Nadie se explica su permanencia, de no ser un protocolo heredado del tatuaje. Peor aún, hemos sabido de fuentes absolutamente potables que los pliegues de las corbatas y aderezos similares constituyen un nido de incubación bacteriana. Con mayor peligro si agarrotan el pescuezo de su terapeuta, cuyo oficio expone a intensos efluvios de carraspeos, toses, […]
Nadie se explica su permanencia, de no ser un protocolo heredado del tatuaje. Peor aún, hemos sabido de fuentes absolutamente potables que los pliegues de las corbatas y aderezos similares constituyen un nido de incubación bacteriana. Con mayor peligro si agarrotan el pescuezo de su terapeuta, cuyo oficio expone a intensos efluvios de carraspeos, toses, lenguas sucias y alientos mefíticos.
En Inglaterra son muy suyos. A la corbata, sin ceder a etimologías exóticas, la llaman estrictamente «necktie», o sea, amarra del cuello. Lo que es. Una encuesta de la British Medical Association, el 75% de la clase médica del Reino Unido, pone en entredicho la respetabilidad que, reflejo atávico, imbuye en pacientes (o clientes) una presencia clínica bien encorbatada y chic. Señal vestuaria de status doctoral, las pañoletas de chiffon firmadas por un Pierre Cardin (a veces ‘made in China’, cuna de la seda) no se libran del anatema. Sus entresijos son predilectos de los «seminaria contagionum» que Ieronimus Fracastor tradujo, luchando contra la tisis en el siglo XVI, como ‘gérmenes’. La ciencia actual, más específica, acusa al MRSA, estafilococo resistente a todo antibiótico. Al año se infectan y fallecen en hospitales, por contagio, alrededor de 5.000 internados, y ello repercute, 1 billón de libras anuales, en las arcas de Seguridad Social UK (National Health Service) En resumen, que corbata y fular quedan, no sin polémica, bajo sospecha de iatrogenia. Mutua. Se pasa y recibe en transmisión recíproca.
El primer lienzo enrollado al cuello se remonta a las legiones romanas. Absorbía el sudor de la soldadesca y lo habitaba un buen nomenclátor de liendres. Disfraz hoy consuetudinario, hasta hace poco obligatorio en determinados recintos y festejos, perseveran la corbata, y equivalentes, como emblema gratuito de dignidad o eficiencia. No protege del frío, ni se justifica por un pudor residual. El gremio UK citado arguye que, en contra de la más básica profilaxis, nunca se depositan la corbata o el deportivo y coqueto fular en la lavadora del domicilio o del hospital; menos aún en la lavandería de la esquina. En cuanto a la odontología, aproximación límite, de nada sirve la mascarilla si el cuello exhibe un adorno con frunces, refugio potencial de microorganismos dañinos.
Este sondeo corporativo inglés, que pone en tela de juicio a la corbata y análogos en consulta, recomienda, sin embargo, la bata blanca, impoluta, de hilo lanar muy tupido. Produce en los aquejados una connotación visual de higiene. Ello, a contracorriente de sectores que imitan la estrategia, sutil sincretismo, de un clero hace mucho tiempo remiso a sotanas y sucedáneos lúgubres para romper barreras frente a la feligresía. Ni siquiera alzacuellos, mira por dónde. Los antedichos profesionales pretenden restar prosopopeya a sus tareas y evitar que la infancia, tan intuitiva, llore al verles. Reniegan (en vano) de agregarse a las fuerzas vivas y de que se dirijan a su persona, en barrios deprimidos, como Don Fulano o Doctora Tal. Por el nombre de pila, prefieren.
Veterinarios sin fronteras
Los componentes textiles, delicado género, de la carnavalesca corbata, genuinos o sintéticos, siempre tortuosos, conforman acogedor reducto para lo que hipocráticos y galénicos de la época pre-microbiana denominaron «miasmas». Léase imperceptible emanación de humanos o animales enfermos, cuerpos en descomposición, leños podridos o aguas estancadas. Flota, amenazadora, en el aire. «Todo fluye», afirmaba Heráclito, alias «El Tenebroso».
Buena parte de Navarra estuvo islamizada durante siglos, con lo que adquirió un profundo caudal salutífero y científico. De ahí que en euskara Veterinaria se diga «Albaitaritza». Origen musulmán innegable. Se culpa aún a Servet, tudelano, de plagiar su ‘pequeña circulación pulmonar’ de un morisco, Ibn Al Nafis, hipótesis que concluiría con la herética circulación general de Cisalpino, y la casi definitiva cardiología de William Harvey, que se doctoró en Padua y Cambridge ‘circa’ 1610. Se valió Harvey, para sus hallazgos, de los latidos del corazón del caballo y de la anguila.
