El 24 de abril de 2004, escribí un artículo en el diario El Mundo, periódico en el que entonces colaboraba, con el siguiente título: «Encrucijada económica del nuevo Gobierno». El PSOE acababa de ganar las elecciones, triunfo en el que poco o nada había tenido que ver la economía. Tal como manifestaba en el artículo, […]
El 24 de abril de 2004, escribí un artículo en el diario El Mundo, periódico en el que entonces colaboraba, con el siguiente título: «Encrucijada económica del nuevo Gobierno». El PSOE acababa de ganar las elecciones, triunfo en el que poco o nada había tenido que ver la economía.
Tal como manifestaba en el artículo, la falta de una auténtica alternativa socialista en esta materia había permitido que quedase flotando en la opinión pública el éxito de la política económica del PP.
Y ahí es donde se encontraba el reto para el nuevo Gobierno, porque si daba por bueno que vivíamos en materia económica en el mejor de los mundos posibles, tendría enormes dificultades a la hora de justificar los problemas con los que sin duda se iba a tropezar en el futuro, problemas que ahora se hacen presentes.
Lo cierto es que ya entonces, detrás de algunos datos macroeconómicos excelentes y de ese escenario de aparente prosperidad, se vislumbraba toda una serie de potenciales riesgos, que pormenorizaba yo en el artículo y que antes o después tenían que estallar.
Lo realmente sorprendente es que la bonanza haya durado cuatro años más y que la crisis no se haya producido antes.
El crecimiento económico durante estos doce años se ha basado en el consumo interno y en la construcción, pero ambos factores apalancados por un enorme endeudamiento privado, que se ha traducido, a pesar del buen comportamiento de las finanzas públicas, en un déficit exterior que se sitúa entre los más elevados, si no el más elevado, de la OCDE.
Crecíamos por tanto a crédito, pero los créditos, como es natural, hay que pagarlos, y en macroeconomía se pagan la mayoría de las veces deprimiendo el futuro crecimiento.
Influencia exterior
La existencia de déficit exterior no es ninguna novedad en la economía española -sí, un déficit por cuenta corriente del 10%-, ha constituido siempre nuestro talón de Aquiles. Permanentemente hemos presentado diferencias importantes en los precios respecto al resto de países, que terminaban desnivelando la balanza de pagos.
El ajuste siempre se realizaba vía devaluaciones. Y aquí es donde aparece lo novedoso de esta coyuntura, y lo que la convierte en más temible, el hecho de que en el ámbito de la Unión Monetaria no es posible ya depreciar la moneda.
No tiene razón Zapatero cuando pretende situar la causa de la crisis exclusivamente en las hipotecas subprime o en el incremento de los precios del petróleo.
Para nuestro país las variables exteriores han sido tan solo el detonante, y la gravedad de la situación no radica únicamente en que, al igual que otras economías europeas, tengamos tasas bajas o negativas de crecimiento durante varios trimestres con el consiguiente incremento del paro, sino en el riesgo de que seamos incapaces de ajustar nuestros desequilibrios, transformando en crónica la crisis.
Menos razón tiene aún Rajoy en culpabilizar al actual Ejecutivo, porque en todo caso las medidas correctoras se deberían haber planteado a lo largo de los doce años de complacencia y, por lo tanto, la responsabilidad correspondería a ambos partidos y en mayor medida al PP, ya que a sus gobiernos pertenecen las dos terceras partes del periodo milagroso.
Ahora, poco o nada se puede hacer a corto plazo como no sea emplear selectivamente el margen de maniobra que presentan las finanzas públicas para paliar los efectos negativos de la crisis. Y en esa dinámica se inscribe la medida anunciada el miércoles pasado por el presidente del Gobierno de abrir una línea de crédito de 3.000 millones de euros para los promotores de viviendas. No se equivocaba Zapatero cuando en Rodiezmo (León) hace escasos días afirmaba: «No me pidan dinero para salvar a empresas que han tenido enormes beneficios»; y, quizás guiado por argumentos más técnicos y menos ideológicos, Solbes ya en mayo había declarado algo parecido: «No se debe impedir artificialmente el necesario ajuste de la construcción. El sector ha acumulado ciertos excesos en años anteriores que deben ser corregidos».
Pero una cosa es la teoría y otra la práctica, y en este mundo de economía neoliberal la práctica conduce a que se privaticen los beneficios y se socialicen las pérdidas. Los gobiernos se ven en la necesidad de intervenir y salvar sociedades en crisis por las implicaciones que sus quiebras tendrían sobre la economía nacional. Buen ejemplo de esta contradicción es la conducta seguida por el país que pasa por ser de los más liberales del mundo, EEUU.
Bien mayor
Las constructoras españolas atraviesan una situación crítica, al borde de múltiples suspensiones de pagos que podrían poner en serios aprietos a las cajas de ahorros. El Gobierno ha tenido que ceder.
La medida adoptada no es desde luego la peor, sobre todo si se acomete con las debidas garantías. Se pretende dotar de liquidez a las promotoras a cambio de que arrienden los pisos que en los momentos actuales no pueden vender.
En principio, no se trata de ninguna subvención, ni de salvar a empresas no viables, sino tan solo de ayudarles a capear el temporal haciendo posible que hagan rentables sus activos mediante el alquiler y financiarles la inmovilización temporal de estos.
La condición de que pongan los pisos en alquiler parece acertada. En primer lugar, porque garantizan la rentabilidad de los activos y por lo tanto la capacidad de las empresas de hacer frente a los costes de financiación, que en ningún caso deberían ser distintos del tipo de interés del mercado; y, en segundo lugar, porque hoy la vía más factible para promocionar la vivienda es sin duda la del arrendamiento y a esta modalidad se deberían encaminar casi en exclusiva las actuaciones de protección oficial, pero esto sería ya el tema de otro artículo.