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A propósito de James (Petras) y Josep

De horacios y curiacios

Fuentes: Rebelión

La lectura del artículo de James Petras, «Los trabajadores y la revolución», y la consiguiente respuesta de Josep, «Carta a James Petras», aparecidos hace tiempo en esta página, me sugieren muchas refle­xiones pero, sobre todo, una valoración central: por ese camino, difícilmente hallaremos la forma de poner en pie una alternativa desde la izquierda, desde […]

La lectura del artículo de James Petras, «Los trabajadores y la revolución», y la consiguiente respuesta de Josep, «Carta a James Petras», aparecidos hace tiempo en esta página, me sugieren muchas refle­xiones pero, sobre todo, una valoración central: por ese camino, difícilmente hallaremos la forma de poner en pie una alternativa desde la izquierda, desde los intereses de la mayoría de la población, desde los intereses de los trabajadores, por la que tanto venimos suspirando, al menos, en lo que se refiere a alguna parte del estado español.

No soy asiduo lector de las opiniones de Petras, pero sí conozco bastantes de sus aportaciones, más bien sus estudios e informes que sus opiniones, y deduzco que en su artículo arriba mencionado no ha pre­tendido, precisamente, poner una pica en Flandes en el debate sobre quien deberá ser, en los momentos actuales, el sujeto de la revolución, debate que, por otra parte, las más de las veces se torna esencia­lista y bastante escolástico. La afirmación de Petras sobre la misión de la Clase Obrera, contemplada, sin más, es un lugar común, y la argumentación basada en la enumeración de una serie de datos, sin pro­fundizar en ellos, una parodia de metodología científica impropia del autor. No alcanzo a comprender la oportunidad de ese escrito ni si se inserta en algún debate de rabiosa actualidad sobre el tema.

Sin embargo, la respuesta de Josep me parece desproporcionada. No es una respuesta propiamente dicha. Más bien parece una excusa, o bien para sacar toda la bilis acumulada contra los planteamientos de Petras (y por lo que he visto, en otros artículos suyos, contra los intelectuales de izquierda en gene­ral), o bien para sacar todo lo que Josep lleva dentro, como si no hubiera tenido hasta ahora la oportu­nidad de expresarse públicamente.

De cualquier manera, esa respuesta, presa de la necesidad de apabullar al contrario, o urgida por la angustia de ver que se acaba el «turno de palabras», después de leerla varias veces, me ofrece infinidad de lugares comunes cocinados con frases rimbombantes, muchos de ellos sin el rigor que Josep exige a los demás, que no siempre resultan veraces si son empleadas fuera de lugar; me resulta contradictorio en múltiples aseveraciones; y poco dialéctica, las más de las veces. Y, sobre todo, la conclusión final, un brindis al sol. Hablar de «la Humanidad, … la propia organización de toda la sociedad, de una manera unitaria global y colectiva», … «en plena libertad de opinión y crítica para decidir», … «con plena concien­cia…», como alternativa práctica, es una clara muestra de ingenuidad e idealismo, cuando de lo que se trata no es tanto de imaginar el final del camino, sino del camino mismo, de cómo, cuándo y con quién recorrerlo.

Echo en falta, en la argumentación, datos actuales sobre la realidad cercana y algún tipo de compromiso con esa realidad y con algún movimiento de resistencia en activo. Excesivo análisis teórico-histórico y ninguna propuesta para el presente.

Este estilo de «buscar la verdad mediante el contraste y la confrontación sistemática», desemboca siem­pre en auténtica pelea de gallos, y, a mí, me trae a colación una interpretación que vengo haciendo de la antigua leyenda romana de los trillizos Horacios y Curiacios, aplicada a la forma, más común de lo dese­ado, de concebir la construcción de esa alternativa que la izquierda necesita.

La leyenda es un clásico del que se han hecho interpretaciones y versiones artísticas de diversa índole, siendo, sin duda, la que más difusión y eco ha tenido, en nuestro tiempos, la realizada por Bertold Brecht en su pieza teatral «Sobre Horacios y Curiacios», en la que satiriza sobre la ideología y política de las guerras. No ha faltado quien ha analizado el relato legendario desde el punto de vista de la estrategia militar, ni quien lo ha interpretado como un avance en el modo de resolver los conflictos entre comuni­dades. A mi me recuerda los métodos y concepciones de la acción política imperantes y a los que parece que sea imposible renunciar.

La historia es conocida.

