Introducción
Las formas de reconstruir y escribir la historia pueden ser tan variadas como lo son intelectual y personalmente los historiadores. Aún dentro de lo que se considera una misma escuela o corriente historiográfica suelen presentarse diferencias substantivas en la forma de abordar temáticas cercanas o similares. En el presente artículo expondré de manera concisa dos entradas distintas al estudio de los sectores populares chilenos del siglo XIX. Para ello tomaré como base el libro de Gabriel Salazar Labradores, peones y proletarios. Formación y crisis de la sociedad popular chilena del siglo XIX , y mi propia obra, De la «regeneración del pueblo» a la huelga general. Génesis y evolución histórica del movimiento popular en Chile (1810-1890) . No reseñaré estos textos ni daré cuenta de todos sus aspectos. Sólo me centraré en la relación entre la historia social y la política que explícita o implícitamente aparece en ambos libros a fin de responder a la interrogante: ¿cómo escribir la historia de los sectores populares? Más precisamente: ¿con o sin la política incluida? Complementariamente me referiré a otros escritos que pueden servir para aclarar más las posiciones.
La historiografía «marxista clásica» chilena y su relación con la política
La «revolución historiográfica» de los Anales franceses tuvo un eco universal en la disciplina de la historia, ampliando de manera muy positiva su campo de observación. Pero la lucha contra la vieja historia (narrativa, episódica y estrechamente «política») emprendida por esta nueva Escuela engendró una historia esencialmente estructuralista, centrada en factores de muy larga duración como la geografía, el clima y las mentalidades (esas «prisiones de larga duración» según la definición de Fernand Braudel), que no cambian o que cambian muy lentamente. Bajo estos poderosos influjos, la historiografía pasó casi sin contrapeso de las personas a las estructuras; de las voluntades y conciencias a los factores determinantes; de lo superficial, agitado, móvil, consciente y apasionado, a lo profundo, a los cauces de lentas aguas subterráneas, frente a los cuales casi no cuentan las voluntades y las acciones de los individuos.
La historiografía se enriqueció con la incorporación de la economía, las mentalidades, la demografía, las estructuras y clases sociales. Pero también se empobreció, especialmente durante la segunda generación de la Escuela de los Anales, aquella que encabezó Braudel, porque se hizo apolítica, pesada, lenta (a veces lentísima), ajena a las voluntades de los actores sociales, a sus pasiones, anhelos, reflexiones y luchas. La historia tendió a prescindir de los sujetos y la política -considerada como movimiento de aguas superficiales- pasó a segundo o a tercer plano. O como diría Jacques Le Goff, al referirse a la principal obra de Braudel, la política pasó de ser la «espina dorsal» de la historia a simple apéndice atrofiado.
En convergencia con la influencia de la Escuela de los Anales, el marxismo estructuralista (de exagerado énfasis en los modos y relaciones de producción) consideró la política como una mera superestructura en contraste con la gran importancia que le dio Marx en sus trabajos históricos.
El desprecio por la historia política quedó sellado por este doble movimiento de tenazas estructuralistas.Sin embargo, desde fines de la década de 1970, en las filas de la «tercera generación» de la propia Escuela de los Anales empezó a producirse una triple reacción, expresada -según Peter Burke- en la constitución de un «giro antropológico», la revalorización de la dimensión política de la historia y de la narración como soporte esencial de su construcción epistemológica.
El ascendiente de los grandes centros mundiales de la producción teórica historiográfica en Chile ha llegado algo tardíamente y a menudo muy mediatizado por el contexto histórico nacional. Tal vez por esa razón el eco de la Escuela de los Anales fue insignificante antes de la década de 1950 y la historia social siguió un curso espontáneo empujado por eclécticas influencias. Curiosamente, este «atraso» impidió que la historiografía chilena sobre los sectores populares siguiera la criticable tendencia a evacuar la política de su campo de observaciones.
