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El hambre colombiana en el contexto internacional

Fuentes: Rebelión

LA SINRAZÓN «(…) empecé a morderme las manos desesperado, y ellos, creyendo que yo lo hacía obligado por el hambre, se levantaron con presteza y dijeron: «Padre, nuestro dolor será mucho menor, si nos comes a nosotros: tú nos diste estas miserables carnes; despójanos, pues, de ellas»». Cuán angustiosos debieron ser los últimos días de […]

LA SINRAZÓN

«(…) empecé a morderme las manos desesperado, y ellos, creyendo que yo lo hacía obligado por el hambre, se levantaron con presteza y dijeron: «Padre, nuestro dolor será mucho menor, si nos comes a nosotros: tú nos diste estas miserables carnes; despójanos, pues, de ellas»».

Cuán angustiosos debieron ser los últimos días de vida del conde Ugolino della Gherardesca, sus dos hijos y dos nietos, luego de ser condenados a morir lentamente por hambre en el año 1289. Dolor inenarrable, desesperación inconcebible.

Ni siquiera la recreación de Dante en su IX círculo infernal nos aproxima fidedignamente al sufrimiento padecido por quienes fueron sentenciados, de ese modo, por haber traicionado las banderas gibelinas.

Así, para los verdugos, el castigo justo a los traidores era privarlos de cualquier alimento.

El hambre entendida como instrumento de exterminio de individuos o de toda una población, es una práctica muy arraigada en la historia humana. De ahí su universal uso como arma de intimidación política, de represión de comunidades díscolas y levantiscas, o de lucro y sometimiento económico.

En el caso colombiano (y del continente entero) el rastro del hambre se remonta hasta la misma época de la conquista y la colonia cuando las hordas españolas, armadas de crucifijos y espadas, se empeñaron con vesania en el saqueo y exterminio de las poblaciones autóctonas. Genocidio al que llamaron «evangelizar» y «civilizar».

Luego, la esperanza de los sufrientes quiso renacer amparada en el sueño de Bolívar: anhelo de una América unida, próspera y justa para todos sus hijos blancos, mestizos, negros e indígenas. Un ideal que murió prontamente a manos de hombres minúsculos.

Desde entonces (siendo Santander el pionero), Colombia ha sido gobernada sin excepción por sujetos para quienes sólo hay tres cosas que superan en importancia y fidelidad al dios que adoran: la defensa de su casta y clase, sus bolsillos sin fondo, y los intereses extranjeros.

De ahí que el hambre y los sufrimientos del pueblo que rigen les haya tenido, desde siempre, sin cuidado. El premio que han recibido y reciben los colombianos por amar a su país, es ser tratados como Ugolinos.

REALIDADES Y CIFRAS

Es incontrovertible aquello de que la violencia ha sido el agente catalizador y herramienta fundamental, en el desarrollo del Estado Moderno colombiano y la acumulación capitalista que le acompaña (1).

De ello se han beneficiado tanto los barones económicos internos y externos patrocinadores de ese estado de cosas, como los agentes inmediatos de la violencia: fuerzas armadas del Estado o bandas asesinas al servicio de éste. Vale recordar que durante las guerras civiles del S. XIX y parte del XX era costumbre ceder a los militares, como botín de guerra, grandes extensiones del territorio nacional (2).

Ni que decir de las masacres sistemáticas de campesinos llevadas a cabo por las fuerzas militares de 1946 al 48 (y durante toda la «violencia») con el único fin de quitarles la tierra (3). Una práctica que, en tiempos más recientes y hasta ahora, ha sido llevada al perfeccionamiento por los grupos paramilitares con los que «negocia» la administración Uribe.

Es precisamente el despojo de la tierra y el desplazamiento generado, uno de los elementos fundamentales (aunque no el único) que explica históricamente la inseguridad alimentaria de gran parte de los colombianos.

La violencia estatal y paraestatal del último cuarto de siglo se entiende por el afán de insertar a Colombia en el más reciente proceso de modernización capitalista: la globalización neoliberal.

El neoliberalismo es quizá la expresión más cruel y refinada del capitalismo en toda su historia. De los infantes trabajadores de las ciudades inglesas que tan fielmente retratara Dickens y Marx, hoy hemos pasado a ingentes ejércitos de niños mendigos en semáforos o escarbando desperdicios de puerta en puerta.

Todos los países atrasados lanzados a la vorágine neoliberal se encuentran en un verdadero caos social en donde, al tiempo que la riqueza se concentra en poquísimas manos, la mayoría vive en terribles condiciones de pobreza y hambre. Colombia, por supuesto, no es la excepción.

