Aunque la situación de la mujer ha mejorado bastante en las últimas décadas, el machismo sigue siendo la principal lacra de nuestra cultura. Las feministas, con su lucha tenaz y a menudo heroica, con su crítica sistemática de las instituciones patriarcales, han transformado sustancialmente nuestra sociedad y nuestra visión del mundo, pero la mayoría de […]
Aunque la situación de la mujer ha mejorado bastante en las últimas décadas, el machismo sigue siendo la principal lacra de nuestra cultura. Las feministas, con su lucha tenaz y a menudo heroica, con su crítica sistemática de las instituciones patriarcales, han transformado sustancialmente nuestra sociedad y nuestra visión del mundo, pero la mayoría de los hombres (seguramente todos, en alguna medida) se resisten a renunciar a sus privilegios.
El feminismo ha puesto en evidencia, mejor que ninguna otra corriente de pensamiento, tanto la arbitrariedad del psicoanálisis como la insuficiencia del marxismo, es decir, ha cuestionado los dos grandes modelos totalizadores del siglo XX. Algunos creen (o quisieran creer) que los posmodernos, los «nuevos filósofos» y los relativistas han acabado con el marxismo, cuando lo único que han hecho ha sido demostrar su propia futilidad. Las feministas, por el contrario, se han fortalecido (y han fortalecido el marxismo) en su confrontación con la izquierda institucional.
En general, los partidos políticos han intentado colonizar o sucursalizar el feminismo, pero solo lo han conseguido (y no del todo) con sus tendencias menos combativas. Con objeto de neutralizar a las incómodas feministas, los «marxistas ortodoxos» (contradicción in términis, puesto que el marxismo no es una doxia y no cabe, por tanto, invocar en su nombre ninguna «recta doctrina») vienen repitiendo desde hace décadas que la liberación de la mujer está supeditada a la de la clase obrera. Este burdo argumento mecanicista (que es una forma de posponer indefinidamente, cuando no de negarlas, las reivindicaciones específicamente femeninas) ilustra el anquilosamiento de una dialéctica contaminada por el mismo dogmatismo que pretende superar (es decir, el bloqueo a nivel institucional de la pugna «metadialéctica» del propio materialismo dialéctico con la ideología), y en los años setenta suscitó entre las feministas un encendido debate sobre el problema de la «doble militancia». ¿Se puede militar a la vez en el feminismo y en un partido político? Y, a un nivel más general, ¿es compatible el feminismo con el marxismo?
La primera pregunta hacía referencia, obviamente, a los partidos de izquierdas, puesto que la derecha es, por definición, impermeable a cualquier propuesta transformadora. Y, por tanto, muchos (y muchas) consideraban que responder afirmativamente a la segunda pregunta era el requisito indispensable para poder tan siquiera plantearse la primera. Paradójicamente (y una paradoja, como decía Hegel, es una verdad cabeza abajo), lo cierto es justo lo contrario, como comprendieron algunas feministas radicales: precisamente porque el feminismo es inseparable del socialismo, no era posible la doble militancia, puesto que los partidos pretendidamente marxistas lo eran de un modo espurio, dogmático, que el propio Marx rechazó en su día (y que le llevó a decir «Yo no soy marxista»).
¿Ha cambiado la situación en la actualidad? En los grandes partidos de izquierdas, desde luego que no: están tan empantanados en la ideología como hace treinta años, si no más, y, por consiguiente, siguen siendo incompatibles tanto con el feminismo como con el socialismo científico (es decir, materialista y dialéctico) que propugnaban Marx y Engels.
Socialismo y feminismo
A primera vista, la semántica parece una parte de la semiótica. Puesto que la semiótica estudia los signos en general y la semántica se centra en los significados de las palabras, que son un tipo concreto de signos, parece obvio que la segunda está contenida en la primera. Pero la semiótica se formula mediante palabras, y por tanto es una de las innumerables construcciones lingüísticas cuyos significados estudia la semántica; consiguientemente, la primera está contenida en la segunda. ¿Qué fue antes, el huevo o la gallina?
