Ni George Smiley ni James Bond. En John Le Carré es más fácil descubrir al caballero que al espía. «Nací bajo una estrella afortunada. Decía Graham Greene que el saldo de un escritor se basa en su infancia. Y yo soy millonario. Soy huérfano de madre; mi padre fue un ser caótico que no paró […]
Ni George Smiley ni James Bond. En John Le Carré es más fácil descubrir al caballero que al espía.
«Nací bajo una estrella afortunada. Decía Graham Greene que el saldo de un escritor se basa en su infancia. Y yo soy millonario. Soy huérfano de madre; mi padre fue un ser caótico que no paró de entrar y salir de prisión; a los cinco años me internaron; intenté identificarme en cuantas instituciones pude para encontrar la familia de la que carecía; viví una época de profunda religiosidad y otra en la que flirteé con el comunismo; entré en el mundo del espionaje en su punto más álgido; enseñé a la aristocracia inglesa; y, por casualidad, escribí un libro, El espía que surgió del frío, que se convirtió en un best-seller. Así que yo no puedo escribir sobre realismo mágico porque he tenido la suerte de vivir una vida realmente mágica, un regalo por los accidentes de mi nacimiento».
Quien así se confiesa ante un café americano, pelo cano, corbata prieta, cultura de amplios vuelos y una modestia de la que sólo puede presumir quien está de vuelta de todo, se reconoce incapaz «de escribir ficción sin contenido político, aunque sé que va contra la corriente literaria actual». Y sigue Le Carré: «Para construir mis novelas me siento incapaz de ampararme en el pasado o el realismo mágico, necesito construir fábulas que ilustren el dolor y los dilemas de nuestro tiempo».
Y ésa, ni más ni menos, ha sido su intención en su última novela, La canción de los misioneros (Areté, en castellano; Edicions 62, en catalán), la historia de un hombre cebra: Bruno Salvador, más conocido como Salvo, huérfano -como Le Carré- al que su profesión de traductor y su origen congoleño sitúan en el centro de una conspiración para hacerse con los minerales del Congo, «uno de los países más ricos en recursos naturales y en el que sus habitantes son más pobres».
Pero ésa, la explotación de los recursos de los países pobres por parte de los ricos, es sólo una de las puntas de lanza de la nueva novela de Le Carré, que también apunta «al dilema de la raza, a los misterios del patriotismo y a las limitaciones que los gobiernos occidentales están imponiendo a los derechos individuales». Sólo que las intenciones pedagógicas del autor se esconden tras la trama de una conspiración y tras un personaje, Salvo, que contempla la complejidad del mundo desde los ojos de la ingenuidad.
«Su inocencia, en cierta manera, nace de pensar que no tendrá que adoptar una posición frente a los conflictos del mundo», explica Le Carré a su personaje y, con él, al hombre del siglo XXI, condenado a este pecado «en parte por su alienación política y, en parte, por la saturación de desinformación a la que está sometido». «El individuo, cada vez, tiene más la sensación de que no puede cambiar el mundo y esa percepción es paralela a la muerte de la fe», dice un hombre que confiesa haberla perdido hace tiempo.
«Si no hay consuelo, la gente se enfrenta a una realidad compleja sin esperanza alguna». Pero ése es sólo parte del problema según Le Carré, que completa su diagnóstico al profetizar que «Occidente tiene que tomar decisiones de las que no puede escapar». Ahí, evidentemente, entra la explotación a la que sometemos a determinados países para conseguir sus recursos, leáse Congo, pero también la situación creada en Irak. «Aún no sabemos las consecuencias de la invasión, pero sí que el problema no desaparecerá cuando nos vayamos, porque podríamos haber plantado el germen de una guerra enorme entre Irak e Irán, chiítas, y Arabia y Jordania sunitas».
Terrible conclusión. Tanto, que John Le Carré casi parece disculparse ante una realidad que le lleva a pronunciar vaticinios tan oscuros. «El verdadero conflicto no está en la lucha de civilizaciones, en el debate entre Oriente y Occidente. El verdadero conflicto llegará por la lucha entre el extremismo y la moderación». Y aunque reconoce que no sabe «cómo se determinará la línea en términos de batalla» no tiene problema para describir a algunos de los contendientes: «el extremismo cristiano neoconservador que guía el destino de Estados Unidos» y, en el otro extremo, «ese islamismo y anticolonialismo visceral».
Lo que se niega a explicar Le Carré -«ése será mi único secreto»- es si las páginas de su próximo libro, que ya escribe, se pasearán por ese campo de batalla o continuarán en la sabana africana.
El espía gris contra el «hombre macho»
Dice que en aquellos años en que vivió peligrosamente al servicio de Su Majestad, sus compañeros espías más que un modelo a seguir eran espejismo a evitar. «Los espías son hombres ordinarios, sólo que más ordinarios que la mayoría», explica un hombre que, no obstante, se reconoce afortunado por haber pertenenecido al servicio secreto británico en su momento de mayor esplendor: «Tuve la suerte de vivir la crisis de Cuba o la construcción del Muro de Berlín. Los espías no son superhéroes», aclara tajante Le Carré cualquier posibilidad de duda a la vez que admite que su más famosa criatura, George Smiley, es la otra cara del espejo de James Bond: «Una figura absurda que daba glamour a la Guerra Fría, que vivía entre mujeres guapas y ‘gadgets’, que siempre mataba a sus enemigos, una especie de hombre macho, materialista y sin cultura».
Por contra, la imagen que de ellos tiene Le Carré está lejos de todo ‘glamour’: «Personas grises, que toman las decisiones en solitario, que no reconocen su homosexualidad y sufren chantaje». Pero, haber conocido de cerca algunos de los principales campos de batalla del siglo XX -ha pisado los de Beirut, Líbano, Camboya o Vietnam más allá de los de Congo- le permite analizar la actuación de sus compañeros de armas en la actualidad, ya sea en los atentados del 11-S, el 11-M o de Londres, ya sea en el asesinato de Litivnenko. «No lo analizo como una conspiración, sino como un error garrafal. Nunca se habían dejado tantas pistas para matar a un solo hombre». Y para acabar una constatación: si la información es tanta que es imposible procesarla -como demostraron los errores en los atentados islamistas-, el valor de un espía crece. Esperemos que no vuelvan a reclutar a Le Carré.