Hablar de paramilitarismo – en concreto o en abstracto – en una coyuntura tan complicada como en la que hoy nos encontramos en Colombia suele ser una cuestión espinosa. El tema, sin lugar a dudas, se ha tornado de una singular importancia para la vida nacional hasta el punto de convertirse en una discusión obligada […]
Hablar de paramilitarismo – en concreto o en abstracto – en una coyuntura tan complicada como en la que hoy nos encontramos en Colombia suele ser una cuestión espinosa. El tema, sin lugar a dudas, se ha tornado de una singular importancia para la vida nacional hasta el punto de convertirse en una discusión obligada y casi inevitable para quienes constantemente estamos expuestos a las arenas públicas. Por ahora, es – y seguirá siendo – motivo de agudas controversias.
No obstante, llama poderosamente la atención que día a día, si bien el asunto conserva un aire todavía polémico, la mayoría de interpretaciones que juegan en los principales medios de comunicación así como en buena parte de la opinión pública parecen querer agotarlo, presentándolo como un fenómeno espontáneo, de una simpleza ya de por sí recalcitrante que de entrada rechaza la complejidad que implica su existencia y los actores que lo han promocionado. Se ha pretendido tener de antemano identificadas sus «verdaderas» causas y cada uno de los efectos que puede y podrá generar. Esto, creemos, más que haber ayudado en el reconocimiento y el significado del fenómeno paramilitar en nuestro país lo ha terminado caricaturizando y, por lo tanto de paso, desconociendo y obstaculizando una reflexión colectiva más elevada o por lo menos más ajustada a la realidad de sus vergonzosas y reprochables consecuencias.
El significado histórico que convoca el paramilitarismo y lo que puede llegar a representar política, social, económica, inclusive, culturalmente son solamente algunos de las interrogantes que animan un examen como el presente.
Un primer paso para conseguir este objetivo tiene que empezar con deshacer el ambiente de prejuicios prevaleciente que ha identificado al paramilitarismo como un accidente histórico, casi natural, de carácter exclusivamente «militar» y auspiciado «por fuera del Estado». Bajo esta óptica se han podido desarticular poderosos contenidos que, a pesar de todo, todavía siguen sin explorarse. Peor aún. No estamos muy lejos en el tiempo cuando la tesis de vincular al paramilitarismo con un contenido político explícito parecía imposible. Sólo pudo permitirse una nueva versión de las cosas cuando las evidencias más contundentes despertaron del letargo a la opinión tradicional y convocaron las sospechas que hoy permiten reconocer la magnitud del fenómeno y actuar de conformidad.
Lo que no debe admitir ningún tipo de vacilaciones es que el paramilitarismo es un proyecto político sistemáticamente planificado en el cual, el Estado y, desde luego, la clase dirigente colombiana han sido causantes y co-partícipes en la medida que han sido los responsables de su orientación. Esta discusión intenta ofrecer pistas y claves que contribuyan en una comprensión renovada sobre este fenómeno.
1. Preliminares del paramilitarismo en Colombia
Empezaremos con dos preguntas básicas: ¿de qué paramilitarismo hablamos?, ¿a cuál paramilitarismo nos referimos?
Seguramente el ambiente de provincialismo en el cual se han desatado las discusiones puede haber dejado la sensación de que el paramilitarismo es una cuestión exclusivamente colombiana. Sin embargo, esta tesis además de inexacta poco nos ayuda a percibir las dimensiones potenciales que encara el fenómeno.
La misma historia muestra que diferentes situaciones sociales, que podríamos calificar de entrada como paramilitares, han existido desde hace tiempo. Porque más allá de las particularidades bastante llamativas y que por cierto adquiere esta cuestión localmente, el paramilitarismo resulta ser una condición sine qua non, casi estructural, del sistema capitalista[1].
Dado que muy pocas veces se pone esta relación de presente se exime de inmediato la especificidad funcional que representa «lo paramilitar» en el marco del desarrollo del capitalismo contemporáneo y, por supuesto, su papel en la evolución de las particularidades del sistema criollo. No hay que olvidar que histórica y actualmente el capitalismo colombiano resulta ser una síntesis socio-económica bastante compleja que versa entre una tendencia tradicionalista y premoderna en torno a la concentración de la tierra por un lado y, por la otra, una tendencia modernizante en la acumulación del capital:
(…) el tránsito hacia un nuevo régimen de acumulación se ha acompañado de una tendencia autoritaria del régimen político, de una creciente militarización de la política y de una influencia en ascenso – particularmente desde mediados de la década de 1980 – de las organizaciones paramilitares; por otra parte, pese a los «ciclos de negociación-confrontación» con la insurgencia armada, se ha asistido a una intensificación del conflicto social y armado, de cerca de cinco décadas de duración[2].
