Presentación Suele decirse que hay textos, libros o discursos que son hacedores de la historia. La metáfora es expresiva pero, a la vez, engañosa. Lo primero, porque hace justicia a la extraordinaria importancia que un escrito puede excepcionalmente adquirir en el desencadenamiento de grandes procesos históricos. Pero también engañosa porque en su formulación inicial oculta […]
Presentación
Suele decirse que hay textos, libros o discursos que son hacedores de la historia. La metáfora es expresiva pero, a la vez, engañosa. Lo primero, porque hace justicia a la extraordinaria importancia que un escrito puede excepcionalmente adquirir en el desencadenamiento de grandes procesos históricos. Pero también engañosa porque en su formulación inicial oculta un hecho decisivo: son hombres y mujeres quienes realmente hacen la historia. Las 95 tesis que el monje Martín Lutero clavara en las puertas de la Catedral de Wittenberg en 1517 no hubieran pasado de ser una disputa conventual, un intrascendente berrinche del monje agustino si no fuera porque tuvieron la capacidad de captar la sensibilidad de su tiempo. Fue sólo cuando las ideas del clérigo -aquel «rayo del pensamiento», apelando a la expresión utilizada por el joven Marx a propósito de este asunto- tomaron contacto con el suelo popular que se convirtieron en poderosos instrumentos de transformación social. Algo parecido puede decirse de El Contrato Social, de Jean-Jacques Rousseau que, por supuesto, no «produjo» la Revolución Francesa ni ocasionó las guerras de la independencia de las colonias españolas en las Américas. Pero al igual que en el caso anterior, el escrito del ginebrino sintetizó, de algún modo, las aspiraciones de una época y permitió imaginar los contornos de la nueva sociedad que se estaba gestando en el vientre de la vieja. Lo mismo vale en relación a otro texto extraordinario, el Manifiesto Comunista escrito por aquellos dos geniales jóvenes alemanes a comienzos de 1848 y que con el correr de los años habría de convertirse en el heraldo de una nueva etapa histórica. Otro tanto puede decirse, por último, de El Estado y la Revolución, escrito por Lenin en medio de los fragores de la primera revolución socialista de la historia. No fueron los libros, o los panfletos, sino la articulación entre estos y las luchas de los pueblos los que movieron la historia.
La coyuntura del ’53
La historia me absolverá pertenece a este mismo ilustre género. Se trata de un alegato extraordinario, un texto impresionante, sin duda uno de los más importantes de la historia latinoamericana, tanto por su contenido como por las condiciones bajo las cuales se produjo. Como es bien sabido, el 26 de julio de 1953 un grupo de jóvenes que constituían la oposición revolucionaria a la dictadura de Fulgencio Batista -avalada y sostenida militar y financieramente por el gobierno de Estados Unidos- se propuso tomar por asalto los cuarteles Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo, y Moncada, de Santiago de Cuba. Esta radical decisión fue precipitada por la acelerada descomposición del régimen político batistiano y la capitulación de la oposición legal al mismo. Por ese entonces Fidel militaba en el Partido del Pueblo Cubano (PPC), una organización de vaga inspiración socialdemócrata, fundada por un honesto político cubano, el senador Eduardo Chibás, en 1947, como un desprendimiento del por entonces gobernante Partido Auténtico. La corrupción generalizada y la total capitulación de la dirigencia política, económica y social provocó el espectacular suicidio de Chibás en 1951, transmitido literalmente «en vivo» al final de una de sus periódicas, y muy populares, alocuciones radiofónicas. Fidel permaneció en el partido y al año siguiente fue designado como candidato a diputado para las elecciones previstas para junio de 1952. Pero el 10 de marzo se produjo el golpe de estado del coronel Fulgencio Batista, y el proceso electoral fue abortado.