El estudio de los movimientos populares en Chile cobró fuerza a partir de los trabajos realizados durante las décadas de 1950, 1960 e inicios de la de 1970 por los historiadores «marxistas clásicos» Julio César Jobet, Marcelo Segall, Hernán Ramírez Necochea, Jorge Barría Serón, Fernando Ortiz Letelier, Luis Vitale y Enrique Reyes. A pesar de sus diferencias y disputas, estos historiadores tuvieron como común denominador su reconocimiento explícito de la teoría marxista como marco teórico y fuente inspiradora de su quehacer intelectual, además de un compromiso militante con el proceso de cambios sociales propiciado por distintas vertientes de la izquierda chilena.
Todos ellos otorgaron un lugar central al proletariado minero e industrial, de acuerdo al postulado de Marx que veía en este sujeto social la única clase verdaderamente revolucionaria de la sociedad capitalista. Tal vez quien expresó con mayor fuerza (y rigidez) este planteamiento fue Hernán Ramírez Necochea, al sostener que «el proletariado es en Chile -lo mismo que en todo el mundo- la clase a la que pertenece el porvenir». En consecuencia, el centro de atención de su Historia del movimiento obrero en Chile estuvo puesto en las condiciones estructurales (económicas) que posibilitaron el nacimiento y desarrollo del proletariado y en los factores -esencialmente ideológicos- que contribuyeron a la formación de su conciencia de clase. Poco antes que Ramírez, Julio César Jobet en Recabarren. Los orígenes del movimiento obrero y del socialismo chileno, se abocó a demostrar la progresiva maduración de la conciencia de los trabajadores hasta llegar a la «fórmula revolucionaria» -la conjunción entre el sindicato y el partido- para alcanzar su propia emancipación. Marcelo Segall otorgó mayor importancia a otros actores sociales populares.
Si bien en su libro Desarrollo del capitalismo en Chile. Cinco ensayos dialécticos, referido al período 1848-1900, la mirada estuvo puesta principalmente en el artesanado y en el naciente proletariado, en un trabajo posterior sobre «Las luchas de clases en las primeras décadas de la República de Chile, 1810-1846» amplió sus observaciones hacia otros actores populares y otras formas de descontento y protesta social como el robo de minerales y el bandolerismo, dando siempre gran importancia a las luchas políticas. La generación siguiente de historiadores «marxistas clásicos» (Barría, Ortiz, Vitale y Reyes) continuó la senda trazada por sus predecesores de la década del 50. Con variantes de menor importancia, todos se concentraron en el proletariado (maduro o en vías de maduración) en una vía evolutiva desde las mutuales a los sindicatos y desde los gérmenes de conciencia social a la conciencia de clase. Aunque Barría, por ejemplo, declaró explícitamente que su objeto de estudio era la «clase trabajadora organizada» (lo que incluía a los campesinos y a los empleados), su obra historiográfica estuvo condicionada por la misma idea rectora que sus predecesores, esto es, que «la clase obrera es la que experimenta con mayor intensidad la explotación de la sociedad capitalista y que representa por eso, objetivamente, el núcleo central del movimiento de los trabajadores».
Como se ha sostenido más arriba, estos historiadores siempre consideraron la dimensión política de los movimientos sociales, preocupándose muy especialmente por mostrar lo que en su concepto había sido el proceso de formación de una conciencia de clase que pasaba, según un proceso evolutivo más o menos lineal, desde las expresiones primarias de descontento social, a las mutuales, los sindicatos y los partidos políticos de la clase trabajadora. En ese marco, las luchas políticas tuvieron un lugar importante en las obras de Segall, Jobet, Ramírez, Vitale y otros representantes de esta corriente. Estos autores han sido objeto de muchas críticas, entre ellas: el carácter eminentemente ensayístico de varias de sus obras (Jobet, Segall y Ramírez); la poca profundidad de sus investigaciones; carencias metodológicas como la ausencia de referencias a las fuentes de las cuales tomaron sus informaciones (especialmente Segall); sus aprioris ideológicos que actuaban como camisas de fuerza haciendo entrar, de grado o de fuerza, las evidencias históricas en esquemas previamente establecidos (particularmente Ramírez); la substitución del análisis concreto de las situaciones concretas por juicios políticos (sobre todo Segall, Ramírez y Vitale), su visión teleológica y lineal de la historia (especialmente Ramírez Necochea y Barría), etc.. No obstante la justeza de estas críticas, es innegable que para ellos la historia social fue siempre una historia con la política incluida, de acuerdo con sus compromisos militantes y ciudadanos en el contexto de una época marcada por el signo del cambio social y la revolución.
