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Testimonio escrito por frentista que dirigió la Toma

21 de octubre de 1968: la toma de Pichipellahuén

Fuentes:

El 21 de octubre del año 1988, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) realizó cuatro operaciones militares simultáneas en diferentes puntos rurales del país: La Mora, Aguas Grandes, Pichipellahuén y Los Queñes, lugar donde perdieron la vida Raúl Pellegrín, conocido como el Comandante José Miguel o Rodrigo, y Cecilia Magni, Tamara. Estas acciones se enmarcaron […]

El 21 de octubre del año 1988, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) realizó cuatro operaciones militares simultáneas en diferentes puntos rurales del país: La Mora, Aguas Grandes, Pichipellahuén y Los Queñes, lugar donde perdieron la vida Raúl Pellegrín, conocido como el Comandante José Miguel o Rodrigo, y Cecilia Magni, Tamara. Estas acciones se enmarcaron dentro de la llamada Guerra Patriótica Nacional (GPN), diseñada por la Dirección Nacional del FPMR como una probable vía de solución a la dictadura y con claras intenciones de llevar al país hacia una revolución social. A continuación PORLALIBRE entrega el testimonio del frentista que dirigió la Toma de Pichipellahuén.

Después de la separación del Partido Comunista en 1987, la Dirección Nacional del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) decidió que varios de nosotros nos insertáramos en los territorios rurales del país. No recuerdo con certeza la fecha, pero sí me acuerdo de las palabras de Raúl Pellegrín, Rodrigo: «…hay una zona de muchas tradiciones combativas en Curanilahue, Tirúa, Lumaco, Traiguen, Nueva Imperial, Temuco para la costa… Debes instalarte y a la vuelta de unos meses, te contactaremos. Tu tarea es a largo plazo. Aquí tienes plata para el bus, unos pesitos más, por si nos perdemos, y a la vuelta de esos meses, debes tener donde recibir compañeros. Debes ser un paisano más en esos lugares. Mándanos un lugar de contacto». Alguien dijo que no fuera en ciudades. «En un monte», dije yo, «correcto», dijo Rodrigo. «Con comida y cafecito para no pasar frío. Ahora sigamos la reunión».

Mientras me esclarecía la misión, yo miraba el mapa con los pueblos que había nombrado, y contaba los pesos. «¿Alguna cosita más?», le pregunté por si fuera poco. «Sí. Ten charqui. Cómpralo en Saltos del Laja. Es súper bueno. Tranquilo, agregó, veremos si te damos un contacto de llegada y hermanos que se te unan. Lo demás es pega tuya».

Todo esto sin el apoyo del Partido Comunista sería difícil. Había que construirlo todo, es decir, buscar un lugar donde alojar, inventar la justificación de la presencia de uno en el lugar, tratar de parecer una persona normal, no llamar la atención, buscar un medio de subsistencia, conseguir amigos, etc. Eso y un montón de cosas más significaban para los rodriguistas la orden: «Instalarse en un territorio».

La estrategia política del Frente buscaba tener presencia combativa en todos los territorios del país, y para ello se requería que los cuadros se insertaran socialmente para desde ahí generar el accionar político-militar. Evaluamos que el accionar urbano estaba limitado en cuanto a poder contar con fuerzas organizadas y de mayor movilidad. Todo esto se enmarcaba dentro de la estrategia de Sublevación Nacional, que considerábamos que el Partido había desechado.

La misión de «instalación territorial» y su cumplimiento significó en lo personal, para varios cuadros rodriguistas y para el mismo Frente, la irrupción armada del 21 de octubre de 1988, con la toma de cuatro pueblos. Pero también redundó en un alto costo con la muerte de Cecilia Magni, Tamara, y el propio Rodrigo, como consecuencia de una de las operaciones, en Los Queñes.

