Durante la tercera semana de septiembre de 1973, a pocos días del sangriento golpe de Estado, una carpeta con folios mecanografiados circulaba entre las autoridades del nuevo régimen. Generales, coroneles y almirantes intentaban descifrar un críptico documento deslizado desde las oficinas de Odeplan. Un título opaco y ambiguo encabezaba el expediente: «Programa de desarrollo económico». […]
Durante la tercera semana de septiembre de 1973, a pocos días del sangriento golpe de Estado, una carpeta con folios mecanografiados circulaba entre las autoridades del nuevo régimen. Generales, coroneles y almirantes intentaban descifrar un críptico documento deslizado desde las oficinas de Odeplan. Un título opaco y ambiguo encabezaba el expediente: «Programa de desarrollo económico». Con el tiempo, sin embargo, se haría conocido bajo un notable apodo: El ladrillo, la primera piedra del modelo neoliberal que se instaló en Chile a poco de comenzar la dictadura. En su origen están las manos invisibles de dos economistas estadounidenses: Arnold Harberger y Milton Friedman, en tanto la pluma es de quien sería uno de los más importantes mentores económicos de la dictadura militar: Sergio De Castro. Hoy, con la muerte del ex dictador el 10 de diciembre pasado y a más de 33 años de aquel septiembre, hay que recordar otro hito: la concepción de un modelo económico, de una sociedad incluso, que ha unido a la derecha golpista con la Concertación. La instalación de las bases de lo que es hoy el modelo neoliberal, levantado como el «gran legado del gobierno militar» tanto por sus incondicionales como por conspicuas figuras de la Concertación. Esos que durante los años de la dictadura criticaron el modelo de mercado instaurado por los economistas de Pinochet, los Chicago boys, a partir de 1990 iniciaron un proceso de apropiación y remozamiento del mismo modelo. La «renovación» iniciada en la Izquierda chilena a partir de la década pasada convirtió a su élite, desde ministros y subsecretarios del gobierno de Salvador Allende, en auspiciadora entusiasta del modelo que comenzó a regir con el golpe de Estado. Lo que ha dividido la política lo ha unido la economía. Gran paradoja y perversidad de nuestra época. La historia inicial, que en estos detalles se une a la mitología, cuenta que ya en octubre de 1973 el primer ministro de Hacienda de Pinochet, el contralmirante Lorenzo Gotuzzo, encandilado por el texto, usó amplios pasajes de El ladrillo para su primera exposición de la hacienda pública. La doctrina neoliberal, según versión de Sergio De Castro, sedujo a primera vista a los uniformados. Por cierto que el programa no se instauró de la noche a la mañana. La propuesta no era inédita. Entre 1966 y 1970 el general argentino Juan Carlos Onganía aplicó un modelo liberal que condujo el economista Adalberto Krieger. Pero este programa, casi huelga decirlo, terminó en un fracaso no sólo económico, sino social y político. El relato oficial de la historia económica nos dice que la aplicación del modelo liberal tardó largos meses. Milton Friedman -también recientemente fallecido- invitado por el empresario Javier Vial, viajó a Chile en marzo de 1975. La visita había sido precedida, en enero, por su colega Harberger. En mayo de 1975 -y con una galopante recesión- el ministro de Hacienda de entonces, Jorge Cauas, anunció al país la instauración del modelo.
PAIS DE EXPERIMENTOS
Hoy pocos recuerdan a De Castro. Y en caso de hacerlo, es una amarga remembranza. Tras la recesión de 1975, que anotó una caída del producto del trece por ciento, este Chicago boy tomó las riendas de Hacienda para desarrollar un experimento económico que no se diferenciaba de los realizados en laboratorios. Con la mayoría de las variables aisladas y controladas por la bota militar, los científicos sociales pudieron experimentar su teoría. Y qué mejor cuando el campo de análisis era un país completo. El experimento fue breve y sus resultados quedaron inscritos en los expedientes de la Universidad de Chicago. Pero no como una obra maestra, sino como una de las mayores infamias económicas, que tuvo el nada menguado agravante de su brutal contexto. Aun con armas, la experiencia fue un fracaso. A la vuelta de los ochenta, la economía chilena se hundió esta vez casi un 15 por ciento en dos años, con efectos que sólo evitaron los más cercanos al régimen. Salvados los bancos por la mano del Fisco -¡alabado sea el Estado!- el resto de los chilenos, desde los ahorrantes y empresarios hasta los asalariados, quedaron en la estacada. Si la dictadura de Pinochet se hubiera hundido en 1982 al igual que su modelo económico, tal vez la historia hubiese cambiado. La oposición de entonces, que hacía una crítica profunda y radical desde tribunas como Cieplan, es probable que hubiera aplicado otras estrategias de desarrollo. Pero esta es una mera especulación. La historia se escribía de manera apresurada en todo el mundo y los liberales, tras la caída del Muro de Berlín, se preparaban para dominar el planeta. Como observamos más tarde, la socialdemocracia no tuvo grandes inconvenientes en abrazar el modelo de mercado.
