Dicen que los nuevos malestares de esta época hiperconsumista y absolutamente ególatra ya no son consecuencia de las relaciones de producción. Que ese malestar no requiere de una lectura social, mucho menos política. Porque esa pesadumbre es privada, cosa de cada uno, de su desajuste, culpa de cada cual, porque no ha sabido estar a […]
Dicen que los nuevos malestares de esta época hiperconsumista y absolutamente ególatra ya no son consecuencia de las relaciones de producción. Que ese malestar no requiere de una lectura social, mucho menos política. Porque esa pesadumbre es privada, cosa de cada uno, de su desajuste, culpa de cada cual, porque no ha sabido estar a la altura del tiempo o el destino. Creo que ello viene a confirmar las estrategias de individualización y patologización de numerosos malestares modernos. ¿Qué ha pasado? Hace años, en la década de los ochenta, perdimos la virginidad utópica, aquella que aún nos mantenía como guerreros del antifaz contra la tiranía social, como sujetos políticos, actores del tiempo y artífices de la historia. La posmodernidad nos desvirgó y con ella perdimos la noción del presente. Y entonces la realidad se reconvirtió en un lodazal en barbecho. Y así, poco a poco, nos fuimos abandonando por obra y gracia del relativismo narcisista al nihilismo paralizante, renegando incluso del futuro. Entonces nuestras biografías se fragmentaron, olvidamos los relatos emancipatorios, primamos la estética sobre la ética y la egolatría hiperconsumista sirvió para justificar desde las flexibilidades del mercado hasta la contención histórica de nuestros cuerpos. Y las viejas solidaridades de clase sangraron tras las grietas que se abrían en el interior de las debilitadas estrategias de la histórica protección comunitaria. El espacio se remodeló y la deslocalización sirvió para perpetuar las distancias entre los sujetos descaracterizados a los que las carnes se les abrían arrojándolos a una confortable intemperie. Sabíamos, y sabemos que algo va mal. Y es que la política ha sido derrotada como arma de combate y el derecho al yo por encima de todo ha tratado de compensar la creciente despolitización de las relaciones sociales. Y sin embargo, la felicidad anunciada no llega. Y todo se llena de consejeros psicologistas, manuales de autoayuda, utopías ingenuas que crecen en medio de una creciente desertificación social. Y los dogmas religiosos se rearman y vuelven a emerger como sustitutos de las convicciones abandonadas por aquella razón combativa sepultada entre los lirios de la historia inacabada.
Y es que ahora, el viejo conflicto social, el que nos inspiró y animó a las barricadas, reconvertido en conflicto global explicativo de todas las resistencias, se ha despolitizado reconvirtiéndose en un asunto personal aupado tras la victoria del yo narcisista. No esperéis lectores, ninguna resistencia de unos sindicatos algodonosos y claudicantes ante la deforestación sociolaboral de nuestras relaciones mercantiles, no esperéis nada de las agencias de voluntarios que inundan el mundo; excepto su meritoria, reconocida y siempre excitante pasión por el prójimo. Pero marcadamente neutral e institucionalizada. No esperéis nada de las agencias sociales, de los grupos institucionalizados de presión social, no esperéis nada porque todo ello forma parte de una estrategia de contención del conflicto social, cada vez menos politizado y más blindado en su lectura y posibles alternativas de cambio social real.
Pero el conflicto sigue dejando víctimas. Muchas aguardan en la larga lista de los centros de salud mental, en los despachos privados de los psicólogos, en los servicios sociales o en el paro puro y duro. Son los que sobreviven a pelo, los alprazolanizados y quienes han somatizado la dureza de una vida sin redes de protección en la fibromialgia social de nuestros días. Y es que las biografías personales se han despolitizado, el sufrimiento se ha desocializado y reconvertido en un problema absolutamente privado donde el individuo psiquiatrizado y asistencializado, es aconsejado por psiquiatras, jueces y asistentes sociales, el triunvirato profesional de la contención social que responde a la asistencialización de la nueva lucha de clases. Surge así una lectura acrítica donde el malestar social pierde significado político y éste se normaliza y se integra como malestar privado.
Guillermo Rendueles, un psiquiatra-escritor asturiano y Santiago Alba Rico, uno de los intelectuales españoles más lucidos del momento ya nos avisaron hace tiempo de esta deriva en sus magníficos análisis. Con ellos coincido en reconocer que por las consultas siquiátricas pasa el 30% de los pacientes del área sanitaria. Que ese 30% tenga problemas de salud mental es otra cuestión que Castilla del Pino define como la inflación del sistema absolutamente mediatizado por la psiquiatrización dirigida desde las multinacionales farmacéuticas. No obstante esta privatización del conflicto social, desde mi punto de vista, viene determinado, y en ello coincido con los autores citados, por ciertas posiciones ante el propio conflicto. Posiciones que básicamente resumen los modelos relacionales con el propio acontecer diario, sus problemas y la forma de transferir responsabilidades entre los sujetos histórico-políticos y las instituciones.
La posmodernidad inauguró una serie de derechos basados en la primacía del yo. Ese yo hiperconsumista de deseos, satisfacciones y hedonismos individualistas, ajenos a las consecuencias que generan, nos ha eximido de nuestra responsabilidad conductual. Las cosas ocurren, nos pasan y acontecen sin que ningún sujeto asuma responsabilidades. Los sucesos y las acciones se sitúan en el limbo, sin gravamen alguno. Y es que la experiencia vital carece ya de enseñanzas porque la propia realidad está desdramatizada. Porque la hiperindividualización ha fagocitado toda lectura crítica y política de la realidad permaneciendo los sujetos ajenos a los compromisos. Pero también los Estados, las instituciones y las administraciones públicas se han inhibido de cualquier responsabilidad transfiriéndola al individuo enaltecido y blindado por los derechos del yo consumista. El largo millón de victimas civiles de Irak no es responsabilidad de nadie. No es ningún drama porque nadie se hace cargo de su sangre.
Y es que desde hace tiempo las políticas públicas patologizan e individualizan aquellas biografías, itinerarios o sucesos que escapan a los procesos de normativización y normalización social. El sistema de salud o el sistema de los servicios sociales victimizan los procesos personales haciendo creer al sujeto que él es el culpable de su situación. Reconversiones, paro de larga intensidad, precariedad laboral, exclusión social, pobreza endémica, divorcios, estrés, ansiedad, se envuelven en nuevas categorías gnoseológicas que explican los nuevos problemas sociales, problemas por otra parte absolutamente despolitizados en su análisis y significado. Por ejemplo, los Servicios Sociales han inventado herramientas de normativización social como la Búsqueda Activa de Empleo, los acuerdos de incorporación, el itinerario de inserción y otras lindezas técnico-burocráticas, descontextualizadas de la realidad social en las que los sujetos patologizados y desautorizados se ven obligados a desprenderse de su protagonismo histórico. Ya no interesan las causas que han generado esas biografías de la pobreza, el abandono o la desesperación, como si los sujetos hubiesen elegido su propia miseria. Nada se opina sobre las condiciones y relaciones laborales, sociales, familiares, patriarcales, sexistas o de dominación. Nada sobre la inseguridad, las infraviviendas, los salarios parciales, los talleres ilegales y las múltiples formas de explotación invisible. Nada. Como si sólo nos interesara asistencializar a quienes van a la deriva, a quienes no asimilan su naufragio voluntario o a los espíritus agrietados, esos para quienes el porvenir es una larga agonía sin desenlace.