A Julio García Romero los ecuatorianos le llamaban «Manito», pero los chilenos del exilio siempre le dijimos «El Siete», porque tenía solamente siete dedos portentosos, capaces de dibujar, pintar, y lo que hiciera falta para reunir dinero en las campañas solidarias con las compañeras y compañeros que vivían en Chile bajo la atroz dictadura. […]
A Julio García Romero los ecuatorianos le llamaban «Manito», pero los chilenos del exilio siempre le dijimos «El Siete», porque tenía solamente siete dedos portentosos, capaces de dibujar, pintar, y lo que hiciera falta para reunir dinero en las campañas solidarias con las compañeras y compañeros que vivían en Chile bajo la atroz dictadura.
Militamos juntos en las filas socialistas, y hoy comparto la tristeza de «Renato», «Gabriel», «Pato», «Rosario», «Ciro el Pampino» y tantas y tantos compañeras y compañeros que compartimos con él las aventuras del Taller del Batán, a dos pasos del taller de Oswaldo Guayasamín, en ese Quito luminoso y solidario que nos recibió con los brazos abiertos y nos permitió curar las heridas abiertas el 11 de septiembre del 73.
Julio García, «El Siete», bajito y fuerte, con gesto malhumorado para disimular un corazón que se le escapaba por todas partes, y una barba cerrada que no conseguía ocultar su rostro de hombre noble, de compañero de los mejores, amó al Ecuador con pasión y, consecuente, se empeñó en una labor pedagógica muy chilena para dotar a la izquierda ecuatoriana de argumentos de peso en las manifestaciones contra la dictadura de Rodríguez Lara ‘El Bombita’, y los posteriores gobiernos que se caracterizaron -salvo el de Rodrigo Borja- por declarar que el país estaba al borde del abismo y que había que dar un paso adelante. El mayor insulto de los ecuatorianos era tratar de felón a los canallas, y fue gracias a la pedagogía del «Siete» que muy pronto la izquierda ecuatoriana contó con un respetable inventario de puteadas.
Trabajamos juntos diseñando campañas de alfabetización junto a Vidal Sánchez, para enseñar a leer sus derechos a los indígenas y campesinos de Imbabura. Muchas veces lo vimos furioso frente al inhumano trabajo de los cargadores de la Avenida 24 de Mayo, o frente al discurso de los curas que bendecían la explotación y el sufrimiento en la ciudad de las cien iglesias.
Escribo éstas líneas y veo a mi hermano Julio,»El Siete», cuando para la navidad de 1977 se le ocurrió fabricar los primeros caballos balancines del Ecuador. Los dibujó, diseñó, cortó, pintó, y salimos con una enorme rebaño de caballitos de madera a ofrecerlos como la novedad del año. No vendimos ni uno, y mientras reflexionábamos si acaso los niños quiteños tenían una incapacidad congénita para la equitación, Julio los ordenó en una impecable formación a lo largo de la Avenida Amazonas, y declaró que habíamos hecho la mejor réplica del Séptimo de Caballería.
Y también lo veo cuando la sed de justicia aconsejó que había que luchar en Nicaragua. Allá marchó «El Siete», en silencio, y también cumplió en la tierra de Sandino con su deber de socialista.
Muchas veces, mirando el Valle de Los Chillos y sus cientos de arco iris, comentamos que Ecuador era un hermoso país para vivir y ser felices. «Y también para morir», agregaba Julio, pues no podía dejar de ver la atroz realidad del latifundio en la idílica naturaleza andina.
En otras ocasiones y mientras nos echábamos unos tragos de ron San Miguel, entonábamos una absurda cancioncilla que «El Siete» adoraba. Era la propaganda de un banco y decía: «este es el Ecuador/ un país lleno de historia/ donde la naturaleza/ puso sabor y belleza». Sabor y belleza que no conocen el más de un millón de ecuatorianos que se ha visto obligado a emigrar para escapar de la miseria. Esos hermanos latinoamericanos que, gobernados por corruptos como Bucaram, o mediocres iluminados como Lucio Gutiérrez, tuvieron que aceptar la dolarización de sus economías, renunciando con eso a la mínima dignidad nacional de tener una moneda propia, y con cada vez menos dinero para solventar sus necesidades. Por ellos murió Julio. Por ellos dejó la vida «El Siete».
Julio García Romero era un chileno y más que eso; era un internacionalista de corazón, era un periodista sin más acreditivo que el coraje, era de los que -como dice el poema de Brecht- los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles. Era un socialista genuino, de la escuela de Allende.
Era «El Siete», coño. El Siete…