Fidel había reiteradamente manifestado su disconformidad con la línea vacilante del PPC y la paralizante inoperancia de la oposición legal ante un régimen que, en plena Guerra Fría y alentado por sus mentores de EE.UU., se limitaba a la denuncia y a las protestas en el ámbito del Congreso. Sin embargo, su exigencia de que el partido adoptase una estrategia de oposición extraparlamentaria -apelando con esto a la mejor tradición revolucionaria cubana- había sido desoída. La pusilánime respuesta que el PPC ofreció ante el golpe de estado batistiano y su descarada violación de la Constitución de 1940, influida, según Fidel, «por las corrientes socialistas del mundo actual», y cuyos contenidos progresistas reflejaban un momento de auge de la lucha de clases en Cuba, precipitaron la ruptura de Fidel con la dirección del PPC y su pasaje a la clandestinidad (p. 101).
Fue a partir de esos momentos cuando, bajo la dirección de Fidel, el grupo de jóvenes revolucionarios adoptó una estrategia insurreccional. Esta tenía como momento inicial la captura de un sitio emblemático de la dictadura para, a partir de ahí, precipitar la sublevación popular en una ciudad o una región. Dada la densa y prolongada tradición de lucha y rebeldía popular que desde la época de la colonia caracterizaban a la provincia de Oriente, cuna de las guerras de la independencia y el lugar donde, junto con Máximo Gómez, Martí desembarcara en 1895 para librar la que sería su última batalla por la liberación de Cuba, los revolucionarios decidieron atacar los mencionados cuarteles en el año en que se cumplía el centenario del nacimiento de José Martí. El ataque se llevó a cabo el 26 de julio y debido a circunstancias que el mismo Fidel explica en su alegato terminó en una derrota de las fuerzas insurgentes. Sesenta de los 135 integrantes del comando revolucionario cayeron, en su mayoría luego de que cesara el combate, víctimas de salvajes torturas y fusilamientos a mansalva. Fidel y un puñado de sus hombres lograron replegarse a la montaña, pero el 1º de agosto fueron arrestados por una patrulla del ejército cubano. Luego de permanecer más de dos meses en confinamiento solitario y bajo durísimas condiciones carcelarias, el 16 de octubre comienza un proceso legal en su contra y en el cual, dada la absoluta falta de garantías, el joven abogado de 27 años decide asumir su propia defensa.
Martí, Gramsci y la «batalla de ideas»
Lo anterior es el marco político e histórico en el cual Fidel pronuncia su célebre discurso. Veamos ahora los detalles concretos de las condiciones en que lo pronunció. Por empezar, el juicio no se llevó a cabo en ningún edificio del poder judicial de Santiago, sino en una pequeña sala de la Escuela de Enfermeras del Hospital Civil de esa ciudad. Para ello, nada mejor que reproducir textualmente lo que una periodista que pudo estar presente en el juicio, Marta Rojas, escribió en aquella jornada:
El acusado doctor Fidel Castro no ha hecho ni un alto en su informe, a veces alza la voz, y él mismo se contiene; en instantes se inclina sobre la mesita que tiene de frente y casi habla en secreto. A medida que habla, improvisando siempre, hay más silencio en el recinto, no se escucha ningún otro sonido más que su voz pausada, como si conversara con todos, mira fijo al tribunal que lo atiende con gusto […] los soldados están apiñados en la puerta y no disimulan su atención. A veces posa su vista en el retrato de Florence Nigthingale que preside el saloncito de las enfermeras y parece que conversa con ella. No tiene ni un papel, ni un libro con él […] Todas las personas que lo han escuchado comentan su talento. Improvisó la pieza completa y la coloreó con pensamientos ajenos (de juristas), con trozos de alegatos y sobre todo con las palabras textuales de José Martí. Su postura […] ha despertado verdadera admiración para con el revolucionario.
