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¿Si la democracia participativa es la respuesta, cuál es la pregunta?

Fuentes: Kaosenlared

La participación ciudadana se ha ido convirtiendo en un concepto que sirve tanto para mirar de explicar acciones encaminadas a mejorar la legitimidad de las actuaciones de las instituciones públicas, como también expresa la reivindicación de entidades, asociaciones, movimientos y personas que piden más protagonismo en los procesos de toma de decisiones. También oímos hablar […]

La participación ciudadana se ha ido convirtiendo en un concepto que sirve tanto para mirar de explicar acciones encaminadas a mejorar la legitimidad de las actuaciones de las instituciones públicas, como también expresa la reivindicación de entidades, asociaciones, movimientos y personas que piden más protagonismo en los procesos de toma de decisiones. También oímos hablar de participación ciudadana como una manera de mejorar la definición y puesta en práctica de las políticas públicas. Por todas partes se dice que la participación ciudadana es la respuesta, pero cuál no siempre queda clara es la pregunta o el problema que motiva esta propuesta de respuesta. Illacrua nos propone pensar en los próximos quince años, y, en mi caso, hacerlo tratando de ver el futuro de la democracia participativa en nuestro país.

¿De dónde venimos?

Podríamos empezar asumiendo que una parte de la pregunta que buscamos vendría determinada por unas relaciones entre poderes públicos y sociedad que no han sido fáciles en nuestra historia contemporánea. Los largos años de autoritarismo comportaron un alejamiento entre estructuras institucionales, sociedad política, y sociedad civil. Se fue consolidando una peculiar dependencia social hacia el Estado que vendía acompañada de una arraigada (y seguramente justificada) desconfianza hacia un espacio público visto como ajeno. Y esta tradición ha dejado secuelas en nuestra forma de entender el espacio público, que es visto muchas veces como un terreno que, o bien es ocupado por las administraciones públicas o el mercado, o bien es un terreno de nadie. El país no ha asumido del todo una concepción de la cosa pública que la vea como un ámbito de responsabilidad colectiva, ni tampoco hemos acabado de consolidar una presencia fuerte, estructurada y responsable por parte del que se ha ido llamando sociedad civil. Los pocos años que llevamos de democracia no han permitido superar estos déficits, a pesar de que los esfuerzos realizados por reforzar y movilizar el movimiento cívico en momentos específicos ha estado bastante significativo. El binomio desresponsabilización social – impotencia institucional es particularmente peligroso en un momento en que coinciden fenómenos como los de globalización económica, mercantilismo exacerbado, estructuras complejas de gobierno multinivel y reducción del margen de acción de los poderes públicos. Entendemos que los países que pueden reaccionar mejor serían aquéllos que cuenten con los contrapesos de una sociedad civil fuerte o, dicho de una otra manera, de una sólida red de vínculos sociales, de tradiciones de responsabilidad cívica y de pautas de interacción social basadas en valores como la confianza y la autocapacidad de organitzación social.

Encarando los próximos quince años, nos encontramos sin unos poderes públicos bien preparados para lo que se acerca y con una sociedad civil todavía no del todo bien arraigada, poco capaz de asumir responsabilidades y estructurar mecanismos de vigilancia y control sobre un espacio público que ha ido fragilizandose. Es ahora cuando nuestro handicap histórico de instituciones públicas usadas con finalidades privadas y actores sociales que, excepto en periodos históricos determinados, más bien han sido débiles, dependientes y con pocos recursos autónomos, puede pasar factura de forma grave. Hoy día, tener un sentido comunitario potente, una red social bien estructurada y con capacidad de respuesta, es garantía de futuro, sinónimo de fiabilidad y confianza social.

