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El secreto de Berrios: sangre y cocaína en los servicios de inteligencia

Fuentes: Punto Final

El juez Alejandro Madrid Croharé, que investiga el asesinato del bioquímico de la Dina Eugenio Berríos Sagredo en Uruguay, ha logrado identificar a un número significativo de integrantes de la red que durante la década de los 90 protegió a los miembros de los aparatos de inteligencia y seguridad vinculados a diversos y graves delitos […]

El juez Alejandro Madrid Croharé, que investiga el asesinato del bioquímico de la Dina Eugenio Berríos Sagredo en Uruguay, ha logrado identificar a un número significativo de integrantes de la red que durante la década de los 90 protegió a los miembros de los aparatos de inteligencia y seguridad vinculados a diversos y graves delitos cometidos al amparo de la Comandancia en Jefe del ejército, en manos de Augusto Pinochet Ugarte.

La estructura de encubrimiento incluía a los principales responsables de la Dirección de Inteligencia, Dine, y de la Auditoría General del ejército, encabezada por el general (r) Fernando Torres Silva y el coronel (r) Enrique Ibarra Chamorro.

Los avances del magistrado, junto a los progresos obtenidos por otros jueces que investigan crímenes similares ocurridos en ese período, están abriendo una «caja de Pandora» que amenaza con revelar una siniestra historia oculta de los primeros años del retorno a la democracia en Chile.

Las investigaciones indican que bajo los gobiernos de Patricio Aylwin y Eduardo Frei Ruiz-Tagle operó una organización secreta criminal conformada por miembros activos y en retiro de los aparatos del ejército que, además de cómplices de encubrimiento, se dedicaron al lucro ilícito a través del tráfico de armas, estafas, fraudes, evasión tributaria e incluso, al comercio de estupefacientes y de sustancias químicas prohibidas.

LA PISTA INCONCLUSA

Hasta ahora las diligencias del juez Madrid se han encaminado a esclarecer el secuestro y homicidio de Berríos. De allí han surgido varias teorías sobre las presumibles motivaciones de los asesinos. Una hipótesis apunta a oscuras vinculaciones con la mafia internacional de la cocaína y a un revelador contacto con la DEA (Drug Enforcement Administration), el departamento antinarcóticos estadounidense.

Antes de saberse en Chile que el cadáver encontrado el 13 de abril de 1995 en una playa del balneario El Pinar, de Montevideo, pertenecía a Eugenio Berríos, un grupo especial de la Brigada de Homicidios había realizado numerosas diligencias para tratar de establecer el paradero del bioquímico. Berrios era buscado para que declarara en dos procesos de enorme importancia. Uno por el asesinato del ex ministro del gobierno de la Unidad Popular, Orlando Letelier, en Washington; el otro, por el secuestro y homicidio del funcionario diplomático español Carmelo Soria.

En la búsqueda, los policías llegaron a un episodio casi olvidado ocurrido una noche de febrero de 1991, en Viña del Mar. Una patrulla de Carabineros acudió a las inmediaciones del Casino Municipal alertada por vecinos que denunciaban una riña callejera. Los uniformados observaron una escena casi cómica: un hombre alto y macizo sacudía por las solapas a otro que parecía bebido o drogado. Ambos fueron conducidos a una comisaría e interrogados. El macizo era un prestamista cansado de recibir cheques sin fondos de uno de sus clientes. El deudor zamarreado era Eugenio Berríos. Las incomprensiones mutuas terminaron dos días después, cuando manos anónimas depositaron el dinero necesario para cancelar la deuda.

UNA VIDA AGITADA

En el cuartel de la BH, en la arbolada calle Condell, los oficiales de la policía civil habían ido reconstituyendo paso a paso la vida de Berríos. Sabían de su nacimiento el 14 de noviembre de 1947, en Santiago, en el seno de una familia de clase media donde el padre era funcionario del Banco del Estado.