El excepcional alegato de Fidel -no improvisado sino profundamente meditado y sopesado, pero que fluía de su pensamiento con la frescura de las ideas que son dichas por primera vez- pronto trascendió las paredes de la Escuela de Enfermeras. Pese a la férrea censura de prensa, el pueblo cubano había comenzado a conocer los pormenores del asalto al Moncada. En principio, gracias a la irrefrenable indiscreción desatada, especialmente entre los asistentes de origen popular al singular proceso judicial, por la elocuencia y la contundencia argumentativa de Fidel que hizo que su alegato corriera como un reguero de pólvora por Santiago; y poco después, debido a la distribución clandestina del discurso, tarea a la que se entregaron con heroísmo y eficacia Haydée Santamaría y Melba Hernández, una vez cumplidas sus condenas. Remito al lector a la «Introducción» de Pedro Alvarez Tabío y Guillermo Alonso Fiel, con la que se abre la presente edición del alegato de Fidel, para un detallado conocimiento de las ingeniosas estrategias desarrolladas por este para re-escribir lo que había sido escrito y perdido, logrando la verdadera proeza de hacerlo en su celda y enviarlo extramuros burlando la vigilancia de sus carceleros. El 26 de julio no sólo tenía un líder de excepcional estatura política e intelectual; también disponía de una organización que estaba a su misma altura y que hizo posible «rearmar» La historia me absolverá a partir de cientos de pequeños fragmentos hábilmente remitidos desde la cárcel.
Para Fidel era evidente que no podían ahorrarse esfuerzos a la hora de librar lo que, utilizando un lenguaje de nuestros días, podríamos llamar la «batalla de ideas». Esta era necesaria para contrarrestar los efectos negativos que, para el curso de la revolución, se desprendían de la derrota militar del 26 de julio. En un mensaje que hace llegar a sus compañeros desde su cárcel en la Isla de Pinos les dice que «no se puede abandonar un momento la propaganda, porque es el alma de toda la lucha». En una síntesis magistral dice que «lo que fue sedimentado con sangre debe ser edificado con ideas», advirtiendo además que en su alegato «está contenido el programa de la ideología nuestra, sin la cual no es posible pensar en nada grande». De ahí su importancia decisiva. Citando a Martí, diría en su alegato que «un principio justo desde el fondo de una cueva puede más que un ejército» (pp. 41-42). La derrota militar obligaba pues a emprender una nueva batalla, esta vez saliendo a disputar con «las armas de la crítica» en el terreno de las ideas y el sentido común, requisito indispensable para la construcción de una nueva hegemonía. En este sentido puede decirse que Fidel aplica en la vida práctica de la lucha revolucionaria las recomendaciones formuladas, poco más de veinte años antes y también desde la cárcel, por el fundador del Partido Comunista Italiano, Antonio Gramsci: la conquista de la hegemonía es condición necesaria para el triunfo de la revolución. «La crítica de las armas» es infecunda si no va acompañada por «las armas de la crítica». Martí y Gramsci constituyen el fundamento moral y político de la estrategia de Fidel.
Los resultados quedarán a la vista cuando, forzado por el clima de opinión crecientemente adverso generado por la extraordinaria divulgación del alegato, el tirano no tuvo más opción que la de amnistiar a Fidel, a su hermano Raúl y otros 18 participantes del asalto al Moncada. Su liberación se produciría el 15 de mayo de 1955 y la llegada de Fidel a la estación ferroviaria de La Habana se convirtió en una manifestación multitudinaria, cuyas proporciones sobrepasaron todo lo que los jóvenes revolucionarios esperaban. La concientización y movilización del pueblo cubano instalaban el proceso revolucionario en una nueva meseta, pero exigían un cambio radical de estrategia. El exilio de Fidel en México, a partir de julio de ese mismo año, y la fundación del Movimiento Revolucionario 26 de Julio y el encuentro con el Che serían los hitos de una historia destinada a culminar victoriosamente el 1º de enero de 1959.
