La época postneoliberal parece haber llegado a América Latina. En varios países ha habido un movimiento hacia la izquierda a través de los comicios. Los nuevos gobiernos tienen en común que se califican como progresistas y son calificados así desde fuera. Han sido elegidos no en última instancia por su crítica al neoliberalismo. Todos estos […]
La época postneoliberal parece haber llegado a América Latina. En varios países ha habido un movimiento hacia la izquierda a través de los comicios. Los nuevos gobiernos tienen en común que se califican como progresistas y son calificados así desde fuera. Han sido elegidos no en última instancia por su crítica al neoliberalismo. Todos estos gobiernos tienen sus raíces en intensas luchas sociales: ya sea en Uruguay, donde formaron una alianza partidaria; ya sea en Brasil, donde su triunfo se debe en parte a los movimientos autónomos; o en Argentina, donde se establecieron después de cambios bruscos y a través de un partido, en este caso el Peronista. La presente postura de los zapatistas parece estar fuera de este esquema. Quienes ya a mediados de los años noventa contradijeron la tesis, también creída por la izquierda, del «fin de la historia», vuelven a tomar una posición en contra de la corriente dominante. Pero esta vez también en contra de la corriente dominante de izquierda.
Los zapatistas parten de sus convicciones políticas y sus propias experiencias: por muchos años intentaron dar vigencia a la causa indígena por varias vías, entre ellas a través del Estado. El punto culminante de este proceso fue el viaje de la comandancia zapatista a Ciudad de México, a principios de 2001. Se trataba de ratificar los Acuerdos de San Andrés y de respaldar una serie de derechos para los grupos indígenas en la Constitución. Después de que el Senado mexicano ratificó una versión tergiversada de los Acuerdos, los zapatistas se dedicaron a la construcción de sus propias estructuras políticas en Chiapas. El verano pasado, en un contexto creciente de política de izquierda, dieron a conocer la otra campaña.
Los proyectos de izquierda en América Latina varían evidentemente de país a país. En Bolivia son centrales los movimientos indígenas; en Chile, la experiencia traumática de la dictadura de Pinochet y el desencanto con la socialdemocracia neoliberal; en Venezuela juegan un papel importante una amplia gama de movimientos de base y uno militar en parte progresista; el Movimiento de los Trabajadores sin Tierra (mst) y fuerzas de izquierda del Partido de los Trabajadores en Brasil hacen contrapeso frente a una burguesía agraria orientada al mercado mundial. En Uruguay es posible observar actualmente cómo ya, durante su primer año, un gobierno que fue la expresión de décadas de movimientos populares desarrolla un programa económico que sigue al pie de la letra las recomendaciones neoliberales del fmi y el Banco Mundial. Tomando este contexto en cuenta quisiera desarrollar algunos argumentos para discutir la situación actual en América Latina. Estoy consciente de que es una perspectiva desde afuera y no pretendo hacer un análisis que refleje los acontecimientos en toda su complejidad.
La llegada al poder de gobiernos de izquierda no significa que el Estado automáticamente se vuelva de izquierda o progresista. El Estado está constituido por una serie de relaciones muy complejas y sólo puede ser transformado al cabo de largos conflictos, tanto sociales como dentro del mismo Estado. Este hecho plantea preguntas importantes como la del papel que se espera del Estado en relación con políticas sociales específicas, o el papel de las fuerzas militares. Esto tiene vigencia sobre todo en un contexto en el que, por un lado, las relaciones de fuerza neoliberales han transformado fuertemente al Estado, y en el que, por otra parte, los Estados de la periferia (y sus gobiernos) siguen siendo sometidos a una enorme presión política y económica internacional.
En América Latina, la esperanza en los gobiernos progresistas se alimenta en gran medida de las experiencias desastrosas de las políticas corruptas y represivas estatales de corte económico liberal. Sin embargo, es importante tener presente algunas circunstancias importantes: la dominación neoliberal no fue establecida solamente a través del Estado, sino a través de una constelación de fuerzas que comprenden grupos de capital dentro de la misma sociedad, así como internacionales, y que comprenden también a gobiernos extranjeros e instituciones políticas internacionales.
