Gerald Martin (Londres, 1944), conocida figura del latinoamericanismo, ha alcanzado renombre gracias a sus numerosísimas publicaciones literarias, y en particular por sus escritos sobre la narrativa de Miguel Ángel Asturias . Martin ha publicado varias ediciones críticas de sus obras (Cátedra, Archivos, Fondo de Cultura), en especial, la monumental de Hombres de maíz, libro que, […]
Gerald Martin (Londres, 1944), conocida figura del latinoamericanismo, ha alcanzado renombre gracias a sus numerosísimas publicaciones literarias, y en particular por sus escritos sobre la narrativa de Miguel Ángel Asturias . Martin ha publicado varias ediciones críticas de sus obras (Cátedra, Archivos, Fondo de Cultura), en especial, la monumental de Hombres de maíz, libro que, además, tradujo al inglés. Su estudio Journeys T hrough the Labyrinth: Latin American Fiction in the Twentieth Century (Londres: Verso, 1989), es uno de los más exhaustivos trabajos históricos sobre la narrativa latinoamericana que se haya escrito hasta el momento.
Desde hace más de 10 años, Gerald Martin se ha dedicado a estudiar la obra de Gabriel García Márquez, de quien próximamente publicará una biografía en inglés (en Londres por Faber, y en Nueva York por Norton). Nuestra entrevista tiene lugar en Pittsburgh, Pennsylvania , donde es profesor del Departamento de lenguas y literaturas hispánicas de la Universidad de Pittsburgh.
¿Cómo un ciudadano británico llega a apasionarse por el latinoamericanismo?
Fui capturado por América Latina gracias a una primera etapa romántica infantil (la selva, los jaguares, los indios amazónicos, los exploradores, las pirañas, los vaqueros, los gauchos, etc.). Después, mi debilidad fue confirmada por una segunda etapa romántica adolescente, la revolución, las presumiblemente exóticas mujeres latinoamericanas («down Mexico way») y las perspectivas de viajes (intuía oscuramente que podría visitar América Latina con menos sentimiento de culpa que las colonias o ex-colonias británicas), exploraciones, aventuras en un mundo inconcluso, donde no todo estaba dicho ni hecho y donde, utópicamente, se podría quizás crear un mundo mejor. Puedo decir que aunque América Latina ha decepcionado a muchos latinoamericanos, nunca me ha decepcionado a mí.
¿Y no habrá que sumarle, también, una cierta identificación periférica considerando sus orígenes irlandés, galés y escocés?
Sí, como niño de familia pobre, paulatinamente me fui dando cuenta de que las cosas no eran lo que yo había pensado, y ya para los 15 años tenía ideas rebeldes y bastante definidas que coincidían, primero, con las ideas de los «jóvenes iracundos» (angry young men) y, después, con la Revolución Cubana y su ímpetu justiciero que me inspiró desde el primer momento. Pero, ideológicamente, el día crucial de mi vida entera fue el 28 de enero de 1953, a las nueve de la mañana, cuando el estado británico ejecutó a Derek Bentley, un joven de 19 años, con retraso mental (de la clase obrera, naturalmente), culpabilizado del asesinato de un policía, cuando sólo acompañó al asesino (demasiado joven para ser ejecutado) y que ya había sido capturado poco antes del crimen. Ese día me quedé al lado de la radio desde las 8 de la mañana a las 9 de la noche. Es decir, comprendí desde muy joven -percepción ajena a mis padres y al resto de la familia- que la sociedad era injusta y las cuestiones de clase eran preponderantes en la política y en la economía.
¿Y cómo un europeo latinoamericanista decide formar parte del latinoamericanismo de los Estados Unidos?