Los reyes de Roma y Alba, dos comunidades vecinas, se tienen declarada la guerra. Pero, «en su intento de evitar un gran derramamiento de sangre», acuerdan que sólo peleen unos pocos por cada bando, que peleen a muerte, y que el bando cuyos guerreros ganen sojuzgará al otro definitivamente. Es acuerdo entre reyes, no entre pueblos. No comprometen los reyes su integridad ni la de sus ejércitos, pero sí comprometen la libertad de sus pueblos. Gane quien gane, los pueblos seguirán siendo dominados.

Cuenta el historiador Tito Livio que los guerreros elegidos por cada bando fueron unos hermanos trilli­zos, tres llamados Horacios, por los romanos, y otros tres llamados Curiacios, por los albanos, que, a la sazón, existían en cada uno de los ejércitos, y que eran similares en edad, fuerza y valerosidad. La descripción es muy gráfica. Un gran espacio vacío. A ambos lados los dos ejércitos. Lejos de ellos los pueblos respectivos, expectantes, angustiados, esperanzados. En medio, los protagonistas, solos, dis­tantes, abandonados a su suerte y su pericia, alejados de cualquier posibilidad de consejo y ayuda. Una grandiosa pelea de gallos.

En el primer asalto, caen dos horacios y los tres curiacios quedan tocados. El horacio superviviente, consciente de su inferioridad, busca separar a sus enemigos, lo logra, y los vence, uno a uno. La na­rración de la pelea, breve pero sugerente, pinta con dramatismo el ambiente del momento y destaca, sobre todo, las cualidades del guerrero sagaz que hace de su debilidad virtud. Y cuenta cómo, a la postre, sale victorioso.

Y, el final de la historia, contundente. La hermana del vencedor, prometida con uno de los vencidos del otro bando, es asesinada por su propio hermano, por llorar a su amado caído, bajo la sentencia de que «ninguna mujer romana debe llorar por la derrota del enemigo». El sectarismo hasta el extremo.

Toda construcción de algo alternativo deberá iniciarse desde el análisis de aquello a lo que se quiere dar réplica.

LA ACCIÓN POLÍTICA IMPERANTE

Si observamos el panorama político que nos rodea, vemos cómo, en la práctica, los partidos, como re­presentantes de ideas y programas, y los sin­dicatos, como representantes de diferentes intereses de clase, sólo expresan el pluralismo existente entre unas elites herméticas, impermeables a ideas y suge­rencias ajenas, que controlan y se reparten en exclusiva las dos esferas de poder más importantes (la política y la eco­nómica), convirtiéndose, así, en cotos cerrados de ejercicio del poder, y sus dirigentes en burócratas cuya única preocupación es la con­tinuidad en sus cargos. Y esto vale para todos los partidos y sindicatos declaradamente constitu­cionales, estén en el gobierno o en la oposición, sean mayoritarios o minoritarios, representen a em­presarios o trabajadores, que, en todo caso, lo que hacen es dispu­tarse un espacio que llaman político o sindical, que no es nada más que un estar de las cosas, una superestructura que so­brevuela la realidad material, controlándola, y que para nada se identifica con la «polis», la ciudad griega y sus ciudadanos, ni con la confrontación de intereses entre patronos y obreros, algo completamente dinámico y en cons­tante evolución. Son los reyes de Roma y Alba y sus ejércitos.

El espacio político y sindical, así considerado, es como un organigrama, algo estático y limitado y se reduce al número de escaños o puestos a cubrir. Por eso, la aparición de nuevos partidos o sindicatos conmociona inevitablemente a todos aquellos que sólo saben moverse dentro de esa superestructura, que consideran «suya», y en la que no caben nuevos competidores. Los partidos y sindicatos, que debe­rían ser meros instrumentos para defender los intereses que dicen representar, se han convertido en fines en sí mismos que hay que proteger. Y quienes, dentro de esas organizaciones deberían ser servi­dores de aquellos a quienes representan, se han convertido en verdaderos dictadores y grupos de pre­sión para la obtención de beneficios particulares. Aunque «su estructura interna y funcio­namiento debe­rán ser demo­cráticos» (dice la Constitución), en realidad esto sólo se cumple en el papel. Ninguno pro­picia la participación directa de los ciudadanos en la acción política y sindical, ni interna ni públicamente, antes al contrario, tratan de impedirla o reducirla al máximo, poniendo todo tipo de trabas para que no se produzca. Como los reyes de Roma y Alba, ellos se lo guisan y ellos se lo comen.