Si pensamos de forma mecanicista, la paradoja se convierte en aporía, del mismo modo que el problema del huevo y la gallina nos arroja al abismo sin fondo de una regresión infinita. Pero para el pensamiento dialéctico una paradoja es una verdad cabeza abajo, que nos recuerda, en primer lugar, que «arriba» y «abajo» son conceptos relativos (interrelacionados), que se determinan mutuamente y se pueden (se deben) «sintetizar» para superar la contradicción. La semiótica y la semántica se contienen mutuamente, forman un todo indisoluble, y su desarrollo conjunto es un proceso dialéctico que se inició con los primeros gestos y los primeros gruñidos que nuestros remotos antepasados utilizaron para comunicarse.
Análogamente, puesto que el socialismo lucha por la liberación de todos los oprimidos y el feminismo combate la opresión de las mujeres, el segundo parece una rama del primero. Pero puesto que, como nos recuerda Engels, la explotación de la mujer por el hombre es la primera de las explotaciones y la base de todas las demás, el socialismo es una extensión, una ramificación del feminismo troncal (y radical, valga el juego de palabras). ¿Qué fue antes, la manzana o el manzano?
La cuestión, una vez más, escapa a cualquier intento de explicación ideológica o mecánica. El socialismo y el feminismo se contienen mutuamente (como dos manos entrelazadas), forman un todo indisoluble, y su desarrollo conjunto es un proceso dialéctico que se inició cuando los primeros guerreros empezaron a tratar a las mujeres como si fueran esclavas y a los esclavos como si fueran sumisas mujeres.
Explotación y machismo
Aunque no es del todo equiparable a la lucha de clases, la relación histórica entre hombres y mujeres tiene muchas de sus características. Quienes, incapaces de renunciar a la tranquilizadora apariencia de seguridad que ofrecen los dogmas, han convertido los clásicos del marxismo en recetarios de cocina política, verán en esta afirmación una herejía; dirán que, por definición, una clase social no puede venir determinada genéticamente, pues en ese caso ya no es una clase social sino biológica. En principio, la objeción parece razonable; pero cuando lo biológico determina sistemáticamente (sistémicamente) la misma situación social, se produce una equivalencia de hecho. Si en un lugar y un tiempo determinados (por ejemplo, en Estados Unidos antes de la Guerra de Secesión) la inmensa mayoría de los negros son esclavos y la inmensa mayoría de los esclavos son negros, la negritud y la esclavitud vienen a ser, en la práctica, una misma cosa, y los negros constituyen, a todos los efectos, una clase social. Y puesto que en casi todo el mundo y en casi todas las épocas la inmensa mayoría de las mujeres han estado sometidas a los hombres, la más clara y universal relación opresor-oprimido (además de la primera, como señaló Engels) es la relación entre los géneros.
Los fractales (y su fascinante corolario, las dimensiones fraccionarias) constituyen uno de los grandes descubrimientos matemáticos del siglo XX, y han permitido una mejor modelización (es decir, una mayor comprensión) de numerosos fenómenos naturales; y aunque los resultados obtenidos en el campo de la física y la biología no pueden extenderse mecánicamente al ámbito de las ciencias sociales sin caer en el más burdo reduccionismo, algunos de esos resultados sugieren interesantes vías de análisis. Un objeto fractal es semejante a sí mismo a diversas escalas (a todas las escalas, hasta el infinito, si es un objeto matemático); por ejemplo, una línea costera vista desde un avión tiene el mismo aspecto que la sinuosa orilla del mar en una playa de esa misma costa vista desde el suelo, y si nos arrodillamos en la arena y contemplamos de cerca unos pocos centímetros de esa fluctuante línea, de nuevo veremos el mismo patrón. Si observamos al microscopio una pluma de ave, descubriremos que cada barba es como una pluma en miniatura, y cada minibarba de esa minipluma es a su vez una micropluma…
Las sociedades humanas son mucho más complejas que cualquier objeto físico o biológico, pero también en ellas se observan pautas y modelos que se repiten a distintas escalas o niveles. Los individuos tienden a agruparse en familias nucleares, que a su vez se agrupan en familias extensas, clanes, tribus, poblados, ciudades, provincias, naciones…, y en cada uno de esos niveles hay relaciones de intercambio semejantes, basadas en la explotación de unos individuos o unos grupos por otros. Ver la lucha de clases como el enfrentamiento de dos grandes ejércitos sociales compactos y homogéneos es un tanto simplista, y no podemos olvidar que un obrero explotado en la fábrica puede ser a su vez un explotador en su casa. En el seno de las sociedades históricas siempre se han librado al menos dos batallas simultáneas y solapadas (en ambos sentidos del término): ricos contra pobres y hombres contra mujeres. Como primera aproximación, y de forma muy esquemática, podríamos dividir la sociedad en cuatro subclases (obtenidas al superponer las divisiones binarias hombre/mujer y rico/pobre) ordenadas jerárquicamente:
1. Hombres ricos
2. Mujeres ricas
3. Hombres pobres
4. Mujeres pobres
En general, cada grupo explota a todos los que tiene por debajo; pero poco más puede indicar un esquema tan lineal, pues la interrelación de dos luchas de clases solapadas da lugar a un «proceso de procesos» sumamente complejo («metadialéctico», en el sentido de que es el resultado de la interrelación de dos relaciones dialécticas, cuando menos).
