Las migraciones humanas son un fenómeno tan viejo como la Humanidad misma. De acuerdo a las hipótesis antropológicas más consistentes se estima que el ser humano hizo su aparición en un punto determinado del planeta (el centro de África) y de ahí migró por toda la faz del globo. De hecho el ser humano es […]
Las migraciones humanas son un fenómeno tan viejo como la Humanidad misma. De acuerdo a las hipótesis antropológicas más consistentes se estima que el ser humano hizo su aparición en un punto determinado del planeta (el centro de África) y de ahí migró por toda la faz del globo. De hecho el ser humano es el único ser viviente que ha migrado y se ha adaptado a todos los rincones del mundo.
Las migraciones no constituyen una novedad en la historia; siempre las ha habido, y generalmente han funcionado como un elemento dinamizador del desarrollo social. Hoy día, sin embargo, y desde hace varios años con una intensidad creciente, se plantean como un «problema». Lo que aquí queremos delimitar es: problema ¿por qué? y ¿para quién? Y secundariamente, en tanto problema a resolver, esbozar alternativas posibles.
La gente ha migrado históricamente de un sitio a otro: a) forzada por las circunstancias algunas veces, y b) voluntariamente otras. En estos casos la población migrante buscó nuevos horizontes simplemente movida por el humano afán de conocer cosas nuevas, del descubrimiento, de la aventura. Las migraciones forzosas se han debido a diversas causas, pero en general puede afirmarse que aparecen ligadas a contingencias naturales: catástrofes, hambrunas, empeoramiento en las condiciones de habitabilidad de una región. Sólo recientemente el fenómeno ha adquirido una dimensión masiva de proporciones antes nunca vistas, apareciendo motivado por razones de orden puramente social: guerras, discriminaciones, persecuciones, pero más aún: pobreza. Sólo en la segunda mitad del siglo XX puede decirse que empieza a constituirse en un verdadero problema, perdiendo definitivamente su carácter de factor de progreso, de aventura positiva.
Si bien es cierto que el movimiento voluntario de población sigue existiendo (pequeño, ocasional), y que no faltará ya hoy día quien esté pensando instalarse próximamente en alguna base terrícola en algún punto del cosmos, las características de aquello a lo que actualmente asistimos llaman a la reflexión.
Una concepción realmente amplia de desarrollo, que no ligue bienestar exclusivamente a adquisición de objetos materiales y que contemple como algo igualmente medular el cuidado racional del ambiente, debe interrogarse acerca de fenómenos tan masivos y contundentes que irrumpen en lo social rompiendo el equilibrio general tales como la narcoactividad (segundo negocio en la economía mundial), la violencia generalizada (la producción y venta de armamentos constituye el primero), la amenaza nuclear, el desastre ecológico, la actual pandemia de sida. Entre estos fenómenos se inscribe necesariamente el de las migraciones actuales, masivas y sin freno.
Nunca antes como ahora tanta gente huye de situaciones adversas. Paradójicamente, nunca antes había habido tantas situaciones adversas. La riqueza y el bienestar crecen a pasos agigantados para muchos, pero para muchísimos otros también crece -en forma inversamente proporcional- su marginación, su falta de posibilidades, su precariedad.
La dinámica social en curso, curiosamente, aunque se amplía en potencialidades productivas, en tecnologías más efectivas, en acceso al confort, no termina de resolver problemas ancestrales de la Humanidad en cuanto a mejoramiento de las condiciones de vida sino que, por el contrario, para una gran mayoría, las empeora.
La era industrial provocó las oleadas de migración voluntaria más grandes que hasta entonces se habían producido. La búsqueda de la prosperidad que empezó a ofrecer el capitalismo en su proceso de crecimiento movió enormes contingentes de población rápidamente. Países enteros comenzaron a nutrirse de los inmigrantes; algunos construyeron su grandeza sobre esa base. Quizá los Estados Unidos de América son el ejemplo más elocuente. Continentes enteros se modificaron merced a esos movimientos de población. Expandido el industrialismo y la sociedad de alto consumo material por prácticamente todo el orbe, desde la segunda mitad del siglo XX alternativamente fueron apareciendo nuevos focos de prosperidad que, a su turno, atrajeron migrantes: Canadá, Australia, Nueva Zelanda, zonas francas dentro de países, como Manaos en Brasil o Hong Kong en China.