Tesis políticas
Antes de invitar al lector a sumergirse en el texto, permítasenos decir algunas pocas palabras sobre su contenido. Su autor desmonta toda la ilegalidad e inconstitucionalidad del juicio al que se ve sometido por el estado cubano. Juicio que, como recuerda Fidel, el propio tribunal había caracterizado como «el más trascendental de la historia republicana» y pese a lo cual está viciado por las más flagrantes violaciones del debido proceso (p. 38). No pudo conversar a solas con un abogado y sólo se le permitió acceder a un minúsculo código; pero ningún tratado penal ni ningún libro pudo llegar a su calabozo, ni siquiera los de Martí. Ya antes de su alegato final, en una audiencia sostenida a mediados de septiembre, Fidel había declarado que el Apóstol «era el autor intelectual del 26 de julio» y que pese a que le negasen libros y tratados «traigo en el corazón las doctrinas del Maestro» (p. 45).
Fidel no se engañaba en cuando al significado político del juicio a que estaba sometido. Era muy conciente que en él se decidiría algo que iba mucho más allá que su libertad: «se discute -nos dice- sobre cuestiones fundamentales de principios, se juzga sobre el derecho de los hombres a ser libres, se debate sobre las bases mismas de nuestra existencia como nación civilizada y democrática. Cuando concluya, no quiero tener que reprocharme a mí mismo haber dejado principio por defender, verdad sin decir, ni crimen sin denunciar» (p. 46). Y esto es lo que Fidel hace con extraordinaria minuciosidad, siguiendo tal vez aquel viejo aforismo atribuido a los jesuitas y que asegura que «Dios está en los detalles». Su descripción de los crímenes del régimen es precisa y detallada, al igual que su equilibrada presentación de los hechos desarrollados en el combate.
Transcurrido el primer tercio del discurso, Fidel se adentra en un análisis ya no tanto jurídico sino más político y económico-social. Allí desmonta la creencia de que el formidable poderío militar constituye una barrera inexpugnable ante la cual se estrellaría cualquier pueblo que quisiera luchar contra una tiranía. «Ningún arma, ninguna fuerza es capaz de vencer a un pueblo que se decide a luchar por sus derechos». Cita en favor de su afirmación la revolución boliviana de 1952 y la gesta independentista de Cuba en contra del colonialismo español, que con medio millón de soldados y pese a contar con un armamento aplastantemente superior fueron derrotados por los patriotas. Podríamos agregar, con el beneficio de la experiencia histórica posterior, las derrotas sufridas por franceses y norteamericanos en Vietnam; la propia sobrevivencia de la Revolución Cubana; y, más recientemente, la resistencia del pueblo iraquí en contra de la ocupación decretada por George W. Bush, como otras tantas pruebas de la verdad de aquel aserto.
Pero ¿quién es el pueblo? En contra de todo esquematismo y con un lenguaje con claras reminiscencias del joven Marx, Fidel dice que «entendemos por pueblo, cuando hablamos de lucha, la gran masa irredenta […] a la que todos engañan y traicionan, la que anhela una patria mejor y más digna y más justa; la que está movida por ansias ancestrales de justicia por haber padecido la injusticia y la burla generación tras generación» (p. 59). Y ahí están los 600 mil cubanos sin trabajo, los 500 mil obreros del campo, los 400 mil obreros industriales y braceros, los 100 mil pequeños agricultores, los 30 mil maestros, los 20 mil pequeños comerciantes, los 10 mil profesionales jóvenes. «A este pueblo […] no le íbamos a decir ‘Te vamos a dar’, sino ‘¡Aquí tienes, lucha ahora con todas tus fuerzas para que sea tuya la libertad y la felicidad!'» (pp. 60-61). Se desprende de lo anterior una concepción del campo popular ajena al exclusivismo «obrerista» que tantos daños hiciera a la izquierda latinoamericana, al impedirle siquiera «ver» -¡no digamos incorporar a su construcción política!- a esa enorme masa de campesinos, indígenas y pobres del campo y la ciudad condenados a la invisibilidad y la negación por la condición periférica del capitalismo latinoamericano y el colonialismo intelectual de la izquierda tradicional, con algunas honrosas excepciones como la de José Carlos Mariátegui. Lo que Fidel propone en su alegato implica precisamente una ruptura con las concepciones tradicionales acerca del sujeto de las luchas emancipadoras. Plantea, en cambio, una visión amplia, abarcadora, reconciliada con las necesidades urgentes de la coyuntura que exige la unificación de todas las fuerzas sociales oprimidas y explotadas por el capitalismo y no su dispersión en un archipiélago de organizaciones políticas y sociales cuya desunión es garantía de su propia irrelevancia. La política de alianzas del Movimiento 26 de Julio haría de esta verdadera renovación teórica el fundamento mismo de su actuación política.