Las manifestaciones más claras de este tipo de tendencias emergen hacia finales del siglo XX y a comienzos del nuevo milenio consolidando una trayectoria propia de la problemática paramilitar que la relaciona no solamente con una dimensión estrictamente militar sino que, antes por el contrario, queda sujeta a distintas aristas de la dinámica social, económica y política:
Históricamente, la clase dirigente de Colombia ha considerado que el crecimiento económico es el único factor para la solución de los problemas de exclusión, pobreza e injusticia social. De acuerdo con este seudoargumento, el crecimiento genera empleo y por tanto ingreso para las familias; causalidad reeditada por la administración Uribe. Establece, además, que el crecimiento económico se logra a partir de la seguridad, el ajuste fiscal y la inversión privada, principalmente extranjera. Represión y disciplina del mercado son los mecanismos de regulación preferidos para el control social y la promoción del desarrollo[3].
Teniendo en cuenta lo anterior podemos plantear tres claves cruciales que se muestran características del paramilitarismo:
a) Prácticamente «todos los países del mundo capitalista» han utilizado organizaciones o métodos paramilitares para realizar operaciones encubiertas con el fin de minimizar los costos de la gestión social (por ejemplo, la resistencia social) y «eludir» las presiones que se derivan de las contradicciones del sistema. En el caso colombiano, vale la pena reconocer la exigencia de hacerle frente a las modalidades de guerra de «baja intensidad» ó «guerra sucia» que planteaba la «Guerra de Guerrillas». Esta situación ha sido reforzada por el fracaso de las salidas negociadas al conflicto[4].
b) El paramilitarismo se sustenta en la indistinción de las fronteras civil y militar: Asume el uso de «civiles» en el accionar militar y de militares como civiles. Pretende «encubrir, esconder, ocultar y eludir responsabilidades, fingir identidades, disfrazar acciones, falsificar realidades, interrumpir investigaciones, imposibilitar esclarecimientos, confundir y engañar, obstruir la búsqueda de la verdad, obstaculizar la justicia en un Estado»[5]. Por supuesto, una radiografía como ésta más que ajustada a los estilos de gobierno del capitalismo económico y político colombianos[6].
c) Con el objetivo de encubrir esta realidad del Estado capitalista contemporáneo, en Colombia, también como parte de una guerra ideológica – «guerra psicológica» en el léxico militar -, el fenómeno se ha posicionado bajo el argumento de «autodefensa» (que es, en todo caso, una modalidad para-militar). Durante más de 20 años, el paramilitarismo de autodefensa ha estado bajo el auspicio de sectores de la Fuerza Pública pero especialmente ha contado con el favorecimiento, ya sea por acción u omisión, de instancias del poder público que le han garantizado «impunidad y libertad de acción»[7]. De allí, que su poderío (es decir, el poder político, el poder económico y el poder social) del paramilitarismo antes que ir en declive parece sugerir que va en aumento[8].
A esto habría que reencontrarse con las modalidades históricas del paramilitarismo de autodefensa en la historia colombiana. Muchas han sido sus expresiones a lo largo y ancho del devenir nacional. Sin embargo, la naturaleza del paramilitarismo que hoy soportamos radica en las especificidades que ha mostrado en una coyuntura especial que puede traerse de más o menos 30 años hasta el presente.
Precisamente, la primera revelación del paramilitarismo actual lo constituye la llegada al país de la famosa Misión Yarbourough del Ejército de los Estados Unidos, entrada la década de los sesenta y justo en el momento de promoción de la Doctrina de Seguridad Nacional de John F. Kennedy. Este hecho fue inaugural en la adopción por parte del Estado colombiano de una estrategia que no sólo era contrainsurgente sino expresamente paramilitar.
Las conclusiones de la Misión y sus principales directrices fueron sistemáticamente incorporadas en el entrenamiento militar colombiano desde esa época.