La industrialización de las sociedades, y por tanto el crecimiento de la ciudad en detrimento del campo, tiene en curso un proceso migratorio en todo el mundo que no da miras de detenerse. Estas migraciones, que de alguna manera fueron el insumo que necesitó la industria para expandirse en un primer momento, no dejan de ser un problema social creciente, por cuanto el número de personas reubicadas en las ciudades supera grandemente las posibilidades de asimilación de nuevos habitantes que ellas tienen.
Un proceso de algún modo similar se da en el movimiento Sur-Norte, desde países pobres hacia la metrópoli desarrollada. Las oleadas de tercermundistas indocumentados se muestran imparables, y quizá ésta, más que ningún otro tipo de migración, es la que alarma al statu quo central.
En todos estos casos vemos que hay un interés del migrante por desplazarse desde una situación comparativamente más desventajosa (económica, social, culturalmente) hacia una más beneficiosa.
Las guerras, quizá la peor catástrofe no natural, desde siempre han sido un factor determinante de migraciones. Pero las llamadas guerras de baja intensidad de las últimas décadas, incluidas aquellas desarrolladas en el marco de la Guerra Fría (la Tercera Guerra Mundial para algunos), entre las que se cuentan toda suerte de persecución por cualquier disensión, han dejado un saldo de migrantes forzosos como nunca anteriormente se había contabilizado. Seguramente contribuye a estos movimientos cada vez más masivos de población la proliferación de comunicaciones más desarrolladas en todo el mundo que achican distancias globalizando y homogeneizando posibilidades y alternativas.
Podría aventurarse la idea que los conflictos armados y las persecuciones provocan tantas migraciones porque, a partir de la explosión demográfica del presente siglo -por ahora siempre en aumento- cada vez hay cantidades más inconmensurables de gente en el planeta, y más aún en las zonas donde generalmente tienen lugar esos hechos violentos. Por tanto una reubicación de un grupo poblacional que hace algunos siglos atrás hubiera pasado inadvertida o no hubiera tenido un impacto relevante, hoy día alcanza, a veces, ribetes trágicos. Más aún si se da, como de hecho ocurre, en las áreas más pobres y marginadas del mundo -menos preparadas por tanto para hacer frente a situaciones tan adversas. La Segunda Guerra Mundial, más allá del desastre que en sí mismo representó para quienes la sufrieron directamente, en Europa, por ejemplo, no provocó un éxodo irrefrenable de población hacia nuevos horizontes. Pero todo conflicto armado acaecido en el Sur tiene como consecuencia inmediata, además de la pérdida de vidas y de bienes materiales, movimientos poblaciones donde se huye de situaciones generalmente irreversibles en el corto y mediano plazo en las que se combinan el desastre de la guerra con la precariedad heredada desde siempre. Tales movimientos, si bien son una forma de preservar la vida en lo inmediato, producen posteriormente problemas de reasentamiento definitivamente insolubles, por lo que conflictúan más aún las ya sufridas sociedades donde tienen lugar.
En estas migraciones forzosas prácticamente se huye por una imperiosa necesidad de sobrevivencia.
Las cifras globales indican elocuentemente que las migraciones, ya sea por interés, ya sea por necesidad, aumentan; y no sólo en valores absolutos (cada vez hay más población en el mundo), sino en términos relativos, lo cual es un indicador de que algo especial sucede.
¿Por qué cada vez más gente emigra?
Es claro que, dada la actual cantidad de humanos sobre el planeta, cualquier fenómeno masivo debe contabilizarse en términos monumentales. Pero esto no alcanza para explicar el por qué de la masividad de las migraciones.
Pareciera que crecientemente hay más interés al igual que más necesidad por migrar. Pero observando más detenidamente el fenómeno vemos que el interés -nos referimos al migrante voluntario, que fundamentalmente es migrante económico- se reduce también a necesidad. La gente huye de la miseria: del área rural a la ciudad, de los países pobres a la prosperidad del Norte, al igual que huye de las guerras, de las persecuciones políticas, de las cacerías humanas, cualquiera sea su naturaleza.
Ahora bien, si el número de huidos aumenta (ya sea en la forma de desplazados, refugiados, exiliados, de habitantes de barrios marginales en las ciudades o de inmigrantes ilegales en las sociedades más ricas) esto está indicando que las condiciones de vida de donde proviene tanta gente expulsan en vez de permitir un armónico desarrollo.
