Cuando Alvaro Uribe Vélez ordenó la operación Fénix, en los primeros minutos del 29 de febrero pasado, con toda seguridad entraban en sus cálculos no sólo la muerte de uno de los siete miembros del secretariado de las FARC, objetivo confeso del Plan Patriota, sino también la reacción de los presidentes de Ecuador, por la […]
Cuando Alvaro Uribe Vélez ordenó la operación Fénix, en los primeros minutos del 29 de febrero pasado, con toda seguridad entraban en sus cálculos no sólo la muerte de uno de los siete miembros del secretariado de las FARC, objetivo confeso del Plan Patriota, sino también la reacción de los presidentes de Ecuador, por la desembozada e insólita violación de su soberanía territorial, y de Venezuela, uno de los principales impulsores del canje humanitario de prisioneros de guerra, que hasta la fecha se ha reducido a gestos unilaterales de las fuerzas rebeldes colombianas.
Entre los objetivos de Uribe entraba desde luego el asesinato del Comandante Raúl Reyes Suzarte, pero también la paralización del inminente acuerdo de liberación unilateral de Ingrid Betancourt, con la consiguiente frustración de la eventualidad de una salida política del prolongado conflicto colombiano, y la instalación de un foco de tensión regional que apunta a la desestabilización de dos gobiernos de signo progresista, claramente opuestos a las políticas del imperialismo.
En otras palabras, la provocación de Uribe Vélez, en tanto cabeza de playa de una estrategia deliberada, contiene el potencial de escalar hacia un conflicto regional de ominosas e incalculables consecuencias, en la medida en que enfrenta dos proyectos de sociedad y visiones de mundo, objetivamente antagónicos, que por hoy en el plano de la batalla de las ideas, se están disputando el corazón y la mente de los latinoamericanos.
En ese contexto, la persecución delirante, en rigor verdadera caza de brujas, desatada por los medios de comunicación, de dos chilenos que aparecen con el Comandante Raúl Reyes, en fotografías extraídas de un computador incautado en el bombardeado campamento, aparece como un trasnochado y bochornoso provincianismo.
Núcleo conceptual
El propósito perseguido por esos medios sin duda apunta a vincular al Partido Comunista con las FARC. Aparte de que se trata de un vínculo normal entre organizaciones políticas, nunca negado por ninguna de las partes, el obsesivo comportamiento de la prensa chilena remite al nudo conceptual del conflicto que ha azotado a Colombia en toda su historia, y en forma casi ininterrumpida, desde hace sesenta años, a partir del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán.
El significado en disputa es el concepto de terrorismo, a partir del cual se desprende una deformación conspirativa de la realidad. De esta manera, la versión uribista de los sucesos, proyectada acríticamente por la mayoría de los medios de comunicación chilenos, liderados obviamente por El Mercurio, presupone a las FARC como una organización terrorista, y por tanto, por extensión, a toda persona o grupo que entre en contacto con ella.
En cambio, la visión de las organizaciones de solidaridad con la lucha del pueblo colombiano, a las que pertenecen las personas que aparecen en las fotos, asume a las FARC como fuerza beligerante de un conflicto de larga data, con origen histórico de contornos muy precisos, que lucha por un objetivo también históricamente y éticamente justificado, vale decir, la construcción de un nuevo orden social, sobre la base de un programa que propone un gobierno patriótico, democrático y bolivariano, comprometido con la solución política del conflicto que desangra al país.
Aparte de que proviniendo de Uribe, Bush o El Mercurio, suena ridícula, la acusación de terrorismo aplicada a las FARC implica ignorancia de la violencia como mecanismo de definición de conflictos de la sociedad colombiana, presente desde las conspiraciones de Santander contra Bolívar, en los albores de su historia.
Violencia histórica
Sea por conflictos entre liberales y conservadores, o anteriormente entre federalistas y centralistas, o por intolerancia en el ámbito filosófico o religioso, o por conflictos motivados por injusticia social y pobreza, o simplemente por lucha entre caudillos, el hecho es que entre 1830 y 1903 se registraron 12 grandes guerras civiles, sin considerar las 40 registradas en estados federales, que costaron centenares de miles de muertos, en proporciones pavorosas respecto al número de población.
