Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley publicada en 1932, vuelve a ganar celebridad. Con una recepción millonaria en el ciberespacio, reediciones y traducciones, se convierte en un texto cada vez más citado por sociólogos, politólogos, antropólogos y otros críticos del orden mundial vigente, quienes se sirven de aquella narración visionaria que imagina una […]
Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley publicada en 1932, vuelve a ganar celebridad. Con una recepción millonaria en el ciberespacio, reediciones y traducciones, se convierte en un texto cada vez más citado por sociólogos, politólogos, antropólogos y otros críticos del orden mundial vigente, quienes se sirven de aquella narración visionaria que imagina una sociedad que emplea la genética y el clonaje para el condicionamiento y el control de los individuos. Huxley describe una dictadura perfecta con ropajes de democracia; una esclavitud donde, gracias al sistema de consumo y el entretenimiento, los esclavos aman su condición de siervos. La mayoría de los comentarios coincide en advertir que el autor invita a desconfiar de los logros de la revolución científico-técnica como base del progreso ilimitado para la especie humana, que en la obra se subdivide, por administración genética, en cinco castas que van desde la elite inteligente de los Alphas hasta los Epsilones destinados a los trabajos arduos. Curiosamente, en la abundante bibliografía crítica sobre novela, no he encontrado aún, al menos como especulación, la posibilidad de que el autor haya intentado alertar a sus lectores que, más allá de la ciencia y la técnica, lo trascendente sería cambiar el tipo de relación entre los humanos. (1)
El mundo feliz de hoy tiene al menos dos representaciones polares. Una, la de la esperanza revolucionaria en un futuro mejor. La otra pertenece a la representación que reconstruye continuamente la burguesía transnacional que, como sus abuelas las burguesías nacionales del siglo XIX, «se representa el mundo que ella domina como el mejor de los mundos», al tiempo que «se forja un mundo a su imagen y semejanza» (Marx, 1976: 136 y 115) supuestamente regido por el dios Mercado. (2)
Esa clase que rige el mundo contemporáneo ha impuesto una nueva estrategia de acumulación de capital en el ámbito mundial que se caracteriza por el aprovechamiento unilateral del proceso de globalización para alcanzar una totalización de los mercados. Dicha estrategia incorpora el cambio del carácter de las inversiones, a partir de la abundancia de capitales especulativos que dan lugar a la cacería de posibilidades de ubicación rentable. Esas posibilidades de inversión aparecen principalmente en aquellos sectores que hasta hace muy poco se desarrollaban al margen de los criterios de rentabilidad. Se trata de actividades del Estado como la educación y la salud, entre otras. Hacerse de esas actividades públicas implica encontrar ubicación para el capital especulativo, de donde nace la presión mundial por la privatización de las funciones del Estado. En ese contexto opera la estrategia planetaria, gerenciada por el Banco Mundial, para reducir toda educación, especialmente la universitaria, a un lugar de producción del llamado capital humano, bajo criterios de rentabilidad, donde no hay lugar para la cultura, salvo que ésta ofrezca algún aporte a la producción del propio capital humano (Hinkelammert, 2003: 367-371).
Es amplia la bibliografía disponible sobre los mecanismos del Banco Mundial para debilitar la capacidad de definir la agenda de investigación por los cuerpos docentes y científicos de América Latina que operan desde las universidades públicas, a partir de conceptos como privatización, desregulación y orientación por el mercado. Lo más grave parece ser que una porción significativa de esa agenda es apartada de los temas o problemas que afectan nuestras sociedades. Ese golpe de timón se intenta ocultar detrás de los reclamos del mercado global, pero ya sabemos que la capacidad de raciocinio del mercado global pertenece a los altos ejecutivos de las multinacionales y las cúpulas de instituciones como el Banco Mundial (Saxe-Fernández y Delgado, 2004: 68-78). Sirva este caso, a modo de ejemplo, como estímulo para intentar una aproximación al impacto sobre el campo cultural, a partir de la sinergia derivada del compromiso relaciones económicas – normas jurídicas.
El peso de lo normativo en la economía capitalista ha sido siempre significativo a lo largo de la historia. No es casual que Marx, al abordar la acumulación originaria, y aún antes de decir por qué se le da ese nombre, destaca el derecho como fuente de riqueza junto al trabajo. Si su humor germano se permite entonces la ironía de afirmar «exceptuando siempre, naturalmente, «el año en curso»», es para rechazar las versiones idílicas y subrayar inmediatamente el papel de la violencia como potencia económica, y la acción camuflada de esa violencia detrás de las normas jurídicas que «se valen del poder del Estado, de la fuerza concentrada y organizada de la sociedad, para acelerar a pasos agigantados el proceso de transformación» (…) (Marx, 1976b, II: 102-103 y 139).