Intentando explicarse la personalidad del inestable químico, los detectives encontraron un dato relevante: cuando era el hijo regalón, nació un hermano con síndrome de Down que atrajo toda la atención de sus padres. Eugenio fue relegado. Entonces comenzó a buscar destacarse para recuperar el afecto perdido. Se transformó en alumno brillante, pero sus marcos éticos y morales empezaron a desdibujarse. Estudió bioquímica en la Universidad de Concepción, donde se aproximó al Movimiento de Izquierda Revolucionario (MIR). El carisma de los líderes miristas opacaba cualquier intento de Berríos por figurar y decidió cambiar de bando, sumándose a los militantes del Movimiento Nacionalista Patria y Libertad.

En esa época nació su vínculo con el técnico electrónico estadounidense Michael Townley, amistad que le cambiaría la vida llevándolo por los oscuros laberintos de los aparatos represivos de la dictadura militar. En el proceso por el crimen de Orlando Letelier, Berríos es mencionado reiteradamente como ayudante de Townley en el cuartel de la Agrupación Quetropillán -Dios Volcán, en lengua mapuche-, apéndice de la Brigada Mulchén de la Dina, que dirigía el hoy condenado coronel Manuel Contreras Sepúlveda.

CUARTEL EN LO CURRO

Berríos vivió en la casa de Townley en Lo Curro, donde mantenía un laboratorio. En la sentencia del ministro Adolfo Bañados se afirma que Virgilio Paz, un terrorista cubano condenado en Estados Unidos por su complicidad en el homicidio de Letelier, estuvo en esa residencia en compañía de Berríos y de Townley. En el considerando número 106 del expediente se describe el inmueble, detallándose sus dependencias por medio de planos y fotografías. Mariana Callejas -ex esposa de Townley- y otros funcionarios de la Dina relatan que en un nivel inferior, separado del cuerpo principal del edificio, funcionaba el laboratorio. La secretaria Alejandra Damiani declara que allí se realizaron experimentos para elaborar un compuesto venenoso que provocaba convulsiones y la muerte.

Alejandra Damiani agrega que el laboratorio estaba a cargo de Townley y que el encargado de fabricar el gas letal era Eugenio Berríos, quien operaba bajo el nombre clave de »Hermes», un rey egipcio del siglo XX a.C. al que atribuían ser inventor de todas las ciencias y poseer conocimientos secretos sobre magia, astrología y alquimia. Era la denominación óptima para el hombre al que la Dina ordenó producir el gas neurotóxico Sarín -desarrollado por los nazis en la segunda guerra mundial- y experimentar con otros tóxicos como el Saxitocin y la Tetrodotoxina. Allí también trabajaba el bioquímico Francisco Oyarzún, quien hasta fines de los 80 se desempeñaba en la Universidad de California, Estados Unidos, como catedrático e investigador.

La secretaria afirma también que Carmelo Soria fue asesinado mediante el gas Sarín, elaborado sobre la base de arsénico. Berríos asumió la tarea de perfeccionar ese gas para usarlo como arma química militar, pero más tarde su empleo derivó a sórdidos propósitos políticos.

EL PROYECTO ANDREA

Entre 1976 y 1977, mientras aún servía a la Dina, Berríos se dedicó al comercio, importando diversos artículos en sociedad con unos italianos en la empresa Ibercom. Los italianos eran miembros de Avanguardia Nazionale, organización neofascista responsable de un sangriento atentado explosivo en un tren en Bologna.

A fines de los 70, aproximadamente, Berríos se integró al Complejo Químico Industrial del ejército, ubicado en Talagante. Se presume que allí tuvo decisiva participación en la fabricación de ojivas químicas para cohetes y misiles. Viajó a numerosos países -Inglaterra, Estados Unidos, España, Portugal, Bélgica y Suiza, entre otros- en busca de elementos para su tarea. En algunas ocasiones lo hizo acompañado por Rolf Esse Muller, un alemán avecindado en Chile que trabajó para la Dina.