Sin embargo, lo característico de estos manuales de contrainsurgencia, seguidos con mucho recelo y «al pie de la letra» desde la citada Misión está en consagrar paradigmáticamente dos objetivos fundamentales que harían parte de la evolución del fenómeno en la extensión en que se presenta en la actual coyuntura colombiana: primero, vincular a la sociedad civil en la guerra; y, segundo, asegurar que la sociedad civil es «el principal blanco de la guerra contrainsurgente». Se debía entrar en una guerra contra «los movimientos sociales o posiciones inconformes con el statu quo«[9]. Según estos criterios no había otra opción para la sociedad civil que involucrarse con el conflicto armado. De hecho, un Manual del Ejército colombiano de 1.979 rezaba: «la neutralidad es sospechosa o negativa»[10].
Estas reminiscencias aunque ya han sido sugeridas desde hace algún tiempo son precisamente uno de los materiales más reiterados y rigurosamente desarrollados en las recientes declaraciones de Salvatore Mancuso, líder paramilitar de los grupos de autodefensa. El 15 de mayo de 2.007 ante el fiscal de Justicia y Paz en la ciudad de Medellín se expuso:
La Contrainsurgencia, según las fuerzas militares norteamericanas, son «aquellas medidas militares, paramilitares, políticas, económicas, psicológicas y cívicas adoptadas por un gobierno con el fin de derrotar una insurrección subversiva». (Definición del Dictionary of United States Military Terms for Joint Usage, citado en KLARE, Michael, en La guerra sin fin, Ed.Noguer, Barcelona, 1974). Esta definición será retomada en los distintos manuales de contrainsurgencia del Ejército colombiano…[11].
Y después, detallando en qué consistía esta particular apuesta, complementaba con contundencia:
Se trata de invertir el principio de la lucha de la guerrilla… El objetivo es entonces, mejorar la imagen de las fuerzas militares, controlar grupos de población, y construir un apoyo popular al esfuerzo bélico desplegado para alcanzar los objetivos de seguridad y defensa (…) Uno de los elementos fundamentales es el control de la población. Este comporta dos aspectos: por un lado desarticular la infraestructura real o potencial de apoyo a la insurgencia y por otro, encuadrar la población para involucrarla en el esfuerzo bélico de las fuerzas militares. Así aparece la noción de autodefensas… En este contexto, en Colombia se crearon las juntas de autodefensas[12].
Los efectos que tendrían estas posiciones frente a la acción política – partidaria o de cualquier tipo – también fueron desastrosos. Cualquier actividad que fuera «sospechosa» de tomar alguna posición que no estuviera enmarcada en la defensa del statu quo era sindicada de «apoyar a la insurgencia». Las consecuencias que se siguieron sobre el panorama político y electoral colombiano fueron inmediatas. La mayoría de ellos con hondas e irrecuperables consecuencias para la democracia colombiana.
Este criterio también fue acogido para enjuiciar cualquier forma de organización de la sociedad civil. De manera franca, afectaba directamente a los movimientos sociales y populares, las organizaciones sindicales y los partidos políticos no tradicionales quienes sufrieron de la más completa desprotección estatal en los casos más optimistas porque en realidad fueron constantes los atentados contra la integridad de miembros de organizaciones sociales y las graves violaciones a los derechos ciudadanos con la anuencia estatal y, en la mayoría de los casos, acciones planificadas desde el propio Estado colombiano. La criminalización de las formas de protesta social e incluso el señalamiento hacia los organismos humanitarios y de defensa de los derechos humanos terminó siendo la regla. Los genocidios se multiplicaron y hasta el momento continúan como una deuda histórica de una clase política y los organismos del Estado vinculados al proyecto político paramilitar[13].
Estos breves apuntes vienen a colación en la medida en que amplían la comprensión de un proceso histórico que tenía plena legitimidad en los círculos militares, pero también resultan valiosos a la hora de rastrear las razones que sustentan la actitud actual frente al paramilitarismo por parte del Estado, las instituciones, el Gobierno y sectores influyentes de la sociedad colombiana.
No es una casualidad que los señalamientos en contra de la oposición democrática, sea ésta política o de cualquier tipo, por parte del Gobierno y de diferentes personalidades públicas e institucionales desde que se iniciara la polémica de los posibles vínculos entre el paramilitarismo y la clase política colombiana hayan mostrado las mismas conclusiones de las tesis básicas de la doctrina contrainsurgente que hemos analizado. Desde la instalación de esta doctrina ha construido un imaginario específico para calificar a las formas de oposición política. Lo novedoso es que al parecer este tipo de comportamientos siguen siendo acogidos ahora por círculos del poder gubernamental. Para la doctrina contrainsurgente:
Se habla de brazos desarmados de la subversión, de guerra jurídica, de las fachadas de la subversión, de la base política de la insurgencia etc., llegando incluso a identificar como «triunfo de la insurgencia» el hecho de que un partido político no tradicional obtenga una alcaldía por mayoría de votos en unas elecciones. Todo esto ha llevado a estigmatizar y penalizar el ejercicio de cada vez más derechos ciudadanos, incluso la misma denuncia de los horrores perpetrados por los militares y paramilitares[14].
