Tras la extensión y el agravamiento de los incidentes desencadenados por la publicación de varias caricaturas de Mahoma en el periódico danés Jyllands Posten, algunos intelectuales que apoyaron la guerra de Irak se han vuelto hacia el público con gesto admonitorio, y han preguntado: ¿y ahora qué dice la izquierda, qué dicen aquellos que se […]
Tras la extensión y el agravamiento de los incidentes desencadenados por la publicación de varias caricaturas de Mahoma en el periódico danés Jyllands Posten, algunos intelectuales que apoyaron la guerra de Irak se han vuelto hacia el público con gesto admonitorio, y han preguntado: ¿y ahora qué dice la izquierda, qué dicen aquellos que se opusieron a la invasión, aquellos que querían la paz, aquellos vergonzantes herederos de Chamberlain, ante esta flagrante manifestación de la barbarie? En realidad, ya basta: no es a ellos a quienes corresponde en estos momentos preguntar, sino responder. Porque, recordémoslo, eran ellos los que habían descubierto la panacea, los que se adhirieron al gran proyecto para democratizar Oriente Medio por la fuerza de las armas, los que defendían que Irak era el primer paso en un diseño político al alcance de los más resueltos y valientes defensores de la libertad, los que aseguraban que combatir precozmente al monstruo haría que el monstruo se batiese en retirada. Contra todos sus cálculos y pronósticos, el monstruo ha alcanzado hoy unas dimensiones colosales, que está conduciendo al mundo hacia el abismo. Pero en lugar de cuestionarse, sencillamente cuestionarse, la eficacia de la estrategia que inspiraron o a la que dieron su apoyo, en lugar de comprometerse con la duda como exige su tarea, estos intelectuales ejecutan una nueva contorsión, y aseguran que cuanto estamos viviendo no sólo justifica retrospectivamente lo que se hizo, sino que reclama proseguir hasta el final. Sostienen, además, que el único obstáculo para la victoria no reside en lo irrealizable de su ensoñación y en la perversión de los medios empleados, sino la actitud de los irresolutos, de los cobardes.
El sentido de su discurso ha cambiado, así, subrepticiamente de sentido. Ya no construyen argumentos intentando demostrar que su estrategia es la mejor y su ensoñación la única ensoñación posible; ahora los construyen para convencer de que los adversarios de esa estrategia y los escépticos de esa ensoñación son seres ridículos, a los que desacreditan mediante argucias deshonestas. Con independencia de lo que se escriba, con independencia de lo que se declare, con independencia de cómo se actúe, la reacción de estos intelectuales en posesión de la verdad militante de nuestro tiempo frente a quienes disienten de ellos es siempre la misma: se les coloca el pasamontañas del subcomandante Marcos, se les viste con la chompa de Evo Morales, se les calza con las deportivas y capuchas de los alborotadores de las banlieues, se les subroga en las soflamas de los viejos y nuevos caudillos latinoamericanos y, una vez ataviados con este singular atuendo, se les pinta sentados en animada charla con Bin Laden, intentando convencerle de que matar, en fin, compréndalo, no favorece el entendimiento entre las culturas y las civilizaciones. ¿Dónde han visto ese esperpento? Porque si lo han visto, serán muchos los que se sumen a su implacable denuncia. Pero si no lo han visto, y lo que pretenden es usarlo como espantajo para desacreditar cualquier posición que no sea la suya, serán muchos también los que encontrarán justo denunciarlos a ellos. Y no en nombre de otras estrategias u otras ensoñaciones distintas de las suyas, sino en nombre de principios sobre los que, pensábamos, habíamos alcanzado entre nosotros un acuerdo general: la libertad de crítica, el triunfo de la razón sobre el insulto, el respeto.
El sorprendente itinerario de estos intelectuales que, invocando las causas que ellos consideran superiores, no se privan, sin embargo, de acusar a sus adversarios de hablar desde la superioridad, les ha llevado a desempeñar la función que antes criticaron, a trastocar por entero los papeles. En los prolegómenos de la guerra de Irak, en los primeros movimientos de esta estrategia contra el yihadismo que, cuando menos, no ha cosechado ni un triunfo relevante y sí numerosos reveses que costará encajar, acusaron de Casandra a todo aquel que advirtiese de los riesgos que entrañaba emprender una guerra ilegal e ilegítima en una región como Oriente Medio. Hoy son ellos los que ejercen de Casandra, los que claman que la democracia y la paz mundial están en peligro. Pocos serán los que desmientan su patético pronóstico, porque, en efecto, lo están, y mucho. Pero lo están, no porque se haya dejado de hacer lo que estos intelectuales decían que había que hacer contra los terroristas y los fanáticos, que han sido en todo momento nuestros enemigos. Lo están porque lo que se ha hecho con su inspiración o con su aplauso ha sido una insensatez de tales proporciones que lejos de contrarrestar la amenaza, la está volviendo incontrolable; lejos de hacernos más fuertes y más seguros, nos está convirtiendo en más débiles y vulnerables. La prueba se encuentra en que ahora ya no llaman irresolutos y cobardes a quienes no comulgan con la delirante profecía que condujo al avispero de Oriente Medio; ahora les llaman irresolutos y cobardes porque, según dicen, no corren a defender todo cuanto su delirante profecía ha contribuido a debilitar.
