El escándalo de la «parapolítica» en Colombia comprueba la extensión y profundidad que ha alcanzado el fenómeno de la extrema derecha en el país. A pesar de las maniobras oficiales para tapar o desviar el curso del proceso penal, casi como un alud incontrolable las revelaciones destapan los vínculos del paramilitarismo con el estado, los […]
El escándalo de la «parapolítica» en Colombia comprueba la extensión y profundidad que ha alcanzado el fenómeno de la extrema derecha en el país. A pesar de las maniobras oficiales para tapar o desviar el curso del proceso penal, casi como un alud incontrolable las revelaciones destapan los vínculos del paramilitarismo con el estado, los partidos políticos tradicionales, los empresarios (nacionales y extranjeros), ciertas embajadas y un sector nada desdeñable de la sociedad. A estas alturas del escándalo es innegable que además de los grotescos y ordinarios personajes que se sientan en el banquillo de los acusados deberían sentarse también los inductores y responsables intelectuales del engendro.
Ya no es posible alegar ignorancia para juzgar con benevolencia la llamada democracia colombiana. Quienes desde Europa y los Estados Unidos mantienen un apoyo ilimitado al actual gobierno de Uribe tienen sin duda otros motivos ajenos completamente a la defensa de la democracia y el progreso. Seguramente que dicho apoyo va ligado a la suerte de sus inversiones en el país y a los intereses estratégicos de Occidente en general.
Ya no es posible ignorar los informes anuales de Naciones Unidas, la OEA, los grupos de derechos humanos (nacionales y extranjeros como A.I o Human Right Watch) y hasta los datos oficiales – muy maquillados por razones obvias- para concluir que Colombia está lejos de la imagen idílica de una democracia plena. Los datos reflejan un panorama desolador de desapariciones, muertes fuera de combate (asesinatos a sangre fría que tan solo en el primer mandato de Uribe llegan a los once mil casos), secuestros, exilios (¿casi sesenta mil?) y alrededor de tres millones de desplazados que colocan a Colombia por este motivo en el segundo lugar del mundo después de Congo. Tampoco consiguen ocultar esta dolorosa realidad los festivales internacionales de cine y arte, los concursos de belleza, la celebración oficial del cumpleaños de García Márquez o el actual congreso de la lengua castellana con asistencia del rey de España, Bill Clinton y hasta personajes destacados de la farándula. Cada día resulta más difícil mantener la imagen de una democracia ejemplar, acosada por una violencia que le es ajena y de un gobierno sensato, prudente y responsable que ofrece bienestar a sus ciudadanos y seguridad a los inversionistas.
Porque antes que mérito del gobierno, el actual juicio a la extrema derecha es el mérito de algunos jueces honrados y un «daño colateral» del proceso de reinserción de los paramilitares torpemente conducido por el propio Uribe: El engendro se le escapa de las manos y los cabecillas del paramilitarismo, para imponer los términos de su condena destapan vínculos incómodos con la clase dominante en la mejor tradición del «si no conseguimos nuestro propósitos, hablamos».
Crecen las voces (inclusive en Estados Unidos) que acusan al ejército de utilizar estas bandas para hacer el «trabajo sucio» que las leyes les impiden. El marco legal vigente -así sea estrecho- es un obstáculo que apenas inmuta a estos gatillos fáciles que asesinan, desaparecen, intimidan y aterrorizan a comunidades enteras. Alegar que estos vínculos no pasan de ser «casos individuales» ya no se sostiene cuando se comprueba que su creación, asesoría y mantenimiento forma parte de la teoría contrainsurgente de las fuerzas armadas.
El escándalo salpica cada día con mayor fuerza a los partidos políticos, principalmente a los que apoyan al presidente Uribe. Mediante el terror estas bandas aseguran triunfos electorales y el control de regiones enteras. Los «paras» terminan por adueñarse de las instituciones, su influencia y sus recursos. En las dos elecciones anteriores Uribe Vélez ganó con votos que a todas luces resultan nulos y afectan su legitimidad. Sobran razones para exigir la inmediata dimisión del presidente como se ha hecho con el resto de senadores, representantes, funcionarios, alcaldes y gobernadores implicados en el escándalo.
