La muerte de 44 jóvenes conscriptos, entre ellos varios de origen mapuche, y un sargento de tropa en la alta cordillera de la Octava Región, ha golpeado en los últimos días no solo a sus familias. También a una sociedad que con justa razón se interroga sobre las condiciones en que miles de jóvenes año […]
La muerte de 44 jóvenes conscriptos, entre ellos varios de origen mapuche, y un sargento de tropa en la alta cordillera de la Octava Región, ha golpeado en los últimos días no solo a sus familias. También a una sociedad que con justa razón se interroga sobre las condiciones en que miles de jóvenes año tras año realizan su Servicio Militar Obligatorio (SMO). Una tragedia que se suma a la muerte, el pasado 5 de mayo, de un conscripto del Cuartel Lo Aguirre de la Región Metropolitana, durante un ejercicio de instrucción nocturna; a la muerte el pasado 9 de mayo, de un conscripto del Regimiento Reforzado Nº9 «Arauco», de la III División, ahogado en Bahía Mansa; a la muerte el 10 de mayo de otro conscripto del mismo regimiento, mientras se encontraba de centinela, a causa de un disparo que escapó al manipular su arma de servicio. Todos ellos tan solo en tres semanas del mes de mayo. Una cifra que entristece y nos llama a la reflexión.
La tragedia de Antuco, sin duda, volverá a impulsar un debate pendiente sobre la estructura del SMO en Chile. Esto, por parte de diversos actores sociales, principalmente aquellos involucrados en el sector de la defensa, quienes han llegado a un relativo consenso sobre la necesidad de adecuar el actual sistema de conscripción a nuevos requerimientos estratégicos y de modernización de las fuerzas armadas. Sin embargo, restringir el debate a estos aspectos meramente estructurales es equivocar el camino. Una real modificación del SMO debiera incluir otros aspectos, más profundos y en muchos casos de tipo cultural, tales como el cambio hacia una orientación más social del rol de las fuerzas armadas y una doctrina de respeto irrestricto por los derechos humanos, que es lo que resguarda entre otras cosas el negado derecho a la objeción de conciencia que desde hace al menos una década demandan organizaciones juveniles, grupos de defensa de los derechos humanos, autoridades eclesiásticas y personalidades del mundo civil.
El debate público sobre el SMO en Chile, iniciado tímidamente tras el retorno de la democracia, no ha significado en 15 años una real transformación de esta polémica institución de la defensa. A lo sumo, solo a permitido el publicitado estreno de mayores incentivos por parte de las diferentes ramas de la defensa, tales como cursos de capacitación, becas de estudio y programas de reinserción laboral, todos con el objetivo de alcanzar año tras año una mayor voluntariedad en el reclutamiento del contingente, que en Chile alcanza la cifra de 20 mil jóvenes por año. Sin embargo, diversos estudios han puesto en duda los reales efectos de dichos «incentivos», más aun cuando en ningún caso se relacionan con un aumento en las escandalosamente bajas remuneraciones ($15.437 pesos mensuales en la Región Metropolitana, sin contar los descuentos) que reciben hoy los jóvenes enrolados por la Dirección General de Movilización Nacional (DGMN).
Aun así, la tendencia a la «voluntariedad» se ha vuelto creciente en los últimos años, llegando esa cifra a representar casi un 70 por ciento del total del contingente hoy acuartelado. Estos datos han sido utilizados profusamente en los últimos días por autoridades e incluso el propio General Juan Emilio Cheyre para defender, ante los ojos de una ciudadanía golpeada, la propia existencia del servicio militar. Según el Ejército, estas cifras constituirían la mejor prueba de que los incentivos otorgados por la DGMN estarían cumpliendo el objetivo de atraer a los jóvenes hacia el cumplimiento de su deber. Sin embargo, sabemos que las cifras se prestan para engaños, toda vez que no toman en cuenta factores externos que forzan el reclutamiento en Chile, tales como la alta tasa de desocupación juvenil existente y los elevados índices de pobreza que caracterizan a las familias de gran parte de los llamados conscriptos «voluntarios».
Según informaciones de prensa, gran parte de las víctimas de Antuco corresponden a jóvenes provenientes de sectores rurales de la Octava Región. Hijos de familias humildes, casi un 90% de ellos eran «voluntarios» que vieron en el SMO un puente para iniciar una carrera militar o aprender un oficio con el cual desempeñarse más tarde en el competitivo mundo civil. Ser alguien más en la vida, pareció ser la consigna de todos ellos, tal como han señalado sus acongojados familiares. Sin embargo, se encontraron con la muerte. Varios de ellos eran mapuches, lo que concuerda además con diversos estudios que han situado a los jóvenes de nuestro pueblo como la principal cantera de reclutamiento en las regiones VIII, IX y X. No existen al respecto cifras oficiales o estadísticas. Lamentablemente, la transparencia y la debida información pública no caracterizan el trabajo de las Fuerzas Armadas en esta materia.
Sin embargo, ya es un dato de la causa. Un gran porcentaje de conscriptos en la zona sur son jóvenes mapuches, provenientes de empobrecidas comunidades rurales de la IX Región, principalmente. Muchos de ellos, por cierto, enrolados voluntariamente en el primero de los dos llamados que realiza la DGMN cada año. ¿Cómo se explica esto? ¿Amor a la patria? Obedece fundamentalmente a la carencia de oportunidades académicas y laborales que existen para ellos en el mundo civil. En los hechos y en la mayoría de los casos, el ingreso de estos jóvenes al último escalafón de las Fuerzas Armadas se transforma en la única alternativa de generación de ingresos para sus familias, sumidas en la extrema pobreza tal como lo demuestran cada cierto período de años los resultados de la Encuesta CASEN. No es posible hablar entonces de voluntarios. No cuando es la miseria y la marginación social quien finalmente los obliga.