Neutralizado el chantaje militar y definido el sujeto de la transformación social, Fidel enuncia el programa concreto de la revolución. En primer lugar, devolución al pueblo de la soberanía usurpada por el tirano, restableciendo la Constitución de 1940; la segunda ley revolucionaria concedería la propiedad de la tierra a colonos, arrendatarios y precaristas que ocupan pequeñas parcelas, con una razonable indemnización a los antiguos propietarios. La tercera ley otorgaría a los obreros y empleados una participación del 30% en las utilidades de las grandes empresas. La cuarta ley revolucionaria concedería a los colonos el 55% del rendimiento de la caña de azúcar. La quinta confiscaría todos los bienes malversados por los gobernantes, la mitad de cuyo producido iría a engrosar las cajas de jubilación de obreros y empleados, y la otra mitad para financiar hospitales, asilos y casas de beneficencia. La política exterior cubana sería de estrecha solidaridad con las luchas de los pueblos democráticos del continente. Otras medidas incluían la reforma agraria de la gran propiedad territorial, la reforma integral de la enseñanza, la nacionalización de los monopolios en la industria eléctrica y los teléfonos; medidas todas estas que deberían ser proclamadas y ejecutadas de inmediato (pp. 61-62).
Estas medidas se asentaban sobre un diagnóstico de lo que Fidel denomina en su discurso la «espantosa tragedia» por la que atraviesa Cuba, «sumada a la más humillante opresión política». El 85% de los pequeños agricultores cubanos vive bajo la permanente amenaza del desalojo; hay 200 mil bohíos y chozas en el campo, mientras 400 mil familias viven hacinadas en barracones y cuarterías; 2,2 millones de personas de la ciudad pagan onerosos alquileres y 2,8 millones carecen de electricidad. Faltan escuelas, y las que existen tienen maestros muy mal pagados. En el campo, el 90% de los niños están infestados con parásitos, y entre mayo y diciembre hay 1 millón de personas sin trabajo, una cifra mayor a la de países como Francia e Italia, con una población varias veces superior a la de Cuba. «Enviáis a la cárcel al infeliz que roba por hambre, pero ninguno de los cientos de ladrones que han robado millones al Estado durmió nunca una noche tras las rejas» (p. 66).
La última parte del alegato, luego de una nueva serie de denuncias sobre el salvajismo de la represión a los atacantes del Moncada, culmina con una elaborada justificación -anclada en la mejor tradición de la filosofía política occidental- sobre el derecho a la rebelión. «Admito y creo que la revolución sea fuente de derecho -dice en su discurso- pero no podrá llamarse jamás revolución al asalto nocturno a mano armada del 10 de marzo» que instauró la tiranía de Fulgencio Batista (p. 91). Y en una referencia cuya actualidad se reafirma con sólo echar una ojeada a la dirigencia de nuestras así llamadas «democracias» -en realidad, oligarquías apenas disimuladas tras un ligerísimo barniz de sufragio universal hábilmente manipulado- decía Fidel que Batista «vive entregado de pies y manos a los grandes intereses, y no podía ser de otro modo por su mentalidad, por la carencia total de ideología y de principios, por la ausencia absoluta de la fe, la confianza y el respaldo de las masas» (p. 92). Aludiendo a lo que en el lenguaje de nuestros días sería la tan alabada «alternancia», un atributo supuestamente propio de las democracias maduras, remata su razonamiento diciendo que el golpe liderado por Batista «fue un simple cambio de manos y un reparto de botín entre los amigos, parientes, cómplices y la rémora de parásitos voraces que integran el andamiaje político del dictador» (p. 92).