Hoy por hoy las sindicaciones en contra de miembros de la oposición no cesan. Pero insistimos que ellas lejos de provenir de las filas castrenses, llegan de los círculos del poder político y hasta del mismo Presidente de la República quien no pierde la oportunidad para reiterar en sus discursos que la oposición política son «terroristas vestidos de civil»[15]. A esto debe sumarse toda una gran lista de hechos lamentables entre los que se cuentan asesinatos, desapariciones, amenazas y constreñimientos (tales como interceptaciones telefónicas, seguimientos extralegales) como balance del disenso que conforman los partidos políticos de oposición, sindicalistas, defensores de los derechos humanos, etc., como lo planteaban los lineamientos «contra-insurgentes»[16]. Entre el pasado y el presente parece no mediar ni espacio ni tiempo si se contrasta la historia y los acontecimientos más recientes del fenómeno paramilitar, máxime cuando se observa sin ninguna perspicacia que ahora más que nunca este tipo de actitudes parecen extenderse en el ámbito institucional[17].
Todos estos indicios – y, desde luego, muchos otros que serían imposibles de abordar en este momento – brillan por su tono antidemocrático. Ante todo, han generado un régimen bastante articulado alrededor de lo que se conoce como el para-Estado – diferente a un simple Estado paramilitar que enfatizaría demasiado en su dimensión militar eclipsando las otras dimensiones -, como lo propone el profesor Jairo Estrada:
En el caso colombiano, la articulación de las formas legales con las formas ilegales de la acumulación capitalista se remonta a la segunda mitad de la década del setenta y se inscribe dentro de la transición del régimen de acumulación basado en la industrialización dirigida por el Estado hacia el régimen actual de financiarización del capital. Sin temor a la exageración, se podría aseverar que esa transición no hubiera sido exitosa sin el surgimiento de un nuevo empresariado vinculado a los circuitos transnacionales de la acumulación: el empresariado de la cocaína… Las estructuras mafiosas habían permeado igualmente las instituciones del Estado (todos los poderes públicos), incluidas las fuerza armadas, los partidos políticos tradicionales y los políticos profesionales, y sectores de la iglesia. Se consolidaba así la estructura mafiosa de la formación socioeconómica[18].
2. Paramilitarismo de autodefensa: expresiones de la experiencia colombiana
Ahora bien, ¿por qué todas estas circunstancias, como proponíamos, ya presentes desde hace bastante tiempo en la realidad colombiana emergen en esta coyuntura?, ¿a qué podemos atribuir el proceso más reciente del paramilitarismo en Colombia?
Desde mediados de los ochenta, el conflicto armado consolida una serie de elementos que impulsan los rasgos específicos del posterior desarrollo del paramilitarismo. Entre los más importantes, una alianza entre las mafias nacionales vinculadas al narcotráfico (las cuales habían consolidado un poder importante a partir de la explosión del consumo de drogas en los Estados Unidos), la oligarquía colombiana, sectores del Ejército y organismos como la CIA y la DEA[19].
El desarrollo de esta alianza coincide precisamente con el genocidio de sectores políticos de oposición (partidos de izquierda democrática en avance, sindicalistas, campesinos, líderes populares, intelectuales), una incesante concentración de la propiedad rural (en la cual son evidentes las consecuencias del lavado de dólares y la protección que brindaron grupos para-institucionales) y en general desplazamientos forzados, exclusión social y pobreza generalizada. Se trata de un período de acumulación salvaje de la riqueza en el cual ha estado omnipresente el paramilitarismo[20].
En estas condiciones, termina estructurándose desde una buena parte de estos actores en confluencia de sectores considerados «legales» de la sociedad civil (empresarios, ganaderos, latifundistas) un proyecto político consciente y ajustado al contexto internacional y nacional. En su máxima expresión este proyecto paramilitar sistematiza esta serie de intereses, los cuales debían organizarse de tal forma que sus acciones concretas, tácticas, estratégicas, pudieran tener efectos inmediatos pero también en el mediano y de largo plazo. En últimas: hacer sostenible y sustentable la apuesta política, económica y social del paramilitarismo a lo largo del tiempo.