El derecho a objetar
En el caso del Pueblo Mapuche, el debate no tiene solamente relación con la voluntariedad o no del servicio. El cumplimiento del SMO en Chile obedece a una política-ideológica de estado, relacionada con la hipotética defensa del país ante una amenaza bélica exterior y con el fortalecimiento de determinados valores patrios en las nuevas generaciones que cumplen con dicha obligación cívica. Esto último quedó claramente establecido en el DL 2.306, del 2 agosto de 1978, que norma su cumplimiento y cuyo reglamento fue promulgado el 1 de marzo de 1979 por la Junta de Gobierno encabezada por el entonces dictador Augusto Pinochet. En su artículo 22, inciso 2º y 3º, la Constitución de 1980 señala expresamente: «Los chilenos tienen el deber fundamental de honrar a la patria, de defender su soberanía y de contribuir a preservar la seguridad nacional y los valores esenciales de la tradición chilena».
Se trata, a todas luces, de una visión nacionalista anacrónica y excluyente. Atentatoria, cuando menos, contra la diversidad cultural y étnica existente en Chile, así como de aquellos derechos sociales, culturales, económicos y políticos del cual son depositarios todos los pueblos y que se encuentran garantizados en diversos instrumentos internacionales, algunos de ellos ratificados por el Estado chileno y otros en eterna discusión en comisiones del Parlamento. Es este el caso del Convenio 169 de la OIT, que resguarda -entre muchos otros- el derecho de los jovenes indígenas a no ser enrolados por la fuerza en instituciones armadas que, entre muchos otros objetivos de defensa, persiguen también fortalecer procesos de asimilación forzada sobre sus respectivos pueblos y culturas, todo ello en la lógica contrainsurgente de aniquilar la hipotética amenaza de un denominado «enemigo interno».
Una cosa es cierta. A través del servicio militar se ha pretendido históricamente «chilenizar» a las nuevas generaciones de jóvenes mapuches. Quienes cumplimos en su tiempo con este denominado «deber cívico», lo sabemos perfectamente. En los regimientos, destacamentos aereos y bases navales del país, a los conscriptos mapuches se les idealiza una patria y un estado nacional que al mismo tiempo les niega su propia historia y valores culturales. En mayor o menor medida, a nuestros jóvenes se les impone lealtad y disciplina hacia símbolos como la bandera chilena, el mando militar y las autoridades, así como el respeto y orgullo hacia una historia militar plagada de oscuros pasajes y que oculta el brutal genocidio cometido en el pasado contra nuestro pueblo. Quien suponga lo contrario peca de ingenuidad. O simplemente, jamás a puesto un pie uno de estos fortificados recintos de adoctrinamiento militar colectivo.
En tiempos en que se discute a nivel parlamentario un «reconocimiento» a los pueblos indígenas en la Constitución Política, se hace urgente un debate sobre la necesidad de que el Estado chileno reconozca el derecho de objeción de conciencia al SMO para los jóvenes indígenas, a fin de ampliar la protección legal para las personas que desde la defensa de su pertenencia étnica y con argumentos basados en la pervivencia como pueblos y culturas, se nieguen a ser reclutados en el SMO, al igual como ocurre -bajo otro mecanismo- con los hijos de detenidos desaparecidos. Lo contrario, constituye una violación a nuestros derechos humanos fundamentales y un agravio que año tras año, miles de jóvenes deben soportar en los regimientos de la zona sur del país. Esto, sin considerar el peligro real que corren sus propias vidas, tal como nos lo han recordado dramáticamente en Antuco los conscriptos Miguel Aurelio Piñaleo Llaulen (19) y Silverio Amador Avendaño Huilipán (19), aun desaparecidos bajo metros de nieve.
El año 1991, Colombia se convirtió en el primer país de la región que incorporó a su Constitución derechos básicos dirigidos específicamente a los pueblos indígenas. Entre ellos, su derecho a no ser reclutados para el servicio en las fuerzas armadas, sea en tiempos de paz o de guerra, todo un hito en un país desangrado desde hace más de cuatro décadas por una cruenta guerra civil. La Constitución del Paraguay dedica el capítulo V a la consagración de los derechos y garantías básicas de los pueblos indígenas, a quienes reconoce como «anteriores a la formación y organización del propio Estado paraguayo». El artículo 67 de este capítulo establece la «exoneración a los miembros de los pueblos indígenas a prestar servicios sociales, civiles o militares». No son los únicos ejemplos. Brasil, Ecuador, Bolivia y Venezuela, también contemplan este derecho democrático en legislaciones de rango constitucional, escenario que en Chile se ha vuelto una locura siquiera pronosticar.
Una valoración de la especificidad étnica de aquellos cientos de jóvenes que año tras año son obligados a servir en las fuerzas armadas a lo largo y ancho del país, constituye un primer paso hacia el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas en Chile. Garantizar el derecho de los jóvenes a no enrolarse basados en la objeción de conciencia, se impone como necesidad tras esta tragedia. Un movimiento mapuche moderno debiera también levantar como bandera este derecho de nuestros jóvenes, ya sea en base de nuestras particulares creencias religiosas, valores culturales o la trágica historia patria que nos enluta como pueblo. La objeción de conciencia, regulada en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU (artículo 18), que Chile ratificó en 1972, constituye para los jóvenes chilenos una opción antimilitar y antiviolenta frente al Estado. En el caso mapuche, constituye además un verdadero acto de reivindicación histórica y resistencia cultural.
* Su autor es periodista. Director del Periódico Mapuche Azkintuwe. Realizó su Servicio Militar entre los años 1991 y 1992 en la Armada de Chile.