Si en 1991 el 10% de los colombianos más ricos se adueñaba del 52% de los ingresos, en el 2000, y tras una década de ofensiva neoliberal, lo hacían con el 78.4% de los mismos. Simultáneamente, la proporción de pobres pasaba de un 53.8% a un 59.8% de la población total.

Ese entorno de miseria generalizada es más que palpable en el 10% de los niños pobres de entre 5 y 11 años de edad que no tienen acceso a la escuela primaria, y en el 25% de jóvenes que no se benefician de la enseñanza secundaria (4). También, en el 44% de toda la población colombiana a la que no cobija el Sistema General de Seguridad Social y que, en consecuencia, carecen de cualquier atención en salud (5).

Todo eso sin contar con los más de 2.3 millones de familias que no tienen un techo donde guarecerse y los millones de desplazados fruto del conflicto armado y la violencia económica.

Frente a ese estado de cosas ¿cabe alguna posibilidad de que el ciudadano empobrecido sobreviva dignamente? La respuesta es absolutamente negativa. De hecho, gracias al modelo neoliberal, Colombia perdió un millón de puestos de trabajo en el periodo 1998-2000 (6) y, a la fecha, el 75% de los colombianos se hallan desempleados-subempleados (7). Estas cifras desnudan la hipócrita soflama que el presidente lanza a los colombianos: «hay que trabajar, trabajar y trabajar».

Tal situación de miserabilización sistemática de nuestro tejido social acarrea, inevitablemente, una grave penuria alimentaria para los colombianos.

Si tomamos en cuenta las cifras de la FAO sobre la desnutrición en el mundo y comparamos dichos datos con los que la misma organización da para Colombia, podremos aproximarnos un poco a la magnitud del desastre.

Si en 1996 el número total de hambrientos en el mundo en desarrollo era aproximadamente de 797 millones, un lustro después se habían incrementado en un 2.2% alcanzando los 815 millones de personas. En términos regionales y para igual periodo, la única región en la que hubo un descenso en el hambre (-3.4%) fue América Latina y el Caribe (en el caso de Suramérica de un -2.3%). Asia y el Pacífico, África Subsahariana, y África del Norte y Cercano Oriente, vieron aumentar la subnutrición en un 1.8%, 3% y 12.3%, respectivamente.

Para el caso de Colombia en el 2001 habían 5.7 millones de compatriotas en estado grave de hambre (600000 más que en 1996), lo cual representa un incremento en la cifra de subnutridos del 11.7%. Un ritmo de crecimiento del hambre que supera al de todo el mundo en desarrollo, al de Asia y el Pacífico, y ¡al de la propia África Subsahariana!

Así las cosas, del total de nuevos hambrientos de los países atrasados entre 1996 y el 2001 (17.9 millones de personas), Colombia, aquel «paraíso» con que tratan de obnubilar nuestra conciencia crítica el establecimiento y sus medios de propaganda, contribuyó con el 3,9% de ellos o, lo que es lo mismo, ¡20 veces y media más que el incremento promedio general!

De todos los países latinoamericanos y del Caribe sólo 6 de ellos (Guatemala, Honduras, Nicaragua, Argentina, Paraguay y Venezuela) exhibieron un crecimiento del hambre peor al de Colombia; y, del conjunto de África Subsahariana (39 países), en apenas 11 la situación superó en gravedad a la nuestra.

Para el 2005 y conforme proyecciones propias, los colombianos con hambre severa sobrepasarían los 6.2 millones de personas.

La catastrófica situación colombiana puede apreciarse mejor en la gráfica anexa (8), donde es más fácilmente aprehensible el ritmo acelerado con que crece el hambre en el país si la confrontamos con la de nuestro propio continente, África Subsahariana y la de todo el mundo atrasado (PVD).

Semejante panorama es, en realidad, más desolador de lo que aparenta. Las cifras de la FAO se caracterizan por estimar «(…) la cantidad de personas de cada país cuya ingesta calórica promedio es inferior al mínimo necesario para el funcionamiento del organismo y para realizar un mínimo de actividades físicas» (9); en otras palabras, evalúa el extremo más severo del espectro del hambre: la que imposibilita, casi en su totalidad, a un individuo. Esto significa que las otras gradaciones del hambre como son, por ejemplo, desnutriciones menos severas e invalidantes, o las deficiencias de micronutrientes (10), no son completamente consideradas en sus resultados finales. Lo expresado equivale a decir que una gran parte de los pobres del país que sufren hambre, son excluidos de esas cifras.

A sabiendas que con un «ingreso» inferior a 2 USD/día (valor que demarca la línea de pobreza) es prácticamente imposible que una persona mantenga una alimentación digna, equilibrada, sana y suficiente, los datos referentes al crecimiento de la pobreza en Colombia pueden constituirse en un buen indicativo de la gravedad de la situación alimentaria del país. Así las cosas (ver gráfica), de 1996 al 2004 aproximadamente 14 millones de colombianos fueron lanzados, por decirlo menos, a un grave riesgo de deprivación de alimentos.