Seguramente, las declaraciones de Carlos Castaño – el vocero militar más representativo del Paramilitarismo en Colombia durante los noventa – son dicientes en anticipar la configuración de un auténtico modelo para orquestar el proyecto político, económico y social paramilitar[21].
Si se observan las tres fases del «modelo paramilitar» en Colombia que sugirió Carlos Castaño se puede ver que cada una de sus fases se han cumplido cabalmente no sólo por parte de la expresión «militar» del paramilitarismo sino que el plan ha avanzado en la «captura» de los poderes públicos y del Estado en general. Hasta el día de hoy se revela una realización integral que puede resumirse de esta manera:
– Primera fase: «liberar» mediante la guerra, amplias zonas de la subversión y de sus bases populares, imponiendo el proceso de concentración de la tierra, la modernización vial, de servicios e infraestructura, el desarrollo del capitalismo ganadero y una nueva estructura jerárquica autoritaria en la organización social y política en las regiones.
– Segunda fase: «llevar riqueza a la región» mediante la entrega subsidiada de tierras, la generación de empleo, la concentración de la población en centros poblados, la construcción de centros de salud y escuelas, energía eléctrica gratuita, construcción de represas para el suministro de agua, adecuación de tierras, la asistencia técnica y el préstamo de dinero para la producción. Estas acciones se deberían realizar con el conocimiento y la legalización de instituciones del Gobierno[22]. Los «nuevos pobladores» no son aquellos desplazados por la violencia (excluidos de bajos recursos) sino una nueva población (pobres marginados de «otras regiones») que sirvan como soporte a los «patrones» ya asentados que son los encargados de organizar y conformar «grupos de base», esto es: grupos de autodefensa paramilitar que irían más allá del componente militar. Es una fase que pretendería forjar una legitimidad social y política del proyecto.
– Tercera fase: Una vez consolidado el modelo de seguridad en las «regiones liberadas», sin subversivos y sin sus bases comunitarias de apoyo, los paramilitares dejan de ser formalmente una «rueda suelta para el Estado». Se trata de la actual fase de legitimación y consolidación, es decir, de la realización del modelo político, económico y social que ha identificado a los grupos de autodefensa paramilitar con el proyecto de para-Estado con estructuras reales y necesarias para la expansión sostenida y victoriosa del capitalismo transnacional y el Estado «modernizante» bajo el auspicio asociativo del sector privado y algunos organismos no gubernamentales. En suma, es la fase de institucionalización del proyecto.
Aquí debe relacionarse significativamente el tipo de intereses que se han configurado en concierto con el impulso gubernamental en la «solución del conflicto» y, al mismo tiempo, una serie de señales institucionales que han derivado en la legalización funcional de un paramilitarismo una vez se avanzaba en los objetivos trazados. La colonización de los poderes públicos ha entronizado un sujeto social paramilitar que cuenta con una incidencia importante en la mayoría de espacios de la vida nacional[23].
Igualmente, las denuncias que se han hecho frente a las principales reformas políticas y económicas que hacen parte de la agendas gubernamentales, sobre todo desde el inicio del milenio resultan – aquí sí – concluyentemente «sospechosas» frente al ambiente que se percibe frente a la expansión del fenómeno no como una personalización de los vínculos sino, por el contrario, como la personificación de categorías económicas como representantes de determinados intereses y relaciones de clase[24].
Con ello se ha contribuido notablemente, de una parte, a fortalecer la «estrategia transnacional de resignificación de la tierra como fuente de valorización capitalista (biodiversidad, recursos hídricos), de promoción de megaproyectos infraestructurales y energéticos» así como de un nuevo tipo de agricultura de plantación[25]. Piénsese en los efectos que traerá la ratificación del Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y las acciones de la supuesta «guerra antidrogas» prevista en los Planes Colombia[26].
De otra parte, la estrategia ha favorecido «la flexibilización y desregulación violenta del mundo del trabajo, del exterminio de dirigentes políticos y sindicales, del desplazamiento forzado de cerca de tres millones de colombianos, que engrosan las filas de la informalidad y contribuyen a la depresión de los salarios urbanos», como lo demuestran las realidades presentes en el régimen político colombiano y en toda su sociedad[27].