En abril de 1978 Manuel Contreras supervisaba los trabajos por lo menos de dos laboratorios. A uno lo llamaban la «casa de Prosín» y el otro, más secreto, presumiblemente estaba en algún punto de la cordillera donde Berríos dirigía las tareas de producción del neurotóxico gas Sarín. La Dine se encargaba, en tanto, de controlar los estudios de ingeniería militar destinados a adecuar las armas convencionales para que el Sarín se transformara en un efectivo instrumento de muerte. Tres expertos en ciencias aplicadas, cuyos nombres clave eran Canario, Gaviota y Dag, fueron los enlaces técnicos entre las dos partes del denominado Proyecto Andrea.

CUESTA ABAJO

Eugenio Berríos abandonó este trabajo en 1981. Gozando de la impunidad que le confería su cercanía a los servicios de seguridad, empezó a frecuentar bares donde solían juntarse ex agentes de la Dina, como el Cabaret 1100 (luego Crazy Horse), bajo las torres de Tajamar, y Maeva, en la Portada de Vitacura. Bebía en exceso y a menudo se jactaba de las misiones especiales que le habían encargado sus jefes. Un nuevo hábito, el consumo de cocaína, lo hizo involucrarse con las redes de narcotráfico que empezaban a extenderse en Chile al amparo de la dictadura. Sus habilidades como químico le permitieron refinar cocaína de alta pureza. También comenzó a vincularse con ciertos ámbitos de los espectáculos, donde el consumo de cocaína era un hábito arraigado.

«Hermes» sabía que uno de los hombres claves de la Dina en Buenos Aires era Armando Arancibia Clavel, a quien conocía. Estaba enterado también de los contactos que su conviviente, el peinador y bailarín Humberto Zanelli, tenía con rutilantes estrellas de las noches bonaerenses.

A partir de 1977, Berríos empezó a utilizar el correo secreto de la Dina para comunicarse con Arancibia. A través de esa correspondencia se establecieron variadas relaciones, incluso algunos contactos para que vinieran a Chile artistas de la farándula trasandina. Algunos concurrían al Camelot, una especie de castillo criollo situado a la entrada de Providencia, propiedad de uno de sus amigos, un connotado industrial de las cecinas.

En el Cabaret 1100 Berríos se encandiló con la bailarina Viviana Zurita, con quien quiso casarse pero, avergonzado del pasado de la mujer, le consiguió en 1983 una nueva identidad: pasó a llamarse Viviana Egaña Bonnefoy. Vivieron juntos en calle Carmen, y Berríos manejaba una panadería llamada San Pancracio, en cuya bodega montó un laboratorio para refinar cocaína.

Allí lo visitaban sus amigos. Los más asiduos eran Manuel Novoa Contador (detenido a comienzos de los 90 en Madrid, cuanto intentaba ingresar dos kilos de cocaína); José Ríos San Martín, ex miembro de la Brigada Mulchén de la Dina y Emilio Rojas, periodista que ejercía como relacionador público y que animaba las noches del restaurante La Querencia, en Las Condes.

En 1986 conoció en el Maeva a Gladys Schmeisser, una atractiva mujer que había sido candidata a Miss Chile y con la que se casó luego de un noviazgo de sólo tres meses. Se instalaron en un departamento en el centro, luego se mudaron a la calle Antonio Bellet, en Providencia, pero después emigraron a Viña del Mar. A esa altura, la adicción de Berríos a la cocaína y al alcohol lo arrastraban por una pendiente impredecible.

Al retornar la democracia, en 1990, sus problemas aumentaron. La mayoría de los que habían sido sus camaradas en los servicios de inteligencia le volvieron la espalda. Estaban demasiado preocupados de pasar inadvertidos y el bioquímico no era buena compañía: hacía frecuentes escándalos y hablaba más de la cuenta.