El 9 de abril de 1948, bajo la presidencia de Mariano Ospina, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán desencadena el dominado «bogotazo», en el que murió un número indeterminado de personas, que algunos historiadores cuentan por miles. El período inmediatamente posterior, conocido como el de La Violencia, que se extiende hasta 1953, la ofensiva conservadora impulsada por Laureano Gómez, resistida por las primeras guerrillas de origen liberal, costó 300 mil muertos.
El desplazamiento y asesinato de campesinos por cuenta de paramilitares financiados por los terratenientes, fenómeno que recrudeció desde mediados de los 80 con probada complicidad y participación de Uribe Vélez, ha sido una práctica consuetudinaria e ininterrumpida, a la cual se le deben imputar centenares de miles de muertos más. Precisamente el bombardeo y asalto del poblado de Marquetalia, en mayo de 1964, sin mediar otra razón que no fuera la imposición del Plan LASO norteamericano, fue el antecedente directo que condujo a la creación de las FARC.
Intentos de salida política
Sin considerar los centenares de miles de muertos del conflicto que se prolonga desde entonces, en mayo de 1984 culminan los diálogos con el gobierno de Belisario Betancourt, con los denominados Acuerdos de la Uribe, que en esencia, establecieron un alto al fuego en el conflicto con miras a la firma de un tratado de paz definitivo y a la reinmersión de la guerrilla a la vida política y civil. En ese entonces, nadie ponía en duda el estatus de las FARC como fuerza beligerante. De este proceso surgió Unión Patriótica, una agrupación política en la que participaron representantes de las FARC desmovilizadas, del Partido Comunista y de organizaciones sociales, que en 1986 obtiene el tercer lugar en las elecciones generales y obtiene veinte escaños parlamentarios.
El promisorio proceso político fue ahogado por paramilitares en alianza con narcotraficantes y agentes del Estado, mediante una orgía de sangre que en dos años costó casi cinco milo muerto, incluyendo a Jaime Pardo Leal y Bernardo Jaramillo, candidatos a la presidencia de la República, a varios senadores, como Manuel Cepeda Vargas y Pedro Nel Jiménez, y miles de cuadros públicos del Partido Comunista y de organizaciones sindicales.
A las FARC no les quedó otro camino que volver a la clandestinidad y la actividad armada, sin perjuicio de que desde entonces mantienen vigente la oferta de diálogo con el gobierno, con el fin de retomar la vía de las negociaciones políticas para la resolución del conflicto.
De hecho, en 1998 hubo un nuevo proceso de diálogo con el gobierno de Misael Pastrana, el que sin grandes progresos, pero al menos en lo formal, concluye en 2002, con el ataque sin previo aviso de las fuerzas militares a la zona de distensión, y queda sepultado definitivamente con la entronización de Alvaro Uribe Vélez.
Este personaje, de reconocidas vinculaciones con el narcotráfico y el paramilitarismo, asume el gobierno con el encargo del imperio de intensificar la guerra interna, para lo cual se vale primero del Plan Colombia, y luego, del Plan Patriota. Es risible que acuse sin pruebas al Presidente Hugo Chávez, de entregarle 300 millones de dólares a las FARC, al tiempo que nada dice de los al menos seis mil millones de dólares entregados por los Estados Unidos, para atizar la guerra contra un sector de la población.
Desde 1986, 2.500 sindicalistas han sido asesinados impunemente en Colombia, 500 de ellos en el período de Uribe Vélez y al menos 76 tan sólo en 2007.
En este contexto histórico, acusar de terrorismo a las FARC, equivale a sacarle un parte por exceso de velocidad a un piloto de las 500 millas de Indianápolis.
Victoria a lo Pirro
La segunda dimensión en que cabe analizar la incursión militar en territorio ecuatoriano que acabó con la vida del Comandante Raúl Reyes, otros 14 guerrilleros y eventualmente siete extranjeros, la mayor parte de ellos mexicanos, es la del conflicto interno.