El proyecto neoliberal, es decir, la contundente «creencia» en el mercado y las fuerzas que lo apoyan, así como la falta de alternativas a la integración subalterna al mercado mundial es, por un lado, menos unificadora que en las sociedades del centro capitalista, pero, por otro lado, otorga a sectores importantes de las clases medias ventajas materiales significativas. El proyecto neoliberal -y esto lo demuestra la experiencia de gobiernos de izquierda-, no puede detenerse o revertirse solamente a nivel del Estado; o bien, cuando esta es la orientación fundamental, el inminente fracaso amenaza ya a la política progresista. Sobre todo los cambios en la esfera del trabajo asalariado y el incremento en de la pobreza que lo acompañan, la exclusión y sobreexplotación que ya en varios casos ha dado lugar a movimientos sociales y a la rebelión, son procesos muy complejos que no pueden ser revertidos solamente a través del Estado.
La crisis de legitimidad y funcionamiento de la transformación social neoliberal trae casi siempre la respuesta de más represión y hasta militarización abierta. Percatarse de este desarrollo y analizarlo es importante: no debemos partir de un modelo estático al que simplemente se vacía de contenido desde la izquierda. Desde el lado dominante, la respuesta al creciente movimiento de izquierda ha incluido cooptación, deslegitimación y hasta violencia abierta. Igualmente concebible es la violencia contra gobiernos de izquierda, como fue el caso en Venezuela.
La constelación mundial política y económica apenas permite algún margen de movimiento, y permanece bajo la forma de materia prima barata, endeudamiento y ajustes estructurales, así como a través de una creciente militarización de las sociedades, con la presencia brutal o con el apoyo de Estados Unidos. La globalización del capitalismo incrementa la relevancia de la política internacional que antes que nada tiene una orientación neoliberal e imperialista. Es interesante el hecho de que el contexto internacional pocas veces es analizado con exactitud, sino que tiende a desaparecer detrás de lemas y frases hechas. El modelo de exportación demuestra diariamente la situación precaria de cientos de millones de personas y, sobre todo considerando el papel de China en la economía mundial, no llegará a estabilizarse. Pero no es un modelo que haya fracasado, a partir de lo cual ahora se estén desarrollando alternativas coherentes.
Los gobiernos progresistas apuestan a la integración de mercados, sea por convicción en sus méritos o porque carecen de alternativas. Durante la última conferencia de la omc, en Hong Kong, el gobierno brasileño se empeñó en jugar el papel del socio minoritario en la coalición de apologistas del mercado mundial (junto con el gobierno de India). Del lado de las empresas y los gobiernos domina el interés en un sistema de desarrollo económico que se basa en exportaciones agrarias, y esto a pesar de la retórica, en cierta medida realizada, de una integración entre los países del sur. Dada la capacidad limitada de acción de los gobiernos de izquierda, acompañada de su orientación hacia mantenerse en el poder y su disposición a entrar en compromisos con las fuerzas sociales dominantes, es necesario reconocer una consecuencia importante: movimientos y partidos o proyectos de izquierda orientados hacia el Estado no deben entrar demasiado rápido en «alianzas estratégicas» con éste, tal y como se exigió durante el Foro Social Mundial, en Caracas. En ciertos casos, sin duda es importante que haya cooperación entre movimientos y Estado, pero sus consecuencias políticas negativas son percibidas precisamente cuando un proyecto como el de Venezuela no se intensifica, sino que, a través de un golpe de Estado o porque se debilita, es destruido. Permanece una diferencia irreconciliable entre los grupos de personas que se organizan y el Estado, el cual, bajo condiciones capitalistas, siempre mantiene su papel de dominación.