LA CONEXION PERUANA

Los detectives que investigaron la desaparición de Berríos en Uruguay recibieron un antecedente que les permitió detener en septiembre de 1993, en una lujosa residencia de la Vía Roja, de Lo Curro, al peruano Jorge Saer Becerra. De 41 años, se encontraba ilegalmente en Chile desde 1989 bajo la identidad de Jorge Antonio Sáez Rivero. El peruano fue entregado a la justicia por el pasaporte adulterado y la tenencia ilegal de un fusil Mauser.

Este hombre era buscado por Interpol en Inglaterra, Australia, Italia, España y Alemania. La policía germana lo sindicaba como uno de los principales involucrados en la internación de 2.854 kilos de cocaína refinada a Berlín. El gobierno alemán pidió a Chile la extradición de Saer y policías de ese país viajaron a Santiago a fines de octubre de 1993 para llevárselo.

Un día antes que la Corte Suprema aprobara su detención preventiva para ser deportado, Saer logró obtener la libertad bajo fianza y salió de la ex Penitenciaría, donde estaba recluido, para huir al extranjero. Su paradero es incierto aún hoy.

¿Quién era este peruano? Lo saben los detectives antinarcóticos, que lograron establecer que Saer Becerra había logrado internar a Chile cerca de una tonelada de cocaína que fue almacenada en una bodega de Las Condes, y posteriormente enviada a mercados extranjeros en sucesivos embarques. Uno con 200 kilos fue detectado en España, pero no hubo detenidos.

Saer estaba vinculado a otro narcotraficante peruano que estuvo radicado en Chile, Juan Guillermo Cornejo Hualpa, que usaba el nombre falso de Jorge Acosta Vargas, con quien se asoció en una fábrica de muebles de mimbre. Cornejo Hualpa constituyó en 1990 -al igual que Saer- una empresa de importaciones y exportaciones como fachada para sus negocios ilícitos.

La captura inicial de Saer en las pesquisas por el caso Berríos provocó la huida de Cornejo Hualpa, quien abandonó un patrimonio por dos millones de dólares. Dejó su mansión en Lo Curro, su parcela en la zona central, sus empresas y huyó con su familia a Argentina.

Antecedentes en poder de Investigaciones indican que Berríos mantenía estrecha amistad con Saer y otros traficantes de la bohemia santiaguina. Ambos solían concurrir a los mismos restaurantes del barrio alto y a un exclusivo club de tenis frecuentado por peruanos residentes.

Los detectives establecieron que Berríos, tras intentar sintetizar el elemento activo del boldo -una planta con propiedades digestivas- y de la rosa mosqueta -utilizada en la fabricación de cosméticos- optó por elaborar metanfetaminas. Esa actividad lo vinculó al grupo de peruanos, apéndice del cártel de Cali, donde destacaba un hombre apodado »El Coke».

Tales relaciones de Berríos habrían sido detectadas por agentes de la DEA en Santiago, que conocían lo suficiente de Berríos como para convencerlo que colaborara. Preso de su pasado, una mañana, a fines de los años 80, el bioquímico fue abordado por Jorge Ricardo Alarcón, un chileno con oficinas en la embajada estadounidense, quien reclutó a Berríos y más tarde ofició de enlace con él.

«Es increíble, pero la DEA supo todo el tiempo que Berríos se encontraba en Montevideo. A nosotros nos es difícil creer que la estación uruguaya de la DEA ignorara que Berríos estaba involucrado en un crimen federal: el asesinato de Orlando Letelier», afirmó un detective chileno a un periodista de la revista uruguaya Posdata que lo entrevistó en Santiago a fines de mayo de 1996.

El detective, uno de los más hábiles oficiales de Investigaciones, agregó: «Es más: Berríos se reunió en un bar céntrico de Montevideo con personal vinculado a la embajada chilena, el peruano conocido como ‘El Coke’ -tercero en la jerarquía del cártel de Cali- y un comerciante de nacionalidad uruguaya. Tenemos indicios para pensar que se trata de una organización que actúa como cabeza de playa en el tráfico de cocaína hacia España».