3. Epílogo
Los hechos noticiosos que han inundado los medios de comunicación nacionales e internacionales en los últimos diez (10) meses acerca de la desafortunada pero a la vez calculada filtración del paramilitarismo en diversas esferas de la sociedad colombiana, no son sino los síntomas de todo el imbricado proceso social que en las líneas precedentes se ha tratado de abordar, y constituyen igualmente la comprobación empírica de la apuesta explicativa de este documento: desde la información contenida en el computador de Alias Don Antonio, hasta las declaraciones del Ex Director de Informática del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) Rafael Garcia; desde las denuncias sobre influencia «para» en los gobiernos locales de la Costa Atlántica hasta las informaciones de acuerdos secretos en el Casanare; desde los millonarios pactos entre las autodefensas y multinacionales, hasta la participación de las AUC en la contratación pública para el sistema de salud en los departamentos de Atlántico, Magdalena y Bolívar; desde la connivencia de una parte de la sociedad colombiana, hasta las crecientes informaciones sobre la relación entre los lideres paramilitares con reconocidos dirigentes políticos de todo el País, directamente vinculados con el proyecto político del Presidente Álvaro Uribe.
Todos estos hechos deben constituir un llamado urgente a reflexionar acerca de las causas del fenómeno paramilitar en Colombia, más allá de los reiterados intentos del Gobierno Nacional por «ponernos a mirar hacía otro lado» con sucesivos y artificiosos hechos políticos, y muy a pesar del superficial despliegue mediático que se complace con el espectáculo de las detenciones.
Para terminar hay que evaluar el proceso de negociación que se adelanta actualmente con grupos paramilitares. Éste continúa en una ambigüedad insostenible: todavía no se logran «des-estructurar» las organizaciones militares en su totalidad, la falta de vigilancia y control ha sido permisivo con la reincidencia de esos grupos y, en últimas, persisten el poder paramilitar en amplías zonas del territorio nacional. Oficialmente se ha olvidado que lo más importante y sustancial, si es que se desea realmente revertir este espurio proceso de paz, es que se diga la toda verdad sobre el paramilitarismo (sus actores militares, materiales e intelectuales, políticos y sociales) y que así, con base en ella, se proceda a reparar a las víctimas. Ni lo uno ni lo otro parece ser lo fundamental en este proceso que lidera el ejecutivo.
El gobierno ha hablado de impunidad, justicia «a medias», de «perdón y olvido» y hasta de amnistía e indulto, dejando de lado la verdad y la reparación. Incluso, varios líderes paramilitares han amenazado sobre los efectos de «contar» la verdad: dado que, según ellos, sería una opción que el país no resistiría y que llevaría a la nación a las más completa y «desestabilizante» desinstitucionalización. Precisamente, de allí nació una asombrosa propuesta de contar lo que se ha denominado «la verdad política» del paramilitarismo a la Iglesia Católica bajo la reserva del secreto de confesión.
Uno de los signos más reveladores de estos hechos ha sido la vinculación de cada vez más parlamentarios con el paramilitarismo y la denuncia – a partir de muchas declaraciones de los propios jefes paramilitares que, de hecho, en el pasado muchos sectores de la oposición lo habían hecho sin que mediara ninguna acción institucional – de haber recibido ayudas económicas de empresarios, entre los que se encuentran los grupos económicos más grandes y representativos del país: Postobón, Bavaria, etc., así como de los señalamientos de participación de industrias transnacionales como Chiquita Brand, Drummont y Coca-Cola. Incluso, el vicepresidente de la República y el Ministro de Defensa de la Nación han sido mencionados en reuniones clandestinas con paramilitares antes de asumir como tales. A pesar de todo, el clima continúa enrarecido para revelar las realidades del fenómeno en Colombia.
Pero, antes que profundizar en la «verdad verdadera» sobre el paramilitarismo, las más altas dignidades del país han intentado «bloquear» sistemáticamente las investigaciones. En repetidas oportunidades, las «cortinas de humano» han aparecido para evitar que la verdad salga a flote. Una de las predilectas ha sido el urgente Intercambio Humanitario que ha reclamado la Nación. Los últimos anuncios del Presidente de la República de liberar unilateralmente a 300 presos que integran las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) no parecen contribuir al clima de transparencia y credibilidad que le ha venido imprimiendo la Corte Suprema de Justicia colombiana a los procesos que adelanta contra parlamentarios involucrados con el paramilitarismo sino buscar otra excusa para que se desvíe la atención sobre las relaciones que existieron y que hoy por hoy siguen existiendo entre el paramilitarismo y personalidades del Estado y la institución.
