(…) Las realizan apelotonados en grandes concentraciones en unos lugares específicos destinados exclusivamente a esa celebración. Parece ser que eso no les preocupa mucho, porque se los ve relativamente felices. Automatizados, todos siguen un mismo ritmo. Hacen todo igual, ora hablando en voz baja, ora cantando, ora moviéndose lentamente hacia donde se encuentra el encargado […]
(…) Las realizan apelotonados en grandes concentraciones en unos lugares específicos destinados exclusivamente a esa celebración. Parece ser que eso no les preocupa mucho, porque se los ve relativamente felices. Automatizados, todos siguen un mismo ritmo. Hacen todo igual, ora hablando en voz baja, ora cantando, ora moviéndose lentamente hacia donde se encuentra el encargado de conducir el rito; pareciera que alguna fuerza común los impulsara a todos al unísono.
En lo que ahora nos concierne, nos limitaremos a este aspecto particular ligado a su vida espiritual. Hasta donde hemos podido averiguar, estas ceremonias tienen una especial importancia en su dinámica social y en su urdimbre psicológica individual. De pequeños no las entienden bien, pero con el curso de los años van asimilándolas cada vez más y terminan por hacerlas parte de su vida. Llegado un momento de su desarrollo personal, no pueden vivir sin ellas. Pero es necesario puntualizar que, de niños, se aburren soberanamente cuando los fuerzan a asistir. Sólo por la imposición paterna las soportan.
No son festividades alegres. Todo lo contrario: son fúnebres, trágicas. En realidad evocan continuamente la muerte. El ídolo que adoran es, de hecho, un muerto. Para quien espera vida, dinamismo, energía o cosas por el estilo en estas celebraciones, es muy fácil desilusionarse. O incluso aburrirse. Son ceremonias más bien tediosas.
La población tiene una participación sólo pasiva; jamás se mueve, no salta, no baila. Los cánticos -de los que, en general, hay pocos; preferentemente es un murmullo a media voz- transmiten gran solemnidad. Distinto a otras canciones que se dan por fuera de estas celebraciones, las que aquí se usan son especialmente tristes.
Se pudo comprobar que hasta hace muy pocos año, estos ritos se oficiaban en una lengua ya no hablada en ningún lugar, que sólo quedó como idioma oficial de sus brujos. No fue sino hasta hace muy poco, viendo que la población no entendía qué se le decía en esta lengua muerta, que la alta jerarquía decidió reemplazar esa lengua cenacular por las habladas cotidianamente.
Sus brujos, por cierto, son muy especiales. En términos oficiales deben guardar la más absoluta castidad. No pueden tener pareja, y mucho menos hijos. Pero de hecho, aunque siempre en forma subterránea, mantienen prácticas sexuales tanto hétero como homosexuales. No son infrecuentes los hijos que conciben, aunque nunca se hacen cargo de ellos. Hay una marcada diferencia entre los brujos varones y las mujeres. Estas últimas tienen un lugar secundario dentro de la estructura religiosa institucional. No celebran los cultos, no aconsejan a los feligreses, no tienen nunca ningún lugar de poder; su papel se reduce a ser simples siervas, destinadas por lo común al cuidado material de enfermos, viejos o huérfanos. También para ellas está vedada, al menos en forma oficial, toda práctica sexual. Tanto varones como mujeres que pertenecen al mundo religioso, si desean tener vida sexual una vez abrazada su carrera religiosa como shamanes -o el equivalente correspondiente en su cultura- deben abandonar tal estatuto. Sólo así se les permite entonces tener una vida amorosa y procrear.
En el caso de los brujos varones, es curiosa su importancia en la vida espiritual del colectivo al que sirven. Sin vida afectiva activa para con otros congéneres -oficialmente se le llama «voto de castidad» a eso- se permiten aconsejar e imponer patrones de conducta para todos sus seguidores. Sin haber concebido nunca un hijo -insistimos: al menos en forma pública- hablan sobre la crianza de los hijos, sobre la práctica del aborto o sobre la moralidad general de la población. Lo curioso es que la población acepta lo que estos brujos le dice, y en general lo sigue bastante consecuentemente. No son, como entre los religiosos del Asia, una fuente de sabiduría y de espiritualidad profunda sino que están ganados por el confort y el consumo material: no ayunan sino que, por el contrario, comen muy bien y no hacen ningún trabajo físico. El grupo de disidentes que optó por una relación más simbiótica con sus pueblos fue desautorizado por la dirección de su institución religiosa madre.