Con la globalización en curso a la que actualmente todos asistimos es posible pensar que las fronteras del Estado-nación moderno puedan tender a debilitarse y que los desplazamientos de población para fines de crecimiento personal (económico, cultural) entre un punto y otro del orbe sean paulatinamente más comunes. Pero esto no deja de ser un movimiento que no altera la estructura misma del edificio social: los negocios son, y serán cada vez más marcadamente, transnacionales, al igual que la cultura, las modas, los hábitos cotidianos, las distintas formas de poder y las políticas de control. No es impensable que dentro de algún tiempo grandes áreas del mundo sean la casa común para millones de habitantes (Europa, por ejemplo, apuesta a ese proyecto). Pero los desplazamientos humanos que allí tengan lugar no podrían ser considerados migraciones (un pasaporte común, un destino común; las migraciones no son eso).
¿Qué tienen de especial las migraciones masivas a las que nos referimos?
En el hecho migratorio deben considerarse tres elementos: el migrante, el lugar de donde emigra y aquel adonde llega. Cada uno de estos polos tiene su especificidad propia.
Cada tipo de migrante (el latinoamericano que se va «mojado» a Estados Unidos, o el africano que logra llegar a tierra europea en una precaria embarcación, o el sobreviviente de un terremoto que es reubicado por sus autoridades gubernamentales en una nueva región del país, o aquel que alcanza a cruzar la frontera para escapar a un régimen dictatorial sangriento, etc.) tiene una historia personal y colectiva que le hace sobrellevar esa transformación en su vida con mayor o menor suerte. De hecho, cualquier gran cambio existencial provoca una conmoción subjetiva que cada quien sobrellevará como mejor pueda, no faltando ocasiones en que algunos no podrán procesar todo lo nuevo reaccionando con distintos tipos de descompensaciones (sintomatología psicológica, desadaptación a las nuevas condiciones, duelo perpetuo por lo perdido). Este es un nivel del problema: el problema concreto para cada migrante. Por otro lado, y siempre funcionando como un problema, se encuentra el medio que fuerza la migración: algo irrumpe o actúa como distorsionador en la vida normal provocando las condiciones para abandonar, temporal o definitivamente, el lugar de origen. Pueden ser catástrofes naturales, guerras, pobreza, etc., pero para quien lo padece ello tiene en todos los casos el valor de problema insoluble cuya única alternativa es la evitación. Finalmente, también es un problema el proceso de llegada del migrante a su nuevo destino, no sólo para él (¿cómo se adaptará, cómo soportará la pérdida?) sino para el entorno en el que se reinstala. A veces el nuevo medio acoge solidariamente, pero muchas otras no, creándose tensiones entre recién llegado y nativo. El proceso de reubicación no deja de ser un enorme problema, y en ocasiones más complejo que los otros.
Lo distintivo de las migraciones actualmente, además de su tamaño, es el hecho de constituirse como problema para todos los factores que hacen parte de ellas en virtud de su desorganización, de su desorden, de la pérdida de su condición constructiva. Hace tiempo que las migraciones dejaron de ser un motor beneficioso para las sociedades. Por el contrario, en un mundo en el que agigantadamente, en vez de resolverse problemas cruciales, se entroniza la tendencia a dividir entre aquellos que «se salvan» y los que «sobran», las migraciones (como recurso desesperado de muchísimos) son un calvario que, globalmente consideradas, no salvan a nadie sino que empeoran las condiciones de todos.
Migraciones: un problema a resolver
En las actuales migraciones, entre las que destacan por sobre todas aquellas debido a la pobreza, hay varios niveles de problemas. Hoy, dado las características del fenómeno, nadie se beneficia de esos movimientos sino que, por el contrario, se crean problemas comunes exclusivamente. Quizá sólo el migrante, en tanto escapa de una situación muy desfavorable, se beneficia en parte, sin contar con todos los problemas que le trae aparejado un cambio brusco de vida y el abandono de su lugar. Pero en definitiva, la experiencia lo enseña, la gran mayoría de población movilizada termina integrándose a sus nuevas condiciones más allá de la amargura de la añoranza.
Lo que está claro es que el fenómeno migratorio en su conjunto (quizá nos podríamos atrever a decir que no sólo por lo desorganizado sino también por lo «escandaloso» que ha pasado a ser) está denunciando una falla estructural del sistema social que lo produce. Las grandes capitales del Tercer Mundo reciben en conjunto diariamente alrededor de 1.000 personas que migran desde el área rural; y otros cuantos miles llegan cada día ilegalmente desde el Sur a los países desarrollados. ¿Hay una solución para esto?