Las luchas concretas y los movimientos que se orientan frecuentemente hacia temas específicos -cuestiones de educación o de salud, demandas feministas o ecologistas- reenfocan los temas del acceso a la tierra o la posibilidad de una comunicación alternativa. Necesariamente tienen no solamente contenidos distintos, sino también distintas formas de organizarse y distintos ritmos temporales, distintos alcances y distintas estrategias. Se comportan -y esto me parece decisivo- de maneras muy diversas frente al Estado y sus aparatos locales y nacionales. Algunos, como los zapatistas, rompen radicalmente y construyen estructuras sociales autónomas. El problema no es la diversidad de perspectivas y planteamientos, ya que precisamente son éstos los responsables de la dinámica presente, en la que presidentes son obligados a abandonar su cargo, en la que las privatizaciones pueden ser detenidas, y tantos procesos más. No tiene ningún sentido imponer una medida de radicalidad desde afuera hacia estas distintas propuestas: cuando llevan a cabo prácticas emancipadoras y tienen planteamientos para transformar la sociedad, los movimientos sólo pueden estar conscientes de sus propios límites e intentar superarlos.
En qué medida podrán realizar transformaciones profundas de la sociedad a través de sus trayectorias, sus errores y sus puntos débiles, está por verse. Radicalidad y emancipación son realizadas cuando, a través de procesos de aprendizaje y acciones concretas, se superan los límites propios y los provenientes de afuera. Esto va en el sentido del «preguntando caminamos» zapatista. Y esto ya es suficientemente difícil y brutal en muchos contextos con presencia militar o violencia abierta estatal, como se pudo ver recientemente en San Salvador Atenco.
Yo veo el problema precisamente en la prevalencia inconspicua de estrategias orientadas al Estado y los partidos, aunque siempre se haga hincapié en la pluralidad. Estado y partidos siempre tienen ya una respuesta a la pregunta del cómo, y en muchos casos también del qué de la política, en tanto son instancias aparte de la economía y la sociedad, pero actúan con autoridad sobre éstas; tienden a construir como objetos a las personas y movimientos fuera de su entorno. Sin embargo, permanece la imagen de que, desde arriba y representando a las personas, las relaciones sociales pueden ser transformadas profundamente. Precisamente esto se pudo ver con claridad en el último Foro Social Mundial: la diversidad de propuestas y temas, experiencias locales, relaciones de fuerzas, estrategias y formas de actuar se dejaron ver, pero muchas discusiones siempre terminaban en cómo éstas se transformarían en política de Estado. Hasta cierto punto, esta tendencia es comprensible después de las experiencias desastrosas con el neoliberalismo.
Cuando gobiernos y partidos de izquierda abren nuevos espacios políticos, y cuando éstos no presentan un obstáculo para los movimientos y la espontaneidad de las personas, o cuando a través de sus instituciones pueden poner alto a los tratados de libre comercio y la militarización, ya es ganancia. Los movimientos pueden obtener legitimidad a través del Estado (o se les puede arrebatar con posibles repercusiones represivas). Sobre todo en Venezuela se puede ver cuán importante es el Estado como garante de derechos conseguidos a través de luchas sociales y, dado el caso, también de la provisión de recursos. Sin embargo, el Estado y los gobiernos represivos quieren aún más: quieren representar a los «excluidos». Y cuando los deseos de éstos, sus demandas y sus necesidades, van en contra de las políticas estatales y las constelaciones de poderes aliados a ellas, escasean las disposiciones abiertas y las «alianzas estratégicas». En su lugar se da el caso inesperado de Uruguay, y el resultado suele ser la denuncia y la ruptura. Permanece un sobrepeso estructural de Estado y partidos. Es cuando menos irritante para el orden establecido que los excluidos se transformen en sujetos productores de conocimientos, sometiéndose cada vez menos a las prácticas estatales (uno de los ejemplos más impresionantes es el sistema educativo del mst, con mil 800 escuelas y 200 mil estudiantes).