EL NUEVO MITO ECONOMICO
Hernán Büchi, un neoliberal bastante más pragmático que sus predecesores, asumió el Ministerio de Hacienda en 1985 y consiguió hacer crecer la economía a tasas elevadas e inauguró el programa exportador. Así, el modelo de mercado se convirtió en el bastión de la dictadura. ¡Cualquier medio en pos de la economía! Por la economía, todo -y sabemos muy bien lo que significó «todo»-, lo que estaba justificado. En palabras del sociólogo Pierre Bourdieu, si Galileo dijo que el mundo natural estaba escrito en lenguaje matemático, hoy «el neoliberalismo trata de inventar que el mundo social está escrito en lenguaje económico». El liberalismo se ha elevado a doctrina teológica, a mito económico primigenio y sus agentes, desde economistas a empresarios, son sus sacros oficiantes. La historia colocó a Büchi como el cerebro de Pinochet, su alter ego en los mercados. Un Pinochet enmascarado de gurú de la economía. Encarnaba el mito del tecnócrata por sobre el bien y el mal y que, derrotado el general en 1988, fue empujado hacia una candidatura presidencial. Pero su derrota en 1989 no fue relevante y se transmutó, más tarde, en otro triunfo para sus partidarios. El modelo trascendía desde la más brutal dictadura a la recién instalada democracia. Cambiaban los administradores, pero el sistema se mantenía intacto. El cambio de régimen político al comenzar los 90 no significó, sin embargo, una transformación del modelo económico. La Concertación recibió una economía en plena alza, con altas tasas de expansión del producto, un nada despreciable flujo de inversión extranjera y niveles de desocupación en baja. ¡Todo por la economía! se escuchó nuevamente, lo que significaba empujar, con aún más vigor, el mismo carro y en la misma dirección. Para ser justos, hay que reconocer algunos hechos. Tal vez por venir de Cieplan, quizá por una sólida formación, digamos, progresista, el economista DC Alejandro Foxley (actual canciller) y su gente aplicaron durante los primeros años algunas de las reformas sociales que venían predicando. Durante la primera mitad de la década hubo una sensible reducción de los índices de pobreza -que pasaron de 45 por ciento a un 27-, proceso que hacia finales de la década se pasmó. Lo mismo con la tasa de desempleo: entre 1985 y 1989 registró un promedio de 14,2 por ciento, bajó al 7,6 entre 1990 y 1999 y, posteriormente, ha vuelto a subir. Y por cierto, ocurre con el crecimiento económico, tan elogiado durante la década de los noventa, cuando crecía a tasas superiores al siete por ciento. A partir de la crisis asiática, el producto interno no logra expandirse más de un cuatro por ciento. Hubo un ejercicio de travestismo político, de blanqueo, como lo ha denominado el sociólogo Tomás Moulian. Estaban las bases de una economía en crecimiento, adulada por los organismos financieros internacionales, que se complementaban ahora con la certificación de calidad democrática. Era un gran montaje, un consenso de cartón piedra, que aparecía como resultado de una sociedad atemorizada por el constante rumor de sables y la mirada inquisidora de los financistas extranjeros. Es posible avalar esta versión, pero también hubo una fuerza de voluntad a toda prueba. No hubo drama en la Concertación; lo que hubo -y hay- es satisfacción. La fuerza de la historia, empujada por el cambio social, pasó al mercado. Las concepciones mesiánicas que habían elevado los revolucionarios durante todo el siglo XX recaían en los economistas y empresarios. Representaron el nuevo rol redentor. El empresario pasaba de explotador a mecenas. El sector privado no es sólo -decían- el simple motor de la economía, es el motor de la historia. Moulian y otros intelectuales advirtieron sobre las debilidades del modelo a mediados de los noventa. Sólo bastó menos de un lustro para observar que sus bases eran de fango. Ha sido una gran escenografía de plástico, un enorme cartel luminoso para atraer a los inversionistas extranjeros a la feria que puso a la venta los activos y recursos naturales país. El deterioro causado por el programa económico neoliberal -que se arrastra desde el terreno medioambiental al social, a una histórica desigualdad en la distribución de la riqueza y, ahora, también al económico- aun cuando no ha llevado a un rápido colapso como en otros países de la región, se ha instalado como carcoma. Prácticamente todos los países de la región que adoptaron durante la década pasada el modelo neoliberal hoy lo han desechado. La Concertación, que heredó no sólo el paquete neoliberal de la dictadura (sino también numerosos anclajes políticos, como el aún hoy subsistente sistema binominal), lo ha mantenido incólume. El «legado de Pinochet» sigue intacto, aun cuando en franco deterioro.
