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Vázquez Montalbán, un puente

Fuentes: Página 12

En un principio, nosotros no creímos en su muerte. Lo de desaparecer en un lugar lejano de nuestra geografía, precisamente en un aeropuerto de Bangkok, nos pareció entonces como una suerte de recurso detectivesco y no como una ausencia definitiva. No lo creímos muerto, así que esperamos. Ya aparecería después con una nueva historia de […]

En un principio, nosotros no creímos en su muerte. Lo de desaparecer en un lugar lejano de nuestra geografía, precisamente en un aeropuerto de Bangkok, nos pareció entonces como una suerte de recurso detectivesco y no como una ausencia definitiva. No lo creímos muerto, así que esperamos. Ya aparecería después con una nueva historia de Pepe Carvalho o con una entrevista a un grupo de «otros» antineoliberales, desconocidos para los demás «otros» que pueblan la complicada geografía de la resistencia mundial. Entonces le diríamos algunas groserías (claro, cuidando que él no las escuchara), y seguiríamos caminando sabiendo que por ahí andaba. El, pensaba yo, no se moriría sin avisarnos antes. Pero no, Don Vázquez Montalbán se había ido de veras, dejándonos a nosotros un poco más vacíos. Y eso, el que se fuera de veras, nos daba (y nos da) un poco de rabia, de coraje.

Así nos pasa de por sí con las muertes: primero nos dan rabia, luego tristeza, mas después las dos cosas.

Don Vázquez Montalbán no era nuestro amigo, era nuestro compañero. «Compañero de viaje», dijo él en uno de sus escritos. «Compañero así nomás», dijimos y decimos nosotros.  No sé si eso sea más o menos para él. Para nosotros es todo.

Sólo lo hablé en persona una vez, así que no intentaré siquiera decir cómo era o cómo no era. Recuerdo que, esa vez, intercambiamos los saludos de rigor y algunas bromas sobre artistas de España (Marisol, Joselito, Pili y Mili), creo que hasta cantamos a dueto aquella de «la vida es una tómbola, tom, tom, tómbola…» Claro que él nunca reconoció que la entonamos a coro y me adjudicó entonces el papel de solista.

Después nos pusimos serios. Bueno, al menos lo intentamos. En realidad, aquel encuentro me pareció entonces como cuando dos boxeadores se enfrentan y pasan los primeros minutos del combate estudiándose mutuamente… para después descubrir que al que hay pegarle es al árbitro. Creo que él trataba de entender. Creo que él trataba de salirse de la falsa disyuntiva de ser «fan» de Marcos o «antifán» de Marcos (dilema entonces de moda entre los intelectuales progresistas). Me parece que, a través de sus libros y de su vida, Don Vázquez Montalbán demostró que lo suyo no era el abrazar causas acríticamente. Creo que, siguiendo el marxismo de Groucho, no simpatizaría con una causa que lo aceptara como simpatizante. Es más, creo que no era «fan» ni de sí mismo. No era de esos intelectuales que cambian de dioses y liturgias como cambian de calzones (bueno, cuando se los cambian). Después de leer sus ensayos me pareció ser un ateo hasta de Manuel Vázquez Montalbán, pero un firme creyente en la existencia del mal y en la necesidad de enfrentarlo. El filoso bisturí de la palabra no sólo lo aplicó para diseccionar los distintos poderes que se han ido sucediendo en la geografía mundial.

También lo usó frente a las supuestas o reales oposiciones que el espejo del Poder produce inevitablemente. Incluso, intuyo, lo empleó en él mismo. Cuando hablamos en aquella única ocasión, me dio la impresión de que buscaba, sí, pero no una nueva causa que lo redimiera a la distancia, o una desilusión más que reforzara un escepticismo frente a todo (esa elegante coartada para no comprometerse con nada). Creo sinceramente que él trataba de ver detrás del pasamontañas para descubrir y encontrar un movimiento: el zapatista. Y pienso que lo encontró, quiero decir, que nos encontró. Sólo así puedo explicarme el feliz empecinamiento en saber de nosotros, en estar con nosotros en la luz y en la sombra, aun en Cataluña o en un aeropuerto de Bangkok. La última carta que nos mandó fue en medio de la polémica desatada a raíz de nuestro apoyo explícito a la lucha política y cultural del pueblo vasco. A diferencia de quienes aprovecharon para deslindarse de nuestra siempre incómoda compañía y, desde el «pulcro» púlpito de los medios de comunicación, nos acusaron (injustamente, como se demostraría casi inmediatamente) de ser partidarios del terrorismo de ETA, Don Vázquez Montalbán nos envió una misiva privada. En ella (creo que ahora puedo revelarlo) nos alertaba sobre lo que vendría: el zapatismo sería vinculado no con una causa justa, sino con el crimen mesiánico. Claro que él no pensaba que el zapatismo hubiera recibido el abrazo mortal del fundamentalismo, nos conocía demasiado bien. Pero también era un gran conocedor del funcionamiento de los medios masivos de comunicación y sobre eso nos reconvenía. Pronto tuvo su respuesta y casi estoy seguro de que le satisfizo. Así, nos hizo llegar uno de sus últimos libros con una dedicatoria que no era sino un «aquí estoy, con ustedes»; y, reiterando su simpatía por Euskal Herria, apoyó, junto con otras personalidades de la cultura europea, nuestra malograda iniciativa «Una oportunidad a la palabra».

