Algo extraño e inquietante recorre Chile. El fantasma de lo siniestro. Tras los errores de identificación de restos de compatriotas detenidos desaparecidos hallados en el Patio 29 del Cementerio General, lo que debía permanecer secreto se ha manifestado de manera brutal: la desaparición forzada de personas no ha terminado; los efectos multiplicadores de aquella tecnología […]
Algo extraño e inquietante recorre Chile. El fantasma de lo siniestro. Tras los errores de identificación de restos de compatriotas detenidos desaparecidos hallados en el Patio 29 del Cementerio General, lo que debía permanecer secreto se ha manifestado de manera brutal: la desaparición forzada de personas no ha terminado; los efectos multiplicadores de aquella tecnología de exterminio utilizada por la derecha chilena a través de la dictadura militar no han cesado y aun atraviesan al cuerpo social, castigando de modo ejemplar, una vez más, a los mismos sujetos, a las mismas familias.
Causa pavor observar como después de todo un proceso desgastador de volver cercanos, íntimos y amables restos que no recuerdan directamente a los padres, hermanos, hijos que se llevaron vivos para desaparecerlos, hoy nuevamente se debe hacer el ejercicio de convertir lo ya querido en su contrario, ajeno, impenetrable, «nn».
Y la angustia ante lo que acontece -volver a desaparecer a los desaparecidos, volver a desenterrar a los muertos poniendo en duda sus nombres, sus rostros, su derecho a descansar en paz junto al cuidado de los suyos-, se agranda exponencialmente porque se trata de una realidad que se consuma en democracia, por (ir)responsabilidad esta vez otros funcionarios del Estado, diferentes a aquellos que acostumbramos indicar como autores de nuestros dolores e injusticias.
La posibilidad de ocultamiento de información en torno a los hallazgos científicos, vinculados a la puesta en duda de la certeza en la identificación de los restos, lleva aún más lejos la inquietud y la extrañeza ante este error que hoy cobra vida como horror. Pues se volvió a esconder lo peligroso, la verdad. Pero ésta porfiada se ha negado a desaparecer, y aparecido en forma brutal, mostrándonos otra cara de lo familiar, de esta democracia que no ha saldado cuentas con su pasado que no termina de pasar.
Así, el juego perverso de ocultación permanente, de cuerpos, restos, nombres, indicios, informes, traza un parentesco insólito entre la acción sistemática de la dictadura y aquello que los gobiernos democráticamente electos no han sido capaces de resolver. En parte hoy estamos sabiendo porqué. Por ello es siniestro lo ocurre: lo que nos era familiar y conocido -«las instituciones funcionan»-, ha emergido bajo un aspecto amenazante, horripilante, excesivo. Y se instala la duda: ¿Se trata de una excepción o de la normalidad? ¿Si la dictadura hizo desaparecer forzadamente personas para poder funcionar, la democracia hace aparecer forzadamente para poder operar?
Y ya estamos ante los mismos equívocos, ambigüedades, escamoteos, imposturas individuales y corporativas. «No tenemos responsabilidad en esto; hicimos lo mejor que pudimos; no sabíamos; es culpa de la técnica». La criptoplutocracia enredando la madeja, dejando todo sin rostro para no tener a quien preguntarle o ir a reclamar para que responda, asuma.
De la desaparición forzada de personas que hoy nuevamente no tienen nombre surgen otros «nn», pero infinitamente distintos. Los primeros quieren dar la cara para volver a sus parientes, a su suelo, a su país. Los segundos esconden el rostro para hacer desaparecer su cuota de participación, su firma, su autoría.
Pero tenemos buena memoria. Haremos que todos aparezcan sin falta, detenidos desaparecidos y los responsables de todas sus desapariciones. Es un deber impostergable que pone a prueba la capacidad que como ciudadanos tenemos para desterrar este fantasma siniestro que no termina de recorrer Chile: la impunidad.