Tres etapas, tres dinámicas

Desde de estas premisas y tratando de responder la pregunta del título, querríamos contribuir a reflexionar sobre lo que han sido y pensamos que son las relaciones entre entidades y asociaciones y los poderes públicos. Pensamos que podríamos distinguir tres grandes etapas. La primera sería aquélla que se desarrolló a los años 70, donde se contrapesaba un tejido asociativo muy politizado, estructurado en el eje antifranquista, y que mantenía una posición de enfrentamiento y reivindicación constante ante los poderes dictatoriales. La segunda entendemos que es la que se ha extendido entre los momentos finales de la transición y la final de siglo, dónde se produjo, al mismo tiempo, una clara institucionalización de buena parte del movimiento asociativo y una cierta crisis-repliegue de las entidades hacia nuevos terrenos de colaboración-conflicto con las administraciones. Y la tercera es la que atravesamos, donde nuevas y viejas entidades y movimientos buscan y exploran nuevas vías de relación entre ellas y con los poderes públicos, en un escenario más abierto, donde, si bien sigue predominando la confusión entre política e instituciones, empiezan a estar en cuestión muchos de los viejos paradigmas de funcionamiento y donde todo el mundo ha de aprender a moverse en una nueva época.

En el cuadro que reproducimos, queremos resumir el que son, desde nuestro punto de vista, las principales características, por una parte de la manera de entender el ejercicio del poder en las etapas ya presentadas y, por la otra, la manera como las asociaciones y los movimientos se han planteado las relaciones con las instituciones públicas en estas mismas grandes etapas. Creemos que, al margen del evidente cambio producido por el final de la dictadura, es también significativo el cambio en la concepción del poder que, en nuestra opinión, se ha ido desencadenando en los últimos años, avanzando hacia formas más compartidas de entender el ejercicio de las responsabilidades públicas y que reduce notablemente el espacio para las formas jerárquicas tradicionales. Términos como gobernabilidad, gobierno de redes o gobierno relacional, tratan de describir una realidad donde predomina la interdependencia entre actores de todo tipo y la continuidad en las relaciones entre estos actores, y donde se buscan formas participativas de tomar decisiones, no aceptante el papel formalmente superior y jerárquico de las instituciones públicas. Está en este contexto donde tenemos que situar hoy, pensamos, el tema de la democracia participativa, como respuesta precisamente a las insuficiencias y promesas incumplidas (Bobbio) de la democracia representativa.

Tal como de manera muy esquemática se puede ver al cuadro, está en juego ir avanzando hacia una forma de entender el ejercicio del poder mucho más vinculada a la gente, donde las autoridades hacen más de mediadores que ayudan a construir colectivamente los intereses generales que de administradores legales del monopolio de legitimidad pública. Y eso quiere decir aceptar que no existe un monopolio de legitimación y que las políticas para la gente se han de hacer con la gente; que no no hay bastante con informar, sino que hay que aprender conjuntamente. Y que todo eso no es tan sólo no contradictorio con la eficacia de la acción pública, sino que muchas veces no es la garantía. Eso quiere decir aceptar que el conflicto no es un elemento de distorsión de la vida democrática, sino una fuente de innovación social y política.

Queremos también poner en relevo el cambio significativo que, desde nuestro punto de vista, se ha ido produciendo en la concepción del espacio público. Desde la clásica visión en qué el espacio público se entendía como un espacio a disposición de los que ocupaban las instituciones, patrimonializandose de ello del uso y clientelizando las relaciones que se derivaban, hasta la situación actual donde cada vez más es más evidente la necesidad de avanzar en una corresponsabilización colectiva de este espacio público.

La democracia igualitaria

A pesar de estas tendencias que querríamos ver consolidar, el cierto es que el cambio de época a que asistimos está provocando una reducción creciente de nuestra capacidad de influir en la acción de gobierno. La democracia ha ido perdiendo su carga de valores y se ha ido refugiando en el ejercicio de sus reglas de funcionamiento. Con este creciendo desapoderamiento de la capacidad popular de influir y condicionar las decisiones, se va perdiendo parte de la legitimidad de una democracia que sólo mantiene los ritos formales e institucionales. Dice Hirschman que un régimen democrático consigue legitimidad cuando sus decisiones emanan de una completa y abierta deliberación entre sus grupos, órganos y representantes, pero eso es cada vez menos cierto para los ciudadanos y lo es cada vez más para empresas, corporaciones y lobbies económicos que escapan de la lógica estado-mercado-soberanía y aprovechan sus nuevas capacidades de movilidad global. Los poderes públicos son cada vez menos capaces de condicionar la activitad economicoempresarial y, en cambio, las corporaciones siguen influyendo y presionando unas instituciones que no disponen de los mismos mecanismos para equilibrar este juego de los que disponían antes.