Efectivamente, para mantenerse en el poder, «forman la voluntad popular», la con-forman, pero no la expresan, con­trolan los procesos electorales, haciendo que los resultados de unas elecciones libres se acomoden a sus fines particulares, mediante la manipulación de las concien­cias y la opresión de la pro­paganda ejercidas a través de los medios de comunicación de masas. Sus mensajes, elaborados en ver­daderos laboratorios de ideas, se han convertido en unas mercancías más, sometidas al marketing, al posibilismo, al cálculo minu­cioso y demás leyes del mercado, y su éxito depende del presupuesto en publicidad que cada uno pueda poner a su servicio. Sus destinatarios, los ciudadanos, son considera­dos individuos asociales, consumidores de todo, también de ideas, desprovistos de todo sentido de colectividad y del bien común. El sufragio universal se ha convertido en la mera suma de votos indivi­dua­les, decididos aisladamente, por individuos que no tienen ningún vínculo con los demás, con los que se efectúa la distribución de escaños y se materializa la alternancia en el poder. Los pueblos de Roma y Alba, sus ciudadanos, son la moneda de cambio en el pacto entre sus reyes.

LA ACCIÓN POLÍTICA DE LA IZQUIERDA

La izquierda tampoco ha renunciado a reinar.

Históricamente, la izquierda ha sido subversiva. O sea, sus partidos han sido organizaciones creadas, precisamente, para echar abajo el orden establecido, para subvertirlo, porque impide, en la práctica, la defensa de los intereses de los trabajadores a quienes dice representar. Sin embargo, a lo largo de los años, ha ido reduciendo su carácter subversivo a la toma del poder, circunscribiéndose, en la actualidad, al intento de llegar al gobierno por los caminos legalmente establecidos. Así, la mayor parte de la iz­quierda ha aceptado el orden constitucional como verdadero garante de los dere­chos y libertades, incluidos los políticos y económicos, y se ha situado en el bando de quienes tienen como fin prioritario mantener ese orden establecido, afirmando que éste es el único camino para alcanzar la paz y la justi­cia. En realidad, todos los que defien­den, por encima de todo, el orden constitucional, sean de la dere­cha o de la izquierda, dicen luchar por alcanzar la paz y la justicia y el bienestar de todos. Tratan de «evitar un gran derramamiento de sangre». Dicen defender el orden por encima de todo.

¿Pero, alguno de ellos le pregunta al pueblo qué es lo que entiende por paz, justicia y bienestar? ¿O, más bien, se limitan a decirle lo que debe entender por paz, justicia y bienestar? No lo hacen, no pre­guntan, porque o están sinceramente convencidos de que ese orden es el mejor de los posibles, o porque lo acatan al no ser capaces de imaginar otro orden distinto, o simplemente porque temen que la idea que el pueblo pueda tener de esos conceptos resulte incompatible con el actual estado de cosas que tanto les beneficia. Y cuando preguntan al pueblo, sólo piden su opinión favorable o contraria sobre un abanico de ideas y conceptos previamente elaborados por el encuestador.

Tradicionalmente, la izquierda se ha debatido en cuestiones relacionadas con el poder, con la confor­mación de la voluntad popular y su expresión, y el ejercicio de su soberanía. Dicho de otra manera, la cuestión está en cómo se debe formar la voluntad popular y cómo garantizar que se exprese y actúe libre y real­mente. En una palabra, en cómo hacer que el pueblo tenga voluntad propia. Y en qué y cómo hacer, organizadamente, para que al­cance esos objetivos. ¿Los alcanzará mediante el éxito elec­toral? ¿Es éste posible?

Parece claro que, en la actualidad, todas las fuerzas dominantes operan en sentido contrario a estos objetivos. Es, por lo tanto, necesario, establecer toda una táctica a corto, medio y largo plazo, con que afrontar el trabajo inmediato sin perder de vista los objetivos finales. Y la única manera de conjugar ambas cosas es concebir la política como un proceso dinámico, en continua evo­lución, donde tan impor­tante como los objetivos son los métodos a emplear para alcanzarlos. Porque la sociedad futura a que aspi­ramos también será un cuerpo dinámico, con contradicciones y problemas, y se diferenciará de otros modelos de sociedad en la medida en que los mecanismos a emplear para la solución de los problemas y la toma de decisiones sean distintas a los de esos otros modelos.

El punto de arranque, en la construcción de una alternativa, por tanto, lejos de caer en flagrante contra­dicción, deberá partir de una crítica radical del sistema «democrático» imperante, de su esencia, pero también de su conducta, y, sobre todo, del comportamiento de la izquierda tradicional (incluidos nosotros) en su acción política, tanto dentro como fuera de ese sistema imperante, crítica que, sobre la base de unos principios sólidos, nos permita ver qué se debe corregir y qué potenciar de ese comporta­miento histórico.