Compré el pasaje en un bus, con todas las precauciones que significaba para una persona que viajaba sin equipaje. Llegué al sur y salí del terminal de buses como un lugareño cualquiera, o trataba de que así se viera. Sólo viajaba con una molestia en la cintura, un fierro de buena calidad. En el Frente había órdenes que cumplir: «No permitir que lo arrestaran». Hubo hermanos que la cumplieron con sus propias vidas. Después, si uno caía preso, había otra orden: «No hablar». Hay muchos que fueron ejemplos a seguir en medio de tantas torturas, y luego su principal misión era escapar. Varios hermanos encontraron la muerte en ese intento.

Por lo general los viajes eran normales y los míos siempre lo fueron. Llegué a Los Ángeles, límite de «mi territorio» por el este y de ahí emprendería viaje hacia la costa para adentrarme en la zona. Sería largo contar cada micro que tomé y por los pueblos que pasé, pero finalmente llegué a Arauco y ese sería mi centro de operaciones.

Yo tenía experiencia guerrillera, y llevaba un par de años clandestino. No era conocido y tenía mucha motivación, como todo combatiente que rechazaba las componendas que se negociaban a espaldas del pueblo: todas las cúpulas políticas, sin excepción, como en un partido de ajedrez, trataban de asegurarse el mejor espacio de la nueva situación que se auguraba para Chile.

Cuando, debido a la presión popular, se temió que el fin de la dictadura podría darse con una salida revolucionaria, tanto Estados Unidos y la propia oposición burguesa chilena se adelantaron para frenarla, para asegurar el control sobre la «transición a la democracia» dentro de marcos que le eran aceptables. Para la derecha y el empresariado que se habían favorecido con la dictadura, ceder a una transición tutelada les aseguraba conservar el poder económico y político alcanzado. Estos actores acuerdan seguir el trazado de establecimiento de la democracia fijado por la propia dictadura, negociando los términos de esa transición.

Con esas cartas echadas y fijada la fecha del plebiscito para el 5 de octubre de 1988, el FPMR ordena a sus cuadros activar los planes de operaciones.

A mediados de 1988, soy convocado a Santiago e informo de la situación política de mi territorio. Llevaba meses desde mi llegada a la zona sur, y ya era lugareño. Nos habíamos ido organizando; armamos una jefatura, fuimos marcando sectores y muchos lugares quedaron preparados para recibir compañeros, sobre todo en la Cordillera de Nahuelbuta. Nos sentíamos seguidores de las luchas mapuche y estudiábamos con respeto y admiración la experiencia de los compañeros miristas.

Al terminar mi informe, se me ordena preparar la toma de un poblado en la zona mapuche. Esa acción estaba enmarcada en nuestra estrategia político-militar de Guerra Patriótica Nacional (GPN), que iría acompañada de otras acciones en el territorio nacional. El plebiscito podría sacar a Pinochet del poder, pero legitimaría la institucionalidad instalada a sangre y fuego por los militares y las fuerzas políticas derechistas. En otras palabras, el poder económico y militar sería asegurado por la derecha. La salida negociada se estaba preparando desde antes del 5 de octubre, y como el propio juntista Matthei confirmó después, el plan de Pinochet era desconocer los resultados del plebiscito e imponer el estadio de sitio, recrudeciendo nuevamente la represión. En ese contexto, que ya intuíamos, nuestra intención era actuar si se desconocían los resultados.

Al regresar a la zona, activamos los reconocimientos y llegamos a la conclusión de que el pueblo que podíamos tomar con las fuerzas posibles de movilizar sería Pichipellahuén, cerca de Capitán Pastene, en la novena región. Informo de esa propuesta, y después de muchas discusiones es aceptada. Se me pide esperar hasta que se decida quiénes participarían en la misión. Yo tenía esperanzas de participar debido a mi conocimiento del territorio, única ventaja por el que los rodriguistas siempre estaban dispuestos a actuar, pero debía esperar.

