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Nueva clase obrera, nuevo cine

Fuentes: Il Manifesto

¿Los trabajadores en el cine? Deprimen. Los que mueren o pierden brazos y piernas y ojos trabajando, luego, mejor no hablar de ellos. En el fondo, los accidentes ocurren sobretodo porque los trabajadores están distraídos, es culpa suya, sobretodo de los jóvenes desganados y con la cabeza en las nubes o de los inmigrantes que […]

¿Los trabajadores en el cine? Deprimen. Los que mueren o pierden brazos y piernas y ojos trabajando, luego, mejor no hablar de ellos. En el fondo, los accidentes ocurren sobretodo porque los trabajadores están distraídos, es culpa suya, sobretodo de los jóvenes desganados y con la cabeza en las nubes o de los inmigrantes que no saben leer carteles y señalizaciones. A fin de cuentas ¿no decía Gramsci que la cadena de montaje y el trabajo parcializado fordiano extravían al cerebro del trabajo, son «alienantes» en sentido antagonista? ¿Y hacen pensar en algo completamente distinto? En las luchas, por ejemplo. En la recomposición de la clase. En el partido. Ahora que el trabajo está parcializado diferentemente y que el partido es de izquierda de forma distinta ¿se retrocede, pues, de clase obrera a fuerza de trabajo que piensa en el máximo apocalíptico, en el gran golpe, en el kamikazee, en acabar de una vez, en el «a tomar por el culo» saltando todos por los aires…?

Las excepciones (pocas) las conocemos. Ken Loach, casi todo. «Los lunes al sol» de Fernando León de Aranoa (España, 2002), con Javier Bardem, trabajador portuario desocupado pero todavía indignado con patronos, esquiroles y sindicatos. Y sin embargo, cada vez más solitario. Paul Schrader («Blue collar») y algún buen film de terror del pasado, como «Christine» de John Carpenter, que hábilmente finge no hablar de la guerra capital-trabajo, sino de otra cosa. Y muchos documentales: Daniele Gaglianone, que en el 2005 en «No hay que morir para vivir » cuenta la lucha de dos obreros envenenados por la fábrica de colorantes Ipca de Ciré y Daniele Segre, de quien todos esperan «Morire la lavoro», viaje a las canteras de construcción chupa-sangre a través de las voces de los obreros del Lazio, Campania y Lombardía. Un film que, depués de todo lo sucedido, asegura el director, saldrá antes de la fecha prevista, primavera 2008. También, desde hace algunos años, un concurso, «Corto sicuro» organizado por la Amnil (Asociación nacional de mutilados e inválidos del trabajo) desvela obras cada vez más afiladas de jóvenes cineastas que desmienten los lugares comunes difundidos por los mass-media (que excusándose por las pesadas y cada vez más alarmantes estadísticas, en vez de por los perniciosos efectos de la ley Maroni, llenan los noticieros de adjetivos como «imprevisible», «fortuito» y de sustantivos como «fatalidad»).

A un jefe de tren amable y sin resentimiento, forzado a hacer también de jefe de estación y de psicoanalista de pasajeros por culpa del ministro PD [Partito Democratico] Burlando (el que «societarizó» los Ferrocarriles, devolviéndolos llenos de pulgas y con suspenso si hay un partido de fútbol Torino-Lecce, porque a él lo único que le gusta es correr en contradirección con su berlina, y por lo demás ¿qué le importa?) nos lo encontramos, en uno de estos cortos, con las piernas tronchadas por las ruedas, porque la política del recorte de costes se conjuga perfectamente con lo del corte de los miembros inferiores.