LOS RASGOS DE LA DESERCIÓN DE LA IZQUIERDA GLOBAL

La gran izquierda ha aceptado la concepción liberal de «cada hombre un voto», concebido el votante como un individuo aislado, enfren­tado a su destino en solitario, sin ninguna vinculación social, sin en­cuadrarle en clase alguna, ejerciendo su li­bertad sin más miramientos que los que impone la Ley y el Estado, y adhiriéndose a los mensajes que más le convencen o sugestionan o menos complicaciones le producen.

La izquierda tradicional, en aplicación de un internacionalismo proletario abstracto, derivado de esa concepción liberal del ciudadano universal, se muestra contraria a todo movimiento soberanista de los pueblos sin estado, por considerarlos únicamente como movimientos de burguesías nacionales, clases explotadoras de los trabajadores de su misma nación.

La izquierda oficial rinde pleitesía al actual proceso de globalización. Y no porque lo considere imparable y se rinda ante él, sino porque cree que es fruto del progreso y produce, a su vez, progreso.

La izquierda, gran parte de ella, ha aceptado, como único mecanismo para formar y expresarse la vo­luntad popular, los procesos electorales establecidos y controlados en función de la protección de unos intere­ses «generales» y «de Estado». Y, en esos procesos electorales, actúa más en función del marketing que de la claridad y fidelidad a sus princi­pios. Le preocupa más encontrar un buen cabecera de cartel que el contenido de su programa electoral.

La izquierda mayoritariamente se ha limitado a aceptar la forma de democracia representativa como la única «civilizada», operativa y posible, concibiendo el ejercicio del cargo como un patrimonio privado, ajeno a cualquier mandato imperativo, ajeno, incluso, al compro­miso adquirido en los programas pre­sentados como oferta electoral. La izquierda ha abandonado la democracia directa, la teme, su­mándose a quienes ponen todo tipo de limitaciones y trabas para que ésta se desarrolle.

La izquierda, en general, fruto de esa patrimonialización de la política, ha dejado de ser democrática internamente, trasladando la lucha externa por el poder político al interior de sus organizaciones, y entre las organiza­ciones mismas, donde la lucha por ocupar el «espacio político» y los cargos decisorios y deci­sivos ocupa la mayor parte de su actividad, plagada de intrigas y maniobras excluyentes y descalifii­can­tes.

Y, fruto también de esa patrimonialización, se ha convertido en dogmática y suficiente (y, por lo tanto, en hermética), patrimoniali­zando la verdad sobre las cosas y la realidad. Y, cuanto más radical, más sectaria. El enemigo político lo será hasta la muerte y nadie debe llorar por su derrota.

¿Y LA IZQUIERDA MÁS CERCANA?

Refiriéndonos más a la izquierda que dice (decimos) más ansiar esa alternativa, a «nuestra» izquierda y a sus prácticas, podemos decir que, además de participar de muchos de los defectos de la izquierda tradicional (salvando las distan­cias), sigue proli­ferando entre nosotros la formación de camarillas personalistas, por no decir secta­rias, que, lejos de aspirar a detentar poder en la sociedad (lo cual, muchas veces, rechazamos por princi­pio), se confor­man con dominar o controlar una parte de ese «espacio político», por minúsculo que sea; pero con la misma concepción estática del mismo. Nacen de la competencia y para la competencia. Entre esos grupos y dentro de ellos, todo está ya dicho, los debates no son tales, sino que se reducen a discusiones escolásticas o moralistas, la mayor parte del tiempo, sobre aspectos que nada o poco tienen que ver con el motivo por el que empe­zaron, y que resultan verdaderos diá­logos de sordos o peleas de gallos para la galería o para su limitada parroquia; a la hora de decidir acciones se debaten entre el oportunismo y el posibilismo, miden el éxito o acierto de su polí­tica por el eco que pueda tener en los medios de comunicación de masas (que dicen estar dominados por el enemigo); emplean, como gancho para atraer al personal, el prestigio social alcanzado por ciertas personas o grupos de renombre en la sociedad que precisamente rechazan, más que el propio atractivo de sus ideas; todo ello, porque están encasillados en formas rutinarias, consignas, esquemas y métodos de dis­cusión gastados y anquilosados, fruto de la impotencia, unas veces, del con­formismo, otras, de con­tentarse con dominar su círculo propio y, sobre todo, de la falta de una manera nueva de pensar y plantear los proble­mas, una manera nueva de ver las cosas y de relacio­narse con la gente.

Por supuesto que no nos estaríamos planteando todo esto si esa izquierda tuviese a la mayoría de la gente consigo o, cuando menos, a una gran minoría.