Desde esa perspectiva, parece indudable que la Operación Fénix, perpetrada por aire y tierra por más de tres mil hombres de la Fuerza de Despliegue Rápido -FUDRA-, la Fuerza Pública y la Fuerza Aérea, constituye uno de los más severos golpes recibidos por las FARC en sus 44 años de existencia, comparable sólo a la caída del comando de Ciro Trujillo, en el Quindío, en 1966, donde perdió la vida alrededor del 70% del contingente de esa época.
Más que en plano operativo, donde cabe la duda si a iguales circunstancias el golpe hubiera sido equivalente en terreno colombiano, donde las medidas de seguridad de los campamentos de las FARC son mucho más rigurosas, el éxito de Uribe se circunscribe más bien al plano significativo-simbólico, y por su intermedio, a ciertas áreas del plano político.
El golpe a un miembro de dirección superior de las FARC implica lograr al menos uno de los objetivos estratégicos del Plan Patriota, que pretende, como se sabe, la derrota militar de las FARC, o en su defecto, golpear a la dirección con miras a reducir su voluntad de lucha y llevarla doblegada a la mesa de negociaciones.
En el mismo plano, la sensación de éxito de Uribe, y su contrapartida, la erosión del prestigio de invencibilidad de la dirección de las FARC, puede trasladarse hacia ciertas áreas del plano político local, en la medida en que sin duda estimulará e intensificará las agresivas políticas de seguridad del gobierno de Uribe, sustentadas por el apoyo político y financiero del imperio.
Sin embargo, la ecuación no es tan simple.
Sin perjuicio de su magnitud, el golpe de Uribe está lejos de conseguir la totalidad de los objetivos estratégicos o de desnivelar el empate militar en que está sumido el conflicto.
Aún cuando representa un jaque severo, dista un mundo del mate.
Después de la muerte de Reyes, las FARC han dado elocuentes señales de que no piensan abandonar la perspectiva del canje humanitario o de la liberación selectiva y unilateral de prisioneros de guerra. Pero conservan capacidad militar para, en cualquier punto de la línea de tiempo, desplegar una contraofensiva que reestablezca el equilibrio donde se encontraba el 29 de febrero. De hecho, la historia de las FARC es la historia de los anuncios de su derrota y de la muerte de Marulanda.
Variables estratégicas
En una guerra de se prolonga ya por 44 años, más que la capacidad militar, las variables estratégicas decisivas son el tiempo, el apoyo civil y la disponibilidad de recursos. De acuerdo al excelente trabajo que nos hizo llegar Mónica Amador, en el que cita un estudio de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, en Colombia el gasto que genera el conflicto armado equivale al 6,5% del PIB, que iguala el gasto conjunto en Salud, Educación y Saneamiento ambientas. Para entender la magnitud de la cifra, basta compararla con el 4,04% del PIB que destina Estados Unidos al gasto militar, que libra dos guerras simultáneas y al 2% que en promedio destinan los países de la OTAN. En la perspectiva estratégica, la pregunta obvia es cuánto tiempo más podrá soportar ese presupuesto de guerra en un país en progresivo deterioro de sus indicadores sociales, sin que el descontento empiece a transformarse en apoyo a opciones alternativas, incluida la político militar. Además, y como señala lucidamente el estudio mencionado, los 160 mil soldados de la fuerza regular colombiana, combaten a 16.900 guerrilleros de las FARC y 3.700 del ELN, de lo cual se obtiene la ecuación de 8,9 soldados para acabar con un guerrillero, al costo de 342 mil 222 dólares por cada uno, en circunstancias de que por cada cien bajas de la guerrilla, ésta recluta a 84 nuevos combatientes, cifra que ratifica la virtual imposibilidad de acabar con ella en el terreno estrictamente militar.
Esta consideración debe entenderse en conexión con el hecho de que gran parte de ese exorbitante gasto militar se queda enredado en sobresueldos y asignaciones de riesgo para la oficialidad superior, cuestión que además de espolear la corrupción conduce a la necesidad de justificarlo por la vía de abultar la cifra de bajas, lo que a su vez dispara los casos de asesinatos y detenciones de campesinos acusados de pertenecer a la guerrilla. Sólo mirado desde este punto de vista, el conflicto colombiano no tiene para cuándo acabar. Y como dijo el propio Comandante Reyes en una carta a los gobernantes del mundo en septiembre de 2007, en que solicitaba el reconocimiento de la condición de fuerza beligerante, «no puede haber democracia donde hay miseria, ni podrá haber paz donde haya opresión».