El último movimiento de esta verdadera sinfonía política que es La historia me absolverá lo constituye una encendida invocación a la legitimidad del derecho a la rebelión ante toda forma de despotismo. En los tramos finales de su discurso, Fidel pasa revista en primer lugar a las disposiciones de la propia Constitución de 1940, pisoteada por la satrapía gobernante, para luego internarse por el largo sendero de la filosofía política señalando, a cada paso, la forma en que sus principales exponentes defendieron a lo largo de una historia más de dos veces milenaria el derecho de los pueblos a rebelarse ante los tiranos. Desfilan así desde referencias al pensamiento político-religioso de China e India en sus tiempos más remotos hasta su entronque con la tradición occidental nacida en Grecia y, desde ahí, a Roma para luego expandirse por todo el occidente europeo. Mención especial se hace de los argumentos en favor de la rebelión desarrollados por John of Salisbury, Tomás de Aquino, Martín Lutero, Juan Mariana, Jean Calvin, John Knox, John Ponet, Johannes Althussius, John Milton, John Locke, Jean-Jacques Rousseau, Thomas Paine y también presentes en la Declaración de la Independencia de EE.UU. y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano surgida de la Revolución Francesa.
Luego de tamaña argumentación, «¿Cómo justificar la presencia de Batista en el poder, al que llegó contra la voluntad del pueblo y violando por la traición y por la fuerza las leyes de la república? ¿Cómo calificar de legítimo un régimen de sangre, opresión y tiranía?». Toda la tradición filosófica-política occidental condena semejante despropósito, pero el mandato que surge de las enseñanzas de Martí es aún más terminante: «cuando hay muchos hombres sin decoro hay siempre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres» y serán esos los que se rebelen contra los tiranos y las satrapías. Los jóvenes atacantes del Moncada son precisamente esa clase de hombres y mujeres necesarios para las grandes epopeyas de la liberación. Hombres y mujeres dispuestos a ofrendar sus vidas, sabedores que «morir por la patria es vivir». En el año del centenario de su nacimiento, concluye Fidel, Martí está más vivo que nunca en la rebeldía y la dignidad de su pueblo.
La fe inquebrantable en la causa de la emancipación humana y social, su absoluta convicción en el triunfo final del proceso revolucionario, lo lleva a advertir a sus jueces que «ahora estáis juzgando a un acusado, pero vosotros, a su vez, seréis juzgados no una vez, sino muchas, cuantas veces el presente sea sometido a la crítica demoledora del futuro. Entonces lo que yo diga aquí se repetirá muchas veces, no porque se haya escuchado de mi boca, sino porque el problema de la justicia es eterno» (p. 87). En el cuidadoso, medido, equilibrio político y ético de su discurso, el afán de justicia predomina claramente sobre el ansia de venganza. Todo esto, claro está, sobre el telón de fondo gramsciano del «optimismo del corazón». Equilibrio y serenidad que habían quedado de manifiesto al decir que «para mis compañeros muertos no clamo venganza», a pesar de que se contaban entre ellos algunos de sus más cercanos amigos. «Como sus vidas no tenían precio, no podrían pagarlas con las suyas todos los criminales juntos» (p. 86). No apela, como es usual en estos casos, a la clemencia de sus jueces para conseguir su propia libertad. «No puedo pedirla -nos dice dando muestras de su ejemplar dignidad- cuando mis compañeros están sufriendo ya en Isla de Pinos ignominiosa prisión». Y termina con una frase premonitoria: «Condenadme, no importa, la historia me absolverá».
Buenos Aires, agosto de 2005