En este contexto comenzaron los zapatistas el 1 de enero de 2006 la otra campaña. Su experiencia concreta con el Estado es negativa. Sus demandas de reconocimiento a los grupos indígenas fracasaron y no tienen más expectativas de la política institucional. Debe quedar claro que la suya no es la única postura. El deshacerse del Estado, como campo institucional y discursivo, podría ser en otras situaciones y luchas un paso ingenuo. La opción de construir estructuras de gobierno paralelas, o también de enseñanza o salud como en Chiapas, no es en todos los casos las más adecuada. La otra campaña tampoco debe sobreestimarse: tal vez se define demasiado en torno a las campañas electorales presentes y en la figura de Marcos, en torno a la contra-personificación. Sin embargo, lo interesante de la campaña zapatista es que busca el contacto con el otro México, el de los excluidos, humillados, extremamente explotados y marginados a través del racismo. A donde llega el delegado Zero se vuelven visibles las situaciones olvidadas, las injusticias y los problemas cotidianos; el problema de la impunidad y la violencia de los dominantes, y muchas luchas que existen desde hace décadas. Algunas acciones concretas presentan posibilidades de una «economía solidaria». ¿Por qué emprenden los zapatistas este proceso en una coyuntura política en la que podría elegirse un presidente de izquierda liberal por la vía de los comicios? Porque en el juego de representación política el otro México solamente aparece en la forma de los excluidos, como objetos que deben ser integrados a través de políticas estatales de crecimiento y la esperanza de que éstas se traduzcan en empleos o en una política social. Pero lo que desde el punto de vista de la política establecida no debe ocurrir, es que los excluidos se vuelvan sujetos sociales más allá de ser participantes en los comicios. La política debe seguir siendo un asunto de profesionales y partidos, del Estado, de conjuntos de empresarios, de organizaciones no gubernamentales y otros grupos de lobby. La crítica de los zapatistas hacia el prd mantiene que éste no intenta cuestionar el juego de concurrencia partidaria y élites políticas. Los zapatistas quieren ser un punto de referencia más allá de los partidos y darles visibilidad a los movimientos sociales. Con esto critican toda forma de política, incluyendo la política de izquierda que se orienta principalmente hacia el Estado. En Chiapas representan otras formas de hacer política: todas las personas son capaces de gobernar durante un tiempo limitado. E insisten: para que esto sea posible, los movimientos necesitan un tanto de autonomía. Es sobre todo de ellos que nacen innovaciones políticas en contra de políticas centralizadas y orientadas hacia la represión. Permanece una paradoja: que los gobiernos progresistas actuales llegaron al poder precisamente gracias a estos movimientos, a sus movilizaciones y propuestas concretas en contra de la política estatal e institucional. Esto hay que tenerlo presente. Y esto representan actualmente los zapatistas -junto con muchos movimientos más en América Latina.
La otra en México y mas allá provoca -tal vez en contra de su propósito explícito, pero en efecto- la reflexión sobre la relación entre movimientos emancipadores, partidos de izquierda y el Estado. Plantea no sólo cómo se pueden mezclar y dividir las cartas, sino también cómo se pueden cambiar las reglas del juego. Actualmente la pregunta decisiva de los gobiernos de izquierda es si y de qué manera están en condiciones de romper con los proyectos políticos y económicos dominantes. Para esto deben cambiarse radicalmente las reglas del juego. Tal vez sería posible introducir otro concepto en relación con los zapatistas: el de «respondiendo caminamos». No pretendo ser insolente, y desconozco si existe algún término similar. Un término como éste podría concebirse para llenarlo con la búsqueda, cada vez más concreta, de alternativas, o bien con tantas perspectivas existentes, precisamente con la variedad y apertura de éstas.
No puedo juzgar de manera precisa la relación concreta entre las distintas prácticas partidarias y los movimientos orientados hacia el Estado en América Latina. La posición de los zapatistas en México da la orientación mas bien de la no-relación. Para muchos otros movimientos, incluyendo muchos movimientos europeos, los zapatistas siguen siendo un punto de referencia, a pesar de las experiencias negativas, como la de Alemania con la coalición de gobierno del Partido Socialdemócrata y el Partido Ecologista desde 1998, o las de Uruguay y Brasil, donde las expectativas de mucha gente de izquierda en cuanto a «los propios» en el gobierno, eran bastante altas.
* Ulrich Brand es profesor de ciencias políticas en la Universidad de Kassel, Alemania, y militante en varios grupos internacionalistas.
Traducción de Miriam Boyer