Ambos tipos de brujos, varones y mujeres, visten de riguroso negro con unas largas túnicas que los cubren desde el cuello hasta los pies, y en el caso de las mujeres también las cabezas. Es común que lleven un amuleto colgado al cuello consistente en una cruz de madera.
Las ceremonias que practican -todos los días, pero siendo la de mayor importancia la que tiene lugar los domingos por la mañana- consiste en la adoración de una imagen crucificada, según sus tradiciones con grandes poderes mágicos. Su invocación sirve para favorecer la más inimaginable cohorte de pedidos: en relación con la salud, con el destino, con la buena suerte en sentido más general. Hasta incluso: con la potencia sexual varonil. Son monoteístas. Tratan de «salvajes» y «primitivos» a quienes no siguen sus tradiciones religiosas y se ríen de quienes respetan y/o adoran a las fuerzas de la naturaleza (mientras, es perentorio decirlo, han producido un desastre ecológico de proporciones gigantescas).
En el transcurso de la ceremonia su brujo -siempre, indefectiblemente, un varón; las mujeres no pueden oficiarlas-, ataviado de una manera especial, agregando prendas más coloridas sobre la túnica negra, alaba continuamente a la cruz. Incluso la dibuja reiteradamente con las manos en el aire, conducta que siguen repetidas veces los fieles. También come y bebe. Come una masa pequeña, representación del cuerpo de su dios según sus creencias, y bebe una bebida espirituosa elaborada a base de uva llamada vino. Sobre el final de la ceremonia algunos fieles -los que lo deseen; esto no es obligatorio- también pueden comer de esa masa, pero no así beber vino. Ese es un privilegio dedicado sólo a los sacerdotes.
Algo muy importante: previo a poder comer esa masa, que en realidad no es un alimento en términos estrictos sino que tiene valor ritual solamente, los fieles deben cumplir con un paso previo consistente en lo que llaman «confesión». Es decir: deben contarle a uno de estos brujos vestido de negro, que no es el mismo oficiante de la ceremonia, las faltas de carácter moral que han tenido últimamente. Esto es algo muy particular, desconocido totalmente en nuestras culturas; hasta se podría decir que tiene algo de simpático. Hay como una mentira tácita en juego. Se cuentan pequeños deslices de la vida cotidiana, insignificantes en la moralidad del colectivo (haber dicho un improperio, haberse masturbado, haberse comido a escondidas algo sin el consentimiento de la madre o del cónyuge), pero no hablan jamás de las grandes calamidades espirituales y sociales que les acosan: las guerras, la explotación económica que se infringen desde minorías privilegiadas hacia las grandes mayorías, la poligamia disfrazada de fidelidad monogámica, el deterioro irracional que producen sus técnicas de trabajo sobre el medio ambiente, las invasiones y el desprecio a que someten tan frecuentemente a nuestros pueblos negros, la codicia, el individualismo extremo, el alcoholismo y la drogadicción con que pretenden tapar sus cuitas.
En términos generales puede decirse que su práctica religiosa es algo más superficial, más cosmético que algo hondamente sentido en el colectivo. Cumplen con el rito dominical (a veces, incluso, no es en día domingo) de asistir a sus ceremonias, pero durante el resto de la semana se permiten las más increíbles tropelías. Existe una tabla axiológica llamada «mandamientos», pero es sistemáticamente violada por la población. Y, caso curioso, también por los brujos. A título de ejemplo: se habla de la necesidad de no mentir -así lo expresa uno de esas reglas morales de su tabla de valores- pero toda su sociedad está estructurada sobre la base de mentiras y encubrimientos sociales. Los sacerdotes no pueden tener vida sexual, por ejemplo, pero son más que frecuentes los hijos que conciben en las sombras, muchas veces terminándolos por abortar, si bien la práctica del aborto está severamente penalizada por sus autoridades religiosas. Se habla generalizadamente de amor al prójimo, pero viven explotándose, mintiéndose, encerrados en un individualismo voraz y buscando la manera de sacar ventajas sobre sus iguales. La mentira no es un dato anecdótico sino que hace parte de la estructura colectiva, tanto en la relación entre géneros como entre dirigentes y subordinados. Decir la verdad es lo menos frecuente en sus culturas, aunque se supone que sus prácticas religiosas hacen de ella su piedra angular. Como dato curioso: también los que prometen y no cumplen (los llamados políticos profesionales), los torturadores, los militares con sus armas de destrucción masiva, los que prestan dinero a interés, los que explotan el trabajo de otros, los varones que se hacen servir por las mujeres, los que inventan historias para confundir a la gente en los medios masivos de comunicación, todos ellos hablan siempre de amor, incluso se golpean el pecho en señal de solidaridad y altruismo, pero la mentira y el odio se imponen siempre. Tuve ocasión de ver una sala de torturas (práctica bastante usada en esta cultura) donde había un crucifijo y donde quien nos la enseñó repetía continuamente «por el amor de dios».