La noción de contagio, empero, fue durante siglos causa de un sinfín de discordias periciales (y teológicas) por parte de la salud pública, y cerrilmente negada, pese a situaciones de alarma demográfica como cuando la lepra, la peste y la sífilis de los Cruzados comenzaron a hacer estragos. Acudamos de nuevo a Fracastor, renacentista: «Son asombrosas la tenacidad y persistencia de las moléculas de estos venenos en los cuerpos sólidos (…) Se ha visto que las ropas de un tísico contagien la enfermedad al cabo de dos años…» Y es que las ingrávidas miasmas griegas seguían considerándose, durante la Edad Media, causa irrefutable de las epidemias; y sobra añadir que era Dios Padre, o Allah, quien las desparramaba como castigo sobre una Humanidad impía.
Pero como las Escrituras, racionalistas en algunos párrafos si se las lee con criterio, acertaban al atribuir la peste a la abundancia de sabandijas y ratas, en 1120 el Obispo de Lyon procedió a excomulgar a todos los insectos de su diócesis. Creó jurisprudencia. Los Tribunales Eclesiásticos europeos extendieron órdenes de arresto contra ratas, orugas, babosas y gorgojos.
Bimilenarista, la UE ha sacrificado ya, alerta roja, pavos y pavipollos, corralizas incluidas. Ay del paté de Iparralde y las Landas, donde se mantienen de la crianza libre de manadas de ocas y patos. Temen ahora a las bandadas de gansos silvestres que pronto llegarán de África y cuyos excrementos, al sobrevolar el Continente, pueden caer sobre sus volátiles e inocular lo que ya se denomina sin ambages pandemia. Cunde la psicosis del canto del cisne. Así, a la medicina sincorbatista inglesa, añádase la rama veterinaria, dada la crisis de la gripe aviar y su onda expansiva a gallineros. Sin olvidar esas palomas tiñosas de parque y plazuela que, profético, Woody Allen denominó «ratas con alas». En Maryland, USA, no lejos de Manhattan, se recomienda ahorcar corbatas y pañuelos ‘country’ durante las labores agronómicas, por ineficaces y contaminantes. La clase veterinaria, urbanita, a domicilio o selvática, debería imitar a los marylandianos y evitar ser cepa de malignos inquilinos.
El ajo y los forenses
En 1348 la Facultad de Medicina de París atribuyó todos los morbos a una conjunción astral. No faltan, hoy, devotos del horóscopo que lo aceptarían. Menos mal que intervino a tiempo el médico italiano Gentile de Foligno. Sintiéndose desfallecer él mismo, advirtió del peligro de acercarse a los apestados y a sus despojos. Diagnóstico definitivo, Pierre de Dumouzy, de Reims, aseveró hacia finales del siglo XIV, que «cualquiera puede ser portador de gérmenes sin estar enfermo, como quien come ajo no se percata del olor con que ahuyenta a los demás».
No es erudición gratuita, sino que olvidábamos a la especialidad forense, cuyo contacto con saprófitos, restos cadavéricos o ciertas patologías talegueras les debería eximir de colocarse al cuello dédalos donde hormigueen inquilinos poco recomendables. No hay narrativa de detectives o «thrillers», de origen eminentemente anglosajón, ya los firme Agatha Christie, Conan Doyle, Hitchcock o Peter Cheyney, sin forense. El mismísismo Doctor Watson, auxiliar de Sherlock Holmes, era un foco séptico ambulante. Elemental.
Requerido un generalista vasco que jamás se pone corbata, se muestra de acuerdo con el escrutinio UK. A diario, durante muchas horas, como sus colegas, en consultorio o visita, asimismo en urgencias, explora, palpa, instala el fonendo o se asoma a gaznates; o a las llagas, erupciones, furúnculos y un largo catálogo de malestares febriles. Muchos de ellos, susceptibles de transmisión tras fermentar en el fruncido supuestamente estético de una corbata. El envejecimiento del censo se traduce, digamos de paso, en una mala salud de hierro que alarga la vida, no su calidad. Aquí nadie es Mefistófeles, y también asisten a personas moribundas. Pero como aludimos a la ya tópica demografía avejentada, expondremos cómo la prenda patógena en cuestión pudo dar al traste con una luna de miel, al menos en sus inicios. Hubo, y hay, individuos que jamás se han anudado una corbata, y que hablan del único traje como «el de la boda». Perdura el ritual, por sencilla que sea la ceremonia, de que el novio (o los novios, o las novias) la exhiba como etiqueta. En la verídica anécdota que sigue, el mozo ignoraba cómo trenzarla. Solución, un pariente se le puso a la espalda y procedió a entrelazársela lo mejor que pudo. Y lo hizo a conciencia. Instalada en el hotel, la pareja halló trabas para desatar lo atado. Les daba corte pedir unas tijeras y tuvieron que aparearse con la maldita, estigmática corbata sobre el cuerpo desnudo del varón. Pudo la estrafalaria escena, imprevisto ‘gag’, frustrar, como una cencerrada, la noche de bodas. Adiós al glamour.