Porque no es así, y porque, en ausencia de alternativas, nos sentimos, a menudo, impotentes para dar bríos nuevos a nuestra acción y nuestros planteamientos, es hora de que honestamente nos hagamos la siguiente pregunta: ¿por qué, después de tantos esfuerzos como hemos hecho unos y otros, por qué, a pesar de la claridad con que defendemos nuestros postula­dos, por qué, a pesar del convencimiento que tenemos de que lo que pro­ponemos es objetivamente bueno para la gran mayoría, por qué no se nos ha hecho caso, por qué ni siquiera se nos ha escuchado, por qué incluso se nos ha vitu­perado? Aunque, de momento, no tengamos res­puesta, y precisamente por ello, es urgente que hagamos la autocrítica necesaria para salir de esta situación.

¿Vamos a ponernos seriamente manos a la obra para salir de este atolladero?

La izquierda, en una palabra, ha dejado de ser subversiva, bien sea por acción o por omisión, para con el orden de opresión existente, convir­tiéndose, en consecuencia, en opresora de conciencias y sujetos, porque, quien no esta frente a la opresión está a su lado.

OTRA CONCEPCIÓN DE LA ACCIÓN POLÍTICA

En consecuencia, una concepción distinta de la acción política presente (y futura) deberá basarse en los siguientes principios:

1. No existen individuos aislados en la sociedad, sino que dependemos unos de otros, porque estamos unidos por vínculos de clase, culturales, de territorialidad.

2. Y, de la misma forma, no existen organizaciones de izquierda aisladas, fuera del tiempo y lugar o, dicho con otras palabras, no existen organi­zacio­nes en abstracto que operan en las nubes, con prin­cipios inmutables de destino en lo universal y con absoluta independencia.

3. Y, por lo tanto, no existen soluciones individuales totales a los problemas colectivos y, ni siquie­ra, a los individua­les. Nadie tiene la verdad absoluta. Y, en la izquierda, el debate permanente es nece­sario.

4. Tanto los individuos como las organizaciones y los pueblos creemos que son, que deben ser, que pueden llegar a ser sujetos soberanos, es decir, raciona­les, conscientes y respon­sables, que se muevan por convenci­miento y voluntad y no por impulsos, ni por sugestión, ni por intereses ocultos, que será difícil engañarlos, que saben lo que quieren , que lo expresen libre­mente y actúen en consecuencia. Otra cosa será el grado de opresión en que se encuentren. Si no tuviésemos esa convicción estaríamos perdiendo el tiempo con tanta disquisición.

5. Las organizaciones son medios, instrumentos, y no fines en sí mismas. Las organizaciones deben ser, en todo caso, expresión de la voluntad popular y, en consecuencia, deberán nutrirse y desarrollarse a partir del conocimiento y expresión de las aspiraciones de la gente, de la gente que lucha, a la que será difícil contradecir con verdaderos argumentos.

6. La democracia genuina es la directa, y los representantes, en todo caso, serán comisionados, con mandato imperativo, revocables en todo momento. No a los políticos profesionales.

7. La acción política, como la sociedad, es algo dinámico, importando tanto o más la forma de buscar soluciones y tomar decisiones sobre los problemas, que los programas, las soluciones y los problemas mismos. Precisa­mente en eso se distinguirán los distintos modelos de sociedad y las distintas formas de hacer política, en que unos den por bueno que existan individuos de primera y de segunda y otros no, en que admitan como natural que haya o no dirigentes y dirigidos, o que, por el contrario, deban todos ser, a la vez, dirigentes y dirigidos, dirigién­dose, cada uno, a sí mismo, ejerciendo su libertad, bus­cando colectivamente las soluciones, tomando decisiones también colectivamente, asumiéndolas, y adquiriendo compromisos personales. De ahí que consideremos, que estemos convencidos, que crea­mos realmente, que la asamblea, como una verdadera estrategia que es (y no sólo como una forma de funcionamiento), es la forma más segura de alcanzar los objeti­vos que perseguimos, el análisis más correcto, la decisión más acertada y el más libre ejercicio de libertad y responsabilidad individual y colectiva.

Sentados los principios, deberemos reflexionar sobre la táctica.

Por eso, ES IMPORTANTE QUE INSISTAMOS EN ALGUNAS Consideraciones sobre el LLAMADO «espacio político»

¿A qué llaman (o acostumbramos a llamar) espacio político?

En la respuesta adecuada a esta pregunta estará la clave.

A menudo, si preguntamos a la gente de la calle ¿qué entiende por política? obtendremos diversas respuestas, pero, la mayoría coincidirán en que es algo de lo que se sienten ajenos.