«Nueva historia», nuevas perspectivas, enfoques diferentes
El quiebre político e ideológico representado por el golpe de Estado de 1973 acarreó consecuencias que han sido bastante analizadas en el campo de la historiografía nacional. Desde comienzos de la década de los 80 comenzó a emerger una nueva generación de historiadores sociales conocida como la «nueva historia» o la «historiografía social popular» que rompió con el estructuralismo de los años 60 y 70 y apostó fuertemente por la reposición del sujeto (o de los sujetos colectivos) en la historia. Según lo observado por Jorge Rojas, la derrota política representada por el golpe militar, la efervescencia popular de los 80 y las transformaciones profundas que se consolidaron durante los 90 dejaron su huella en la producción historiográfica de las últimas décadas. «El escepticismo en torno al esencialismo revolucionario que se le atribuía a la clase trabajadora, o bien la desconfianza respecto de las posibilidades mismas o el carácter del cambio revolucionario han hecho variar los énfasis de la investigación».
También han influido en estos cambios la crítica a los reductivismos ideológicos que atentaban contra el rigor científico de los estudios y las influencias que han ejercido diferentes escuelas historiográficas (especialmente europeas) sobre los investigadores nacionales. En el plano de la historia laboral, sostiene Rojas, es notorio el prestigio de historiadores como Edward P. Thompson, Eric Hobsbawm y George Rudé, en contraste con la escasa influencia de la Escuela de los Anales con poca tradición en estos temas.
Compartiendo este análisis, cabe agregar que el ascendiente de la Escuela de los Anales se ha hecho sentir -de manera indirecta y sutil- en la historiografía del «pueblo llano» bajo la forma de una historia con la política excluida. El rechazo a la «interpretación alucinantemente política» de los procesos históricos, ha llevado a algunos historiadores sociales a postular (sino en la teoría, al menos en los hechos) una historia de «los de abajo» vaciada de su acción política. La puesta en relieve de otros sujetos históricos como el peonaje, los vagabundos y marginales de todo tipo ha redundado en la reconstrucción de historias predominantemente «culturalistas» en las que frecuentemente estos sujetos aparecen como objetos de las políticas de la elite, pero raramente, como actores de la política porque en ciertos momentos históricos carecían de estas capacidades o porque, desde que su propia transformación social y cultural hizo de ellos hombres plenamente políticos, dejaron de ser atractivos para aquellos investigadores que valoraban su «ser natural». De la apología al racionalismo, la modernidad, las ideologías de redención social, los proyectos y vanguardias políticas, se ha pasado casi sin matices a la valorización de la «barbarie», lo espontáneo, pre-moderno, irracional y sensual.
