Llegué ayer a Madrid ya avanzada la tarde. Habría tenido tiempo de ver cualquiera de los dos partidos de fútbol que transmitían por televisión, pero el del Sevilla-Vilarreal no me interesaba nada -y además lo televisaba la Sexta, lo que me hubiera obligado a verlo en silencio, por la imposibilidad manifiesta que representa para mí […]
Llegué ayer a Madrid ya avanzada la tarde. Habría tenido tiempo de ver cualquiera de los dos partidos de fútbol que transmitían por televisión, pero el del Sevilla-Vilarreal no me interesaba nada -y además lo televisaba la Sexta, lo que me hubiera obligado a verlo en silencio, por la imposibilidad manifiesta que representa para mí soportar a un insoportable-, y el del Real Madrid-Mallorca no quería sufrirlo, dando como daba yo por hecho el resultado de ese encuentro. Lo puse justo el tiempo necesario para ver cómo un jugador del Mallorca quitaba un balón limpiamente no recuerdo a qué madridista (a Beckham, me parece) y el árbitro pitaba falta a favor del Real Madrid. Así que lo dejé y me puse a hacer otras cosas, que faena no falta.
Lo peor de todo vino a partir de las 22:45, es decir, al final del partido. Las calles del centro (concepto que, si se emplea en sentido lato, abarca el lugar donde vivo, cercano a la plaza de Toros de Ventas) se llenaron de coches con gente que iba agitando banderas, dando alaridos y tocando rítmicamente la bocina. Lo de las banderas tiene un pase -casi obligado si uno vive junto a un coso taurino-, porque basta con no mirar para no verlo. Pero lo de los gritos y las bocinas carece de remedio. No digamos en el caso de que uno quiera estar con las ventanas abiertas, para que corra el aire.
Si la expansión de la hinchada madridista estuviera más o menos acotada en el tiempo, aún. Pero es que iba pasando la noche (y las 12, y la 1 y las 2 y las 3, que diría Sabina) y aquello seguía igual: los bocinazos rítmicos atronando la madrugada, sin que nadie les pusiera coto. ¡Toma kale borroka!
Sé perfectamente que sangro por mis particulares heridas. No oculto que el de ayer no era mi mejor día, visto desde el ángulo de mis satisfacciones futbolísticas: el equipo de mis debilidades había bajado a Segunda División y el club al que tengo más paquete había ganado la Liga, lo cual no me tenía del mejor humor. Pero olvidémonos de eso. Supongo que incluso los hinchas del Real Madrid trabajan los lunes, o por lo menos acuden a su centro de trabajo (en Madrid hay mucho organismo oficial, y no en todos se trabaja, en el sentido riguroso del término). Pero todos los que -y todas las que- no son hinchas del Real Madrid, sea porque simpatizan con otros equipos (incluso también madrileños), sea porque el fútbol se la trae al pairo, ¿cómo se las podían arreglar para dormir, con esa bronca montada en la calle? Yo me he despertado media docena de veces. Supongo que habrá gente que no habrá podido pegar ojo en toda la noche.
El fútbol (sobre todo el del Real Madrid) tiene bula en la capital de España. Los días de partido, la gente aparca en las cercanías del estadio de Chamartín en los sitios más inverosímiles, casi todos prohibidos, ante la mirada complaciente de la Policía Municipal. Como a alguien se le ocurriera dejar su coche plantado sobre una acera de cualquiera de esas calles un lunes a las 12 del mediodía, como lo hacen los días de partido, la grúa no tardaba ni diez minutos en presentarse. Pero tratándose del acontecimiento religioso por excelencia, oficiado por once sacerdotes de siete u ocho países vestidos de blanco y comandados por un obispo italiano, todo está permitido. Entonces ya no vale ni el Código de la Circulación, ni las ordenanzas municipales, ni nada de nada, principio que es de igual aplicación a las celebraciones post parto. Pruebe usted a pasear por el centro de Madrid a las 3 de la madrugada tocando el claxon sin parar. Se le echarán encima dos docenas de patrullas de la Policía de Gallardón. Pero si es la festividad de San Bernabéu, todo cambia.
El diablo los confunda.