Es una etapa reciente de mi carrera. Pero existían en mí, de manera clásica, los factores «push-pull» de los que hablan los sociólogos. Push: tenía cuarenta y ocho años, no había perspectivas en mi tierra (muy al contrario, el gobierno de la señora Thatcher estaba haciendo todo lo posible para sabotear las humanidades y las ciencias sociales); además, el país estaba tan cambiado que ir a Estados Unidos ya no implicaba el tipo de decisión política que habría representado veinte años antes. Pull: Estados Unidos, en la época post-1989, era el centro del mundo globalizado y supuestamente posmoderno (para no mencionar su ya entonces inigualable hegemonía en los estudios latinoamericanos). Por otra parte, pensé que desde allí estaría viajando muchísimo más a América Latina (¡y sin jet-lag!), cuando en realidad la he visitado muchísimo menos que cuando vivía en Europa.
Debemos pensar, entonces, que siendo europeo no sufre usted la tensión, o la contradicción, de tantos latinoamericanistas latinoamericanos que hablan desde las entrañas del «monstruo».
Bueno, las relaciones entre Estados Unidos y mi país son más complicadas de lo que parecen. Somos primos, aliados y rivales: entre nosotros hay una vieja relación colonial supuestamente olvidada, que ha sido invertida en los últimos cien años-actualmente los súbditos coloniales somos nosotros, los británicos. (Es posible que la inversión haya tenido su primer impulso en una escaramuza diplomática entre ingleses y estadounidenses en Venezuela a finales del siglo diecinueve). Nuestras ambigüedades son complejas y profundas-por ejemplo, los personajes «malos» de muchas telenovelas norteamericanas suelen ser ingleses; al mismo tiempo, nada más fácil que ser inglés en Estados Unidos porque les «encanta» nuestro acento y en el fondo suponen que todos los ingleses somos de alguna manera «aristócratas» e incluso inteligentes. Entonces, nuestra subalternidad real se invierte muchas veces en la esfera simbólica o retórica y cuando hablamos se nos concede casi siempre una autoridad exagerada e inmerecida. Por otra parte, con todas las culpas históricas que los llamados «ingleses» llevamos a cuestas, nuestras incursiones en América Latina han sido más bien esporádicas, mientras que la historia de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina es la enumeración de una serie incesante de invasiones, anexiones, expropiaciones, intimidaciones, bloqueos y diálogos desiguales, lo cual suele darnos una ventaja inconsciente, si bien irracional, a la hora de discutir ciertas cuestiones latinoamericanas. Dicho lo cual, me parece que la relación entre Inglaterra y Estados Unidos es infinitamente más cómoda que la que existe entre España y los países hispanoamericanos. Ahora, para volver a tu pregunta, creo que si un latinoamericanista latinoamericano es honesto y sincero no debe agonizar demasiado en cuanto a su residencia en Estados Unidos. Al contrario, si defiende su punto de vista real y bien meditado sobre las relaciones entre su continente y Estados Unidos, si hace lo que puede para mejorar las relaciones entre las dos regiones, si busca mecanismos concretos para que su propio país reciba de alguna manera los beneficios de su aprendizaje intelectual y cultural, y si, en fin, hace todo lo posible para no «agringarse» demasiado, no veo por qué criticarle su decisión de estudiar y/o trabajar en este país.
Cuéntenos un poco de la iniciativa de su biografía de Gabriel García Márquez, pues si uno sigue la senda de su trabajo, quizás se hubiera esperado más bien una de Asturias, que completara su esfuerzo por lograr una valoración más justa del escritor guatemalteco.
En realidad, la idea fue de mi editor. Yo había escrito mi historia literaria latinoamericana Journeys Through the Labyrinth, con los ojos puestos no en mis pares académicos sino un público más amplio, y él infirió que mi estilo podría adaptarse a géneros menos académicos como, por ejemplo, la biografía. Ahora bien, si no me hubiera inhibido mi modestia innata yo mismo se lo habría sugerido, seguramente, porque ¿qué proyecto puede haber más interesante para un estudioso de la literatura latinoamericana que la biografía del escritor más célebre del siglo? No ha escrito solamente una de las grandes novelas de toda la historia, sino que también ha llevado una vida realmente fascinante y fabulosamente peripatética.