Una historia rigurosamente «económica y social»
Labradores, peones y proletarios, de Gabriel Salazar, tiene como actor central al peonaje decimonónico, un sujeto casi «invisible» en la historia de Chile hasta la aparición de este libro (1985). Esta obra de referencia obligada de nuestra historiografía social aborda una gran cantidad de aspectos de la vida de la sociedad popular chilena: su formación (desde la época colonial) y crisis durante el siglo XIX, los mecanismos mediante los cuales la clase dirigente aseguraba su dominación, la cotidianeidad, las diversiones y la mentalidad del «bajo pueblo», algunos aspectos de sus condiciones de vida, las relaciones entre hombres y mujeres, etc. Salazar realiza una incursión por variados elementos económicos, culturales y sicológicos de la vida del «pueblo llano». Su supuesto teórico y metodológico reposa en la convicción de que a la sociedad popular es preciso estudiarla tal como es «naturalmente», en los espacios donde vive y se reproduce. Por eso el autor ha prescindido de la dimensión política del accionar histórico del mundo popular:
«[…] no se hace ‘técnicamente’ necesario desgarrar al ‘pueblo’, definiéndolo por facetas, dividiéndolo entre un hombre doméstico y otro político, entre uno conciente y otro inconsciente, entre un pueblo organizado y otro desorganizado, entre un proletariado industrial y una masa marginal, o entre la vanguardia y la clase. La auto-liberación no requiere de una desintegración social, sino de lo contrario. La historicidad del pueblo no se acelera dividiendo las masas populares, sino sumándolas y, sobre todo, potenciándolas. Porque cuando el hombre de pueblo actúa históricamente, es decir, en línea directa hacia su humanización solidaria, no moviliza una sino todas las facetas de su ser social. La potenciación del sujeto histórico popular tiene lugar en el ámbito de su propia cotidianeidad, ya que la humanización de la sociedad está regida por la validación permanente de sus formas convivenciales de paz, aun dentro del campo marginal de las negaciones.
Son esas las ideas generales que definen la orientación teórica de este estudio sobre la sociedad popular chilena del siglo XIX. Ellas explican por qué no está centrado ni en el proceso de explotación del trabajo, ni en la opresión institucional de los desposeídos, ni en la lucha revolucionaria del proletariado. Aunque esos problemas son examinados cuando corresponde, ello se hace en la perspectiva de la ‘sociedad’ popular en desarrollo. El esfuerzo se ha concentrado en la observación de los hechos y procesos desde la perspectiva del pueblo ‘en tanto que tal’. No se intenta refutar las perspectivas que focalizan el ‘desarrollo del capitalismo en Chile’ o los progresos revolucionarios del ‘movimiento obrero’. Más bien, lo que se pretende es trabajar una perspectiva complementaria que, al día de hoy, parece ser indispensable«.
En este libro no están las luchas políticas, económicas o ideológicas de «los de abajo». Conscientemente, Salazar dejó de lado la intervención popular en las elecciones, asambleas, guerras civiles, elecciones y partidos políticos, participación muy real en ese siglo (aunque a menudo subordinada a las elites). Tampoco mencionó las organizaciones, ni las ideologías y postulados políticos en que se apoyaron los trabajadores para construir sus proyectos y conquistar sus reivindicaciones; sólo tangencialmente aparecen algunas de sus peticiones colectivas frente a las autoridades y los patrones. La dimensión movimientista y política del «pueblo llano» no es considerada en Labradores, peones y proletarios.
Este enfoque rompió novedosamente con la historiografía marxista clásica que había puesto énfasis en la explotación económica capitalista y en los aspectos reivindicativos, organizacionales y políticos recién mencionados. Pero al emprender dicho camino, la política quedó circunscrita a las leyes, decretos, disposiciones administrativas, cavilaciones y medidas de todo tipo adoptadas por las clases dirigentes para contener, controlar y dominar al «bajo pueblo». La resistencia popular a la proletarización y a la subordinación se expresan en esta obra bajo las formas de «rebeldías primitivas» (como la huída, el nomadismo, el bandidaje, la «cangalla» minera, los desacatos individuales, etc.) o mediante el desarrollo de la «empresarialidad» popular (en la agricultura, la minería, el comercio y las artesanías). Los sujetos populares de esta historia son sujetos sin proyección política, y no por culpa del historiador que los rescató del olvido sino porque, objetivamente, los peones decimonónicos no poseían esa capacidad. En todo caso, lo que para otros podría ser carencia, para Salazar tiene contornos de virtud. En un texto posterior, este historiador ha reiterado su defensa de las potencialidades de la peonización:
«¿Qué importa [que los peones] no hayan desarrollado un discurso político general, unificado y coherente? ¿Qué importa que no hayan formado una organización para fines electorales y parlamentarios? ¿Qué importa que no hayan puesto por escrito sus memorias, sus cabildeos marginales, sus desenfrenos regados de alcohol, la camaradería y el sexo? Su historicidad estuvo siempre allí, a todo lo largo del siglo XIX, estorbando en todo el territorio, sin dejar dormir tranquilo a ningún oligarca demasiado millonario. La historicidad de los rotos fue, durante ese siglo, un ‘poder’ social y cultural agazapado, presto a saltar no sólo sobre los tesoros mercantiles sino también sobre la yugular de la Cultura y el Estado«.