Ciertamente, cuando se trata de «cine y accidentes de trabajo» no se puede evitar pensar inmediatamente en los muertos y los heridos en los rodajes de los sets, especialmente los hollywoodianos. Una historia, la de los cadáveres verdaderos de una industria «imaginaria», todavía poco escrita, que tiene mucho que ver con el hecho de que los sindicatos de los trabajadores de la industria cinematográfica de los USA han estado controlados durante largas décadas (con algunas excepciones fulgurantes, como las huelgas del ’45-46′) por el Iatse (es decir por la mafia y sus métodos expeditivos), anticipando como de costumbre comportamientos sindicales futuros, de los cuales demasiados trabajadores europeos pagan actualmente las siniestras consecuencias. Así, zigzagueando en el tiempo, se pasa de las comparsas inglesas de una superproducción USA, «Ivanhoe» (de Richard Thorpe, 1952) atravesadas por flechas auténticas, o caídas sin red de los torreones, para que todo parezca más espectacularmente verosímil, al reparto entero de «The Conqueror» (Dick Powell, 1956) que morirá lentamente de cáncer porque para rodar el Genghis Kan en los USA, nada mejor que llevar a toda la tropa, empezando por John Wayne e Susan Hayward, al Nevada de los experimentos nucleares, encima y debajo tierra. Todavía hay más. Los ahogados (realmente) en las piscinas hollywoodienses, para aterrorizarnos bíblicamente durante el diluvio universal ( «Arca de Noé», un mudo colosal de Felix Feist). Las bailarinas de Busby Berkeley torturadas continuamente (para inventar la natación sincronizada fue necesario hacer correr en el agua ríos de sangre). Los caballos de los «Lanceros de Bengala» (Michael Curtiz, 1936), cuyas extremidades inferiores fueron segadas con sadismo pedante y meticuloso con hilos de acero echados astuta e invisiblemente en la llanura para glorificar el heroísmo de Errol Flynn y hacer caer rítmicamente a los 600 valientes de Balaklava…. Brandon Lee, muerto por balas reales («Il corvo», 1994 de Alex Proyas) para castigarle por un padre demasiado subversivo. Dos niños vietnamitas y Vic Morrow, víctimas de una escena de helicóptero demasiado peligrosa, que hubiese costado la carrera al productor Spielberg si no hubiera conseguido, sublime golpe de dirección, a desviar toda la culpa hacia el director, inocente pero extremista, maximalista y radical del cine, John Landis (de hecho los niños vietnamitas habían sido empleados en negro). El film llevaba el título emblemático de «Al límite de la realidad» (1983) y estábamos en plena era Ronald Reagan, el exradical que en un cierto punto de su vida vendió el alma al diablo y entre trabajadores y mafia escogió a la mafia. El capitán Thomas Sankara, presidente de Burkina Faso, fue el único jefe de estado del mundo que envió un mensaje de solidaridad a las prostitutas reunidas en un convenio, en los lejanos años ochenta, para reivindicar su autonomía y dignidad así como sus derechos. En este caso, el proletario que quiere y debe liberarse de sus propias cadenas no es ya una imagen metafórica sino la instantánea hiper-realista, con mucho látigo de fondo, de una situación subalterna (no solo escogida voluntariamente) y de una práctica de lucha contra la forma de esclavitud típica del patriarcado neoliberal. «Si no lucha, éste proletariado se merece sus cadenas», comentaba el único presidente sesentaochista de la historia….

No hay cuerpo más flexible y precario que el del inmigrante y de la inmigrante, convertidos de hecho en esclavos de los capataces en las fábricas, en los campos, en las canteras y en los lechos concentracionarios, aprovechando el estatus de clandestino ideado por el sistema global de los beneficios. Si hubiese gobernado en Italia, Sankara habría organizado seguramente unos solemnes funerales de estado por las muchas prostitutas muertas en el trabajo en estos últimos años. No sé si las torturas y los asesinatos de las mujeres explotadas en el mercado del sexo se computan en las estadísticas de los accidentes de trabajo de la Amnil o si son consideradas, o se sobreentienden, como «muertes blancas» de trabajadores, en los muchos y necesarios mensajes del presidente de la república Napolitano, indignado porque las leyes estatales a este respecto son ignoradas por los patronos o no son aplicadas por los inspectores de trabajo, frecuentemente con la complicidad de los sindicatos confederales, y se convierten en emblemática «letra muerta».

Es cierto que Sankara, gran cinéfilo, instigó a los cineasta africanos y de la diáspora a tratar críticamente temáticas relacionadas con el trabajo y con los accidentes de trabajo. Mientras que Ken Loach luchaba como un tigre contra el vandalismo social de la Thatcher (¿os acordáis de las canteras homicidas de «Riff Raff»?) y poco después afrontaría con igual valentía las más hipócritas de las «socializaciones» o privatizaciones homicidas de Blair, los ferrocarriles, por ejemplo, («The Navigators», 2001), «la promessa» de los hermanos Dardenne (Bélgica, 1996) se sirve precisamente de un equipo de espléndidos actores burkinenses de la era Sankara, como Assita Quedraogo, para inyectar en el cuerpo mortecino del cine europeo, antídotos rebeldes y algo de esencia Sankara.

Si clandestinos, precarios voluntarios o involuntarios, «prostitutas del mundo unidas» e «italianos de la acera de enfrente» no empiezan a tener más peso en los sindicatos y partidos; si el rojo no se une al negro, será difícil parar los sacrificios humanos en la fábrica, en los campos y en las calles.

Roberto Silvestre es crítico de cine en Il Manifesto.

Traducción para www.sinpermiso.info: Anna Garriga