Toda la parafernalia de hechos muestra que la convicción ha sido más por la impunidad que por la paz pues a la larga simplemente se logrará que los responsables no puedan ser castigados por crímenes no sólo en contra de la nación colombiana sino que atentaron contra la humanidad. Por esta razón hay que preguntarse: ¿Y la verdad para qué? No debe ser una que nos entierre en la legitimación del horror paramilitar y su concierto para la delincuencia sino la que exige una sociedad tan golpeada como la nuestra y nos saque del actual marasmo en un gran «concierto para convivencia»[28].
[1] Libardo Sarmiento Anzola, «Un modelo piloto de modernización autoritaria en América Latina«, citado por O’Loingsigh, Gearóid «La estrategia integral del paramilitarismo en el Magdalena Medio colombiano«, texto publicado por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria de Alimentos (SINALTRAINAL), Bogotá, 2.002.
[2] Estrada Álvarez, Jairo, «Élites intelectuales y producción de política económica en América Latina» en Intelectuales, tecnócratas y reformas neoliberales en América Latina, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2.005, p. 266.
[3] Sarmiento Anzola, Libardo, «Malestar social y política pública» en AA.VV., Reelección: el embrujo continua. Segundo año de Gobierno de Álvaro Uribe Vélez, Bogotá, Plataforma Colombiana de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo, 2.004, pp. 80-81.
[4] Recuérdese las fallidas políticas de Diálogo Nacional propuestas en la década de los ochentas. Cfr. Novoa Torres, Edgar, «Reestructuración, campos jurídicos y Corte Constitucional, en Estrada, Álvarez, Jairo, Intelectuales, tecnócratas y reformas neoliberales en América Latina, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2.005, p. 349.
[5] «Dialogar consigo mismo, Negociar consigo mismo«, Boletín informativo de Justicia y Paz, vol. 8, No. 4, Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz de la Conferencia de Religiosos de Colombia, Bogotá, octubre a diciembre de 1995, p. 10.
[6] O’Loingsigh, Gearóid, «La estrategia integral del paramilitarismo en el Magdalena Medio colombiano«, texto publicado por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Industria de Alimentos (SINALTRAINAL), Bogotá, 2.002, pp. 7 y ss.
[7] «La población civil organizada y/o inconforme en la doctrina contrainsurgente de los militares colombianos» en Centro de Investigación y Educación Popular, Op. Cit.
[8] Según el Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política del CINEP, entre 1.988 y 2.003, el consolidado general oficial de las víctimas paramilitares estaba en 14.476, sin contar las victimización (aproximadamente 2.121). No obstante, a la luz de las recientes declaraciones de los jefes paramilitares mediante las cuales se han podido establecer nuevas pistas, esta cifra resultaría ser una mínima parte del total real de víctimas que rebasa las aproximaciones anteriores. Centro de Investigación y Educación Popular, Deuda con la Humanidad: paramilitarismo de Estado en América Latina 1.988-2.003, Bogotá, CINEP, 2.004.
[9] «La doctrina contrainsurgente en América Latina» en Centro de Investigación y Educación Popular, Op. Cit., p. 1.
[10] «Instrucciones Generales para Operaciones de Contraguerrillas«, impreso por Ayudantía General del Comando del Ejército (1.979).
[11] «Apartes de la versión libre de Salvatore Mancuso del 15 de mayo. Paramilitarismo de Estado». Disponible en: www.semana.com.
[12] Ibidem.
[13] Sin duda, el más trágico, el que sufrió la Unión Patriótica, movimiento político de la izquierda democrática colombiana que no sólo trajo consigo el asesinato de sus líderes sino también la persecución a sus simpatizantes y la destrucción de su entorno social, con el concurso de sectores de la Fuerza Pública y del Estado. El saldo es aterrador: 5.000 miembros de la U.P. asesinados desde 1985, incluyendo 2 candidatos presidenciales, de senadores, representantes a la Cámara, diputados, concejales, alcaldes y miembros de base, obreros, campesinos, maestros, sacerdotes, religiosos y religiosas.
[14] «La población civil organizada y/o inconforme en la doctrina contrainsurgente de los militares colombianos» en Centro de Investigación y Educación Popular, Op. Cit.
[15] «Presidente Uribe califica de ‘terroristas’ a miembros de la oposición colombiana«. Disponible en www.peaceobservatory.org.
[16] La criminalización del movimiento sindical por parte del Gobierno que atenta contra el derecho a la asociación sindical ha exacerbado los peligros que representa afiliarse a un sindicato en América Latina. Se ha fortalecido, por lo tanto, la tesis según la cual «el activismo laboral es castigado con la muerte». Solamente en el año 2.005, las amenazas contra trabajadores sindicalizados fueron más de 260 y en ese año fueron asesinados 70 personas.