Es evidente que después de Labradores… y de otras obras posteriores, la historicidad del peonaje decimonónico no puede ser puesta en duda. Tampoco debería causar polémica la afirmación de Salazar referida al «proyecto vital, rebeldía y camaradería» de esos peones. Sin embargo, cabe preguntarse si los proyectos individuales de vida, la camaradería y la rebeldía peonal (aún suponiendo que esta fue masiva, permanente y no matizada por actitudes y estrategias de acomodo y subordinación) constituyen por si solas expresiones políticas. Más aún cuando el mismo historiador reconoce a reglón seguido, que el «bajo pueblo» (que en este caso es sinónimo de peonaje) «no pudo, no supo, ni logró transformar ese ‘capital social’ en un discurso público de legitimación y en un sistema político de dominación o de integración nacional de nivel superior». Salazar agrega que el «bajo pueblo» debió haberse jugado por esa transformación si quería cambiar estructuralmente su situación de marginalidad, explotación y dominación en que se hallaba, pero que no necesitaba apostar por esa alternativa si su proyecto de vida y de rebeldía le bastaban o podía aceptarlos como fines en si mismos. La vida rebelde en si contendría recompensas sensuales lo suficientemente grandes como para no aspirar a la politización plena y continuar, en cambio, una rebeldía que de acuerdo con esa opción debiera ser eterna, según se deduce del planteamiento de Salazar y de su concepción microfísica y descentralizada del poder (difuso y disperso en la sociedad y no centralizado en el Estado como cristalización de la hegemonía de la clase dominante).
No cabe duda que cada historiador tiene el derecho a privilegiar los sujetos que desee, pero es evidente que los peones decimonónicos, no ofrecen la posibilidad de incorporar la política a su historia salvo como receptores (más o menos sumisos o rebeldes según las circunstancias) de las decisiones y de las acciones de las clases dirigentes. La historia que tenga al peonaje como protagonista central podrá considerar -como efectivamente lo hace Salazar- lo político, esto es, un campo globalizador y multifacético abierto a todos los aspectos de gestión de lo real y de las relaciones de poder, pero no la política (de «los de abajo»), actividad específica y -aparentemente- bien delimitada. La historia de los sectores populares con la política incluida exige privilegiar otros actores, sujetos con capacidad para proyectarse más o menos conscientemente en el plano de la defensa de sus intereses y entrar organizadamente en el juego de las relaciones de poder. O, en su defecto, seguir investigando el devenir de vastos ramales del peonaje hasta su transformación en proletariado y con ello la reconfiguración de sus identidades y su proceso de politización e incorporación a las luchas políticas.
Una historia de los sectores populares con la política incluida
En el contexto del siglo XIX esta historia requiere de actores que por su inserción en ciertas actividades económicas (predominantemente urbanas y sedentarias), su acceso a algunos elementos de la cultura ilustrada y su praxis histórica vinculada a los conflictos políticos, estuvieron en condiciones de formarse como sujetos con clara vocación política. Durante ese siglo sólo el artesanado y algunos gremios de obreros calificados urbanos tuvieron estas características. Para descubrir e identificar a estos sujetos no basta con analizarlos desde un punto de vista estructural (cuantificarlos y caracterizarlos, mostrar su inserción en la estructura social del país y en el aparato productivo, analizar sus condiciones de vida y de trabajo, etc.). También es imprescindible esbozar sus relaciones con otras clases o sectores sociales. Sin descuidar esos factores, en De la «regeneración del pueblo» a la huelga general y en otros trabajos posteriores he centrado la mirada en su praxis asociativa, reivindicativa y política.