En cuanto a Asturias, a quien también conocía personalmente, y cuyas novelas El Señor Presidente y Hombres de maíz son parte de la textura de mi vida, nunca lo he abandonado, y quién sabe qué trabajos más le dedicaré aún si el tiempo me favorece. Asturias y García Márquez, para mí, son los dos novelistas más interesantes del siglo XX latinoamericano (y no solamente porque la Academia Sueca lo haya visto así), dos clásicos, grandes transculturadores, cuya obra es inseparable de la vida íntima de sus pueblos. Me siento privilegiado. Curiosa e irónicamente, ellos se llevaron muy mal en la vida pero yo sé que se entenderán muy bien en la posteridad y en el cielo.
Sin embargo, más allá de su evidente admiración por Cien años de soledad, en Journeys pareciera tener una visión más bien poco entusiasta del resto de la obra del escritor colombiano, en particular, sobre El otoño del patriarca. ¿Ha cambiado mucho la percepción de su obra en la medida en que la dinámica de la biografía lo ha obligado a acercarse a ella de otra manera?
Creo que exageras mi reacción a su obra en general -más bien, te equivocas- y un poco sobre mi reacción a El otoño del patriarca. Es verdad que hago una crítica política a El otoño en mi libro, desde una perspectiva quizás estrechamente política (y probablemente equivocada). Y si no es mi libro favorito, le he dedicado mucha atención durante la escritura de la biografía, porque, obviamente, existía la posibilidad, quizás, de que mi lectura hubiera sido superficial. Mi veredicto fue entonces tajante; ahora me siento mucho más ambivalente. Textualmente, poéticamente, es una obra maestra. Pero me sigue molestando, sin embargo, la aparente indulgencia que el escritor le concede al protagonista. Por otra parte, también veo ahora que García Márquez se atrevió a sugerir una interpretación bastante pesimista de las realidades políticas latinoamericanas en un momento en que para muchos otros-para mí, por ejemplo-la fe en su futuro político era una necesidad casi existencial. (También es verdad que la disyuntiva entre el escritor aparentemente pesimista y el militante entusiasta, y quizás ingenuo, del MAS venezolano habría confundido al observador más sutil). Ahora, dado que García Márquez dice que su caracterización del Patriarca es en gran medida un autorretrato, se podría concluir que, al contrario, lo que yo he visto como indulgencia sea una especie de autocrítica coruscante. Pero no he dicho mi última palabra. En cuanto al resto de su obra, el único libro que me parece -muy relativamente- débil es Del amor y otros demonios, pero, atención, estamos hablando de García Márquez, y muchos darían cualquier cosa por haber escrito una novela así.
¿Debemos esperar una biografía literaria de un crítico literario? ¿Un estudio de su obra a través de la interpretación de hechos biográficos, o una lectura de su vida a través de la obra?
Lo que estoy haciendo es lo que hice en Journeys, que a algunos les gustó y a otros no. En cuanto a la historia literaria me es evidente que no hago un trabajo «científico» en el sentido anglo-americano -positivista- de la palabra, aunque sí, quizás, en el sentido francés, más amplio, más humanista. Si bien mi visión del mundo es materialista en sus fundamentos, también es evidente que ninguna de las teorías literarias existentes y por existir nos dan la última palabra sobre qué «es» la literatura y cuál es la «relación» entre obra, vida del autor e historia del universo. El biógrafo tiene delante de sí las dos opciones que tú mencionas. Después de todo, la biografía es un género híbrido entre historia y ficción (aunque, como sabes, para muchos críticos posmodernistas la historia también es ficción). Prefiero, en cambio, establecer una interrelación recíproca, dialéctica, entre vida y obra, sin imponer un tema mío subyacente. No es una «biografía literaria» en el sentido clásico al cual aludes porque, para hablar con franqueza, por una parte le debo a mi editor un libro vendible, y las biografías literarias no se venden, pero por otra me considero más historiador que crítico (sin renegar en lo más mínimo de lo segundo, pues creo que todos los críticos literarios y culturales somos historiadores, sólo que muchos no lo saben). Consideremos, además, que la política ha sido, en la vida de García Márquez, casi tan preponderante como la literatura misma.