La voz de alerta respecto al tema ya se ha dado desde hace algún tiempo en todo el mundo. Quien lo siente fundamentalmente como un problema, y más raudamente ha dado los primeros pasos para reaccionar, es el área de llegada de tanta migración: el Norte desarrollado. Sin duda que las que migran son poblaciones en riesgo, pero para la lógica del poder dominante el riesgo está, ante todo, en su propia casa, que comienza a ser invadida ininterrumpidamente por contingentes siempre en aumento.
Si efectivamente consideramos que las migraciones en condiciones de huida, tal como se van dando constantemente, son un problema (social, humano, ético, económico o como lo queramos considerar), se impone hacer algo al respecto. De hecho hay varias respuestas en curso; de acuerdo al nivel del problema enfocado habría al menos tres posibilidades: a) trabajar con el migrante, b) accionar sobre el punto de donde sale, c) intervenir en el punto de llegada.
Quizá lo más sencillo, pero no por ello lo más efectivo, es actuar en el lugar de llegada de las corrientes migratorias, simplemente cerrando fronteras para impedirlas. Esto, si bien se hace -y con alarma hay que denunciar que es una tendencia creciente en vastos sectores de los países ricos, llegándose a extremos cavernícolas de xenofobia en algunos casos, con alambradas electrificadas y leyes represivas inimaginables- no es una respuesta al problema sino simplemente una forma de sacárselo de encima. Pedir que no lleguen más inmigrantes a un país es, exclusivamente, preservar la situación de ese país despreocupándose del problema de otros.
Otra posibilidad, y de hecho la más desarrollada, es trabajar directamente con la población migrante, tanto en el proceso de instalación en su nueva morada como en el eventual regreso hacia su lugar de origen. En general aquí es donde se concentran todos los esfuerzos de las diversas agencias, gobiernos e instituciones varias que se dedican al fenómeno. Ayuda humanitaria para los traslados, acompañamiento, facilidades en los desplazamientos, asesoría y apoyo en los nuevos asentamientos, programas de desarrollo para los reinstalados, son algunas de las variantes más usuales en los servicios prestados a la población migrante. Todo ello tendiendo a hacer del hecho migratorio algo digno y constructivo, pero sin entrar a cuestionar el por qué del mismo.
La tercera opción, tal vez lo más difícil de encarar, es apuntar a ver por qué se emigra y a solucionar en el sitio expulsor los problemas que fuerzan a abandonar el terruño. Con esto habría que estar abordando problemáticas tan complejas como la pobreza o la guerra. Seguramente sea imposible impedir las migraciones (¿quién y cómo eliminará las causas anteriores? Además, ¿por qué prohibirlas?, si en toda la historia de nuestra especie las hubo); pero tal vez pueda ser útil ampliar el debate para profundizar estas temáticas. Pese a que las organizaciones dedicadas a atender migrantes no tengan, en principio, respuesta efectiva a cuestiones tan complejas, es necesario plantearse seriamente qué nos está diciendo en este momento este fenómeno inusual. ¿Por qué tanta gente huye de su situación cotidiana? ¿Tan mal le va a tanta gente en el mundo? ¿Es tolerable un mundo que integra a algunos y marginaliza a tantos? Las migraciones actuales ¿no nos están hablando de poblaciones «excedentes» en el planeta? ¿Y qué mundo puede ser ese donde haya gente «de sobra»?
Todas estas preguntas, aparentemente alejadas de respuestas prácticas concretas, deben ser el fundamento de nuestras acciones en torno al tema de las migraciones. En definitiva el debate teórico serio -creemos que imperioso- sobre todo esto es lo que mejor puede encaminar las futuras intervenciones. Recordemos que «no hay nada más práctico que una buena teoría» (palabras de un famoso inmigrante judío: Einstein). Pero además, el problema de las migraciones es, en su justo medio, un problema político, un problema en la forma en que el mundo está organizado. ¿Por qué tendrían que ser problema si eso fue lo que nos permitió expandirnos por todo el globo? Son un problema en las actuales condiciones de civilización, lo cual impone entonces plantearse condiciones nuevas; léase: transformar las actuales.