Mi apuesta permanente ha sido la historia social con la política incluida. Por ello, al estudiar los movimientos populares he procurado dar cuenta de la relación compleja y dinámica entre lo político (y la política) y lo social, considerando no sólo los «desencuentros» entre la política y lo social que son frecuentes en el mundo popular, sino también, y muy especialmente, las relaciones entre lo social y la política. Como supuesto teórico y metodológico rechazo la dicotomía maniquea de lo social versus lo político (o la política), así como la tentación de buscar refugio en el terreno supuestamente inmaculado de lo social popular:
«En un país como Chile, en el que el Estado nacional se consolidó de manera relativamente rápida y donde la hegemonía de la oligarquía se tradujo con similar celeridad en la adopción de un sistema político, al menos formalmente «europeo» (partidos ideológicos, parlamento, debilidad o ausencia de caudillismo militar, etc.), la historia del movimiento popular es necesariamente política o, mejor dicho, esta historia está fuertemente marcada por los vaivenes de las luchas políticas«.
Doy por sentado que la historia social tiene una dimensión política, que la política no es un simple reflejo de otras esferas (como la economía o la cultura) sino que goza de cierta autonomía y que tiene lógicas y tiempos que le son propios. Una parte de mi opción como historiador consiste en hacer una historia social de la política, descubrir las condicionantes de la política por lo social y, a la vez, desentrañar las influencias de la política sobre lo social. ¿Cuáles son los caminos y las formas de incorporación de los trabajadores a las luchas políticas?, ¿cuáles han sido las relaciones entre las opciones políticas populares y sus reivindicaciones?, son algunas de las preguntas que han guiado mis investigaciones.
Por eso mi historia sobre los movimientos populares comprende tanto sus movimientos reivindicativos económicos, las formas de asociatividad popular, el ethos colectivo, la lenta configuración de las identidades populares movimientistas, pero también la participación de los trabajadores en política (clubes, partidos, asambleas, elecciones, guerras civiles, etc.) y la imbricación entre lo social reivindicativo y la política (como, por ejemplo, aquellas reivindicaciones que incidieron directamente en la formación de representaciones o vanguardias políticas: Partido Democrático, Partido Obrero Socialista y otros). También he intentado considerar la forma como las ideologías políticas pesaron en la constitución de identidades sociales y políticas populares (artesanales y obreras) que modelaron o reformaron las identidades «naturales» (concepto a mi juicio muy cuestionable) que existían en la sociedad popular. Un ejemplo de este entrelazamiento de lo social y lo político y de sus repercusiones en las identidades de ciertos segmentos de los trabajadores de la segunda mitad del siglo XIX es el que he detectado a través de la corriente liberal popular:
«El fenómeno político más importante en el mundo de los trabajadores durante las décadas de 1860 y 1870 fue el perfilamiento de una corriente de liberalismo popular.
Sus raíces arrancaban de experiencias anteriores: de la Sociedad de la Igualdad, de la participación popular en las guerras civiles de 1851 y 1859, de movilizaciones más lejanas como las de 1845-1846 en torno a la acción del «Quebradino» Ramos y sus partidarios y, seguramente, de vivencias aún más pretéritas. El gradual surgimiento de esta tendencia política se entroncaba también con la reiterada formulación de viejas reivindicaciones de las masas laboriosas, demandas presentes desde los primeros años de la vida republicana: proteccionismo para la industria nacional y reforma o abolición del servicio en la Guardia Nacional, por citar las más frecuentes. Durante las décadas de 1860 y 1870 esta sensibilidad política tomó cuerpo. Una serie de experiencias colectivas, tanto sociales como políticas, afirmaron su perfil; el desarrollo del movimiento asociativo de artesanos y obreros se vinculó con movilizaciones políticas y sociopolíticas, especialmente durante los años setenta: las campañas presidenciales de Urmeneta y Vicuña Mackenna, la campaña proteccionista y la constitución de instancias de participación política popular como la Sociedad Escuela Republicana y el Partido Republicano. La extensión del derecho a sufragio a partir de la reforma electoral de 1874 amplificó el fenómeno. La imbricación entre lo social y lo político se hizo más estrecha como queda en evidencia en […] [un cuadro] que muestra la trayectoria de casi medio centenar de dirigentes del movimiento popular entre los años 1875 y 1879«.