Si bien el amor existe en sus costumbres, no es lo que más descuella en términos de organización de su sociedad. En la vida cotidiana su religiosidad es más cosmética que otra cosa. Según sus creencias se habla de igualdad, pero en la cotidianeidad eso es lo que menos puede encontrarse entre sus miembros. No son infrecuentes los menesterosos que acuden a sus lugares ceremoniales -llamados «iglesias»- para pedir limosnas; es en sus puertas, justamente viendo a esos indigentes, donde puede constatarse más fehacientemente la diferencia entre quienes poseen y quienes no tienen donde caer muertos. No hay conciencia de ayuda colectiva entre todos los integrantes de su pueblo; por el contrario, viven haciéndose la guerra unos a otros, atormentándose en términos económicos, destruyéndose y autodestruyéndose. La caridad es sólo un dato anecdótico para con esos parias de las puertas de los templos.
La fiesta principal de su tradición religiosa es el día que se evoca ora el nacimiento, ora la muerte del enviado principal: el hijo de su dios, una figura con forma humana que murió en la cruz, supuestamente como ofrenda para salvar la vida espiritual de todo el colectivo. Pero hasta donde se pudo constatar con nuestros métodos de investigación antropológica, esas festividades ya prácticamente no tienen mayor esencia religiosa y pasaron a ser celebraciones paganas destinadas al consumo hedonista de alimentos y bebidas. De hecho, para la época en que se evoca el nacimiento de esta figura, en diciembre, fue apareciendo una nueva deidad -no reconocida como sacra de momento, pero tanto o más adorada que su ícono principal- llamada Papá Noel, o Santa Klaus, o San Nicolás. Esta figura se liga al despilfarro, a las grandes comilonas, al intercambio de regalos. La idea de purificación espiritual se va perdiendo lentamente.
Si bien la investigación historiográfica no fue nuestro punto de principal interés, hasta donde pudimos investigar en el curso de los años la institución religiosa y la espiritualidad misma han venido sufriendo profundos cambios. Durante más de un milenio el poder de la jerarquía institucional fue omnímodo, atendiendo no sólo la faceta religiosa sino influyendo también en los poderes políticos. De hecho su sede principal, donde está el brujo mayor -un anciano, siempre varón, supuestamente elegido por voluntad divina y que no usa su verdadero nombre, a quienes todos llaman «papito» en una lengua muerta ya no usada por ningún pueblo- fue por largos siglos el foco de poder político y económico de su mundo. Desde allí se pusieron y se quitaron monarcas, se mandó a matar más de medio millón de fieles que no cumplían a cabalidad con los ritos (en general mujeres, a quienes se les quemaba vivas), se apoyó la conquista de lo que llamaron el «nuevo mundo». El poder sobre la ideología y las costumbres de la población eran totales. Pero desde hace unos 300 años eso ha ido cambiando paulatinamente, llegándose a la situación actual donde la religiosidad está en franca descomposición.
Hoy por hoy, aunque en términos oficiales nadie se atreve a decirlo así, son otros los dioses que ocupan la mente de la población. Aunque se practican estos viejos ritos, la gente adora fundamentalmente el dinero, los productos de su tecnología (algunos más que otros, como los automóviles, los teléfonos celulares, los perfumes), y desde hace unas décadas, un mecanismo de compra y venta muy singular al que llaman «tarjeta de crédito» (…)
__________
Este escrito fue encontrado entre las pertenencias del desaparecido antropólogo senegalés Abunda Mlagula, quien se dedicó a estudiar los ritos religiosos de la cultura occidental no anglosajona, proyecto para el cual se instaló por tres años en siete países occidentales católicos (cuatro europeos y tres latinoamericanos), donde llevó a cabo sus investigaciones.
El presente manuscrito nunca llegó a ser publicado con anterioridad, y hoy lo damos a conocer aquí como primicia. Esperamos que esto contribuya a conocer más al género humano en su conjunto.