García Márquez ha escrito tal variedad de obras, con anunciada y lograda intención de novedad, que cabe preguntarle, entonces, al crítico e historiador literario, si esta biografía no será otra manera de buscar el hilo conductor de los múltiples autores que habitan García Márquez.
No he llegado al final de mi trabajo, a pesar de haber escrito mucho más de mil quinientas páginas (la versión final será mucho más corta) y, en mi caso, un work-in-progress es siempre muy provisional hasta el momento en que establezco la versión final. Aun así, por ahora lo que estoy persiguiendo es -espero no decepcionarte- una relativa coherencia, una línea aunque no sea la misma al final que al comienzo. De todos modos, busco que sea el mismo «autor», porque en esa cosa misteriosa que llamamos vida, siempre hay un desarrollo, una evolución, que es fruto de la interrelación entre el ser humano, el «sujeto» (palabra que odio), y su contorno, la vida, el afuera (que también es adentro, naturalmente), el más allá. Lo que pensamos hoy es el producto de lo que fuimos al despertarnos esta mañana. Mi historia de García Márquez, entonces, es una narración con ciertos temas centrales y bastante obvios (una infancia muy particular y especialmente determinante, la vocación literaria, la fama, la política y, siempre fundamental para mí, la cuestión latinoamericana, ser y estar).
Y cómo enfrentó un personaje que parece haber dejado tras de sí tantas estelas, como para que difícilmente un biógrafo no naufrague en ellas. ¿No sintió que enfrentar estas trampas era también parte del juego entre ustedes dos?
Sin duda. Como digo, el mismo García Márquez es muy juguetón. Cuando lo encontré en Colombia por primera vez, me dijo que se alegraba mucho porque ahora que el pobre investigador inglés se estaba enredando en las realidades mágicas de la Colombia tropical, era evidente que se iba a extraviar y que nunca, nunca, nunca iba a poder terminar su trabajo. Otra estrategia suya era intimidarme amenazando que él iba a escribir una novela sobre ese mismo inglés extraviado que se engañaba con la idea de escribir la biografía de un gran escritor cuando lo que pasó en realidad fue que el gran escritor terminó escribiendo la biografía del supuesto biógrafo. Un laberinto de espejos borgiano, ¿verdad? Finalmente me dedicó un libro suyo con el siguiente mensaje: «A Gerald Martin, el loco que me persigue». Parte de mi respuesta a la situación en que me encuentro es que pienso escribir dos o tres libros sobre mis experiencias personales al ir investigando y escribiendo el libro, por una parte, y sobre lo que dichas experiencias pueden significar para una teoría de la biografía.
¿Es posible, en estos momentos de profundas dudas sobre conceptos como sujeto, nacionalidad, identidad, historia, escribir una biografía coherente?
Esto puede parecer peligroso -¿pero qué escritura no es peligrosa?-, y en mi caso lo es, porque yo soy, infiero, un novelista manqué, que convierte todo lo que hace o todo lo que escribe en narración (soy, por ejemplo, uno de los pocos «críticos literarios» cuya historia literaria se parece más a una novela que muchas novelas conocidas). No niego la complejidad del mundo, la desintegración del mundo «moderno» que pensábamos conocer hace veinticinco años, etc., etc., pero la fragmentación no me alimenta, no me da ninguna nutrición sensual ni espiritual. Es curioso, porque hay, sin duda, otro sujeto en mí que es el más desconstruccionista de los desconstruccionistas, una personalidad hipercrítica, difícil de aguantar, ferozmente escéptica, que todo lo disecciona, todo lo desmenuza (por eso nunca me ha interesado la desconstrucción, me es inherente, natural); es mi lado defensivo, mi personalidad más política, y parece que allí reside casi todo aquel limitado talento de que dispongo -desgraciadamente, porque preferiría haber sido distinguido por mis instintos positivos-. Supongo, pues, que lo que hago es lo que deseo, no lo que soy. Por eso, quizás, siempre me decepcionan mis obras una vez terminadas; pero sigo persistiendo.