Rescatar la clave política en la constitución de las identidades populares no significa desdeñar otras dimensiones (como las «estrictamente sociales») sino buscar los nexos entre la estructura y la cultura para tratar de comprender la naturaleza de los actores sociales en términos de procesos de larga duración de acumulación de experiencias y construcción de tradiciones. Incorporar a la historia la dimensión política de la vida de la gente del pueblo significa intentar explicar -como lo hizo E.P. Thompson respecto de la clase obrera en Inglaterra- la manera como una clase o conglomerado social se construye a si mismo a través de sus anhelos, peticiones, luchas, instituciones, propuestas y proyectos ya que «la formación de la clase obrera [como cualquier otra clase social] es un hecho de historia política y cultural tanto como económica«.
Incorporar la política a la historia social implica tratar tanto lo coyuntural como la larga duración (cincuenta, cien o más años), para esclarecer cómo a través de la reiteración de ciertas reivindicaciones sociales, prácticas y modos de hacer política se constituyen identidades, hábitos y cultura política populares. Así es posible determinar, por ejemplo, que la cultura política electoralista y reformista prevaleciente hasta el día de hoy en el pueblo chileno hunde sus raíces en el primer siglo de vida republicana, en el eco que alcanzaron en «los de abajo» las contiendas políticas entre los bandos de la elite y en la incorporación de los trabajadores a esas luchas para defender sus propios intereses. Esta aproximación a la historia también nos permite descubrir que el peticionismo obrero y popular del siglo XX (esencialmente salarial y laboral) encuentra su origen en el peticionismo artesanal del siglo XIX (centrado en la exigencia de proteccionismo para la industria nacional y reforma o abolición del servicio en la Guardia Nacional). El núcleo del tránsito del «movimiento por la regeneración del pueblo» al «movimiento por la emancipación de los trabajadores» a comienzos del siglo XX se halla, precisamente, en el paso de uno a otro tipo de peticionismo y cultura política. De un peticionismo y una cultura política de raigambre eminentemente artesanal, reformista y liberal a otro de sesgo obrero, redentorista y radical (anarquista, socialista y comunista).
De este modo la política se relaciona estrechamente con lo social (y lo económico) ya que los cambios en la adscripción política de los sectores populares aparecen vinculados a las mutaciones económicas (desarrollo del capitalismo y de la industria), a la llegada de las ideologías de redención social (socialismo y anarquismo) y a la acumulación de experiencias sociales y políticas del mundo popular. La política no queda entonces relegada al «tiempo corto» ni a la lucha de partidos sino a la larga gestación de la cultura política de los trabajadores, producto no tanto de las ideologías aportadas «desde fuera» por las vanguardias sino de las experiencias de los actores sociales.
En un sentido amplio los sectores populares son, simultáneamente, objetos y sujetos de la política. Lo son porque a pesar de que muchos de sus componentes no hacían política consciente (o creían no hacerla), estaban insertos en un sistema de dominación y respondieron a su incomodidad existencial trazando estrategias socio-políticas para mejorar su posición social. Esto significa que si mis sujetos históricos privilegiados son los trabajadores -o más precisamente aquellos segmentos del mundo popular con capacidades de liderazgo y construcción de alternativas socio-políticas-, mi historia no es exclusivamente una «historia de los de abajo», ya que no se puede estudiar separadamente a una parte de la sociedad sin considerar el conjunto. Es necesario entrar a la historia «desde abajo», pero también «desde arriba» para hacer historia de la sociedad en su conjunto ya que como sostiene Hobsbawm «una historia que esté concebida sólo para los judíos (o los afroamericanos, o los griegos, o las mujeres, o los proletarios, o los homosexuales) no puede ser historia buena, aunque puede ser reconfortante para quienes la cultiven». ¿Cómo hacen política los sectores populares?, ¿cómo responden a las políticas del Estado y de las clases dominantes?, son algunas de las preguntas que es necesario plantearse para iniciar la investigación y la reflexión sobre estos temas. También habría que interrogarse -como lo hizo Hilda Sábato respecto de Buenos Aires de la segunda mitad del siglo XIX- «sobre la relación entre los pocos que gobiernan y los muchos que son gobernados y los vínculos políticos que se establecen en un lugar y en un momento específico».