Colocados en perspectiva, estos datos tienden a confirmar la imposibilidad de la salida militar al conflicto colombiano, el que sólo puede resolverse en el marco de la negociación política fundada en el compromiso real de las partes involucradas.
Derrota diplomática
Si en el plano interno el golpe de Uribe le supuso ciertos réditos políticos, en los planos diplomático e internacional, el fracaso fue estrepitoso, como lo demuestran hechos como la declaración de la OEA, que consideró la incursión de tropas colombianas como una «violación de la soberanía de Ecuador»; el rechazo unánime de todos los presidentes de América, con la notoria excepción de Bush, y la reacción de los presidentes Correa de Ecuador y Chávez de Venezuela, cuya energía probablemente detuvo la eventual escalada del conflicto.
Por el contrario, con el curso de los días, la prensa internacional ha contribuido a esclarecer que la incursión colombiana no se trató de ninguna «persecución en caliente», sino de una agresión premeditada, que sobre la base de inteligencia proporcionada por tecnologías de información satelital que no poseen las fuerzas colombianas, buscaba el triple objetivo de interrumpir el canje humanitario y la entrega unilateral de prisioneros de guerra en que están empeñadas las FARC y otros gobiernos como los de Ecuador, Venezuela y Francia; torpedear por esa vía el progreso de cualquier iniciativa conducente a la paz, y desestabilizar a gobiernos que hoy aparecen opuestos a partes significativas de las políticas del imperialismo,
Tanto el comunicado de las FARC, como las declaraciones del marido de Ingrid Betancourt y funcionarios del gobierno francés y trascendidos publicados por la prensa internacional, confirman que la presencia del campamento del Comandante Raúl Reyes en territorio ecuatoriano obedecía a la necesidad de proporcionar seguridad a interlocutores internacionales en el marco de negociaciones que estaban a punto de concluir con la liberación de Ingrid Betancourt.
Entre los antecedentes más contundentes está la crítica del gobierno de Francia que palabras del Ministro de Relaciones Exteriores, Bernard Kouchner, lamentó la muerte del jefe guerrillero Raúl Reyes, segundo de las FARC, y reveló que desde hace varios meses estaban negociando con él la liberación de Ingrid Betancourt.
Eso no lo podía ignorar la inteligencia que precedió al ataque, cuestión que devela su alevosía y dimensión criminal.
Eso es lo que también ha sostenido con fuerza el Presidente Correa, mientras que la enérgica reacción de Chávez, llegó a denominar «casus belli», o sea, causa de guerra, la repetición de una agresión parecida en territorio venezolano. .
Ante la contundencia de los antecedentes que apuntan a una criminal agresión a mansalva, resalta por lo ridículo el intento de Uribe de denunciar a Chávez ante la justicia internacional por «financiar a la guerrilla» y «apoyar organizaciones genocidas», sobre la base de información supuestamente incautada en un computador del asesinado líder guerrillero.
Por contraste, la resolución de la habitualmente timorata y pro yanqui OEA demuestra el grado de descrédito en que ha quedado Uribe.
Aislamiento internacional
Paradójicamente, su posición de aislamiento, así como la unanimidad y el vigor de la condena internacional, congelaron, por ahora, la eventualidad de una escalada del conflicto, cuestión que no se puede descartar dada la actual condición de Uribe, en tanto peón adelantado de la estrategia imperialista que busca desestabilizar al gobierno de Hugo Chávez, y por esa vía, detener la tendencia de gobiernos de izquierda, o bien nacional progresistas y en todo caso antiimperialistas, que se está asumiendo incontestablemente la hegemonía en la región.
Sin embargo, por más que no se pueda descartar, evento que desencadenaría una dinámica de conflicto regional de incalculables consecuencias, parece improbable que una provocación como la de Uribe se repita en el agónico período que aún le resta al titiritero mayor, el nunca bien ponderado George W. Bush, que está en vísperas de partir al lugar desde donde nunca debió haber salido; a saber, el basurero de la historia.