Podría adelantarnos si nos presentará un nuevo García Márquez, si podremos seguir viéndolo y leyéndolo como hasta ahora, o si su biografía traerá a la luz muchas sorpresas. ¿Qué ha descubierto que merezca leerse en su biografía?
Creo que la sorpresa más evidente también es la más previsible, es decir, que el García Márquez «real» (según Martin) es mucho más complejo que el García Márquez público, aquel inevitable exponente -y supuesto proponente- del «realismo mágico», del «macondismo», etc. Y hablando de «Macondo», vale la pena recordar, como símbolo de la inevitable simplificación de estas cosas, que Macondo sólo aparece en dos novelas y tres cuentos de las diez novelas y decenas de cuentos que García Márquez ha escrito y que, defínase como se quiera, el llamado realismo mágico es un estilo más bien minoritario en su obra. Creo que, aun si uno pensara realmente que fuera posible emprenderla, es muy temprano para una interpretación totalizante y definitiva de nuestro autor; aun así, creo que hay muchos datos y muchas microteorías que sí van a sorprender a mis lectores. De todas formas, las buenas biografías -y no sé si ésta será buena- siempre sorprenden por cuanto la más elemental encadenación de una larga serie de «hechos» narrativos conduce inevitablemente a revelaciones e iluminaciones más o menos impactantes para los que solamente han podido captar fragmentos e impresiones esporádicos.
Hagamos un paréntesis para hablar con el crítico. ¿Cómo manejará en la biografía la ya manida etiqueta de realismo mágico (o la de realismo mítico que usted propuso anteriormente) para expresar esa búsqueda entre «utópica y apocalíptica» que pareciera haber confundido más que explicado muchas obras, exotizando las expectativas posteriores del «producto» literario continental?
Pienso dos cosas al respecto. Primero, la etiqueta «realismo mágico» es, obviamente, poco satisfactoria como término literario y del todo inadecuada para la variedad de usos diferentes que se le atribuye. Segundo, es imposible ignorarla o suprimirla, no solamente porque ya existe más de medio siglo de materiales críticos dedicados a su interpretación sino porque ya forma parte, queramos o no, de la identidad cultural de América Latina -es decir, es un elemento esencial, integral del deseo que los no latinoamericanos sienten por el continente-. Entonces, creo que nuestro deber es trabajar pacientemente para explicar este extraordinario fenómeno histórico, cultural e ideológico -cosa que hice muy mal en el libro que tú mencionaste y que espero mejorar en la segunda edición-. Empezaría por señalar que así como es elemental separar el punto de vista del personaje literario del punto de vista de su creador (el autor), es igualmente importante separar los fenómenos sociales y culturales -que nos conducen a términos como mestizaje, hibridez o heterogeneidad- de los fenómenos literarios como el realismo mágico. (Ángel Rama nos confundió a todos suponiendo que el mismo término -transculturación en su caso- podía emplearse para ambas esferas; muchos caen en malentendidos semejantes confundiendo modernidad y modernismo o posmodernidad y posmodernismo).
A 15 años de sus Journeys, y con la nueva experiencia de esta biografía, ¿hay cambios en la valoración de las «relaciones internacionales» de nuestra literatura más destacada? Pregunto esto, porque es inevitable pensar que como intelectual angloparlante (¿anglolector?), en su visión de la historia literaria latinoamericana contemporánea haya privado una sobrevaloración de las influencias reales de Joyce y de Faulkner.