 

Esta situación que afecta sobretodo a las mujeres y a los grupos más vulnerables de ambos sexos (11), es igual de crítica en campos y ciudades. De hecho, únicamente en Bogotá, el 40% de los niños menores de 7 años sufre de desnutrición crónica (12).

Frente a la contundencia de lo expuesto no es exagerado decir que gracias a la violencia económica-social del país y el neoliberalismo, Colombia es una nación a la que día a día le es conculcado su futuro.

UN LÓBREGO PANORAMA

Sería inútil recabar en algo conocido por todos: el hambre en la gran mayoría de los países atrasados es un fenómeno estructural que subyace al «desarrollo» interno del capitalismo.

Colombia no es ajena a esa realidad histórica que tiene su expresión más reciente en la inserción violenta del país al modelo neoliberal. En ese sentido, la violencia estatal (económica, militar, política) y del paramilitarismo han sido instrumentos para llevar a buen puerto aquél proceso.

Valga citar que la gran mayoría de los desplazados internos en Colombia son población campesina quienes, mediante la expropiación violenta de sus tierras y demás medios de producción (13), han sido alejados de cualquier posibilidad de autoabastecerse de alimentos o acceder a ellos vendiendo su fuerza de trabajo.

Esta contrarreforma agraria (14), que sustenta parte de los publicitados megaproyectos de desarrollo del país (energéticos, viales, de explotación minera, de cultivos para la exportación, de usurpación de la riqueza biótica nacional, etc.), influye negativamente en la producción de alimentos para consumo interno. Por sólo citar un caso, en el año 2003 la relación entre la cantidad importada/exportada de cereales (el alimento estratégico por excelencia) en Colombia fue de 64 a 1 destinándose, casi todos, a la alimentación animal.

Ese accionar en contra de la autosuficiencia alimentaria del país se ve profundizado por el deliberado abandono al que es sometido el sector agropecuario por parte de un Estado genuflexo a los dictados neoliberales. Así, de 1990 al 2000, la participación de dicho sector en el presupuesto nacional se redujo del 4.8% al 0.8% (15). Los pocos recursos destinados a esa esfera de la producción son priorizados a cultivos que, como la palma africana, se han convertido en uno de los objetivos de inversión y de lavado de activos del narcoparamilitarismo (16).

Huelga resaltar que a corto plazo la debacle de la producción nacional de alimentos se agudizará una vez se consolide (aún más) el uso masivo de semillas genéticamente modificadas, y el aparato productivo del campesinado sobreviviente sea totalmente devastado a consecuencia de la infame adhesión del país al ALCA.

La destrucción de las economías tradicionales rurales y urbanas, lejos de ser eventos circunstanciales, son pasos necesarios para la subyugación del país al neoliberalismo. Mal podría esperarse, entonces, que el establecimiento desarrolle políticas certeras para combatir el hambre (por sólo citar una de las consecuencias deletéreas) de los colombianos y defender los principios de seguridad, soberanía y autonomía alimentaria.

En ese sentido, por ejemplo, el programa denominado «Desayunos Infantiles» al que el gobierno de Uribe hace fungir como un proyecto «bandera», no deja de ser un burdo plan diversionista que enmascara la desidia gubernamental. Dicho programa, que cuenta para su ejecución con exiguos recursos, lucra a una compañía de alimentos (Cooperativa Colanta Ltda.) que, al igual que la directora del ICBF (institución encargada del programa), el presidente de la república y la mayoría de sus colaboradores, es del departamento de Antioquia. Debe señalarse, tal como lo denunciara el representante Gustavo Petro en el Congreso (1/IX/2004), que en varias zonas del territorio nacional dicho programa es regentado por los grupos narcoparamilitares quienes controlan la distribución de esa «ayuda» al tiempo que, como ocurriera durante la campaña presidencial del 2002, hacen proselitismo político a favor de Álvaro Uribe.

Luego de descrita la terrible situación alimentaria del país y a sabiendas del oscuro futuro que se nos avecina, sólo nos queda concluir que no está en manos de quienes han famelizado a Colombia, erradicar el hambre que nos acosa. Esos verdugos serán juzgados, a su debido momento, por la historia y los millones de compatriotas condenados a la inanición.

Si en el sueño colectivo está que nuestros hijos y su descendencia vivan en un país de todos y para todos, sin ser tratados como Ugolinos y sin ser despojados de lo que les corresponde, es nuestra obligación dejar de ser tolerantes con quienes desde el poder y sirviendo únicamente a sus intereses, arrebatan el pan a los colombianos.