Dr. Corominas, psiquiatra ciego
Podrían haber pillado ambos un trauma y terminar en manos de psiquiatras que, últimamente, prescinden de bata-uniforme, puede que por icónica receptiva y signo de empatía para que las neuras enquistadas surjan y se desahoguen. Un neuropsiquiatra, preservamos su anonimato, ejerce sin sobrepelliz «para que larguen», explica. Otro describe con cruda metáfora su gabinete: «Aquí se viene a defecar». El presunto sapiens, cierto, se oculta para obrar, como se eufemiza. Privacidad, es el término. Tan británico. La bata, para otro especialista más de la mente, obstaculiza las imprescindibles confidencias del paranoico. ¡Ojo, pues, con la pajarita de quien le atiende junto al diván! Que hay freudianos de ambos sexos que se disfrazan de sí mismos incluso fuera de fechas. A propósito de lo cual, y regresando al asunto, el obsesivo, hipocondriaco y perfeccionista detective «Monk», una de las pocas series de calidad de TV, aparece siempre sin corbata. La razón, dicha queda. Hay un fallo de ‘raccord’: su psiquiatra, cuando interviene en algunas secuencias, sí la lleva.
Nuestro doctor generalista lo disculpa: «Es que la psiquiatría, en principio, no explora con las manos, no se arrima, no se expone: trabaja con la palabra». Aporta un argumento de peso: «En Segovia, el doctor Corominas, psiquiatra ciego, estudió la carrera con casetes, graba en magnetofón el diálogo, y su prestigio es enorme. Monta a caballo, fabrica vasijas de cerámica y practica sin necesidad de ver». Las facciones, pues, no son el espejo del alma. Lombroso y demás fisiognomónicos erraron.
Contrastando, un reportero de «Maverick Press» penetró en la histórica iglesia madrileña de San Ginés, donde se dice reposan los restos de Quevedo. Pudo observar que los confesionarios ya no parecen kioscos metafísicos, sino un a modo de pupitre donde se confrontan sacerdote y penitente. Un treintañero soltaba su rollo existencial, logorreico, a un clérigo revestido de estola, corbata religiosa. Asentía el cura; replicaba o aconsejaba en susurros. Pensó el intruso: «Este pícaro del XXI se está ahorrando sesenta euros, como poco; luego echará uno al cepillo y a la calle, psicoanalizado».
«Croate», «cravate» y dandismo
La palabra corbata es la deformación mal pronunciada por los franceses de «croate», que derivó en «cravate». La incorporaban al uniforme los oficiales originarios de Croacia que lucharon en regimiento a las órdenes de Luis XIV y del mariscal de Luxemburgo. Ganaron una decisiva batalla, la de Steenkerque, en la Bélgica flamenca, a los orangistas. Sus mandos, apremiados por la proximidad del enemigo, no pudieron anudarse el chal adecuadamente y se limitaron a atarlo con desenfado sobre los hombros. Creó tradición patriótica la prenda entre las mujeres que ovacionaban a los polvorientos supervivientes. La corbata, así, ornato femenino, se denominó al principio «Steinkerque».
Se formaliza como atavío masculino en el XVII. Bajo innúmeros estilos impuestos por los diseñadores y barbilindos legendarios, ha llegado hasta nuestros días, y lo que le queda. Hizo furor en París, antes y después de la Revolución. De lino o muselina, se extendía sobre la pechera y se resolvía en plastrón, corbatín o chalina protuberante y barroca. El Romanticismo complicó sus ataduras. Se llegó a decretar que la inspiración al enlazarla reflejaba la personalidad de los pisaverdes «tanto como los pliegues de la túnica de los grecorromanos». La corbata de un pretendido talento debía distinguirse, de ahí distinción, de todo lazo ajeno. Se ceba la sátira periodística en los «románticos», insulto peyorativo como hoy el de pijo y cuyas más sangrientas parodias, suicidio incluido, un Alenza sarcástico pintó con crueldad magistral.
No desalentó Alenza, ni las cotidianas caricaturas cáusticas, a los entusiastas o estudiosos de modos y modas. George Bryan, «Beau Brummell», el superpijo del XIX, siglo en que la tuberculosis y el garrotillo hacían estragos, no desviemos el núcleo de la crónica, destaca en atadijos cuidadosamente descuidados. Este Lord manirroto fue padre del dandismo al pasar a Francia, en 1816, huyendo de sus acreedores ingleses. Balzac (fallecido, por cierto, de fiebres pútridas) redacta en 1824 «El arte de ponerse la corbata en 16 lecciones». Se aderezaba el perifollo «A lo Byron», «Primo Tempo», «A la Irlandesa», «A lo Oriental». Era, en efecto, el turbante de Occidente, sin la utilidad de recoger la cabellera.