La misma evolución de los regímenes liberal-democráticos ha mantenido siempre fuera del sistema político sectores sociales que no disponían de las mínimas capacidades y condiciones vitales para poder ejercer con plenitud su ciudadanía. Lo que está pasando los últimos años es que esta periferia política no para de crecer. Y eso es así porque crecen las situaciones de exclusión social (que comporta siempre procesos de reducción del ejercicio de ciudadanía) y porque crece la sensación de inutilidad del ejercicio democrático-institucional en esta democracia de baja intensidad.

Política e instituciones

¿Cómo avanzar? ¿A qué déficits queremos responder cuando hablamos de renovación democrática? Desde de un punto de vista estrictamente político, el primero es entender que la política no se acaba en las instituciones. Y el segundo es que política quiere decir capacidad de dar respuesta a problemas colectivos. Por lo tanto, parece importante avanzar en nuevas formas de participación colectiva y de innovación democrática que no se desvinculen del cambio concreto de las condiciones de vida de la gente. No tiene demasiado sentido seguir hablando de democracia participativa, de nuevas formas de participación política, si nos limitamos a trabajar en el estrecho campo institucional, o en cómo mejoramos los canales de relación-interacción entre instituciones politico-representativas y sociedad. Sobre todo cuándo estas instituciones parten de un principio que está lejos de cumplirse, el principio según el cual todos los ciudadanos tienen las mismas condiciones de acceso a cualquier forma de expressión política legalmente establecida, cuando, por contra, estas condiciones de accesos están socialmente determinadas y diferencialmente distribuidas. Para avanzar en la universalización de la capacidad y propensión a actuar y pensar políticamente habríamos de universalizar los medios reales que permitan acceder a esta concreción histórica del ejercicio de la ciudadanía que hemos denominado democracia. Probablemente, a causa de estas tensiones, muchas veces hace el efecto que las organizaciones políticas que apuntan a la transformación social se debaten entre diferentes alternativas que parecen excluyentes. Para algunos, si quieres tener incidencia política y/o sobrevivir como organización, tienes que trabajar en y desde las instituciones. Sólo así llegas a amplias capas de la población y cambias realmente cosas. Para otras, tan sólo es posible la transformación desde fuera de las instituciones. Estar «dintre» implica, de hecho, reforzar estas instituciones, legitimar su manera de hacer y de actuar, una manera de hacer y de actuar que va perdiendo capacidad de transformación real. Desde este punto de vista, no hay transformación posible dentro de los estrechos límites que marca el juego democrático-mediático.

La acción política no transforma si se limita a las instituciones. Es evidente que situarse al margen de las instituciones hace disminuir las contradicciones internas, pero también es cierto que la capacidad de incidencia y de difusión de ideas y mensajes en un escenario mediático muy focalizado en la interacción entre las élites, puede reducirse significativamente.

Alternativas

La cuestión es saber si es posible trabajar en el cruce de estas diferentes alternativas, expresando la «resistencia», la «rebelión» fachada d’una realidad que se nos presenta como «la única posible», construyendo «alternativas» a esta realidad, y presionando y tensionando las instituciones para «incidir» y alcanzar que modifiquen de forma sustantiva su manera de hacer y de operar, pero sobre todo que avancen en los procesos de cambio de un sistema que sigue manteniendo fuertes dosis de desigualdad social y de inequitad política. Y eso exige superar el debate sobre la democracia participativa y su relación con la democracia representativa, como si sólo se tratara de complementar, mejorar, reforzar la una (la representativa) a través de la nueva savia que aportará la otra (la participativa). Si hablamos de democracia igualitaria y transformadora estaremos probablemente marcando un punto de inflexión. Y uniremos innovación democrática y política con transformación económica y social. Sabemos muy bien que la igualdad de voto no resuelve ni la desigualdad económica ni la desigualdad cognitiva ni la desigualdad de poder y de recursos de todo tipo de los unos y los otros. Si hablamos de democracia igualitaria estamos señalando la necesidad de enfrentarnos a estas desigualdades desde de un punto de vista global y transformador. Y desde de esta perspectiva convendría analizar e impulsar nuevas experiencias y procesos participativos en nuestra casa.