EL GRAN SECRETO

La policía presume que Berríos consiguió procesar un tipo de cocaína sin olor, o bien encontró un nuevo método para refinarla con alta pureza. Creen que el bioquímico consiguió cambiar el proceso de maceración de la pasta base, para lo cual varió también todos los elementos que se utilizan en la obtención del producto final.

En este contexto, resultan de especial interés los últimos contactos que hizo Berríos en Chile antes de desaparecer. Por un lado se comunicó con agentes de la DEA y, por otro, con un detective antinarcóticos del norte del país. El bioquímico ofreció información a cambio de protección.

La forma brutal en que fue asesinado en Montevideo vino a reforzar la idea de los detectives antinarcóticos, conocedores de los métodos que utiliza la mafia de la droga para tomar venganza. ¿Cuáles fueron los motivos de Berríos para comunicarse con la DEA? ¿Se sentía abandonado por los ex agentes de seguridad del régimen militar y quiso buscar un nuevo alero protector? ¿Estaban coludidos los narcotraficantes con oficiales de la inteligencia militar?

En octubre de 1991, cuando el ministro Adolfo Bañados decidió citar a declarar a Berríos en el proceso por el asesinato de Orlando Letelier, se impuso en la inteligencia militar la convicción de que el ex ayudante de Townley no resistiría la presión de un interrogatorio. De un día para otro, el bioquímico desapareció. Los detectives llegaron algunas horas tarde a su domicilio en Providencia, donde vivía con sus padres. En el lugar encontraron sólo su laboratorio para refinar cocaína.

VOLANDO CON EL CONDOR

En noviembre de 1991 Berríos viajó desde Punta Arenas a Buenos Aires acompañado por dos agentes de la inteligencia militar. Se desplazó portando un pasaporte a nombre de Tulio Orellana Bravo, un detenido desaparecido. En la capital argentina permaneció dos o tres meses.

Se presume que Berríos y sus custodios tomaron contacto con la inteligencia argentina y decidieron que el lugar más seguro para ocultar al bioquímico era Uruguay. Fuentes de los ministerios del Interior y de Defensa de Uruguay aseguran que integrantes de la inteligencia militar chilena pidieron colaboración al jefe de operaciones del Servicio de Inteligencia de Defensa, teniente coronel Tomás Casella.

Entre marzo y abril de 1992 oficiales uruguayos viajaron a Buenos Aires e iniciaron los preparativos del traslado de Berríos a Montevideo. El bioquímico ingresó a Uruguay a través de la localidad de Carmelo, acompañado por un oficial chileno.

En los primeros días de mayo, Berríos y su custodia se alojaron en un hotel de Montevideo desde donde el químico se comunicó con su amigo el agregado de prensa de la embajada chilena, Emilio Rojas.

Por lo menos en dos ocasiones Berríos recibió la visita de su esposa en Montevideo, y esa fue la pista que siguieron los detectives chilenos para intentar dar con su paradero. Casi lo logran, pero los agentes de la inteligencia militar uruguaya resolvieron cambiar constantemente de domicilio a Berríos para eludir la persecución de la policía chilena.

Berríos permaneció al menos siete meses bajo protección militar uruguaya. En algún momento de octubre de 1992 pasó bruscamente de protegido a prisionero. Sus custodios decidieron ocultarlo en el balneario Parque de La Plata, en una casa propiedad de los padres del capitán de inteligencia Eduardo Radaelli.

Aparentemente, Berríos llegó a la conclusión que su vida estaba en peligro y en la primera semana de noviembre, eludiendo la vigilancia de dos capitanes del ejército uruguayo y de dos oficiales chilenos, tomó contacto telefónico con el consulado chileno en Montevideo. Pidió un salvoconducto para regresar a Chile, aduciendo que había extraviado su pasaporte. El cónsul, Federico Marull, lo invitó a concurrir a la sede diplomática, pero Berríos adujo que no le era posible. El embajador, Raimundo Barros, confirmó más tarde el contacto y admitió que había informado a Santiago.

