Se han cumplido 400 años desde que el ingenioso hidalgo de la Mancha, inició su aventura redentora que lo mantiene hasta hoy peleando con los molinos de viento y tratando de robar el corazón de su bella Dulcinea. En el mundo se celebra este acontecimiento portentoso. Y las plumas más prestigiadas están aprovechando la ocasión […]
Se han cumplido 400 años desde que el ingenioso hidalgo de la Mancha, inició su aventura redentora que lo mantiene hasta hoy peleando con los molinos de viento y tratando de robar el corazón de su bella Dulcinea. En el mundo se celebra este acontecimiento portentoso. Y las plumas más prestigiadas están aprovechando la ocasión para darle una vuelta más al viejo tema de la relación entre la literatura y la vida humana.
Mario Vargas Llosa, nuestro más importante escritor vivo, ha pronunciado hace pocos días el segundo discurso, que le conozco, sobre la obra de Cervantes, con motivo del Honoris Causa que le entregó la Universidad Ricardo Palma[1][1]. Anteriormente pude leerlo en otra conferencia sobre el tema, precisamente cuando era reconocido con el premio Cervantes de España, por la amplitud y calidad de su trabajo literario.
Yo le había entendido entonces a Mario que de acuerdo a su teoría de las novelas, que nos sirven para vivir las vidas que no podemos, el caso de El Quijote venía a configurar una situación límite. Un lector insaciable de escritos de caballería se extravía en su propio amor por las historias que había devorado con los ojos, y termina por convencerse que a su tiempo le hacen falta caballeros como los de antes, que luchen por lo justo y lo bello, como aquellos de los libros, y decide armarse para cumplir este destino.
En vez que como lector ávido Don Alonso Quijano, acepte compensar su vida gris con la épica de las novelas, decide vivir su propia novela como don Quijote. Y, como no podía ser de otra manera, el resultado tiene que ser un disparate, porque la empresa misma es imposible. Por eso, el héroe nos parece un alucinado. Noble, pero loco. Y su torpe acompañante, simplón en el razonamiento, y sin ninguna ambición de trascendencia, se convierte en una necesaria contraparte de sensatez elemental ante el peligro, como si los dos personajes en realidad fueran los rostros ineludibles de lo humano: el sueño y la aventura, que se contrapesan con el sentido común y la cotidianidad que huye de los riesgos.
El Vargas Llosa del premio Cervantes, y que he resumido tratando de guardar la mayor fidelidad posible, ya estaba a bastantes millas del «sartrecillo valiente» de los 60, la Casa de las Américas y los comunicados de apoyo a las guerrillas de Luis de La Puente, Lobatón y Paúl Escobar. Por tanto había pasado el tiempo de la literatura comprometida y los debates sobre el supuesto rol del escritor frente a su sociedad y su tiempo. Más modestamente nos proponía situar el hecho creativo en una relación autor-lector, donde el primero tocado por algún tipo de fascinación o demonización y valiéndose de la técnica de escribir, permitía al segundo un goce de la capacidad e inclinación a fantasear con la que todos nacemos.
En el 2005, el mismo Mario Vargas Llosa, con un poco más de años, y llevando a cuestas sus más recientes experiencias político-periodísticas (viraje de la crítica a la ilegalidad de la invasión de Irak, a saludar la ocupación como una vía de democratización; apoyo el gobierno de Toledo, teniendo de primera mano evidencias de la corrupción a través de su hijo que fuera el asesor más cercano del candidato a presidente), ha regresado sobre el manchego para extraerle mensajes que él mismo decía que las novelas no contienen. Pero, en fin.
En el discurso en la Universidad Ricardo Palma, El Quijote ya no es sólo el lector que quiere vivir la novela de su vida e invade la literatura con todas sus consecuencias ridículas, pero inofensivas, sino el germen del soñador enfermizo que quiere cambiar la realidad dando lugar más bien a resultados trágicos y devastadores. El hidalgo se convierte en el prototipo de una serie de locos históricos de muy distinta factura: cruzados de la guerra de conquista de los lugares bíblicos; inquisidores que se proponían eliminar infieles; jacobinos que intentaron decapitar la irracionalidad feudal y la aristocracia; nazis que se propusieron depurar las razas; comunistas que persiguieron la ideología capitalista e inventaron los gulag.
¿Qué autoriza a juntar a todos estos en un solo paquete?, ¿qué puede haber de quijotesco en los cruzados, en la santa inquisición, en los seguidores de Hitler y Stalin? Por supuesto que casi nada. Pero lo que hace tiempo quiere decirnos nuestro más importante escritor, es que en los sueños de cambiar el mundo, ya está en embrión el holocausto. Si no canalizamos nuestras pasiones hacia un espacio lúdico y personal, o si no tenemos al frente un Sancho suficientemente fuerte para detenernos, corremos el riesgo de desencadenar procesos destructivos que se nos vayan de las manos, logrando lo contrario de lo que nos proponíamos.
Esta es una antigua treta de Vargas Llosa que quiso reflejar en su extraordinario libro La Guerra del Fin del Mundo[2][2] que nos cuenta como los seguidores de la locura de Antonio Conselheiro llegan a organizar una guerra religiosa contra el Estado brasileño, hasta ser derrotados y aniquilados, y que por su calidad expresiva produjo un efecto de identificación con los rebeldes. A pesar de todas las explicaciones del escritor, que su propuesta era la de oponerse a las utopías. Luego vino la Historia de Mayta[3][3] en la que la literatura es sacrificada a la explicitación de la moraleja: una guerrilla dirigida por un subteniente y un líder campesino trotskista, e integrada por estudiantes secundarios, desbaratada en unas cuantas horas en 1958, por absurda e inviable, era en realidad la semilla de la violencia que ensangrentaría al Perú a final de siglo. El joven oficial Vallejo, era el prototipo de Guzmán. Ahora, nada menos que El Quijote simboliza todos ellos.