No sé cuanto tiempo pasó, pero un día llegó un mensaje: la Dirección Nacional del FPMR había decidido la fecha de la acción y se me había designado jefe. Yo estaba confiado de que podía estar en las filas de los combatientes, pero me impactó saber que sería el responsable de toda la acción: entrar, tomar el pueblo, retirar las fuerzas, volver a la normalidad sin ningún tipo de bajas. Encarecidamente se me pide que no debíamos tener bajas; la misión en concreto era tomar control del pueblo, y esto implicaba copar, neutralizar las fuerzas represivas, propagandizar nuestras ideas y retirarnos.

Un compañero mensajero me entrega un contacto para recoger los medios que utilizaríamos. Ya teníamos la zona preparada para recibirlos, y decidí, como era la tónica de los jefes rodriguitas recogerlos personalmente, que el resto de los hermanos debían seguir haciendo lo que estaban haciendo. No era el momento de informar los detalles de los planes futuros.

Recuerdo claramente como si fuera hoy, cuando inicié la caminata por una calle de Nacimiento, con la señal convenida. El contacto para recibir los medios, el que venía con la señal de normalidad en sentido contrario, era Rodrigo. «¿No te parece, jefe, que tú no debías venir a buscar estos regalos?» me preguntó. «¿Y cómo estamos por casa?», le respondí. Nos dimos un gran abrazo, y como era su costumbre, me preguntó cómo estaba, cómo me sentía, y nos fuimos por ahí a almorzar. No sabía que sería la última vez que lo vería. Terminado el almuerzo, decidí partir y me dijo: «¿Crees que te voy a dejar botado aquí con todas esa cosas?» .Yo me trasladaba en buses, pero esta vez él me llevó y me dejó cerca de mi territorio.

Seguimos hablando de distintos temas, como de Moisés Marilao, oficial mapuche internacionalista muerto en un enfrentamiento en Temuco. Yo consideraba que ocupaba el lugar que le correspondía a él. Ante esa opinión, Rodrigo me dijo algo como: «Cuando vamos a un combate, debemos ir con la fuerza de todos, los presentes y los ausentes.»

Al despedirse, me dijo que después de terminada la tarea, nos comeríamos un pollo al coñac. Estábamos todos invitados por Eduardo, el querido «Huevo», Roberto Nordenflycht.

Siempre he pensado, ¿por qué putas no le pregunté si él iría a alguna de las acciones programadas? Fue algo tácito entre todos los hermanos que no era necesario que él y otro jefe se expusieran. Me queda claro hoy que las decisiones importantes en la vida de una organización, no la deben tomar sólo una o dos personas.

El 4 de octubre los rodriguistas estuvimos acuartelados en ciudades y montañas, a horas de nuestros objetivos. Pensábamos que se concretaría el fraude, pero esto no sucedió. Escuchamos el triunfo del «No» en una zona montañosa mapuche, con las fuerzas listas para actuar.

Esta situación, el triunfo del «No», significaba no operar y debí recontactarme con mis jefes superiores. A la semana estaba reunido con ellos, y se pidió mi opinión. Yo dije sin titubear un segundo que se debía operar igual. Lo dije para enfatizar que consideraba que la situación de la represión y el poder de la dictadura no habían cambiado.

«Todos los jefes piensan como tú respecto de actuar», me dijeron, «pero con respecto a porqué hacerlo, tiene que ver con cosas mucho más profundas de las que tú piensas. No es sólo una cosa de voluntad.»

El jefe me quedó mirando. «Mira, hermano, vamos a actuar el 21 de octubre, vamos a demostrar que no aceptaremos que se negocie la salida de la tiranía a espaldas del pueblo. Están vendiendo el futuro de nuestro pueblo, se está negociando todo. Pensamos que el pueblo quiere cambios reales y no una repartija de poder bajo las sombras. Manuel golpeará el 21 de octubre y el éxito de la misión de ustedes es parte de ese puño justiciero», dijo.