[17] Actualmente se resuelve una moción de censura al Ministro de la Defensa y la Seguridad Nacional, Juan Manuel Santos por interceptaciones ilegales a miembros del Estado y de la oposición y de 8.000 horas de grabación que se hicieron por parte de los organismos de inteligencia del Estado.
[18] Estrada Álvarez, Jairo, «Capitalismo criminal y organización mafiosa de la sociedad» en Revista Cepa, No. 3, Bogotá, abril de 2007, pp. 34-39.
[19] Arenas, Héctor, «Foro Social Mundial. Capítulo Colombia entre guerras«, Nova et vetera, Boletín del Instituto de Investigaciones de la Escuela Superior de Administración Pública – Grupo Derechos Humanos, No. 50, 2.003, p. 109 y ss.
[20] Idem.
[21] Libardo Sarmiento Anzola, «Un modelo piloto de modernización autoritaria en América Latina«, citado por O’Loingsigh, Gearóid, Op. Cit, pp. 7 y ss.
[22] Recientemente, las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) entregaron $1.800 millones para la construcción del sistema de electrificación del municipio de Puerto Gaitán (Meta), con lo que según un exjefe paramilitar, buscaban «beneficiar a la comunidad» mediante la empresa «Perlas del Manacacías» y que fue creada por un acuerdo municipal y que cuenta con el aval de la Superintendencia de Servicios Públicos (El Tiempo, 28 de febrero de 2007).
[23] «La desinformación ha impedido que el país se diera cuenta que al mismo tiempo que Vicente Castaño y Carlos Alonso Lucio en las revistas semana y cambio, destacaban los intereses empresariales de los paramilitares en el cacao y en la agroindustria de la palma aceitera y caucho, se tramitara y aprobara en el Congreso de la República, la Ley 939 de 2004 que exonera de impuesto a la renta esos cultivos, tal como lo dice en su artículo primero «Considerase exenta la renta líquida generada por el aprovechamiento de nuevos cultivos de tardío rendimiento en cacao, caucho, palma de aceite, cítricos, y frutales». El Editor. «De Ley Forestal y otras hierbas». Caja de Herramientas. Corporación Viva La Ciudadanía. Bogotá, Año 14. Nº 111. Diciembre de 2005, disponible en: www.vivalaciudadanía.org.
[24] Estrada Álvarez, Jairo, Op. Cit., 2.007.
[25] Además de las polémicas legislaciones en torno al proceso de desmovilización paramilitar auspiciadas por el Gobierno y su coalición, entre otras, resulta diciente el significado de la Reforma al Estatuto de Desarrollo Rural. El proyecto adapta la realidad del poder para-militar al articular una ley rural a la lucha contra-insurgente. La iniciativa gubernamental re-configura la apropiación de la propiedad para los nuevos mercenarios ricos, estructuras paramilitares y sus beneficiarios mientras flexibiliza y erosiona los derechos colectivos de los pueblos indígenas y afrodescendientes negándoles el acceso a la propiedad de la tierra e impidiendo su participación en el acceso a la tierra en la lógica del mercado global. Tampoco prevé ningún tipo de garantía para que las comunidades en las regiones puedan acceder a la propiedad de la tierra al mantener las nuevas dinámicas de control militar de tipo paramilitar. Muchos de los proyectos como los denominados «agronegocios» (específicamente negocios agroindustriales como la Palma o la Ganadería Intensiva) simplemente harían permisivo vía legal el lavado de activos, tal como sucede, en el Norte de Colombia. Cfr. Proyecto de Ley 30 de 2.006 (Senado de la República). Por supuesto, tampoco se puede dejar de lado las controversias generadas por la Ley 975 de 2005, denominada Ley de «Justicia y Paz».
[26] Acciones institucionales tan funestas como las fumigaciones, los cultivos de Palma Africana, las reforestaciones iniciadas en diferentes zonas del territorio y los programas de economía solidaria financiados por agentes internacionales (USAID, BID, el Banco Mundial) han contribuido a consolidar una lógica de «tercera generación» del proceso paramilitar.
[27] Estrada Álvarez, Jairo, Op. Cit., 2.007.
[28] Llano, Hernando, «La verdad para qué«, Semanario Virtual de Viva la Ciudadanía. Disponible en: www.viva.org.co.