Entretanto, es imperativo que las comunidades afectadas propicien espacios de organización (barrial, veredal, municipal, regional, etc.) que impulsen verdaderos proyectos de autonomía alimentaria y productiva. Ese esfuerzo debe encaminarse al rescate del aparato productivo campesino; a la producción ecológicamente equilibrada de alimentos para el autoconsumo; a la protección del medio ambiente; al rescate de tradiciones culturales y culinarias; a la conservación de las simientes autóctonas; a una estrecha vigilancia de la expansión y calidad de los organismos genéticamente modificados; a un mejoramiento sistemático de nuestra nutrición, etc.

Nuestra mayor urgencia, por el momento, es sobrevivir dignamente. No olvidemos que un pueblo sin dignidad cava la fosa de su propio destino.

* Médico, historiador y especialista en relaciones internacionales.

[email protected]

NOTAS

1. Ver: Sarmiento Anzola, Libardo. Violencia y acumulación capitalista en Colombia. En: Ensayo y error. Bogotá. Vol. 1. No. 1. Noviembre 1996. pp: 46-61.

2. Un botón de muestra: el 31/X/1906, el general Rafael Reyes «cedió en nombre de la nación» una vasta porción de Norte de Santander al general Virgilio Barco. En una inigualable muestra de la trapacería que caracteriza a la delincuencia de cuello blanco de nuestro país, la familia Barco (entre cuyos sucesores se encuentra el ex presidente Virgilio Barco y la actual canciller Carolina Barco) se encargó de llevar a cabo los esfuerzos suficientes para evitar que dichos terrenos regresaran a la nación y, de ese modo, ser los multimillonarios que son hoy por cuenta de la explotación petrolera y los negocios sucios con las transnacionales energéticas. Ver: Villegas, Jorge. Petróleo, oligarquía e imperio. El Áncora Editores. Bogotá. 1982.

3. Ibid. pp: 229-230.

4. Guerra Gil, Jacqueline; Hernández, Amilkar. Los grandes costos de la pobreza. En: El Tiempo. Bogotá. 8/VIII/2004. Sec: 1 p: 8.

5. Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo. Reelección: el embrujo continúa. Segundo año de gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Ediciones Antropos Ltda. Bogotá. 2004. p: 99.

6. Sarmiento Anzola, Libardo. Conflicto, intervención y economía política de la guerra. En: Estrada Álvarez, Jairo (editor). Plan Colombia. Ensayos críticos. Editorial Unibiblos. Universidad Nacional de Colombia. Bogotá. 2001. p: 67.

7. Op. cit. No. 5. p: 82.

8. Elaborada con base en información de la FAO, Departamento Nacional de Planeación, Contraloría General de la República y Op. cit. No. 5. p: 89.

9. FAO. El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 1999. Reino Unido. 1999. p: 7. Las cifras en las que nos basamos para nuestro análisis, fueron procesadas a partir de los informes homónimos de los años 2000, 2001. 2002, 2003 y 2004.

10. Carencias nutricionales que pueden alterar sutil o gravemente el desempeño mental de quienes las padecen. Así, un pueblo va perdiendo sus capacidades intelectuales y discriminativas haciéndose proclive, por ejemplo, a votar y tolerar a los gobernantes que elige.

11. En el año 2000 más del 70% de los fallecidos por hambre en Colombia fueron niños menores de 4 años y ancianos mayores de 70. Ver: 5.7 millones de colombianos se alimentan mal. En: El Tiempo (edición digital). Bogotá. 26/VIII/2004.

12. Consejo de Redacción Periódico Desde Abajo. La lucha contra el hambre en Colombia. En: Le Monde Diplomatique. Edición Colombia. Bogotá. Año III. No. 30. Diciembre 2004. p: 25.

13. Se calcula que el narcoparamilitarismo se ha adueñado de 6 millones de hectáreas de las mejores tierras del país. Estas equivalen a un 12% de su superficie agropecuaria o, si se quiere, al 60% de la tierra apta para la agricultura.

14. En el 2003 el coeficiente de concentración de la tierra en Colombia alcanzó la bochornosa cifra de 0.87. Ver: Benítez Vargas, Regis Manuel. La seguridad alimentaria en crisis. En: Economía Colombiana. Contraloría General de la República. Imprenta Nacional. Bogotá. No. 296. Mayo/junio 2003. p: 80.

15. Ibid. p: 78.

16. Del 2002 al 2003 el área sembrada con palma africana creció en un 12%; es decir, un 15% del incremento total de la superficie agrícola cultivada en Colombia para igual periodo. Ver: Op. cit. No. 5. p: 77.