La economía globalizada de nuestro tiempo no es menos dependiente de esas normas jurídicas que sirven de sombra a la violencia expropiadora del capital. Con razón se afirma que asistimos a una época que alberga una nueva división internacional del trabajo cultural, en la cual los acuerdos legales y económicos que determinan la circulación de la cultura son frecuentemente tan importantes como las políticas nacionales (Toby y Yudice, 2004: 223). Sin ánimo de exagerar podría decirse más. Algunos de esos acuerdos y tratados resultan de mucho mayor impacto que no pocas políticas nacionales, allí donde alcanzan a ser formuladas y aplicadas.
Los cambios en la correlación internacional de fuerzas operados en la última década del siglo XX colocan a la humanidad ante la posibilidad real de ver retroceder el derecho internacional al servicio de las ambiciones de los grandes poderes. El impacto sobre el campo cultural es creciente. El derecho internacional cultural (3), nacido en la segunda posguerra, está siendo víctima del avance del derecho transnacional que emerge como resultado del predominio de las megacorporaciones en la economía mundial.
El sistema de normas internacionales referidas al mundo cultural, aparecidas o modificadas en tiempos de la bipolaridad EE.UU.-URSS, tal vez insuficientemente desarrollado, alcanzó a recorrer de manera tangente buena parte de lo más relevante del derecho internacional contemporáneo, y abarcar así los derechos a la educación, a participar de la vida cultural, a gozar de los beneficios del progreso científico y sus aplicaciones, a la propiedad intelectual, y a disfrutar de las libertades culturales (de culto, de cátedra, para la investigación científica y para la actividad creadora). Vinculados a estos derechos que alcanzaron el rango de derechos humanos, aparecen también otros vinculados a la comunicación que más recientemente se extendieron al mundo de lo virtual. Ese conjunto de valores jurídicos internacionales es un estorbo en el camino del capital multinacional que busca rediseñar las reglas del juego al servicio del incremento de sus ganancias, y a través de los Estados más afines con suficiente poder persigue obtener nuevos acuerdos tanto multilaterales y regionales como bilaterales.
Desde su origen ha correspondido a la UNESCO implementar la política cultural global para la ONU. El proceso de descolonización desplegado durante la segunda mitad del siglo XX condujo a que la mayoría numérica de las naciones más pobres controlara relativamente la organización, que sirvió de escenario para importantes reclamos como el Nuevo Orden Internacional de la Información y la Comunicación. Vinieron entonces uno y otro golpes; la afectación presupuestaria con la retirada de Estados Unidos y Gran Bretaña, la marea neolibreal, etc, restringieron su influencia. Algunos analistas afirman que la UNESCO fue a parar a los escombros de la historia, y que otras instituciones, antiguas y nuevas, recogieron esas ruinas y las convirtieron en mercancía (Miller y Yudice, 2004: 231). Sin necesariamente asumir esta perspectiva, no es posible dejar de asociar el retorno de esas potencias a la organización a partir de una percepción de esa naturaleza.
Paralelamente, Estados Unidos discutió sin éxito con el resto del mundo en un debate sobre comercio cultural, básicamente sobre cine y televisión, en los años últimos años de existencia del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), en cuyo marco defendía que un factor decisivo para determinar quién tiene una ventaja comparativa en la producción destinada a la pantalla debía ser el descubrimiento de las preferencias del público. También impugnó la presencia del sector público en este sector por «obstruir» las fuerzas del mercado. La heredera del GATT, la Organización Mundial del Comercio (OMC), que centró atención inicialmente en las telecomunicaciones y otras industrias, comenzó a largar sus manos hacia la cultura precisamente con esa agenda (Miller y Yudice, 2004: 232).
La maquinaria de la OMC, al decir de sus críticos como Miller y Yudice, facilita a las empresas multinacionales el dominio del comercio mediante los servicios diplomáticos de los representantes de sus propios gobiernos. En la órbita cultural el primer lanzamiento fue 1997, cuando la OMC determinó que Canadá no podía imponer tarifas a las revistas extranjeras para incentivar a los anunciantes a financiar las publicaciones periódicas locales, y señaló que no establecería distinción alguna entre los bienes culturales y otras mercancías (2004:236).