No me atreví a bromear con el asunto del pollo ofrecido por Eduardo. La situación estaba tensa. Volví a mi zona y en un lugar de Purén en la Cordillera de Nahuelbuta, informé a mi jefatura, compuesta por mapuche y afuerinos. Llamábamos afuerinos a los que no teníamos la suerte de ser mapuche. Se repartieron misiones, y estas incluían varias tareas que apoyarían en un anillo externo a la operación misma. Nadie conocía la acción principal, ni menos que sería parte de un golpe mayor de Manuel.

Se decidió hacer un apagón diversionista en Temuco, y un jefe partió con esa misión. Otro hermano recogería a un grupo que vendría del norte; también se retiró y el resto partimos a la zona de Capitán Pastene, por diferentes medios.

A la base que pasamos el 4 de octubre llegamos los que participaríamos en la toma del pueblo. El destacamento era principalmente mapuche; eran buenos combatientes. Nuestra base contaba con todo lo necesario para estar varios días: área de dormida, almacén de medios, de cocina, de aseo, de ejercicios, pozos de tiradores y puntos de observación y vigilancia. Según los afuerinos, nuestra base era secreta e impenetrable, y sinceramente lo creíamos.

Días antes del 21 de octubre, planificamos de nuevo la toma del pueblo. Ya no teníamos contacto con el resto del Frente a nivel nacional. Las cartas estaban tiradas y lo único que comentábamos es que no fallaríamos. Para la toma de Pichipellahuén, seríamos 15 combatientes en la fuerza central y 6 en la fuerza de apoyo combativo cercano. Estos últimos regresaron del reconocimiento; su misión era cortar el acceso lejano al pueblo varios kilómetros, y actuarían independientes de la fuerza central. Esto impedía el apoyo al retén y aseguraba nuestra salida de la zona. Otros seis brindarían el apoyo diversionista cerca de Temuco.

La fuerza central estaba a una noche de camino, y por lo derecho de su objetivo, los traslados a los diferentes lugares se realizaban de noche y nos enraizábamos durante el día. Donde nos pillaba la luz del día, se acababan los movimientos, hacíamos cuevas entre los matorrales y no nos movíamos hasta la noche. Muchas veces se nos acercaron lugareños, incluso una vez uno meó cerquita de nosotros y nos cagamos de la risa en silencio del que le tocó recibir la meada.

La noche anterior a la partida, regresó el hermano encargado de recoger al grupo del norte sin ellos. No llegaron o no se encontraron, nunca se supo. Eso obligó a cambiar los planes: la fuerza central quedó compuesta por sólo 10 combatientes: seis combatientes sin experiencia, cuatro con formación militar. De estos últimos, dos contaban con formación militar regular y dos con formación militar irregular.

Debo aclarar aquí que aunque hubiéramos sido dos o uno, puede ser locura, pero nosotros cumpliríamos nuestra misión, eso no estaba en discusión.

Llegó el momento de la partida, y nunca lo olvidaré. Despedimos a los compañeros de la fuerza de apoyo, eran todos mapuche y me impactó su fuerza. Cumplirían su misión, no cabía duda. Abracé a cada uno de ellos, y creo que de ahí me quedó la costumbre de abrazar a cada hermano siempre que se pueda, como muestra de cariño y de hermandad, algo como «tu suerte es la mía hermano», expresada en un abrazo.

Llegamos a una explanada y un oficial mapuche me detiene y me dice, «Jefe, mi gente quiere despedirnos». «¿Qué estás diciendo?», le pregunté.

