Traducido por Àlex Tarradelllas y revisado por Juan Vivanco
La crítica radical del mundo tiene un gran camino por delante, pero eso también implica riesgos. Nunca la humanidad ha dispuesto de tantos avances técnicos y científicos para transformar el mundo conforme a los sueños humanistas, pero nunca se ha sentido tan importante frente a un mundo que parece funcionar con una lógica absolutamente autónoma.
Entra un gobierno, sale un gobierno, las leyes del mercado parecen dominar irreversiblemente el mundo, el estilo de vida norteamericano devasta espacios nunca alcanzados -ya sea en China o en la periferia de las grandes metrópolis del sur del mundo-, Europa consolida una hegemonía conservadora y no parece que surja un bloque de fuerzas que se enfrente al poder imperial de los Estados Unidos.
Todo parece empujarnos hacia el pesimismo. La crisis de la URSS no dio lugar a un socialismo superador de los problemas de ese modelo y, al contrario, diseminó el neoliberalismo en las tierras de Lenin. El capitalismo abandonó su modelo keynesiano por un modelo de extensión inaudita de mercantilización de todos los rincones del mundo. Podemos preguntarnos si vivimos un periodo de derrotas y retrocesos tan grandes como el que se vivió a partir de los años 20, caracterizado por contra-revoluciones de masas y derrotas estratégicas de los proyectos revolucionarios.
En los años 20, frente a la ascensión fulminante del fascismo y del nazismo y la consolidación del estalinismo en los partidos comunistas, Adorno y sus compañeros de la Escuela de Frankfurt se sumieron en un pesimismo melancólico. Profundizaron sus análisis sobre las raíces del giro conservador en el mundo, destacando especialmente las tendencias autoritarias en la personalidad de las personas. Wilhem Reich concentraba esa tendencia en la impotencia de la pequeña burguesía, mientras Lenin había apuntado hacia la aparición y consolidación de una aristocracia obrera en el seno de la clase trabajadora de los países centrales del capitalismo.
La diferencia entre la crítica realista de las condiciones concretas que la izquierda tenía que afrontar, bloqueada melancólicamente por el pesimismo, y la responsabilidad de buscar alternativas y descifrar los espacios de acumulación de fuerzas que pudieran revertir la situación es lo que diferencia los enfoques de Adorno y de Gramsci.
Gramsci anunció la famosa fase «pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad». Pero no sólo se trataba de agregar un estado de ánimo esperanzado -de «optimismo»- a una situación sin salida, en que el bloqueo interno de la izquierda -del estalinismo- y externo -de los fascismos- la condenaba a la inmovilidad o a las visiones de denuncia y testimonio.
Sin considerarse un intelectual revolucionario -al estilo de los que serían conocidos como «marxistas occidentales»-, pero con la responsabilidad del dirigente revolucionario al estilo de sus generaciones anteriores, que necesariamente implicaban la capacidad intelectual de elaboración (Véase: Anderson, Perry. Consideraciones sobre el marxismo occidental, Siglo XXI, 1979, tr. de N. Mínguez). Responsabilidad que obligaba a captar la realidad concreta, incluyendo sus contradicciones, esenciales para definir los eslabones más fuertes y más débiles de cada campo, para poder desembocar en los espacios más favorables a la acumulación de fuerzas a fin de revertir las condiciones desfavorables.
Los análisis que no desembocan en esa dirección habrán dejado de captar las contradicciones vivas de la realidad, y tenderán a quedarse en visiones descriptivas, con los riesgos del funcionalismo. Suelen destacar aspectos de la realidad y darles un valor absoluto, o por lo menos sacarlos de contexto y, sobre todo, sin percibir la totalidad del fenómeno con la contradicción como su motor.
La crítica, simplemente no remite a la práctica, se resigna a una visión externa del objeto analizado. La crítica siempre ha sido, para el marxismo, para la dialéctica, una forma de limpiar el campo de concepciones que reflejan de forma parcial o completamente equivocada la realidad, no para detenerse ahí, sino para incorporar sus elementos de verdad, negarlos en sus falsedades y poder así, estar en condiciones de superarlas.
La crítica sin la práctica superadora correspondiente lleva a la inacción, al pesimismo, a la desmoralización y, en última instancia, a la desmoralización.
*Emir Sader es profesor de la Universidad del estado de Río de Janeiro (UERJ), coordinador del Laboratorio de Políticas Públicas de la UERJ y autor, entre otros, de «A Vingança da História» («La venganza de la Historia»).
Àlex Tarradellas y Juan Vivanco son miembros de Rebelión, Tlaxcala y Cubadebate. Esta traducción se puede reproducir libremente, a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.
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