Uno de los escritores que marcó el pasado siglo XX con una huella excepcional fue Bertolt Brecht. Su nombradía comenzó con la «Ópera de tres centavos», una adaptación de la «Ópera del Mendigo», de John Gay, escrita en 1728, con el objetivo de ridiculizar la gran ópera italiana y criticar el entonces Primer Ministro Robert […]
Uno de los escritores que marcó el pasado siglo XX con una huella excepcional fue Bertolt Brecht. Su nombradía comenzó con la «Ópera de tres centavos», una adaptación de la «Ópera del Mendigo», de John Gay, escrita en 1728, con el objetivo de ridiculizar la gran ópera italiana y criticar el entonces Primer Ministro Robert Walpole. Brecht trasladó el escenario a la época victoriana y centralizó el escarnio contra la respetabilidad burguesa y el ceremonial hueco de su contexto social. Como en los óleos brutalmente grotescos de George Grosz, los menesterosos adquieren un perfil de una rudeza provocadora. Brecht buscó la colaboración del músico Kurt Weill.
Desde que comenzaron los ensayos hubo dificultades. Muchos actores abandonaron la obra, algunas actrices se negaron a cantar las letras sobre sexo, otros rechazaron los novedosos movimientos teatrales que se les indicaba, la mayor parte no entendía aquella insólita concepción de las tablas. Por todo Berlín corrieron rumores, días antes del estreno, que pronosticaban un rápido fracaso. Las primeras noches de representación no fueron fructuosas. Hubo múltiples errores de producción y el público recibió impasible el novedoso estilo. Pero a partir de la tercera noche comenzaron a escucharse aplausos atronadores y en una semana la obra era un éxito sensacional y todos querían acudir a la representación mientras los nazis desfilaban protestando ante el teatro.
A ese éxito siguió el de «Mahagonny» y Brecht se vio transmutado en una personalidad pública y un autor controvertido. Era militante del partido comunista y fue por curiosidad política que acudió a un mitin del partido nacional socialista y escuchó, con enorme asombro, que su nombre era mencionado por los nazis junto al de Thomas Mann y el de Albert Einstein como «un peligro para la nación». Decidió escapar de allí y se estableció, al empezar la guerra, en Estados Unidos, de donde salió, también a escape, cuando fue arrastrado por las persecuciones represivas de la época del macartismo.
Visité por primera vez la casa de Bertolt Brecht en 1961. No era una empresa fácil pues había que solicitar previamente por teléfono un permiso especial. No era una casa independiente sino un edificio donde varios apartamentos compartían el inmueble. Visité el lugar en la única compañía de la encargada del mantenimiento del aquel sitio, quien se mantuvo discretamente apartada dejándome deambular a mi gusto. Brecht y su compañera Helen Weigel habían ido ocupando espacios y casi llegaron a invadir la totalidad de la instalación. Me impresionaron las amplias capacidades con muebles sólidos y sencillos de madera pulida. Apenas había decorado alguno y las paredes se cubrían con ideogramas chinos en tinta negra.
El comedor –habilitado en una esquina del amplio estudio–, me sorprendió pues en torno a una mesa redonda todas las sillas eran diferentes. Habían sido compradas, obviamente, en liquidaciones de piezas de uso. Lo más conmovedor era la mesa donde escribía Brecht, junto a una ventana, desde donde se contemplaba un cementerio que se extendía detrás del edificio, como si quisiese persuadirse de las limitaciones de su perdurabilidad. Su tumba es una sencilla laja de piedra sin pulir con su nombre escuetamente grabado, junto a una similar, adjunta, dedicada a la Weigel. Regresé en 1984 y el lugar ya se había convertido en un sitio de peregrinación. Numerosos turistas entraban y salían, como ganado sin control, husmeando todos los rincones de la vivienda.
Brecht fue centro de grandes contradicciones. Cuando se marchó de Estados Unidos, en 1947, debido al acoso de la Comisión de Actividades Antinorteamericanas, se estableció en Berlin del Este. Pero tenía un pasaporte austriaco, su cuenta en dólares se hallaba en bancos suizos y su editor se hallaba en Alemania Occidental. En la propia Alemania comunista tenían que pedir sus derechos editoriales del otro lado del Muro.
Brecht se hizo marxista en la década de los veinte y el ascenso de Hitler lo halló persuadido de un sólido antifascismo. Sin embargo, recibió conforme el Premio Stalin. Tampoco protestó cuando los procesos de Moscú, ni con el pacto Molotov- Ribbentrop. Supongo que habrá considerado que en aquél instante histórico era preferible callar porque las prioridades eran otras: mantener la unidad del socialismo ante la amenaza del nazifascismo.
Además del teatro cultivó la poesía, sabía tocar la guitarra con destreza. Junto a Weill, dio nuevas dimensiones políticas a los pequeños espectáculos de cabaret, tan populares en el Berlín de los años veinte, que ellos convirtieron en tribunas ideológicas. Con su teoría del distanciamiento entre espectador y escena cambió la concepción del teatro en el siglo XX. Su militancia revolucionaria, pese a incongruencias y contradicciones, fue firme y reveladora de una conciencia lúcida y vigilante. Dejó una clara huella en el arte de las vanguardias.