Se ha discutido mucho acerca de la conveniencia del cambio de nombres de calles, plazas y avenidas y ensanches, referentes de significados militares, que con sólo pronunciarlos evocaban dolor, mucho dolor, en la memoria individual de quienes heredaron años de orfandad y de tristeza. En mi opinión, que los militares, al menos en este país, […]
Se ha discutido mucho acerca de la conveniencia del cambio de nombres de calles, plazas y avenidas y ensanches, referentes de significados militares, que con sólo pronunciarlos evocaban dolor, mucho dolor, en la memoria individual de quienes heredaron años de orfandad y de tristeza.
En mi opinión, que los militares, al menos en este país, no han traído beneficio alguno a la sociedad, sino todo lo contrario. En el sentido de su inutilidad estructural, recuerdo lo que Baroja puso en boca del japonés Kurosi: «No puedo aspirar al aprecio del mundo; no he creado nada; no he inventado nada. No soy más que un militar». Así que todo lo que suponga una limpieza de placas con nombres de militares, sean victoriosos o perdedores de guerras pasadas, lo tengo como profilaxis tan necesaria como urgente. Los militares jamás formaron parte del bien común.
En justa correspondencia, considero que la sociedad civil también debería arrojar al olvido toda esa plural onomástica de curas, obispos, cardenales y papas, que remiten las paredes de callejas, plazuelas, avenidas y parques. Y lo hacen gracias a la inestimable ayuda de ciertos políticos municipales, que anteponen sus creencias, cuando no su integrismo religioso, a valores estrictamente cívicos, válidos para todos los ciudadanos, creyentes o no.
No tengo ninguna propensión afectiva hacia ningún Papa. Pero si hay alguno del que me cuesta asimilar sus significantes ése es el de Eugenio Pacelli, alias Pío XII.
Su estudiada imparcialidad ante el nazismo y el exterminio de los judíos, tuberculosos, gitanos, niños, débiles mentales, mujeres embarazadas, homosexuales… sigo juzgándolo como fruto de una mente retorcida, calculadora, producto de una inteligencia fría, despiadada y cruel, impropia de un ser humano. En «El Vicario», obra dramática de Rolf Jochhuth, representada en 1963, sugería que Pacelli había actuado como un filonazi, preocupado únicamente por salvaguardar los intereses económicos del Vaticano. Y concluía que Pío XII era la encarnación de la inteligencia de un criminal y no la de un representante de Dios en la tierra. Nada extraño, si se repara en que dicha relación pleonástica -entre criminalidad y papas-, ha sido en la historia de la Iglesia demasiado habitual.
Yo no sé si Pío XII fue germanófilo y filonazi de pro. Sólo sé que en su existencia existen dos hechos que arrojan ciertas sospechas y, sobre todo, perplejidad a raudales sobre su masa encefálica.
En 1938, su antecesor Pío XI, Aquiles Rati, encargó la redacción de una encíclica al jesuita LaFarge, pidiéndole expresamente que condenara en ella el racismo y al antisemitismo de los nazis. Con LaFarge colaboraron dos jesuitas más, Gustav Gundlach y Gustave Desbuquois. A finales de septiembre de 1938, LaFarge fue a Roma con la encíclica «Humanni Generis Unitas» («La unidad del género humano»), que entregó al general de los jesuitas, P. Lédochowski.
Aunque parezca mentira, la encíclica nunca llegó a publicarse. ¿Razones? Lédochowski, convencido de que el verdadero peligro para el catolicismo y para la humanidad era el comunismo y no el nazismo, se las ingenió de forma artera -en algo se le tenía que notar que era jesuita-, para dilatar la entrega del citado texto al Papa. En realidad, se ignora la fecha exacta en que el citado documento llegó a manos de Pío XI. Se habla de finales de año y comienzos de 1939. Lo que sí es seguro es que el texto no lo leyó antes del 21 de enero. La encíclica antinazi, la «Humani Generis Unitas», estaba sobre la mesa de trabajo del Papa en el momento de su muerte, la noche entre el 9 y 10 de febrero de 1939. Muerto Pío XI, sobre su encíclica cayó una hormigonera de silencio pasando al olvido más sospechoso. De tal modo que, cuando se publicó en 1995, el escándalo fue monumental.
Su sucesor, Pío XII, que tenía directísimo conocimiento de este texto, lo olvidó. Ni siquiera lo editó como homenaje a la memoria de su antecesor. Eso sí, él, por su parte, estrenaría su papado con una nueva encíclica, la «Summi Pontificatus», publicada el 20 de octubre de 1939, es decir, con la guerra ya comenzada.
La encíclica de Pacelli contiene numerosas insinuaciones antinazis, pero nunca su condena explícita; tampoco, la repulsa de los campos de concentración. Y es que Pío XII, a pesar de la cacareada perspicacia e inteligencia con que se le ha caracterizado, albergaba ingenuamente la idea de que, no sólo los treinta millones de católicos alemanes, sino la cultura y las tradiciones de Alemania, representaban una garantía y una esperanza de la reflexión y la moderación. Para Pío XII era imposible que Hitler -por cierto, también católico-, y sus secuaces pudieran cometer semejantes crímenes contra la humanidad. Parece como si el Espíritu Santo hubiese estado en paro…
Durante todo el tiempo que duró su papado, a Pío XII no se le oyó jamás una palabra contra el nazismo ni, menos aún, contra los campos de concentración. No solamente eso. En 1942, cuando Europa era un clamor, del que formaron coro cardenales y obispos católicos, contra las masacres de millones de personas, Pío XII, en el mensaje radiofónico pronunciado en la Navidad de ese año, hizo oídos sordos a tales lamentos. En su discurso, no aparece ni la palabra judío ni la palabra nazi. Ni, por supuesto, una condena del exterminio que se estaba llevando adelante con premeditación y alevosía por parte del nazismo.
La verdad es que, si se hace un balance de sus intervenciones públicas, topamos con la agria evidencia de que, al final de la guerra, Pío XII no condenó nada: ni el bombardeo alemán de Londres, ni el aliado de Dresde y de los demás objetivos de Alemania; ni, más tarde, el de Hiroshima y Nagasaki.
El calificaría su actitud de «imparcialidad». Algunos la adjetivaron de cínica, cómoda, egoísta y criminal.
Adjetívese como se quiera. Lo cierto es que se trata de una imparcialidad que, además de igualar a víctimas con verdugos, da mucho mal que pensar. Porque, ¿desde cuándo la imparcialidad es incompatible con la acción de condenar al verdugo y al asesino de víctimas inocentes?
Con este antecedente, no extrañará que Pío XII se convirtiera en Avenida. Pío XII será emblema de quienes nunca condenarían los crímenes del franquismo. El silogismo es muy simple. Si el papa de la imparcialidad no condenó el nazismo, ¿por qué diantres Sanz, Barcina, Del Burgo y demás conmilitones upeneros han de condenar las atrocidades del régimen franquista antes, durante y después de la guerra?
Eso iría contra la imparcialidad histórica. La de Pío XII, claro.