La más reciente estrategia de Estados Unidos constriñe los asuntos culturales como parte de la agenda de propiedad cultural. Por ese camino, que le permitió presentar cargos contra Grecia ante la OMC por la retransmisión de programas sin tomar en cuenta los derechos de propiedad intelectual, se adentran en el campo de los bienes virtuales altamente rentables, en especial cuando incluyen los servicios audiovisuales en conceptos como comercio electrónico, información y entretenimiento.
Está en marcha una colonización silenciosa a través de las tecnologías digitales, generalmente en manos de monopolios del software privativo. Esa colonización está asociada a la necesidad de las industrias culturales y de los grandes medios de difusión de perpetuar su dominio, y a su alianza con la industria del software. Esta alianza se convierte en amenaza concreta a partir de la Administración de Derechos Digitales (DRM), de la monopolización y concentración creciente de las áreas vinculadas al trabajo intelectual -a través de los actuales regímenes de copyrights y patentes-, de la industrialización y mercantilización de la cultura, y el estancamiento del Dominio Público (Busaniche, 2005: 76-78). No es casual que en los últimos años las legislaciones de derecho de autor estén cerrando el «conocimiento público», antes al alcance de todos bajo dominio público.
En este contexto es posible entender las múltiples razones para que Estados Unidos hiciera todo lo posible, hasta el ridículo, por impedir la aprobación de la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales. Una de las razones más poderosas parecería ser el alcance político y jurídico de una convención que entre sus objetivos ratifica «los derechos soberanos de los Estados a conservar, adoptar y aplicar las políticas y medidas que estimen necesarias para proteger y promover la diversidad de las expresiones culturales en sus respectivos territorios». Y por si fuera poco, adopta ocho principios rectores que parten del respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales, así como de la soberanía (UNESCO, 2005).
No obstante haber perdido esa batalla, Estados Unidos no se resigna a perder la contienda, y es de esperar que busque el fracaso de la Convención mediante la táctica de los escenarios paralelos. Aún con alguno que otro revés en la OMC o en la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI), intentarán disponer de tratados bilaterales y regionales que comprometan los estándares mínimos de propiedad intelectual de naciones más débiles.
Ante un arsenal tan amplio en la guerra privatizadora contra la diversidad cultural, podríamos preguntarnos si es posible emprender acciones verdaderamente efectivas. Rebasadas las dudas iniciales parecería viable una estrategia que combine elementos como 1) la consolidación del movimiento de software libre, acéptese o no que el software sea la técnica cultural de nuestra era; 2) el empleo de los organismos internacionales vigentes hasta el límite de sus posibilidades, sin renunciar a esperanzas como la de crear una Organización Mundial de la Riqueza Intelectual; 3) el fortalecimiento del movimiento «Creative Commons» que, basado en la legislación de derecho de autor vigente, busca flexibilizar las normas mediante licenciamientos que pueden actuar de manera selectiva; 4) fortalecer la convergencia de todos aquellos que compartan posiciones contrarias al manejo de la propiedad intelectual como instrumento económico monopólico contrario al desarrollo de los pueblos, y promover a escala global la revalorización del concepto de dominio público; y 5) gestar, promover y consolidar una alianza del movimiento para la protección del medio ambiente con el todavía naciente movimiento pro diversidad cultural que, al vincular las diversidades biológica y cultural, adquiera una fuerza aun mayor en defensa de la humanidad.
NOTAS
1- Ver V. Burstyn (2005), S. Helfrich y J. Villarreal (2005), así como http://perso.wanadoo.fr/metasystems/ES/MeilleurDesmondes.htlm.
2- No debe pasar inadvertida la nota a pie de página que introduce Marx al citar la obra de William Howitt Colonización y cristiandad. Historia popular de cómo los europeos tratan a los nativos en todas sus colonias (1838), y referirse al Tratado de legislación (1837) de Charles Comte, sobre el trato a los esclavos: «Conviene estudiar en detalle estos asuntos, para ver en qué es capaz de convertirse el burgués y en qué convierte a sus obreros allí donde le dejan moldear el mundo libremente a su imagen y semejanza.» (Marx, 1976b, II: 139).
3- En la opinión del reconocido internacionalista cubano Miguel D’ Estéfano, tras la creación de la UNESCO, como organismo especializado del sistema de Naciones Unidas, «puede decirse que hay un derecho internacional a la cultura» (1988: 314).
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