Hay obviamente otra tesis subterránea. Las empresas humanas se definen no por sus objetivos sino por sus métodos. Y hay que ver lo que significa métodos, realmente: aferrarse a ciertas ideas, actuar más allá de lo permitido, imponerse por la fuerza. Sólo en eso, tal vez, haya algo remotamente en común entre los cruzados y los jacobinos. Pero unos se dirigían desde una posición dominante a conquistar pueblos y otros trataban de echar abajo el yugo de la monarquía. Unos fundaron la enemistad de oriente y occidente que dura hasta hoy día, y otros abrieron paso a las repúblicas modernas y democráticas que todos admiramos, especialmente Mario Vargas Llosa. Igual podría decirse de los bolcheviques y los nazis. Los primeros abrieron paso a la Rusia moderna y despertaron en los trabajadores del mundo un sentido de que eran una fuerza social importante, todo ello a pesar de la degeneración autoritaria del estalinismo que defendió el poder a costa de la revolución misma; mientras los segundos representaron el renacimiento del militarismo alemán (envuelto en el asunto de la raza), la lucha más despiadada por la supremacía capitalista mundial y el aplastamiento de los trabajadores.
Para Mario todo es igual. No todo, porque ese cruzado, inquisidor, nazi, promotor de gulags, como el de Guantánamo, que dirige Estados Unidos, le parece capaz de realistas tareas democratizadoras de árabes musulmanes y demás canallas terroristas, como la que dice que se ejecuta en Irak. No es otro alucinado que habla con Dios por las noches, que cree poder civilizar al mudo a la manera de cómo es Estados Unidos y de paso quedarse con petróleo ajeno. No es el bárbaro que mata en masa para conseguir lo que se propone. ¿Por qué es tan diferente la mirada? Aparentemente porque se trata de un «demócrata» y de un representante de las economías capitalistas modernas. Pero se me ocurre que el realismo en este caso va más lejos. No hay nada de Quijote cuando se tiene un inmenso poder. Entonces estamos ante un elogio del poderoso y el vencedor, con la cubierta del sentido común y la elementalidad sancho pancista.
Don Sancho
Los 400 años también son los de Sancho Panza, ciertamente. Sobre él, también el escritor ha movido su punto de vista. El escudero que cabalgaba sobre un burro, ya no es sólo la conciencia que le advierte al impulsivo caballero los límites de la realidad, el conservador que trata de jalarlo de la camisa, la otra parte que todos tenemos y que nos aconseja contra los excesos de osadía. No. Según el Mario Vargas Llosa 2005, el obeso acompañante de El Quijote, es «un ciudadano mucho más respetuoso de la ley y del prójimo, que su amo»[4][4] Está dotado de sabiduría natural, perfeccionada en la dura escuela de la supervivencia. A diferencia del hidalgo que es un «ser acorazado en sus convicciones inconmovibles», el Sancho es «un «espíritu abierto al que la experiencia va transformando..»
«A su manera Don Quijote, el disidente esencial, es un héroe -dice Mario Vargas Llosa-; a la suya el pragmático Sancho, es el ciudadano ideal, cuya conducta garantiza el orden social, aunque no siempre la libertad y el progreso. Si hubiera prevalecido el pragmatismo de Sancho, su comprensión cabal de las cosas de este mundo, el Quijote tendría, al final de la historia, los lomos menos magullados y su boca más dientes. Pero entonces, no habría habido novela -o ella habría sido aburridísima- y la lengua y la literatura española serían menos fértiles de lo que son»[5][5]
¿Es sólo de literatura que está hablando Mario Vargas Llosa? Evidentemente que no. Esta definiendo un punto de vista sobre la vida y sus opciones. Y como en el caso del caballero, aquí también está exagerando con el escudero. ¿Sancho Panza es un ideal?, ¿en qué sentido? En las propias palabras del escritor, su conducta garantiza el orden social. El orden sin justicia, sin libertad, contra el que insurge El Quijote. ¿La vida estaría exenta de magulladuras y todos conservaríamos nuestros dientes en su sitio si siguiéramos la línea pancista de no comprometernos? Pero si toda la vida de las mayorías -hace 400 años, también hoy-, está cargada de laceraciones, dolores e infelicidades. Luchar contra eso arriesga empeorar las cosas, pero también la posibilidad de dar pasos adelante.
«El llamado a aguijonear en hombres y mujeres el apetito de lo que no tienen ni tendrán, ha aumentado considerablemente la infelicidad humana»[6][6] No sé si preguntar, si los seres humano serían más felices convenciéndose que lo que no tienen no lo tendrán, es decir asumiendo la desigualdad y la injusticia como barreras invencibles. En todo caso es una lástima la incongruencia entre el escritor que ayuda a revelar la realidad y el hombre que considera sin solución la necesidad de cambiar el mundo y la aparente tragedia de intentar hacerlo.
[1][1] «Los cuatro siglos del Quijote», Mario Vargas Llosa, 19-01.05. Universidad Ricardo Palma; reproducido por el diario «La República», edición del 23 de enero de 2005
[2][2] «La Guerra del Fin del Mundo», Mario Vargas Llosa, Seix Barral, Barcelona, 1981
[3][3] «Historia de Mayta» Mario Vargas Llosa, Seix Barral, Barcelona 1984.
[4][4] «Los cuatro siglos del Quijote», Mario Vargas Llosa, 19-01.05. Universidad Ricardo Palma; reproducido por el diario «La República», edición del 23 de enero de 2005
[5][5] ibid
[6][6] ibid