La corbata y los tacones
La tradicional división de la sociedad india en castas (que no fue abolida hasta mediados del siglo XX) no solo era una aberración moral, sino también taxonómica, pues dejaba fuera a la mitad de la población; no solo discriminaba a las mujeres, sino que ni siquiera las tenía en cuenta como entes clasificables. Como es bien sabido, las castas eran cuatro: brahmanes (sacerdotes), guerreros, comerciantes y artesanos. A los parias o «intocables» no se les consideraba parte de la sociedad; y, al parecer, a las mujeres tampoco, pues no había sacerdotisas, ni guerreras, y las pocas que se dedicaban a la artesanía o al comercio lo hacían como sirvientas de los hombres. En realidad, las castas eran dos: hombres y mujeres, y la primera se dividía en cuatro subcastas.
En el recién abolido sistema indio, las castas monopolizaban las distintas formas de poder (religioso, militar, económico) y lo ponían todo en manos de los hombres. Pero ¿es muy distinta la situación actual en las supuestas democracias occidentales? El poder religioso, militar y económico sigue siendo masculino, aquí y en India. Ahora hay bastantes mujeres soldado, es cierto, y algunas monjas muy activas; pero la única generala es la Virgen del Pilar, y la Iglesia es un patriarcado tan férreo como hace dos mil años.
Por eso casi todos los hombres de clase media o alta llevan uniforme, como los sacerdotes y los guerreros, los arquetipos del poder. Y el uniforme masculino es el traje de chaqueta con su complemento indispensable, la corbata. En Occidente, la mayoría de los hombres se ven obligados a llevar corbata en su trabajo y en muchos lugares y situaciones; lo contrario equivaldría a desclasarse, a renunciar simbólicamente a su hegemonía, puesto que la corbata es el estandarte del «señor», que lo distingue tanto de la mujer como del obrero. La mujer, cuando se pone «elegante» (es decir, cuando reafirma su estatuto social mediante la indumentaria), tiene innumerables opciones. El hombre, solo una: el traje y la corbata, el uniforme del macho dominante.
A pesar de su inofensiva apariencia ornamental, la fálica corbata es uno de los más importantes símbolos de nuestra cultura patriarcal y clasista. Tiene algo de pendón y de estola clerical, de banda militar y de aristocrático pañuelo de seda. Su generalizado (y a menudo obligado) uso por parte de los hombres nos recuerda que constituyen una casta, un cuerpo, y que no están dispuestos a renunciar a sus privilegios de clase.
En el extremo opuesto (tanto de la anatomía como de la simbología), los zapatos de tacón, que limitan la movilidad de la mujer y realzan (nunca mejor dicho) su condición de objeto erótico, y que no en vano son los fetiches predilectos de millones de machitos babosos (la brutalidad con la que muchas culturas han castigado los pies de la mujer, por no hablar de otras partes de su cuerpo directa o simbólicamente relacionadas con su autonomía, no podría ser más significativa).
El guerrero avasallador ya no se ciñe a la cintura una espada de duro acero: ahora se ciñe al cuello un suave espadín de seda, porque la dominación ya no se ejerce tanto desde el vientre (sede de las vísceras y de la fuerza) como desde la cabeza. Un sedoso lazo, un refinado nudo corredizo, es el arma simbólica del depredador urbano, del macho ilustrado.
(Continuará)