Decae el siglo y la luz eléctrica propicia el advenimiento de las grandes superficies. Émile Zola, con su novela «Au Bonheur des Dames», 1882, inspirada en los Grandes Almacenes «Bon Marché», que por entonces ocupaban toda una manzana en el París recóndito, critica y describe (incluyendo la cleptomanía) la asfixia económica que esta novedad produjo en el pequeño comercio, mercerías, costura doméstica, sastres, modistillas y creativos particulares. La corbata se adocena, clónica. Pierde su espíritu para siempre.
La autopsia de Beethoven
Alemania no se libra del corbatismo romántico. En el prontuario «Cravatiana oder neueste Halstuch-Toilette für Herren», publicado en Ilmenau, 1826, se llega a decir que su uso insufla el espíritu poético de Lord Byron. Padeció Beethoven una ristra de alifafes crónicos y, en sus últimos días, por causas familiares, un decaimiento físico y moral, lo cual no impidió su adicción al trabajo. En sus retratos de juventud, madurez y precoz envejecimiento se le ve atildado con estrambóticas corbatas, cubil de malsanos criptógamos, al uso entre los petimetres de Viena. Tosía sin parar. Sus largas estancias en Baden, tomando las aguas (y las cervezas) no le alivian los catarros ni las averías fisiológicas, hemorragias nasales y expectoraciones. Pero su condición de músico sordo era la tara que más le exasperaba. Explicable.
En sus últimos años frecuenta los cafetines con un colega, Karl Holz, violinista virtuoso pero bohemio y parrandero. Los excesos alcohólicos de ambos compinches se detectaron en la autopsia a que fue sometido el cuerpo insepulto de Beethoven por el forense Warner, en presencia del doctor Wawruch, médico de cabecera del genio de Bonn. Éste expiró el 26 de marzo de 1827, a las seis de la tarde. Una terrible tormenta rugía sobre Viena. Señala la disección que el hígado, de dureza de cuero por cirrosis, se veía reducido a la mitad del tamaño normal; añádanse unas úlceras laríngeas y la degeneración absoluta de los nervios auditivos.
¿Las aparatosas corbatas? Puede que el bacilo de Koch no hubiese causado tamaña hecatombe decimonónica de no haber sido huésped de aquellas rugosidades elegantes. ¿Las tabernas? La biogenética tiene la palabra. Juan Van Beethoven, padre de Ludwig, era tenor de la capilla archiducal. Muerto de ‘delirium tremens’ el 13 de diciembre de 1792, explotaba al retoño como «niño prodigio» hasta el punto de falsificar la partida de bautismo, restarle dos años para exaltar su precocidad y así beberse los honorarios. Le trajeaba de adulto y prohibía caer enfermo.
«Rebelión externa»
Asimilaríamos la corbata, tras el paroxismo inicial, a los bluyines contemporáneos, desteñidos y desgarrados en almacén de origen. Atributo colectivo, encarnan la inerme ‘rebelión externa’. Se anticipó la movida decimonónica, en siglo y medio, a la regla tácita de «un uniforme distinto para cada uno» de los 1980.
Cierto, la Revolución sustituyó la corbata blanca de la aristocracia guillotinada por otra «negra como la condenación eterna». Pero el pequeñoburgués iba a dominar, involutivo, al burgués insurrecto y al proletariado. Prevalecerían los corbatines minimalistas, de madrás o tafilete. La corbata envuelta con estudiado, fantasioso azar, poco a poco cede el puesto a la simetría estricta de los cagatintas y la clase media-media. Entraría en el siglo XX absorbida por la ‘gens’ de buena cuna. Encarnó los galones del burócrata; se hizo digna, formulista, opuesta al lumpen y al palurdo. Convertida en divisa del hortera (dependiente de comercio galdosiano) regresaría pronto a su origen, el uniforme militar. Se impuso en negociados, ventanillas y ambulatorios. Antes de perecer como insignia de la rebeldía personal, este pelendengue, no obstante, se difundió por todo el mundo, y no se salvaron de él ni los grandes jefes amerindios, ni sus rivales los ‘cowboys’ y pioneros, ni el Ejército Yanki o Confederado. Ni las Carlistadas.
A propósito, y ya que hablamos de una encuesta médica inglesa, ¿cómo va a llamarse ahora el terno de gala conocido como ‘smoking’, o sea, traje de fumar? ¿’Nosmoking’?
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