Han transcurrido cuarenta años desde mayo de 1968, cien desde el nacimiento de Allende. Pero sólo dos años separan el «mayo francés» del triunfo de la Unidad Popular en septiembre de 1970. Ambos acontecimientos –muy diversos entre sí– se inscriben en el registro de las luchas de quienes han querido cambiar el mundo y la […]
Han transcurrido cuarenta años desde mayo de 1968, cien desde el nacimiento de Allende. Pero sólo dos años separan el «mayo francés» del triunfo de la Unidad Popular en septiembre de 1970. Ambos acontecimientos –muy diversos entre sí– se inscriben en el registro de las luchas de quienes han querido cambiar el mundo y la vida, construir otra convivencia, una nueva humanidad. Son también parte de un mismo tiempo, aquel en que proponer una sociedad distinta, más justa y libre, no pudo ser prohibido o acallado por sistemas políticos excluyentes o por los medios controlados por los dueños del gran capital. Esa fue una época en que la utopía era una tensión indispensable en el ejercicio de la política de izquierda. En esos tiempos emergió Allende y alcanzó las mayores alturas su proyecto político.
Ambos procesos –ese «mayo» con su rebeldía y especialmente Allende y su idea de un Chile popular– marcaron a mi generación. Aplicar ese legado para diseñar futuro, en un mundo como el actual, es un desafío que aún no hemos sido capaces de superar. Es una deuda política y moral.
He traído a colación el «mayo francés» particularmente para recordar que Sartre atribuyó a aquel movimiento la capacidad de generar lo que él llamó la «expansión del campo de lo posible». En esa expresión nos hizo ver aquello que los mecanismos de disciplinamiento y control social impuestos por los grupos dominantes intentan ocultar: lo «posible» y lo «imposible» son construcciones. Por eso uno de los desafíos a superar es construir «posibles» y vulnerar supuestos «imposibles».
En el Chile del 2008 tratan de convencernos —y han tenido éxito con una parte sustancial de la ciudadanía— que estamos cercados de imposibles. Constatamos, sin embargo, que lo que ellos llaman «imposibles», son muchas veces aspiraciones razonables, sensatas, cuando no elementales. Una Constitución consagrada mediante voto popular, ¿no es acaso razonable? ¿No es sensato plantearse políticas de defensa de las riquezas básicas cuando una transnacional del cobre obtiene en un año más ganancias que todas las minas que nacionalizó Allende? ¿No es elemental terminar con las exclusiones en el Congreso Nacional? ¿No es razonable que la ley habilite a la gran mayoría de los trabajadores para negociar colectivamente? ¿No es sensato fortalecer la educación pública –la pública, quiero decir, la auténticamente pública y no la que se afana por el lucro– y levantar las trabas económicas para ingresar a la educación superior? Sinceramente, esto y más, es razonable y posible en el Chile de 2008.
Amigas y amigos críticos, rebeldes, esperanzados, imaginativos: Creo que Mario Amorós, a quien había leído pero no conocía personalmente, ama a Chile, seguramente desde que nació en 1973. Ha dedicado a nuestro país y a nuestra izquierda mucha reflexión y varios textos. Creo que uno de los motivos principales de su amor por nuestra historia, es Salvador Allende.
En el libro que hoy presentamos Amorós recorre la vida política de Allende con pluma segura y sin dejar escapar ni un instante significativo. Demuestra cómo en su incansable transcurrir vital, desde su iniciación a los textos revolucionarios gracias al zapatero anarquista italiano Juan Demarchi, hasta el instante de su muerte, Allende expandió el campo de lo posible, no se dejó intimidar por los «imposibles» aparentes, construyó un horizonte viable de cambio social radical.
De particular interés es la reconstrucción que realiza Amorós sobre el período de gobierno de la Unidad Popular y sus múltiples conflictos y opciones. Hay en el libro una mirada comprometida pero suficientemente distante como para evitar prejuicios o juzgamientos. En este sentido, Amorós no toma partido definitivo con alguno de los actores de la izquierda social y política, más bien nos expone diferencias, alternativas, reacciones. Encuentros y desencuentros.
Es también apropiada la claridad con que Amorós registra la intervención estadounidense en el periplo político de Allende y luego en su derrocamiento. Nunca será suficiente subrayar cómo la acción del gobierno de los Estados Unidos fue de significativa para el destino de la Unidad Popular. Y — ¡qué duda cabe! —- la acción desestabilizadora, ilegal, terrorista en muchos casos, de sectores significativos de la derecha chilena. A ello se suman las debilidades y errores nuestros, de la Unidad Popular, y las vacilaciones y compromisos de la Democracia Cristiana.
La injerencia desvergonzada de la CIA en Chile comenzó su período de máximo vigor luego de la Revolución Cubana. Por una parte, el triunfo revolucionario de Fidel Castro en 1959 impactó fuertemente a Allende. Quizá si el Allende antes de Fidel fuera un político más tradicional, más «reformista», como se usaba decir, con tono peyorativo, en una época en que ser tal era un claro signo de moderación y en que el dilema reforma-revolución continuaba siendo eje de los debates de la izquierda mundial y particularmente de la latinoamericana. En todo caso, más allá del impacto personal, la Revolución Cubana significó un cambio radical en las circunstancias que rodeaban el proyecto allendista y muy especialmente en la percepción que generaba. Me atrevería a decir que el proyecto de Allende en las elecciones de 1952 y 1958 fue percibido más cercano a la idea central que animó al Frente Popular de 1938, que al de un proceso revolucionario destinado a dar inicio a la construcción del socialismo. En cambio, ya en las elecciones de 1964 y 1970 Allende y su programa adquirieron otro significado. El continente estaba conmocionado por la experiencia cubana. Algo ocurría en el «patio trasero» de la gran potencia norteamericana.