«Sí, jefe. Desde que nos decidimos a actuar, ellos nos han estado apoyando, y su fuerza va con cada uno de nosotros, incluso ustedes que no son mapuche», me explicó. Nos miramos los otros tres afuerinos y antes de poder responder estábamos rodeados por una gran cantidad de personas de todas las edades. Formé al grupo. Estábamos armados y nos pusimos frente a ellos. La luna estaba muy clara, se veían los rostros, y con unas ramas de árbol una mujer vestida con adornos mapuche me rodeó, diciendo palabras que no entendía y dándome pequeños golpes con las ramas. Luego, siguió con cada combatiente. Un viejito nos dijo: «No fallen. Mantengan la calma, eso les hará pensar bien. Todos estamos con ustedes, la naturaleza los cuidará. Ustedes son nuestros.»

Los afuerinos éramos objetos de mucha atención y cariño, y yo no salía de mi asombro. Miré la hora y no sé cuánto tiempo había pasado, pero di la orden: «¡Nos vamos!» Formamos columna en orden de marcha y quedamos solos los diez combatientes. Los mapuche desaparecieron y partimos a cumplir con nuestra misión.

Debíamos caminar toda la noche y lo hicimos. El paso del guía era rápido pero llevable. Cada combatiente vestía uniforme verde olivo, portando fusil, alimento personal y buenas botas de goma. Llegamos al amanecer del 20 de octubre a las inmediaciones del objetivo, organizamos el campamento, preparamos los explosivos, y esperamos. Ya conocíamos en exploraciones anteriores que el lugar elegido era tranquilo, que con mucho cuidado podíamos trabajar de día. Observamos el pueblo, su vida cotidiana, el retén, el vehículo policial, todo tranquilo.

Atacaríamos de noche el 21 de octubre. Cuando ese día comenzó a oscurecer, juntamos a todos y nos dimos fuerza. La orden de combate era organizarnos en dos grupos que se mantenían a la vista. Llegamos a las cercanías del pueblo, y comenzó a llover de una forma impresionante. Quedamos empapados inmediatamente, hacía mucho frío. Nos cruzamos con algunos lugareños que nos miraban y seguían de largo. La lluvia y la noche nos protegían.

En la casa aledaña al cuartel encendimos la carga potente que preparamos en el campamento. Nos acercamos y entre dos hermanos lanzaron la carga al techo de tejas del cuartel con excelente puntería. En la ventana del cuartel que daba a nosotros se asomó un policía, nos miró y se ocultó. Seguramente el ruido del golpe de la carga en el techo los había alertado. Con preocupación mirábamos el techo, no veíamos humo. La lluvia lo apagó, nos decíamos, y nos dispusimos a atacar.

Reapareció el humo y retrocedimos. Fueron minutos interminables. Nos protegimos y sentimos la explosión que fue tremenda. Todo el techo voló por los aires. De acuerdo al plan, salí en dirección a la puerta y los otros hermanos ocuparon puestos laterales. Empecé a disparar parado frente a la puerta, pero no salió ninguna bala. Se había trancado el fusil de mierda… Lo destrabé y con el hermano que me acompañaba empezamos a disparar. No se veía un alma. El resto de los combatientes se acercó al lugar donde debía estar el vehículo, pero no estaba ahí.

Se apagaron todas las luces en las casas del pueblo, que tenía una ancha calle principal. Los policías, cuyo número nunca supimos, habían escapado por la puerta posterior. Esto lo presumimos, porque no quedó ningún alma y el cuartel estaba destruido. Entramos solamente a la primera sala, porque más allá no se podía pasar por los escombros. En vista de eso, salimos y disparamos al aire. Los hermanos mapuche empezaron a gritar consignas en su vocablo. Estaban enardecidos, gritaban «¡Viva Leftraru!, ¡Leftraru, somos tus hijos!» Gritábamos todo tipo de consignas, hasta garabatos, la madre de Pinochet fue la más mentada.

No paraba de llover. Bendita la lluvia, me decía, era la naturaleza que nos protegía. Pero los volantes que lanzábamos al aire quedaban embarrados inmediatamente. Fuimos a la escuela y después seguimos por la calle principal. Habíamos cumplido la misión: teníamos control del pueblo y las fuerzas represivas se habían hecho humo.