La reacción a las caricaturas de Mahoma publicadas por el Jyllands-Posten no es la manifestación de ningún descarnado enfrentamiento entre visiones del mundo, de ninguna incompatibilidad entre esas criaturas mitológicas, y cada vez más inquietantes, que son las culturas o las civilizaciones, a las que hoy se rinde un culto digno de mejor causa. Antes por el contrario, es la evidencia de que un movimiento revolucionario como es el yihadismo, hasta hace pocos años marginal, está ya en condiciones de capitalizar en favor de su abominable proyecto de poder los sentimientos de un número creciente de personas que, desde Mauritania a Indonesia, se habían mantenido al margen. En cada una de las etapas de este fatídico incidente de las caricaturas, por el que ya se han producido muertes y destrozos, ha existido siempre una alternativa razonable capaz de desactivarlo. El periódico danés que las publicó se proponía denunciar la autocensura que, de resultas de los atentados, existe en Europa a la hora de tratar los asuntos relacionados con el islam; pero en lugar de preparar una información rigurosa y contrastada, en lugar de informar para que los ciudadanos juzguen, prefirió convertirse él mismo en la prueba de su tesis. Los representantes de la comunidad musulmana en Dinamarca, por su parte, podían haber hecho valer sus reclamaciones ante los tribunales y obtener, en su caso, una reparación por parte del periódico; pero optaron por emprender una gira internacional para movilizar a los fieles de todo el mundo. Es decir, prefirieron hacer de un lamentable episodio de amarillismo una bandera no menos lamentable.
Sobre la base de estas dos decisiones discutibles, de estas dos decisiones que adoptaron un signo pero que podían, y de-bían, haber adoptado el contrario, el yihadismo ha tardado casi cuatro meses en crear el clima, en acumular fuerzas, para desencadenar las manifestaciones y las revueltas que están resquebrajando la estabilidad internacional, sumándose a la crisis nuclear con Irán y a las incertidumbres sobre el futuro gobierno palestino. Las caricaturas de Mahoma son la coartada que ha permitido movilizar el sentimiento religioso de un gran número de personas, pero el propósito político de los yihadistas, que es el núcleo del problema, ha sido atrapar a los gobiernos de países donde el credo musulmán es mayoritario en una encrucijada de la que no podrán salir indemnes. Si éstos invocan ante los manifestantes la libertad de expresión para justificar las caricaturas publicadas en Dinamarca, los dirigentes yihadistas, pero no sólo ellos, les responderán que por qué no empiezan por aplicarla en sus propios países, donde hoy siguen existiendo diarios cerrados y periodistas en prisión. Pero si, por el contrario, los gobiernos se inclinan por hacer suyas las consignas que se corean en las calles, por asumir como propias las exigencias de desagravio al Profeta, su relación con los países europeos y, en general, con las principales potencias mundiales se verá gravemente deteriorada. Esta última ha sido, con todo, la opción de una parte de los países árabes y musulmanes, y de ahí que la estrategia yihadista haya buscado incrementar la presión, hacer insostenible esta postura que consideran, también ellos, irresoluta y cobarde, pasando de las manifestaciones a los incendios de legaciones diplomáticas y, después, de los incendios a las amenazas contra las personas.
Los intelectuales que con motivo de la extensión y el agravamiento de los incidentes desencadenados por las caricaturas del Jyllands-Posten han aprovechado para ridiculizar a sus adversarios, están faltando al más grave de sus deberes, que es distinguir la duda, legítima y benéfica, de la irresolución y la cobardía. No nos estamos enfrentando a ninguna lucha escatológica entre los valores de unos y de otros; nos estamos enfrentando al desafío de un proyecto revolucionario que se parapeta detrás de una religión, tan pacífica o tan violenta como lo puedan ser las otras. Y frente a ese desafío, milimétricamente calculado y ejecutado recurriendo a cualquier medio, resulta cuando menos sorprendente que los intelectuales se sumen a un redoble de tambores que no sólo no distingue entre culpables e inocentes, sino que, además, dice que los inocentes no son tan inocentes por el hecho de que los culpables los invocan y que, en consecuencia, la defensa de la superioridad de nuestra causa nos autorizaría a no hacer diferencias, precisamente porque en el otro lado algunos no las hacen. Nos autorizaría, en fin, a recurrir a los medios más enérgicos; en realidad, un eufemismo para referirnos, nosotros también, a cualquier medio.
José María Ridao es embajador de España en la Unesco.