Lamento decirte que no he cambiado mi percepción y análisis de la evolución de la literatura latinoamericana. Sigo pensando que Joyce es, fácilmente, la figura más importante de la literatura mundial del siglo veinte (comparable a un Cervantes o un Flaubert). Y sigo pensando que su influencia en la literatura latinoamericana del siglo veinte es determinante y explica en parte -hay muchas otras razones- porqué la literatura latinoamericana es más interesante que, por ejemplo, la literatura inglesa del mismo período, literatura ésta en que la influencia de Joyce ha sido mucho menos importante (mientras que la literatura latinoamericana era en cierto sentido joyceana avant la lettre, estaba en su destino). Como ves, es una historia llena de ironías, complejidades y malentendidos. Muchos latinoamericanos me han repudiado un supuesto eurocentrismo que distorsionaría todo lo que pienso y digo, aunque también habría que decir que otros comparten mis criterios y aceptan que si hay una literatura que ha asimilado las lecciones del vanguardismo internacional (y no solamente «europeo»), de los años veinte del siglo pasado, es la latinoamericana y de ahí su aprovechamiento de algunas lecciones no solamente de Joyce, Woolf y Faulkner sino de Breton, Apollinaire y Maiakovsky. En el fondo el secreto está en que Huidobro, Neruda y Vallejo eran, ellos mismos, miembros integrales de la vanguardia internacional, y Borges, Asturias, Carpentier y Mário de Andrade también lo eran, si bien siempre es más difícil asimilar las lecciones de los movimientos literarios pioneros en narrativa. Personalmente pienso que el llamado posmodernismo representa, no una negación del vanguardismo sino la etapa de su total asimilación en la vida cultural cotidiana. Si me dicen que me equivoco, pregunto qué novedades literarias o cinematográficas -por ejemplo- se han impuesto después de 1930 cuyo origen no se encuentre en la época 1910-1930. Nunca hubo significante más engañoso que el «pos» en posmodernismo.
Volviendo al biógrafo ¿Qué ha cambiado en la medida en que ha ido escribiendo su libro?
Hasta ahora tendría que confesar que la biografía no me ha enseñado mucho; sigo siendo más o menos lo que fui al comienzo, o por lo menos, los cambios ideológicos y sentimentales perceptibles parecen haber tenido muy poco que ver con la experiencia de la biografía (aparte de estar muy envejecido…). Pero repito que en mi caso casi todo sucede durante la última versión -siempre escrita muy rápida y orgánicamente- así que, después de más de una década, sigue siendo prematuro resumir esta experiencia.
Mi propia experiencia como biógrafo me lleva a concluir que, con personajes recientes, se convierte en un trabajo más difícil y, a veces, hasta ingrato. Si bien partimos de la falta de distancia histórica, ser contemporáneos de nuestros personajes implica la posibilidad de rescatar el testimonio de su entorno y dar, a la vez, un testimonio de época. Al materializarse una biografía, aún basada en miles de documentos y cientos de entrevistas, muchos de los interlocutores la encuentran, cuando menos, incompleta. Es decir, la paradójica aspiración del biógrafo es hacer una obra coherente, una escritura funcional desde lo literario, cuando se descubre que para el mundo, como supo al final de su vida Pirandello, en definitiva todo personaje es siempre uno, nessuno e centomila.
Ingrato, no sé. El «después» puede ser muy ingrato, hay miles de ejemplos negativos y muy pocos positivos. Pero siempre es mejor saberlo: si la secuela es aguantable, puede parecer incluso placentera si las expectativas son brutales. Difícil -ah sí, dificilísimo-. Es el trabajo más arduo de mi carrera (y a mí por naturaleza me gustan los trabajos monumentales), no sólo intelectualmente (quién lo hubiera pensado) sino físicamente. Moralmente, ni hablar (aunque parezca pretencioso, puedo decir que me preocupa mi responsabilidad minuto por minuto, día tras día). Existen muchos escritores (como existen muchos profesores) para quienes juzgar a sus semejantes es un lujo y un placer; a mí no me gusta nada, pero lo estoy haciendo. Ahora, como habrás deducido de mi respuesta anterior, sólo estoy de acuerdo con Pirandello si estamos hablando de la multiplicidad de perspectivas que pueden adoptar uno tras otro o simultáneamente una multiplicidad de observadores. Yo mismo no me considero tan plural ni tampoco considero que García Márquez (ni nadie) lo sea. Complejidad, sí: la complejidad me encanta, me intriga, me seduce; la relatividad, no. Yo necesito creer que la vida y el universo son complejos, todo lo complejos que tú quieras, pero la relatividad «absoluta» (es un decir) ni me convence ni me atrae; su libertad, en mi opinión, es un espejismo.
