En la elite chilena se ha convertido en un gesto políticamente correcto criticar el modelo, plantear la necesidad de «corregirlo», o al menos atenuar algunas de sus consecuencias más impresentables, tales como la concentración monopólica en casi todos los sectores de la economía y la falta de competencia; la inequidad en la distribución del ingreso […]
En la elite chilena se ha convertido en un gesto políticamente correcto criticar el modelo, plantear la necesidad de «corregirlo», o al menos atenuar algunas de sus consecuencias más impresentables, tales como la concentración monopólica en casi todos los sectores de la economía y la falta de competencia; la inequidad en la distribución del ingreso y la desigualdad; la prevalencia de elevados indicadores de pobreza y la incapacidad estructural de asegurar empleo decente a las clases asalariadas del país.
Lo dijo el cardenal Errázuriz en su homilía dieciochera, lo repiten los tres candidatos presidenciales del sistema, así como la mayor parte de una clase política en campaña electoral, y últimamente, Felipe Lamarca, ex presidente de la Sociedad de Fomento Fabril, hasta hace poco factótum de uno de los principales grupos empresariales del país.
Algunos lo plantean de buena fe, otros por oportunismo, pero los más lúcidos, como advertencia para evitar el rumbo de colisión hacia un previsible estallido social, con consecuencias potencialmente desastrosas para el modelo.
Este malestar de las elites es un fenómeno emergente que merece debida atención.
En primer lugar, conviene anotar que esta inquietud aflora en el contexto de un ciclo económico activo, con tasas de crecimiento apenas por debajo de las que necesita el modelo para su garantizar su reproducción, por más que obedezcan casi con exclusividad a factores externos, como el precio de los transables, principalmente del cobre.
Enseguida, representa una ruptura del consenso de la elite respecto a la supuesta omnisciencia e intangibilidad de la «economía de mercado», factor ideológico que explica en parte la cohesión y perdurabilidad de un modelo excluyente y contrario a los intereses de las mayorías del país.
Pero, en lo principal, expresa la percepción de los sectores más lúcidos de la elite chilena, acerca del agotamiento, si es que no fracaso, de un modelo de desarrollo que se muestra estructuralmente incapaz de resolver la demanda social y los progresivamente acuciantes problemas del país, fenómeno que rebulle bajo la edulcorada y autocomplaciente versión del Chile oficial. .
Lamarca lo dijo con toda crudeza: «Chile no va a cambiar mientras las elites no suelten la teta». En efecto, no tiene explicación racional que en un país que crece al 6%, donde las utilidades de las empresas se empinaron al 12,8% en el primer semestre, el salario se mantenga estancado en un escenario de inflación cercano al 5% anual, el desempleo oficial persista en torno al 10% y más del 70% de los trabajadores perciba un ingreso inferior a 300 mil pesos.
Si eso sucede en un ciclo económico en alza, es de imaginar lo que ocurrirá en el próximo ciclo recesivo, probablemente también de origen externo, evento ante el cual la indiscriminada apertura de la economía chilena la deja casi inerme.
Síntomas de una crisis de inocultable perfil estructural son la anticipada bancarrota del sistema privado de previsión social, explicable en gran medida por la precarización del empleo; un sistema público de salud de calidad deplorable, coexistiendo con un sistema privado tramposo, cuyos únicos indicadores relevantes son sus escandalosas utilidades; un sistema de educación superior desfinanciado, y lo que es peor, desalineado con los requerimientos de desarrollo del país, un sistema de educación primaria y secundaria que genera un 70% de analfabetismo funcional; progresivas tasas de marginalidad social con su correlato en el aumento de los indicadores de delincuencia e inseguridad pública, y una irrefrenable tendencia a la agresión del medioambiente.
Los sectores más lúcidos de la elite nacional podrán manifestar preocupación por las insoslayables deficiencias del modelo, pero nada pueden hacer para cambiarlo, al menos no dentro de los márgenes de la actual fisonomía del sistema capitalista..
Todo lo más, sus posibilidades se reducen a mantener un debate en el nivel del discurso, como hasta ahora; intensificar el marketing político orientado a convencer a la población de que la economía chilena es una estrella admirada en el concierto mundial y que espere todavía un poco, porque el chorreo ya viene, o a ensayar algún dispositivo de concertación social, como ya está anticipando la candidata del continuismo. Y entretanto, enfrentar la creciente demanda social con el triple expediente de la represión, el clientelismo y la alienación de la conciencia de las personas a través de la insólita degradación de los medios de comunicación social.
Pero, así como un sector de la elite adquirió conciencia del agotamiento del modelo de desarrollo, correlativamente la dirección del movimiento popular debiera deducir de ello la necesidad de impulsar un salto cualitativo en la lucha, por medio de la tarea simultánea de conducir la movilización popular y canalizar la demanda social; ampliar todo lo posible el arco de alianza de las fuerzas antineoliberales, dinamizar la propuesta alternativa e intensificar el combate ideológico contra un rival que vacila y empieza a perder la confianza en sí mismo.
Un escenario de crisis no es necesariamente determinante, pero abre un espacio que permite disputar desde concesiones del, y regulaciones al, capital hasta un cambio de modelo de desarrollo, y aún de sistema económico y político.
En otras palabras, sólo el nivel que alcance la lucha popular determinará si el actual agotamiento del modelo, que diagnostica el malestar de las elites, es seguido de apenas una reforma del mismo, o se coloca en la orden del día retomar el rumbo histórico de ir por el cambio radical.