La política es «una forma de ganarse la vida de algunas personas, generalmente más provechosa que si cada uno de los políticos se dedicase a su profesión u oficio»; «es diplomacia, o sea, cortesía apa­rente e interesada, habilidad, sagacidad, disimulo, manipulación»; «es el pactar parlamentario con amigos y adversa­rios, sobre los puntos del orden del día»; «es mentirse, espiarse, sacarse ventaja unos de otros»; «es algo de lo que no se quiere saber nada, de lo que no se entiende o no se quiere entender». Es algo ajeno a la vida cotidiana de la mayoría del Pueblo. Y, cuando en tiempo de elecciones, quienes concurren a ellas nos dicen que «se está ventilando algo muy impor­tante para todos», la mayoría de la gente a­siente, pero lo entiende de manera muy distinta, ya que, para su vida, sabe que poco o nada va a cambiar, Y, por lo tanto, no se entusiasma y, poco a poco, cada vez participa menos.

Si política es «la actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos o a participar en ellos, si es la organización de los asuntos que nos afectan a todos», está claro que, tal y como se concibe y está organizada la política, en la realidad, nada tiene que ver con esa definición.

La política es un estrato dentro de la sociedad, una especialización, un «oficio», un privilegio, un coto al que no tiene acceso cualquiera. Es un «espacio» que se disputan (más bien se reparten amigable­mente) «las fuerzas políticas». Las «grandes» juegan a la alternancia, y las «pequeñas» se quejan siempre de su marginación. Pero nunca renuncian a «estar ahí», porque siempre les quedará la esperanza de que «la cosa cambie» inesperadamente y eso justifica su presencia actual. ¡Como si en política se diesen los mila­gros! Junto a las fuerzas políticas están sus valedores y sus satélites, los lobbys medi­áticos forma­dores de opinión, los grupos de tertulianos, las empresas de sondeos y, por supuesto, el poder econó­mico, judicial, militar, policial, eclesial y demás estamentos del Estado.

La política es algo absoluto. Y no en el sentido de que «todo es política» (con lo que estaríamos de acuerdo), sino en el de que «la política lo es todo», o sea que, fuera de la política no hay nada realmente, o que, por encima de todo, está la política, con sus leyes propias, incomprensibles para el conjunto de los ciu­dadanos, la mayoría de las veces, pero indiscutibles. Leyes que existen por sí mismas, que no necesitan que nadie las apruebe, leyes que se justifican a sí mismas. «Es todo un mundo, que está ahí».

En realidad, la política es el Estado, y los políticos la manifestación de su poder. Un poder que puede presentarse en dos versiones perfectamente compatibles, el gobierno y la oposición. Que pueden tener estrategias, a corto plazo, diferentes, pero que coinciden en lo fundamental: se trata de individuos y organizaciones identifi­cados con unas instituciones que, a su vez, recíprocamente, se identifican con su manera de con­cebir la política. Los políticos defienden las «formas parlamentarias» y el Parlamento de­fiende a los políticos. Los reyes pactan sobre el destino de sus pueblos, los ejércitos se apartan, los trillizos pelean a muerte. Y los pueblos que van a ser sometidos por el vencedor, ¿dónde están?.

Frente a esa realidad o, más bien, lejos de ella, fuera de ella, de la política, está el ciudadano, sobre el que cae la responsabilidad de apoyar, acatar y dar legitimidad a lo que la política hace o deshace. Aunque, esa responsabilidad, en la práctica, no es tanta, pues, si llega el momento, también se le puede «liberar» al ciudadano de la responsabilidad de dar su legitimidad, y se le ignora . De cualquier manera, al ciuda­dano no se le considera como un sujeto, como un todo que reflexiona, valora y decide sobre los dis­tintos aspectos de su vida, sino como algo fragmentado y manipulable.

El ciudadano unas veces es trabajador, otras padre o madre, o joven, o estudiante, formando parte de diversas estadísticas que sirven para «tener en cuenta», a la hora de «hacer política». Y, por supuesto, cada cuatro años, es «votante», momento en que empieza y acaba, de un plumazo, su condición de ciudadano, que forma parte de ese pueblo, que es «en quien reside la soberanía». El ciudadano es visible en lo público y oculto en lo privado. Es dependiente a una edad e independiente a otra. El ciudadano es sólo sujeto pasivo. Por eso no entiende de política, ni quiere entender, porque «no siente» la política. Se ha acostumbrado a vivir lejos de la política. Ha nacido y crecido apartado de la política. Tiene claro que la polí­tica existe, pero ni siquiera se plantea si la política es culpable de lo que a él le pasa. sabe que la política es la responsable, pero, por aquello de que «es el arte de lo posible», cuando los políticos no actúan de otra manera «será porque no es posible». El ciudadano es un individuo aislado, que solo se confiesa en el secreto de la urna, pero ante nadie más, convencido de que la caja mágica guardará sigilo sacra­mental, y nadie le pedirá responsabilidades por lo que ha votado.

