acción directa».
Para poner fin de raíz a los horrores ocurridos, no basta con repetir en letanía: «nunca más», «mea culpa», «pido perdón», o exhortar con voz compungida a la reconciliación, o aplaudir a cualquiera que se atreva a rezar en público tales letanías. Para que el «nunca más» sea histórica y políticamente efectivo se requiere, en primer lugar, que la ciudadanía eduque y reeduque a los grupos e instituciones que, de hecho y por derecho ilegítimo, se han convertido en poderes fácticos que violan la soberanía ciudadana. En segundo lugar, se requiere que la ciudadanía se eduque a sí misma como poder soberano, para hacer posible no sólo la desaparición de las políticas de represión y tortura contra un supuesto ‘enemigo interno’, sino también para construir una sociedad más democrática, participativa y con una distribución más justa de las riquezas que produce. Hasta ahora, la Historia dice categóricamente: Chile, desde 1830, no ha podido nunca construir una democracia y un mercado de esa naturaleza. No pocas veces los movimientos cívicos y sociales lo han intentado, pero han pagado caro por ello, ya que los poderes fácticos han torcido, en cada caso, la voluntad soberana que animaba esos movimientos.
El «nunca más» depende, en los hechos, de que seamos capaces de desarrollar, a partir de la verdad contenida en la memoria colectiva de la ciudadanía, un movimiento cívico capaz de construir, esta vez exitosamente, lo que siempre han querido construir las generaciones de luchadores por la justicia que registra la historia social de nuestro país.
Santiago, 16 de diciembre de 2004.
Karen Alfaro Monsalve, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales, profesora Universidad San Sebastián, Concepción. Beatriz Areyuna, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales, profesora Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Alejandra Araya Espinoza, Magíster en Historia, profesor Universidad de Chile. Pablo Artaza Barrios, Magíster en Historia, profesor Universidad de Chile. Jorge Benítez González, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales, Secretario de Estudios Escuela de Historia y Ciencias Sociales Universidad ARCIS. Ernesto Bohoslavsky, Magíster en Antropología e Historia, profesor Universidad Nacional de General Sarmiento, Argentina. Alejandra Brito Peña, Magíster en Historia, Jefa de Carrera Departamento de Sociología, Universidad de Concepción. Azún Candina Palomer, Magíster en Historia, profesor Universidad de Chile. José Luis Cifuentes Toledo, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales. Emma De Ramón, Doctora en Historia, profesora Universidad Nacional Andrés Bello.. Alex Giovanni Díaz Villouta, Licenciado en Educación, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales, Taller de Ciencias Sociales Luis Vitale Cometa, Concepción. Francisco Domínguez, Doctor en Economía Política, profesor Universidad de Middlessex, Gran Bretaña. Manuel Fernández Gaete, Magíster © en Investigación Social y Desarrollo, Coordinador de la carrera de Historia y Ciencias Sociales de la Universidad Bolivariana, sede Los Ángeles. Marco Fernández Labbé, Doctor © en Historia, Becario Conicyt. Elisa Fernández N., Doctora en Historia, profesora de la Universidad de Chile. Mario Garcés Durán, Doctor en Historia, profesor Universidad ARCIS. Juan Carlos Gómez Leyton, Licenciado en Historia, Doctor en Ciencias Políticas, profesor universidades ARCIS, de Talca y Alberto Hurtado. Sergio Grez Toso, Doctor en Historia, profesor Universidad de Chile. N° 10.636 del Listado de prisioneros y torturados del Informe Valech. Alberto Harambour Ross, Licenciado en Historia, Programa Doctoral Historia, SUNY Stony Brook, Estados Unidos. Rodrigo Henríquez Vásquez, Dr. © en Historia, Universidad Autónoma de Barcelona, España. Margarita Iglesias Saldaña, Magíster en Historia, profesora Universidad de Chile. N° 11.850 del Listado de prisioneros y torturados del Informe Valech. María Angélica Illanes Oliva, Doctora en Historia, Directora Escuela de Historia y Ciencias Sociales Universidad ARCIS. Leonardo León Solís, Doctor © en Historia, profesora Universidad de Chile. N° 13.028 del Listado de prisioneros y torturados del Informe Valech. Manuel Loyola Tapia, Licenciado en Historia, Magíster en Filosofía Política, profesor Universidad Cardenal Raúl Silva Henríquez. José Luis Martínez Cereceda, Doctor en Antropología, profesor Universidad de Chile. N° 14.222 del Listado de prisioneros y torturados del Informe Valech. Jaime Massardo, Doctor en Historia, profesor Universidad Academia de Humanismo Cristiano. N° 14.374 del Listado de prisioneros y torturados del Informe Valech. Leonardo Mazzei de Grazia, Doctor en Historia, profesor Universidad de Concepción. Alexis Meza Sánchez, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales, Director Universidad ARCIS, sede Cañete. Pedro Milos Hurtado, Doctor en Historia, profesor Universidad de Santiago de Chile. Maximiliano Moder García, profesor de Historia, Ministerio de Educación. Fabio Moraga Valle, Doctor © en Historia, El Colegio de México. Tomás Moulian Emparanza, Sociólogo, Rector Universidad ARCIS. Víctor Muñoz Tamayo, Licenciado en Historia, Maestría en Ciencias Sociales ©, Centro Cultural Manuel Rojas. Luis Osandón Millavi, Licenciado en Historia, Doctor en Ciencias de la Educación, Jefe de Carrera Pedagogía en Historia y Ciencias Sociales Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Julio Pinto Vallejos, Doctor en Historia, profesor Universidad de Santiago. Pedro Rosas Aravena, profesor de Historia, Magíster © en Historia y Ciencias Sociales Universidad ARCIS, prisionero político actualmente recluido en la Cárcel de Alta Seguridad de Santiago (CAS). Gabriel Salazar Vergara, Doctor en Historia, profesor Universidad de Chile, Decano Facultad de Humanidades Universidad ARCIS. N° 22.144 del Listado de prisioneros y torturados del Informe Valech. Rodrigo Sandoval, Licenciado en Historia, Máster en Archivística, Pontificia Universidad Católica de Chile. Alicia Salomone, Magíster en Historia, Doctora © en Literatura, profesor Universidad de Chile. Carlos Sandoval Ambiado, Profesor de Historia, Magíster en Educación, académico Universidad ARCIS. N° 22.532 del Listado de prisioneros y torturados del Informe Valech. Robinson Silva Hidalgo, Magíster © en Historia, Coordinador Académico Universidad ARCIS, Arauco. Soledad Tapia Venegas, profesora de Historia y Geografía, Magíster © en Gestión Educativa, Universidad SEK. Mario Valdés Vera, Magíster en Historia, académico Universidad San Sebastián, Concepción. Verónica Valdivia Ortiz de Zárate, Magíster en Historia, académica Universidad de Santiago. Ricardo Vargas Morales, Magíster en Historia, Director Carrera de Historia y Ciencias Sociales Universidad San Sebastián, Concepción. Ángela Vergara Marshall, Doctora en Historia, académica UT-Panamerican, Edinburg, Texas, Estados Unidos. Claudia Videla Sotomayor, Licenciada en Historia, Magíster © en Historia, Universidad de Chile.