Desde esta perspectiva, la política lejos de ser algo despreciable («historia superficial») se convierte en un núcleo duro insustituible de la historia. Lo cual no significa que los ritmos de la historia política (estrictamente política) sean los mismos que los de la historia social (estrictamente social). A veces coinciden, pero la mayor parte del tiempo difieren. Y esta autonomía del tiempo político obliga en ocasiones a abordarlos por separado (en secciones o capítulos de libro o artículos específicos). Pero en otras oportunidades es preciso darles un tratamiento conjunto, cuando convergen lo social y lo político. De este modo he tratado, por ejemplo, el nacimiento del Partido Democrático (1887), en tanto fruto de una convergencia política entre un numeroso grupo de dirigentes sociales populares (especialmente mutualistas) y entre éstos y algunos jóvenes intelectuales escindidos del Partido Radical.
Algo parecido hice al estudiar las campañas de masas dirigidas por este partido entre 1888 y 1890 (por la rebaja de los pasajes de los tranvías, por la abolición del impuesto al ganado argentino, contra el servicio en la Guardia Nacional y otras) o al abordar el desencuentro entre el Partido Democrático y los huelguistas de 1890, como una manifestación del desencuentro entre la vieja vanguardia social de artesanos y obreros calificados que animó el movimiento decimonónico por la «regeneración del pueblo», y la emergente nueva vanguardia social (en torno a la naciente clase obrera industrial y minera) que constituiría el movimiento por la «emancipación de los trabajadores» que ocuparía el lugar central en la historia popular del siglo XX.
Conclusión
Luego de este breve recorrido por dos aproximaciones al estudio de los sectores populares, me parece importante recalcar que es dable y necesario superar la dicotomía de lo social versus lo político para poder aprehender de manera más nítida la constitución de los sujetos históricos populares. Sin reducir lo social o los movimientos sociales a sus manifestaciones y representaciones políticas, la política y lo político pueden ser el campo por excelencia en el que sujetos colectivos que sólo han tenido existencia sociológica (como el artesanado del siglo XIX o la clase obrera de comienzos del siglo XX), devienen sujetos históricos en búsqueda de identidad y autonomía. Esto es posible porque la política no es sólo ni principalmente el terreno contaminado por las influencias de la elite y del Estado; la política es por antonomasia un campo privilegiado de decantación y defensa de los intereses de las clases y grupos sociales. Desde esta perspectiva, sin constituirse en la columna vertebral de la historia, la política se transforma en un núcleo enriquecedor de la historia social, apuntando a que ésta sea el área historiográfica que más se acerque a la utopía normativa de la «historia total».
En el contexto actual de la llamada «crisis de los grandes relatos» y de la arremetida de las posiciones que tienden a borrar las fronteras de la disciplina de la historia, haciendo de ella una mera técnica literaria o un género puramente ensayístico, es importante afirmar que si la historia tiene -como creo- un sentido (o sentidos) que es posible desentrañar, lo político y la política son elementos vitales para que la historiografía no sea una simple performance intelectual y contribuya a hacer más inteligible el devenir de las sociedades humanas.
BIBLIOGRAFÍA
Jobet, Julio César. 1995. Recabarren. Los orígenes del movimiento obrero y del socialismo chilenos. Santiago: Prensa Latinoamericana.