Pasado un tiempo, que sinceramente nunca he sabido cuánto fue, nos reagrupamos y ordené la retirada. Del cuartel nunca más se supo y partimos en retirada. Debíamos estar a una distancia considerable cuando amaneciera. Salimos en columna del pueblo y luego de unas horas de marcha, nos juntamos en un círculo a la luz de la luna y la lluvia, y nos separamos en distintos grupos: cuatro nos retiramos en una dirección y seis en otra. Fue emotiva esa separación.

Mi grupo de cuatro hermanos debía caminar tres noches para estar en un lugar seguro. Al amanecer de la primera noche, por radio nos enteramos que ya se sabía la noticia en todo Chile y eran cuatro poblados los controlados por el FPMR: La Mora, Aguas Grandes, Pichipellahuén y Los Queñes, además de una serie de acciones en Santiago. Recién entonces dimensionamos en lo que habíamos participado. Pensamos en los compañeros de las otras acciones, cómo estarían, sentíamos orgullo de ser del Frente.

Durante el primer día de retirada debimos cambiarnos la ropa mojada y dormimos envueltos en unos plásticos sin ropa para generar calor. La segunda noche de retirada el camino era con muchas subidas, no nos podíamos las piernas. De nuevo, de día permanecíamos inmóviles. La última noche llegamos, no sin dificultades, al punto en que tomaríamos un bote en un lago. Remamos varias horas y llegamos a la base de retirada, limpiamos el armamento, dormimos un rato y salimos a un camino donde a los dos últimos nos recogería un vehículo, pero ya vestidos de paisanos y con los medios protegidos en un buen escondite.

A la señal convenida, apareció el vehículo y salimos para mi zona. Yo debía partir a Santiago al encuentro con Rodrigo y los demás jefes. Debo haber llegado a Santiago alrededor del 26 de octubre. Estaban presentes todos los encargados, pero de Los Queñes no llegó nadie. Rodrigo no llegó, y ahí por boca de otro jefe me enteré que él había participado en Los Queñes. Estábamos molestos con su decisión, pero preocupados por su tardanza.

Intercambiamos opiniones de las acciones realizadas y seguimos esperando al Jefe, que nunca llegó a la cita. Días después, leímos en un diario que había aparecido muerto con Tamara en un río. La noticia nos golpeó duro. Rodrigo consideró que debía participar para dar el ejemplo -esta operación era de jefes, porque implicaba una apuesta de futuro. Hoy a los años, lamento la decisión de Rodrigo de participar directamente en las acciones, no había sido necesario.

La idea rodriguista quedó impregnada en el pueblo. El Frente que yo conocí fue como Manuel Rodríguez -salió un día y no volvió más, está en el corazón del pueblo.

Como revolucionario, justifico las acciones del 21 de octubre. Demostramos que podíamos llevar la lucha contra la dictadura en diferentes territorios del país. Pinochet fue obligado a respetar la agenda ideada para nuestro país por Estados Unidos en conjunto con las clases dominantes en Chile. Nosotros éramos un peligro para esa salida transada, y se puede comprobar hoy lo que preveíamos: la derecha y los grandes empresarios que se apropiaron del poder y robaron las riquezas de todos los chilenos, negociaron a espaldas del pueblo con la actual Concertación y transformaron a este país en un ejemplo para Estados Unidos, aislado de los pueblos latinoamericanos, asegurado por una policía y un ejército recauchado, y por los propios políticos sistémicos que tienen asegurada su tajada de poder.

Gran parte de nuestro pueblo no entendió el accionar del 21 de octubre de 1988, y creo que hicimos poco para dar a conocer nuestros objetivos, o no pudimos hacerlo. La muerte de Raúl Pellegrín fue un gran golpe, pero el pueblo es el único que puede juzgarnos.