Un biógrafo es una suerte de especialista en la vida de otro. Pero si ese otro está vivo, puede perfectamente suceder que durante el resto de su vida, la biografía escrita finalmente «se equivoque». Esto me lleva a pensar que en cada biógrafo hay algo de asesino, y cada biografía de personajes vivos sea una apuesta sobre el destino del biografiado.
El escenario que pintas se parece al de «La muerte y la brújula» de Borges, cuento que muy fácilmente podría ser también la alegoría de, por ejemplo, cualquier relación entre un hombre y una mujer. Otro cuento, uno de los clásicos, más directamente biográfico, es «El perseguidor» de Cortázar. En cierto sentido, García Márquez se parece mucho al Minotauro. Si estoy en México o Colombia él siempre sabe lo que estoy haciendo aun cuando se supondría que la historia debería ser la de mis esfuerzos por saber qué está haciendo él. Y todos sus amigos y colegas saben que él sabe que me están hablando. En ese sentido yo muy fácilmente pudiera organizar una especie de retrato colectivo, un consenso maquillado y, seamos francos, poco interesante. Aunque, para hacerle justicia, él es mucho más juguetón que siniestro, ha mostrado un gran espíritu deportivo desde el comienzo de mi trabajo. Al mismo tiempo, es muy seductor. Siempre, desde el comienzo, me ha dicho, «yo seré lo que tú digas que soy». No quisiera provocarlo pero creo que mi biografía puede ser una alternativa interesante a sus memorias -Vivir para contarla (2002) – aunque infinitamente inferior literariamente hablando y también infinitamente menos entretenida.
Precisamente, el que el biografiado sea también escritor complica las cosas, y si ha escrito su autobiografía, el camino es doblemente difícil. ¿Cuando inició el trabajo ya sabía que él escribiría sobre su vida o fue una sorpresa?
No, no sabía que iba a escribir sus memorias al comienzo, aunque pronto descubrí que ha ido mencionando sus intenciones desde los años sesenta (García Márquez siempre ha sabido que su vida iba a justificar unas memorias y que valía la pena ir preparándose de antemano). No me habría intimidado; al contrario, me parece mucho más interesante poder cotejar sus propias impresiones / recuerdos / invenciones y mis descubrimientos / conclusiones / especulaciones. Siempre hemos «jugado a la gallina» -como decimos en inglés- es decir, ambos hemos dicho que nuestra intención era esperar hasta que el otro publicara primero su obra. Yo gané, supongo. (En realidad, me demoré, es decir, perdí).
Aunque toda autobiografía es sólo una verdad a medias, seguramente, a la mayoría de los lectores les interesará más lo que el escritor piensa sobre sí mismo, que lo que el otro, siempre intruso y aguafiestas, intenta demostrar que sucedió. ¿Cómo manejó las «invenciones literarias» de Vivir para contarla?
Tengo que reconocer que Vivir para contarla ha complicado mucho la redacción de mi obra. No puedo iniciar cada oración con la frase: «García Márquez dice, sin embargo…», y no lo voy a hacer, pero me ha obligado a trabajar muchísimo más en lo que siempre hay que hacer de todos modos, es decir, la verificación de los datos y la aclaración de las dudas. Al final y al cabo, el escritor de memorias es infinitamente más libre que el biógrafo, y está bien que sea así.
Y qué dice sobre la posibilidad de herir susceptibilidades, al tratar un personaje que en sí mismo ha dado pie a tantas confusiones sobre su vida y su obra, pero que ha ocupado el más importante rol político que escritor alguno haya tenido en el siglo XX latinoamericano.
Herir susceptibilidades me parece inevitable, me preocupa y a veces me deprime; pero no me intimida, precisamente porque sé que es inevitable. De todos modos, mi punto de partida es una gran admiración por García Márquez como escritor y como hombre; y ahora le tengo un gran afecto personal. Será sin duda una biografía crítica, pero en el sentido académico, intelectual, y no en el sentido vulgar de la palabra.