UNA FUGA DESESPERADA

El 15 de noviembre de 1992 Berríos optó por escapar de la casa de Parque de La Plata. Aprovechando que uno de los capitanes había salido a comprar y que otro se encontraba reparando el techo, forzó una ventana y corrió a una casa cercana. A los moradores, un capitán de corbeta retirado y su esposa, les contó nerviosamente que estaba secuestrado por militares chilenos y uruguayos y que temía por su vida.

En el cuartel policial de Parque de La Plata, 52 kilómetros al este de Montevideo, Berríos denunció: »Pinochet me mandó matar». Berríos finalmente accedió a regresar con sus captores cuando apareció el teniente coronel Tomás Casella, en quien tenía confianza.

En las semanas siguientes, al conocerse el intento de fuga de Berríos, se vivió un terremoto político en Uruguay con severas réplicas en Chile. Surgieron contradictorias versiones sobre el destino del ex agente de la Dina. Se dijo que había viajado a México, Brasil, Paraguay, Italia e incluso Israel.

LOS AGENTES DE CONTROL

El juez Alejandro Madrid identificó en estos últimos meses a los miembros de la estructura que sacó del país a Berríos, lo vigiló en Argentina y Uruguay y encubrió sus movimientos para que Investigaciones no pudiera ubicarlo. Los antecedentes señalan que el general (r) Hernán Ramírez Rurange, jefe de la Dine, encargó la misión al teniente coronel Pablo Rodríguez Márquez, quien la coordinó con el oficial Raúl Lillo Gutiérrez. Uno de los agentes de control elegidos fue el mayor Carlos Herrera Jiménez, quien utilizó a lo menos dos identidades falsas -las de Carlos Ramírez y Mauricio Gómez-.

Otro de los escogidos fue el mayor Arturo Rodrigo Silva Valdés, oficial de caballería, integrante del equipo de polo del ejército, adscrito a la Escuela de Caballería de Quillota, entonces bajo la dirección del coronel Roberto Arancibia Clavel. Silva Valdés integraba la unidad encargada de la seguridad del general Pinochet, y fue inculpado por el capitán Luis Arturo Sanhueza Ross, «El Huiro», un ex agente de la Dine vinculado a lo menos a cinco casos de derechos humanos y quien también fue sacado a Uruguay para eludir la justicia. El tercero fue el mayor Jaime Torres Gacitúa, ex escolta de Pinochet.

La decisión de la justicia uruguaya de extraditar a Chile a tres de los oficiales del ejército de ese país vinculados a la red que retuvo a Berríos -Tomás Casella, Wellington Sarli y Eduardo Radaelli, los dos últimos coroneles en servicio activo- permitirá despejar muchas interrogantes.

A ello se suma el interrogatorio que hará a Michael Townley en Estados Unidos el juez Madrid, y la casi segura identificación del o de los autores materiales del asesinato de Berríos.

El cuerpo del bioquímico apareció en abril de 1995 sin rostro ni manos, enterrado de cabeza en el balneario El Pinar, de Montevideo. Presentaba cuatro balazos en el tórax y otro en la nuca, además de varios huesos rotos producto de torturas y claros indicios de haber estado amarrado en el momento en que le dispararon con una Magnum 9 mm.

Las diligencias judiciales se encaminan también a un punto de intersección donde, probablemente, el homicidio de Berríos se encuentre con el asesinato del coronel Gerardo Huber (ver PF 611) perpetrado a comienzos de 1991 luego de haber sido secuestrado por la Brigada de Inteligencia del Ejército para impedir que revelara secretos inconfesables, propios de una organización mafiosa que se rige por la implacable ley del silencio.