Con el escándalo de la «parapolítica» (el «para-gate» en la prensa estadounidense) Uribe Vélez se ve atrapado en una telaraña que cada día se enreda más. Ni una gran operación de ocultamiento, revelando verdades a medias y afectando tan solo a unos pocos podría disipar las enormes dudas que ya despiertan él y su gobierno. […]
Con el escándalo de la «parapolítica» (el «para-gate» en la prensa estadounidense) Uribe Vélez se ve atrapado en una telaraña que cada día se enreda más. Ni una gran operación de ocultamiento, revelando verdades a medias y afectando tan solo a unos pocos podría disipar las enormes dudas que ya despiertan él y su gobierno. En las propias filas del uribismo cunde el desánimo y quienes entre ellos no tienen vínculos ni con la ultraderecha ni con el tráfico de drogas empiezan a encontrar sentido en las acusaciones reiteradas de la oposición que siempre dijo: si bien todos los uribistas no son paramilitares, si es seguro que todos los «paras» son uribistas. Para mayor desconsuelo muchos se preguntan además sobre el papel de los dineros del narcotráfico en las dos campañas consecutivas que han llevado a Uribe a la presidencia. En realidad, este es un asunto menor si se piensa en los crímenes atroces de que se acusa a casi cien destacados uribistas entre parlamentarios, altos funcionarios gubernamentales (el mismísimo jefe de los servicios secretos), alcaldes, gobernadores, empresarios y muchos personajes de alta significación política dentro del proyecto de la «seguridad democrática» del gobierno.
Uribe no encuentra palabras para convencer de su inocencia a millones de sus propios votantes. Más difícil le resulta aclararse frente al resto de la ciudadanía y la oposición que desde siempre acusó al proyecto uribista de vínculos con la extrema derecha (que ahora aparece igualmente comprometida en el tráfico de estupefacientes). Una denuncia que a muchos costó el silencio, el exilio y hasta la vida y que ahora corroboran los hechos.
En el extranjero el impacto no es menor. Varios gobiernos, destacados medios de comunicación y parlamentarios de Europa y los Estados Unidos (no solo demócratas) manifiestan públicamente su estupor ante la gravedad de las acusaciones y manifiestan dudas muy fundadas sobre la confianza que se puede depositar en un gobierno tenido hasta ahora como el principal aliado de Occidente en la región.
Uribe no consigue convencer a nadie y demuestra muy poca habilidad en el manejo de este espinoso asunto. El asiduo practicante de yoga aparece casi histérico dando con ello una muestra de hasta dónde el Palacio de Nariño ha perdido el control de los acontecimientos. Su argumento central consiste en alegar que si a él se le endilgan vínculos con la ultraderecha, la oposición está en connivencia con la guerrilla. Lo primero se sostiene con las muy sólidas pruebas que los jueces esgrimen contra los apoyos políticos de Uribe; lo segundo parece una bravata más del presidente, muy grave si se considera que tales afirmaciones en Colombia son casi una condena a muerte pues dan carta blanca a los grupos paramilitares. Ya ha ocurrido más veces en la reciente historia del país.
Bush, que visita Colombia en los próximos días podrá ser muy benévolo con Uribe y seguramente le dará su apoyo en el escándalo de la «parapolítica». Entre otros motivos porque Washington es tan culpable como Bogotá en el surgimiento y promoción del paramilitarismo y en la existencia del narcotráfico. El fracaso en la «guerra contra las drogas» es de responsabilidad común (oficiales y mercenarios estadounidenses dirigen de hecho las operaciones), entre otros motivos porque antes que perseguir a los traficantes los esfuerzos se concentran en combatir a las guerrillas, otra guerra en la cual ambos mandatarios solo cosechan derrotas. Esta desventura compartida permitirá seguramente a Uribe convencer a Bush de la necesidad de mantener la estrategia bélica. Un paso atrás significaría una derrota común, el uno frente a la oposición interna, el otro frente a los demócratas en el Parlamento.
Uribe tampoco consigue neutralizar a la oposición legal que crece poniendo en grave riesgo la hegemonía del gobierno en las próximas elecciones y abriendo la posibilidad de un triunfo en las presidenciales. En realidad, a Uribe solo le resta el apoyo interesado de los inevitables áulicos y de las bases sociales del paramilitarismo. Tampoco se puede confiar de la vieja oligarquía que podría aprovechar la ocasión para cortar por lo sano sacando de la vida política al sector mas gansteril y violento de sus propias filas. Por ahora todo indica que se contentarían con una «operación limpieza» en el poder legislativo (¿nuevas elecciones?) y en parte del judicial. Igualmente aceptarían la destitución de los gobernadores, los alcaldes y los funcionarios más comprometidos en el escándalo de la «parapolítica».
Pero probablemente los mayores problemas los tiene Uribe dentro de casa. Aunque de dientes para afuera se llame a cerrar filas en el uribismo, es muy significativo que la bancada de senadores y representantes empiece a mostrar signos de dispersión al punto que el presidente se lamenta del escaso entusiasmo mostrado por sus parlamentarios. Los diversos movimientos uribistas (nunca han conseguido unificarse en un solo partido) se encuentran muy afectados por el escándalo y se respira una atmósfera de «sálvese quien pueda»; un muy mal augurio para Uribe.
Por su parte el ala más radical del uribismo cobrará cara su suerte. A lo largo de todo el proceso de desmovilización de los paramilitares ya se han vertido amenazas de todo tipo dejando claro que si la justicia procede efectivamente contra ellos harán públicas todas y cada una de las alianzas, compromisos y complicidades de la clase dirigente del país con el paramilitarismo. Ni aceptan la extradición, ni aceptan condenas efectivas y prisiones comunes, ni están dispuestos a devolver lo robado. Tan solo se avienen a pasar su detención en sus fincas particulares, pagar penas de extraordinaria benevolencia y entregar una parte ridícula de los bienes mal habidos. De hecho, ni se han desmovilizado ni han abandonado el narcotráfico.
Hasta ahora Uribe no ha demostrado precisamente gran habilidad para manejar este proceso. El escándalo de la «parapolítica» es buena prueba de ello. Sin embargo, en su favor hay que decir que en realidad poco más podía hacer contra quienes han sido creados y fomentados desde el poder mismo y entienden que han prestado señalados servicios al sistema. La actual coyuntura coloca este dilema en su punto álgido. Si la justicia procede realmente contra el entramado militar y social del paramilitarismo podría estar propiciando la caída de Uribe en cuyo caso la extrema derecha entendería que un golpe de estado, una dictadura civil, sería necesaria para salvar su proyecto.
Por supuesto que la clase dirigente intentará por todos los medios encauzar el proceso de manera que le afecte lo menos posible. Es muy improbable que se permita a los investigadores llegar hasta el final y sentar en el banquillo de los acusados a todos y cada uno de los responsables, sobre todo a los inspiradores intelectuales del engendro. Resta saber qué puede conseguir la oposición con sus denuncias y sobre todo hasta dónde se puede llegar como fruto de la movilización de la ciudadanía. La llamada «democracia modelo» de Latinoamérica está en entredicho. Si tan solo fuese verdad la mitad de lo denunciado quedaría en nada la legitimidad del gobierno y su caída sería apenas natural. Aún es posible.