Entre el ciudadano y los políticos hay, por tanto, un gran vacío, una gran distancia. «Entre los dos ejércitos, lejos de sus respectivos pueblos, un gran espacio vacío y, en el centro, los guerreros horacios y curiacios, aislados, abandonados a su suerte, dueños de sus artimañas y estrategias».

¿Se puede hacer política fuera de ese espacio? ¿Se puede hacer política, precisamente, para llenar ese gran vacío?

Llenar ese vacío con otros planteamientos, hacer que otras ideas cobren fuerza al ser asumidas por mucha gente, conseguir reunir, en una misma acción, lo económico, lo concreto, lo que vive, siente, goza y padece realmente el ciudadano de a pie (aquello de lo que entiende), con lo político (que le dé sentido), encumbrado habitual­mente en las altu­ras inaccesibles del Estado, o escondido en los cerrados círculos de «los entendidos»; convertir la actual acción política al uso, articulada en centros de poder supues­tamente intermediarios (comités de empresa, sindicatos, consejos de administración, partidos, asocia­ciones de todo tipo, admi­nistraciones públicas) en democracia di­recta, en acción directa (que no es «empleo de la fuerza en forma de atentados, sabotajes, etc.», sino simplemente «la fuerza con que un grupo de personas intenta llevar a cabo lo que pretende»), convertir en eso la acción política, es todo un reto para quien, de verdad, busque una alternativa y quiera hacer política al servicio del pueblo, o sea, algo «tan sencillo» como buscar la mejor solución posible a los problemas de la pobla­ción. Y es lo más radical y revolucionario, dada la situación actual, porque con­vierte al ciudadano en político, y al ciudadano político en poder constituyente.

Llenar ese vacío no será, por tanto, luchar por incrustarse, a brazo partido, en ese espacio limitado y residual (para nosotros) de la política al uso para, desde dentro, tratar de cambiar las cosas. Llenar ese vacío no es competir en el espacio polí­tico regulado y controlado por los poderes del estado. No es «someterse al resultado de las urnas», previamente precintadas por una serie interminable de limitacio­nes y cortapisas que impiden la igualdad de oportunidades. Llenar ese vacío no es obtener eco en los medios de difusión masiva controlados por los dueños del dinero. Todo eso consolida, en definitiva, la disociación en estratos existente en la so­ciedad que denunciamos.

Y llenar ese vacío tampoco es hacerlo por medio de la fundación de autocomplacientes movimientos, organi­zaciones, co­lectivos, supuesta o declaradamente «apolíticos» (ajenos -dicen- a la política oficial) o «lúdicos«, ni de grupos políticamente auto­proclama­dos antisistema, pero que, en su práctica, come­ten los mismos errores de los políticos pro­fesionales, desarrollando una acción «salvadora», mesiá­nica, pero autista. Los unos porque neutralizan los ímpe­tus y las ganas de participar que la gente pueda llegar a sentir, canalizándolos hacia lugares amorfos y poco o nada conflictivos . Los otros porque, con su discurso y acción ajenos al grado de conciencia y compromiso de la gente, a su estado de ánimo, a sus necesidades más sentidas, contribuyen al desprestigio de la acción política, alejándola del ciuda­dano, aumentando el re­chazo general ya existente.

Llenar ese vacío será unir lo fragmentado, haciendo que cada sujeto sea un todo, que sea respon­sable de sus actos y de sus consecuencias. Que cada sujeto elija libremente hacia dónde va a dirigir su capacidad de obrar. Porque de las consecuencias, o sea, del resultado de los actos de todos los suje­tos conscientes, libres y responsables dependerá un verdadero nuevo orden social. Un orden social que se estará permanentemente construyendo y reconstruyendo, fruto de un ejercicio constante de auto­determinación, de un ejercicio siempre actual de voluntad. Llenar ese vacío es con­seguir que el pueblo actúe sin intermediarios en la solución de sus problemas. Algo difícil, pero no imposible.

Nada de esto ocurre con el actual orden constitucional que, más que reconocer derechos, de por sí in­discutibles, limita libertades, nunca discutidas. Nada de esto ocurre con la forma «oficial» de hacer polí­tica.

Una vez comprendido esto, es necesario sacar conclusiones prácticas.

La acción política se dirige, fundamentalmente, a los sujetos, a las personas, a las instituciones, más que a las cosas. Por eso, su componente principal es el trabajo de explicación, agitación, convocatoria, movilización, para que las ideas cobren fuerza y esa fuerza pueda actuar sobre las cosas. Se trata de un proceso de crecimiento, con un punto de partida, con un recorrido y un punto de llegada. Pero, un pro­ceso impulsado desde dentro de la realidad y de entre los afectados, reflexionado desde dentro, diseñado desde dentro, puesto en práctica desde dentro. De tal forma que el propio carácter del proceso sea una impugnación de la realidad política impe­rante.