¿No teme que su biografía, entonces, cause malestar en Colombia, donde la obra de García Márquez ha construido una suerte de identidad nacional, una «comunidad imaginada» que parece deshacerse cada día en la guerra interna?
Mi biografía va a causar algún malestar (sería absurdo exagerarlo) no sólo en Colombia, sino en México, Cuba, Francia, España y Estados Unidos (para empezar). García Márquez ha llevado una vida activa, militante y turbulenta y las verdades, aparentes o reales, siempre causan malestar y él ha tenido relaciones intensas y contradictorias con cada uno de los países en que le ha tocado vivir. En cuanto a Colombia, García Márquez pertenece al país quizás más conservador y, de todos, el más regionalmente dividido de América Latina (un país que yo he aprendido a querer de una manera apasionada aunque también, necesariamente, contradictoria). Él mismo ha dicho siempre que la Costa, donde él nació y se crió, es «otro país»: a veces, que «la costa colombiana y Venezuela son un solo país»; otras, que «el Caribe es un solo país». Hasta ahora nadie ha enjuiciado sus relaciones con sus compatriotas «cachacos», pero es evidente, para el observador más superficial, que los bogotanos, por ejemplo, habrían preferido un García Márquez cachaco y no costeño, y mayoritariamente, también, habrían preferido un García Márquez liberal o conservador a un García Márquez socialista y amigo de Fidel Castro. Naturalmente hay muchos cachacos que tienen una visión amplia y unificadora de Colombia, y que se enorgullecen de tener al escritor más prestigioso del planeta como compatriota y gloria nacional. Pero esa gran comunidad imaginada nacional es muy frágil y siempre está cuestionada, desde otro punto de vista, por el problema «Macondo», tema muy controvertido y complejo que por ahora no quiero tratar de dilucidar. De todos modos, con todo y cliché, diré que la costa colombiana, más bien, ha sido Macondo; pero se podría reflexionar, por otra parte, que las naciones latinoamericanas (incluyendo, claro, a la misma Colombia) no son Macondo: Macondo es la minúscula «Aracataca» y también es la «América Latina» en su totalidad.
Terminemos con su último libro. ¿Qué le ha parecido su reciente novela Memorias de mis putas tristes?
No sé si me atrevo, porque se sabe que los biógrafos necesitan décadas antes de comprometerse a emitir ningún juicio. Pero bueno, en primer lugar me ha fascinado, obviamente, porque quién, quienquiera que sea y dondequiera que esté, va a estar más fascinado que el biógrafo de un escritor viviente cuando éste publica una obra nueva, y aquí estamos hablando de nadie menos que Gabriel García Márquez. También me ha conmovido, porque este escritor, quien escribió más que ningún otro sobre la vejez cuando era joven, ha llegado él mismo a la vejez y ahora está reflexionando, naturalmente, desde otro ángulo de vista. Esta novela confirma que si el poder y la soledad fueron los temas dominantes de la primera mitad de su carrera literaria, el amor es el tema dominante de la segunda, en una época en que el motivo del amor feliz suele aparecer casi exclusivamente en las novelas de segunda clase. Por otra parte, también me impresiona la audacia de este escritor. Siguiendo parcialmente al Kawabata de La casa de las bellas dormidas, al Nabokov de Lolita y al Bertolucci de Belleza robada, este novelista de 77 años estudia aquí la relación sexual de un hombre viejo con una adolescente, a tal grado que algunas reseñas han hablado de una supuesta pedofilia. Otros, desde luego, han subrayado la clara intención utópica, la búsqueda de una visión de un futuro inacabable emprendido por un hombre viejo que hace muy poco sobrevivió a una enfermedad muchas veces mortal. Siempre he dicho que parte de su encanto particular es que Gabo no se detiene ante ningún obstáculo o desafío y esta novela lo confirma de la manera más triunfal.
Alejandro Bruzual es un escritor y músico venezolano. En estos momentos, termina un doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de Pittsburgh. Ha publicado seis biografías sobre músicos venezolanos, y el compendio The Guitar in Venezuela/ A concise History to the End of the 20th Century (Quebec: Eds. Doberman-Yppan, 2005 ).