Menos publicitada pero igualmente decisiva ha sido la participación de un sector del empresariado local que alegando la necesidad de defenderse de la guerrilla ha visto en los paramilitares un instrumento muy útil para deshacerse de líderes sindicales y activistas sociales que incomodan. No por azar Colombia registra el mayor número de asesinatos de unos activistas que se juegan la vida cotidianamente. Las investigaciones judiciales revelan que antes que ser víctimas de la extorsión de los «paras» estos empresarios han jugado un destacado papel en su promoción, financiación y organización.
Tampoco es nueva ni desconocida la vinculación entre los grandes «capos» del narcotráfico y el paramilitarismo ni la vocación temprana de éstos como traficantes de estupefacientes. Por eso parece natural que el narcotráfico aparezca al lado de los «paras» en la mesa de negociaciones del supuesto proceso de paz del gobierno con estas bandas sin que sea ya posible distinguir unos de otros. A ambos la llamada «ley de justicia y paz» les permite aparecer como «fuerza política», lavar su pasado delictivo, legalizar sus bienes y purgar cortas penas en sus cómodas haciendas convertidas en «casa-cárcel».
Capítulo especial merece la participación en el paramilitarismo de grandes empresas y en particular de multinacionales como lo prueba la reciente condena de la frutera estadounidense Chiquita Brands por financiar a los «paras» y dotarlos de armamento o los procesos abiertos contra Coca-Cola o la carbonea gringa Drummond; igual hacen las multinacionales de palma africana, madera, minerales o grandes obras de ingeniería, sin que falten naturalmente las del petróleo, protegidas conjuntamente por las fuerzas armadas, los paramilitares y cientos de mercenarios a manera de ejércitos privados.
Por supuesto, la embajada estadounidense no es ajena ni inocente. Aún antes de que aparecieran las actuales guerrillas o cuando éstas eran grupos reducidos de sobrevivientes de otras guerras (en 1965, cuando se crean las FARC sus combatientes no pasaban de 46 hombres y dos mujeres) la misión militar ya «aconsejó» a Bogotá la formación de grupos de civiles armados que «auxiliaran» al ejército, de la misma manera que se había practicado en Indochina, Argelia, Israel, Argentina, Perú, Centroamérica, México o la propia Colombia, que tiene una vieja tradición de paramilitarismo. Solo se tuvo que reorganizar, disciplinar y armas gentes diversas (sobre todo mucho lumpen) que desde siempre habían servido de brazo armado de los empresarios. Se contó siempre con la eficaz asesoría del Pentágono y por supuesto con los mercenarios israelíes – como se sabe- expertos en la materia.
El paramilitarismo colombiano está pues lejos de ser un simple problema de bandas armadas. Recibe su primera cobertura institucional del mismo estado que lo tolera, impulsa y protege, tiene sus bases sociales en sectores de la denominada «clase media» y recibe la financiación del empresariado y, en particular, de la gran empresa del narcotráfico. Para sus apoyos sociales la acción paramilitar está justificada y aunque algunos no se sientan cómodos con sus crímenes, los soportan como un mal necesario de la misma forma que los capitalistas y los «sectores medios» europeos saludaron el ascenso del fascismo que ponía fin a las huelgas, el sindicalismo y los partidos obreros, entendidos como los promotores del descontento social. No faltaron tampoco liberales que vieron es este mal menor una solución a la debilitada democracia en crisis; si las fuerzas regulares y las leyes vigentes no podían preservar el orden burgués había que saludar la llegada de estos muchachos inquietos y camorristas que al fin de cuenta «eran nuestros muchachos». Algo parecido está ocurriendo en Colombia.
Alcanzar la democracia en Colombia y hacer de este país un lugar habitable pasa sin lugar a dudas por erradicar el fenómeno de la extrema derecha de inspiración fascista. Nadie puede prever los efectos del escándalo de la «parapolítica» ni asegurar que todo no termine en el enjuiciamiento de algunos autores materiales, algún cabecilla descolocado y con la impunidad de la clase dominante, verdadera culpable por acción y omisión. Por contraste, se asiste hoy en Colombia a la caza de brujas, al señalamiento de quienes hacen la denuncia y a la amenaza por exigir responsabilidades acusando a los opositores desde el mismo palacio presidencial de «terroristas», «guerrilleros» o «enemigos de la patria» en un lenguaje que recuerda tanto el siniestro vocabulario paramilitar.