LA ULTIMA VUELTA DE TUERCA
Chile fue el país pionero en la región en hacer las denominadas reformas estructurales al Estado y a su institucionalidad económica. A 33 años del golpe de Estado y con Pinochet fuera de circulación, el modelo que el dictador instauró, pese a sus evidentes deterioros y a sus nefastos efectos, cuenta con bases institucionales cristalizadas y, lo que no es menor, con un aparato de propaganda y una élite política y empresarial que lo ha defendido durante más de treinta años. ¿Qué es lo que nos aporta hoy este modelo? Los actuales administradores de la economía chilena han logrado mantener un rígido control de los equilibrios macroeconómicos, con una tasa de inflación muy discreta (tres por ciento anual), un tipo de cambio libre pero estable, un nivel de desocupación más o menos controlado (alrededor del nueve por ciento anual) y un descollante sector exportador acotado sólo a la gran empresa, que en los últimos dos años ha mantenido crecimientos en valor cercanos al treinta por ciento anual. Sobre la base de este marco, los distintos gobiernos de la Concertación han podido, en la medida de sus recursos, realizar políticas públicas orientadas a mejorar las condiciones de los sectores más débiles. Aun cuando la Concertación ha rechazado la tesis del rebalse económico o del Estado subsidiario que atiende sólo a los sectores excluidos del mercado, no es difícil estimar que las políticas públicas de los gobiernos están inspiradas en estos principios. El neoliberalismo, pese a su maquillaje y a la retórica social que se intenta incorporar hoy, responde a sus principios. Se es o no se es neoliberal. Todas las transformaciones, las desregulaciones, las privatizaciones, han permitido grandes inversiones, nacionales y extranjeras, durante los años de mayor expansión, proceso que hoy muestra señales de consolidación. Tras los grandes torrentes de inversión extranjera durante la década pasada, motivados por inversiones en la minería del cobre, por las últimas privatizaciones en el sector sanitario y por importantes cambios de propiedad en otros sectores clave, como la energía y las telecomunicaciones, hoy se observa una evidente caída en estos flujos.
CAIDA DE LAS EXPECTATIVAS
La economía chilena, que creció a altas tasas durante la década pasada pasó, durante los primeros años de 2000, por un período de estancamiento, sólo recuperado hace un par de años como efecto de la reactivación de la economía mundial y la incorporación de China como actor internacional relevante. Durante este período Chile, o con más exactitud el sector exportador, se ha visto beneficiado por su modelo de apertura económica. Tras haber firmado múltiples acuerdos comerciales de distinta profundidad, el sector exportador chileno supo aprovechar el nuevo escenario de auge económico mundial, expandir sus exportaciones y disfrutar de los altos precios de los comoditties. Un ciclo expansivo que ha llevado al cobre a triplicar su valor y a beneficiar al Estado chileno con más recursos. Sin embargo, la economía chilena no ha logrado volver a crecer a las altas tasas de la década pasada, condición necesaria para que el modelo no sea una mera máquina de acumulación en los bolsillos de los grandes accionistas de las multinacionales. Pese a la explosiva actividad del sector externo, tuvo un clímax levemente superior al seis por ciento en 2005 y este año la expansión del producto sólo rondará el cuatro por ciento. Y sin crecimiento, este modelo queda invalidado. En el plano interno, el consumo, prácticamente estancado durante los años posteriores a las crisis de finales de la década pasada, aun cuando ha vuelto a reactivarse, ha sido con el impulso del sector financiero, el que vive una fuerte expansión. Durante los últimos dos años los créditos de consumo han aumentado a una tasa superior al veinte por ciento anual, lo que ha llevado a no pocos observadores a advertir sobre la capacidad de pago de la ciudadanía en una eventual contracción del ciclo económico. Una eventual crisis financiera dejaría en la calle a millares de personas. Hacia el comienzo del segundo semestre las expectativas económicas, que habían iniciado el año con un sólido optimismo, han decaído notablemente. Aun cuando no se trata de un retroceso importante, el radiante contexto internacional y el buen momento que vive el sector exportador han llevado cierta inquietud a los observadores especializados. Sin embargo, no hay un claro diagnóstico sobre el problema, reconocido por las mismas autoridades económicas del gobierno. No sólo se han reducido las estadísticas de expansión del producto. Ha caído también la inversión de capital, la producción industrial y las ventas del comercio. De no tratarse de un problema puntual, como explican las autoridades de Hacienda, la economía chilena habría llegado a un nuevo techo, que difícilmente podría evitarse con las propuestas que buscan flexibilizar el mercado laboral. Muy por el contrario, todas estas iniciativas lo que conseguirán es precarizar más la situación de los trabajadores, como ha afirmado la dirigencia de la CUT. El «gran legado de Pinochet», elogiado por sus partidarios y sus otrora detractores, hoy aparece desprestigiado no sólo por sus efectos sociales y laborales, sino porque estaría también mostrando sus falencias en su capacidad de mover la economía.