Pero, volviendo a nuestro único encuentro, recuerdo que hablamos un poco de Antonio Machado. Ambos admirábamos el «Juan de Mairena», sus cuestionamientos, sus dudas. A lo largo de la plática (se supone que era una entrevista, pero fue una plática) hubimos de coincidir en que, muchas veces, los mejores textos de análisis político están en la literatura universal, y, sin hacerlo explícito, concluíamos que el mundo iría mucho mejor si los políticos profesionales supieran más de literatura que de mercadotecnia, y si leyeran más libros de poesía y novela, y menos reportes estadísticos y boletines de prensa.

Dicho esto, permítanme una divagación. La habitación donde el Poder decide está cerrada a cal y canto. La democracia, nos dicen, es que nosotros, los de afuera y los más, podemos elegir quién entra y quién sale. Pero se les olvida aclararnos que sólo podemos escoger de entre los pocos que los más pocos nos presentan.

Y no sólo. Nosotros, los más y los de afuera, quienes padecemos las consecuencias de las decisiones que se toman en esa habitación, nada sabemos de ella. La política, nos repiten, es asunto de especialistas que sólo comprenden especialistas.

Así nos encontramos con que aparecen guerras envueltas en el papel celofán de argumentos insostenibles, programas económicos que no son sino guerras «blandas», crímenes culturales perpetrados en nombre de la modernización, aniquilamiento de identidades diferentes mediante el recurso expedito de eliminar a quienes las portan. En suma: la arbitrariedad asesina de la fuerza, pero vestida de «razón de Estado», de «razón económica», de «razón divina», de «razón neoliberal».

En algún lado del libro de Machado, Mairena y sus alumnos discurren sobre el teatro, sobre cómo las escenas en una habitación transcurren con la ausencia de un cuarto muro, y que es la ausencia de ese muro la que nos permite saber lo que pasa dentro. De la misma manera, los actores «hablan» sus pensamientos y es así como sabemos lo que pasa dentro de un personaje. Quienes hacen del ejercicio de la razón y el arte su trabajo pueden contribuir a derribar ese cuarto muro de la habitación del Poder y a hacer «hablar» a los personajes que la habitan. No sólo ayudarían a derrumbar el mito de la «política especializada» y a desaparecer el halo sobrenatural del Poder, también contribuirían a echar a andar otro mundo, uno mejor, uno donde quepan todos los mundos. La democracia sería así liberada de la prisión de los spots publicitarios, la frivolidad dejaría de ser programa de gobierno, y la estupidez ya no sería la bandera que ondearan, orgullosos, los gobernantes neoliberales.

Sería magnífico que, a quienes están en el Poder, se les obligara a leer al menos siete libros: uno de poesía, uno de cuentos, uno de novela, uno de teatro, uno de ensayo, uno de filosofía… y uno de gramática. Yo sé que todo esto puede sonar subversivo, utópico, o las dos cosas, así que no hagan mucho caso. En realidad lo traigo a cuento porque si algo puede definir el trabajo de Don Vázquez Montalbán es el mazo con el que se pasó derrumbando muros y la hábil ventriloquia con la que hizo hablar a los poderosos y a los intelectuales que les sirven.

Creo que él, Don Vázquez Montalbán, le tenía un profundo respeto al lector. Creo que se cuestionaba qué escribir, por qué y contra qué, y que trasladaba esas preguntas a la lectura: qué se lee, por qué y contra qué. Y creo que, como escritor, no les expropió las respuestas a sus lectores. Contradiciendo el título de uno de sus libros, no hizo panfletos. Por el contrario, hizo de la palabra una ventana, y una y otra vez, en sus escritos, se esmeró en mantenerla limpia y transparente. Fuera de entre los neoliberales, la palabra suele concitar respeto entre quienes la enfrentan, es decir, los que la hablan y escriben y los que la leen y escuchan. Si alguien me pidiera un ejemplo que sintetizara la resistencia de la humanidad frente a la guerra neoliberal, diría que la palabra. Y agregaría que una de sus trincheras más empecinadas, y afortunadas, es el libro.

Aunque, claro, es una trinchera muy otra porque se parece extraordinariamente a un puente. Porque quien escribe un libro y quien lo lee no hacen sino cruzar un puente.

Y el cruzar puentes, viene en cualquier manual de antropología que se respete, es una de las características del ser humano.

Ya me despido, pero no quisiera hacerlo sin antes declarar que, si alguien me pidiera una definición de Don Manuel Vázquez Montalbán diría que fue, y es, un puente. Vale. Salud y que la vida, algún día, transcurra sin muros.

* Extractado del texto enviado por Marcos al homenaje realizado en la FIL de Guadalajara al escritor.