Una parte de ese proceso será de signo inevitablemente negativo, de rechazo, será la política del NO: denunciar la estrecha rela­ción existente entre los males de la población y el modelo de estado, el sistema económico y la forma de hacer po­lítica. Sin necesidad de plantear, de entrada, alternativas y, menos aún, la subversión (trastornar, revolver, destruir), pero provocando el rechazo mediante la crítica y denuncia públicas. Simplemente (¡!) hacer palpables las limitaciones del sistema para satisfacer las necesidades de toda la población y la falta de voluntad de los políticos para intentarlo. Relacionar siempre los padecimientos con sus causas. Y eso se puede hacer desde los estadios más elementales. Por ejemplo, lo importante no es tanto que el paro aumente o disminuya, y si es culpa o no del gobierno de turno, sino saber por qué se produce paro para atajar las causas. Por lo mismo, lo im­portante no es sólo reivindicar viviendas baratas para los pobres, sino saber por qué sube inevitable­mente el precio de un bien básico de primera necesidad como es la vivienda. O, pasando a un segundo nivel, de­nunciar, por ejemplo, no sólo la discriminación de la descen­trali­zación administrativa que supone el Estado de las Autonomías, sino demostrar la imposibilidad de que, por esa vía, los pueblos puedan alcanzar un grado de­cente de dignidad, de bienestar y sosiego. No perder el tiempo ahora en discusiones sobre qué otro modelo de sociedad será mejor, mientras estemos aplastados por el actual. Porque el estado de opresión en que se encuentra la gente hace que ni siquiera nos escuchen si le vamos con grandes teorías y mensajes trascendentes. Lo primero será de­nunciar la incapacidad de éste modelo de sociedad para hacer feliz a la mayoría de la población.

El resultado de ese trabajo de concienciación deberá ser un rechazo a la integración en este sistema, porque sabemos que consiste en humi­llación, en despersonalización, en desmembración del individuo. Rechazo global, radical. No rechazo parcial, en cuanto que trabaja­dores, en cuanto que mujeres, en cuanto que jóve­nes. No rechazo teó­rico, del especialista que analiza y expone la situación a quien no sabe o no puede teorizar, analizar o exponer. Sino rechazo, precisamente de esa división entre traba­jadores manuales e intelectuales, entre mujeres y hombres, entre jóvenes y viejos, entre políticos y votantes, entre explotadores y explotados. Rechazo de lo «positivo y real» que precisamente tiene el poder constitucional esta­ble­cido. Rechazo del Estado político que consagra y perpetúa esa división. Rechazo, por tanto, a trabajar desde dentro, ni siquiera sea para intentar derribarlo.

Pasar de compren­der que los males no nos vien­en sólo de la forma de hacer política de los políticos al uso, a una actitud de rechazo global de integra­ción en el sistema y de exigencia de un sistema alterna­tivo, posible y necesario, requiere de un largo camino de concienciación que tenemos que recorrer, paso a paso, pero en una única dirección, y sin caer en los mismos errores y contradicciones de aquello que recha­zamos: esa disocia­ción de la sociedad en ciudadanos de distinto nivel, con distintas responsabili­dades y funciones, y con distintas oportunidades y derechos, que nos convierte en objetos sin voluntad y sin patria y, por lo tanto, en oprimidos. El camino no se recorrerá de un salto. Ni siquiera nosotros podremos hacerlo ya que arrastramos muchos vicios. Cuánto menos lo podrá recorrer de un salto otra gente que no se ha planteado aún este tipo de reflexiones.

Y no se recorrerá sin organización.

Esta fase del trabajo no va ni antes ni después del trabajo por el logro de los objetivos políticos for­ma­les, ni paralelamente, sino que, por ser un objetivo político en sí mismo, un objetivo dinámico, ope­ra­tivo, debe impreg­nar toda la acción política encaminada al logro de esos objetivos. Debe impregnar, también, por supuesto, nuestra propia organización, nuestro funcionamiento, nuestra manera de cons­truir las ideas, nuestra forma de adoptar decisiones y adquirir compromisos.

¿CÓMO TRADUCIRLO A LA PRÁCTICA?

Reconociendo que el verdadero reto no consistirá en formular recetas o formulas magistrales, sino líneas de actuación que resulten del debate colectivo, es difícil, arriesgado e inútil, en una comunicación de este tipo, aventurar propuestas que no sean para el debate, pero que, en todo caso sugeriríamos en trabajos sucesivos.