El libro de Amorós, por otra parte, contribuye a reponer los términos del debate siempre vigente sobre Allende y la Unidad Popular. La pregunta clave que los detractores eluden es: ¿por qué existió Allende y la Unidad Popular? Algunos han dicho que fue un accidente en la historia de Chile. Eso quisieran. Uno podría coincidir con una cierta interpretación de este aserto, que no es obviamente la de quienes lo formulan: la historia de Chile fue, hasta Allende, la historia del predominio de un pequeño sector de la sociedad sobre la mayoría. Encomenderos, latifundistas y oligarcas, rentistas del salitre y del cobre e industriales protegidos por el estado, condujeron — con estremecimientos, como el triunfo del Alessandri popular en 1920 y el del noble Pedro Aguirre Cerda en 1938 — cuatro siglos de historia.
Entonces, el fuerte enfrentamiento social que se produjo durante el gobierno de Allende tiene una explicación primaria: los intereses y privilegios centenarios de los grupos dominantes corrieron, por primera vez, un riesgo serio. La masa allendista, el pueblo de Allende, comunistas, socialistas, radicales, cristianos revolucionarios, sindicalistas, jóvenes, mujeres, pobladores, obreros y campesinos, creyeron que podían mandar, que su opinión y participación tenían un valor irreemplazable, que eran dignos para gobernarse y gobernar, que eran capaces de construir un Chile distinto.
La combinación de esos dos factores, el largo y laborioso desarrollo del movimiento de masas y la radicalización de los procesos sociales en América Latina, dieron lugar a aquel empeño por cambiar el signo del poder económico, social y político en Chile. Es la única oportunidad en nuestra historia en que un proyecto de esa naturaleza ha tenido posibilidades de realizarse. Es, por tanto, un gran momento histórico, pienso que el más importante del siglo XX.
En ese esfuerzo digno y justo creo que, como ya señalé, la izquierda —el gran protagonista colectivo— mostró debilidades y cometió errores. Era un camino inexplorado. Todos los actores políticos tuvieron vacilaciones, dudas no resueltas, percepciones no suficientemente afinadas. Incluso Allende, que fue un héroe, un pertinaz elaborador de un proyecto histórico de izquierda, un líder social imbatible y, también –no lo olvidemos–, un ser humano. En el libro de Mario Amorós surgen con claridad aquellos momentos decisivos, cuando algo distinto pudimos hacer para evitar el destino fatal que algunos presagiaban y que la derecha procuraba con afán.
Sigo pensando que la democracia y el socialismo deben complementarse imaginativa y eficazmente, como Allende creyó. Pienso también que Allende fue un verdadero revolucionario, un revolucionario que creía en la democracia. Marxista y revolucionario. Así se consideró a sí mismo, así lo sostuvo mil veces. Fue un revolucionario por la radicalidad de sus objetivos, en la mejor tradición de la izquierda chilena que Eugenio González había sintetizado: «Se es revolucionario por los fines, no por los medios que se emplean».
Al comienzo de aquellos mil días, tuve el privilegio de trabajar como joven asesor económico de Allende en La Moneda antes de ser destinado al sector minero, donde viví con intensidad el proceso de nacionalización del cobre. Compartíamos oficina, a pasos del despacho presidencial, con mi inolvidable amigo Arsenio Poupin, que era el asesor jurídico, hasta hoy desaparecido. Hablábamos con el Presidente varias veces durante la jornada y a veces terminábamos el día escuchando sus reflexiones o comentarios, en ocasiones llenos de humor, sobre los acontecimientos del día. Éramos jóvenes y admirábamos a Allende. Pero, mirados los hechos en retrospectiva, éramos algo presuntuosos, algo impetuosos, también. De allí que concibiéramos la idea de someterlo a la sutileza de nuestro lenguaje. Cuando no concordábamos con sus decisiones nos dirigíamos a él como «Presidente». Cuando no éramos negativos pero tampoco entusiastas nos referíamos a Allende como «Doctor». Y cuando participábamos plenamente de sus ideas o acciones le decíamos «Compañero».
Allende, perceptivo como era, receptivo como era, se dio cuenta de nuestro juego. Nunca nos dijo nada, a veces esbozó una sonrisa irónica. Nosotros llegamos a creer ingenuamente que aquella táctica tenía en él alguna influencia. Pero un repaso de acontecimientos indica que en muchos casos no hizo como nuestro ímpetu hubiera deseado. Y esos recuerdos de juventud me dicen además que Allende tenía razón, que hizo bien. Bien, digo yo, la mayoría de las veces, casi siempre, en aquellos inolvidables mil días. El título que Mario Amorós ha elegido para su texto sobre Salvador Allende es entonces justo y preciso, y es la fórmula que a él lo enorgullecía: «Compañero Presidente».
– Intervención en la presentación del libro de Mario Amorós Compañero Presidente. Salvador Allende, una vida por la democracia y el socialismo (Publicaciones de la Universidad de Valencia, 2008. 372 págs.) en el Instituto de Ciencias Alejandro Lipchstuz (Santiago de Chile) el 24 de junio de 2008.
– Jorge Arrate fue ministro de Minería del Presidente Salvador Allende, secretario general del Partido Socialista de Chile y desde 1990 ministro y embajador de distintos presidentes. www.jorgearrate.cl