Lo malo no es esto Pasemos por alto el entuerto jurídico sobre la conveniencia de reducir la carga penal a un preso que decide enfrentarse al Estado con una huelga de hambre mortífera (yo le dejaría morir, en el sentido de libertad para morir y en el sentido de un Estado que representa al pueblo). […]
Pasemos por alto el entuerto jurídico sobre la conveniencia de reducir la carga penal a un preso que decide enfrentarse al Estado con una huelga de hambre mortífera (yo le dejaría morir, en el sentido de libertad para morir y en el sentido de un Estado que representa al pueblo). No es este el debate, como tampoco el frívolo pensamiento generalizado de que la cárcel no es un sufrimiento en sí mismo, de que se puede vivir bien entre rejas. O la crueldad extendida y promovida por la derecha y una parte de la izquierda que entiende que la prisión se dicta para castigar, para hacer daño, y no es una herramienta del grupo para protegernos de determinados peligros, además de observar la propia reinserción de las personas para que vuelvan a ser productivas para el mismo grupo. Dejemos también de lado la perversión de una sociedad que se empeña en preservar una vida a la fuerza -cárcel como castigo y no como alejamiento y protección de la sociedad- mientras ignora la muerte por hambre involuntaria de millones de personas sobre las que nadie debate ni destina un euro. Apartemos también el debate sobre la extrema diferencia entre hacer una dieta por estética y llevar el cuerpo al límite físico de la agonía y el dolor por negarse a comer, aun cuando esta acción sea por iniciativa personal. Obviemos también que una parte de la sociedad está tan atolondrada y manipulada que piensa que De Juana Chaos ha sido condenado recientemente por su actividad terrorista y asesina, un delito horrendo por el que ya ha cumplido su condena con media vida entre rejas. Aunque diga que no se arrepienta de sus crímenes, tampoco lo dicen muchos otros asesinos que han cumplido sentencia y tienen derecho a salir de prisión. Y otros asesinos que nunca serán juzgados a pesar de fomentar guerras en las que las personas mueren con la misma contundencia que con una bomba terrorista.
El debate no es la situación de este preso en concreto o lo trasnochada de su causa; lo importante es que a un individuo -que ya cumplió todas sus condenas por terrorismo y es un ciudadano ‘normal’- se le condenó a una docena de años de cárcel por escribir unos artículos, por opinar en un periódico, dejando a la altura del betún el sistema de garantías jurídicas que sostiene la democracia, ese Estado de Derecho que pregonan los políticos y del que se burla la Europa moderna que ve cómo otro fiscal español pide 21.000 euros al actor Pepe Rubianes por unas declaraciones sobre la unidad de España (que yo podría compartir, pero ya no me atrevo a decirlo porque no podría pagar la multa).
Lo grave de todo este asunto es que la figura del Estado -los que lo manejan- se olvide de que el Estado somos mis vecinos y yo, y no podemos tener miedo a que actúe con impunidad y nos atropelle en uno de sus excesos, como se ha visto en el caso de De Juana. Si se da la circunstancia de que es el Estado el que se rebela ante sus legítimos dueños manipulando las leyes, cómo vamos los ciudadanos a participar del Estado. Lo que más me preocupa es la posibilidad de que algún día, harto de los abusos de un Estado con el que llegara a no sentirme representado, yo mismo deje de pensar que ya no formo parte de él. Mañana dejaría de cuidar y proteger las propiedades colectivas y de pagar los impuestos que pago con la ilusión de hacer hospitales, escuelas, jueces y cárceles con sentencias justas.
Hay que tener mucho cuidado con no separar a la gente del Estado, como si este último fuera por libre. Esto no es sólo una cuestión de seguridad y soberanía, sino también un grave problema de implicación de la sociedad en el esfuerzo colectivo que se genera cuando el ciudadano se identifica con el Estado. Yo pago mis impuestos por ello, no por temor a Hacienda o a la policía. Es como el ilusionado donante de sangre que descubre que su esfuerzo no sirve a la sanidad colectiva porque alguien está empleando su plasma para fabricar un arma química. Como si un creyente pasa por el traumático trance de perder la fe. En definitiva, para qué quiero al Estado si no me identifico con él.
En el caso de España, este riesgo de fractura entre el Estado y sus legítimos propietarios es mayor que en el resto de Europa, pues la Administración estatal estuvo ‘privatizada’ durante cuarenta años por el franquismo y a una parte de la sociedad -de un lado y de otro- le cuesta todavía asumir su propio papel. La verdadera amnistía de la Transición fue para los torturadores de la DGS, no para los presos políticos, por mucho que España pretenda dar lecciones de justicia histórica a Chile o Argentina.
Por eso las herramientas -jueces, políticos, cuerpos de seguridad- que damos los ciudadanos al Estado tienen que servirnos con todas las garantías de que no pueden actuar caprichosamente. Para conseguir eso, incluso un tipo con un historial como De Juana Chaos tiene que pasar por el mismo trato jurídico que yo querría para mí o cualquiera de mis vecinos. Se ha visto que no es así. Todo lo demás es, aunque suene muy duro, una forma de terrorismo de Estado.